Caribes (25 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

BOOK: Caribes
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—Sabes que soy incapaz de haceros daño —protestó el gomero—. Lo de la otra noche fue un malentendido:

—A menudo, los malentendidos permiten llegar al fondo de la verdad con mayor claridad que muchos actos razonados. Tú eres un buen hombre, nunca lo he dudado, pero el problema estriba en que no estás solo, sino que en tu interior viven otros muchos hombres cuya nefasta influencia te ha marcado.

Tuvieron que pasar largos y difíciles años, antes de que el canario
Cienfuegos
consiguiese llegar al fondo de cuanto el pequeño Papepac había querido decirle aquella tarde, y se vio obligado a ser testigo de mucha destrucción, mucho dolor y mucha crueldad, antes de comprender que resultaba imposible participar en determinados hechos pretendiendo que no dejaran una profunda huella en su espíritu. Tal vez él, nacido en aquellas tierras y criado entre aquellas gentes, hubiera podido continuar siendo tan inocente como lo era en la isla de La Gomera, pero el trato con individuos como
Goliat
, Colón, el
Caragato
o el gobernador Arana, habían acabado por marcarle indefectiblemente y su diminuto amigo lo sabía.

—¿Qué puedo hacer? —quiso saber al fin sinceramente desconcertado.

—Ya te lo he dicho: unirte a Urucoa aunque tan sólo sea por una corta temporada, o enfrentarte a Paují, que es un valiente guerrero que ha matado ya cinco jaguares.

—¡Vaya por Dios! —masculló el canario—. ¡Pues sí que estamos buenos: o mariquita o muerto! —Acudió a contemplar el río junto a su amigo, pasándole el brazo por el hombro para atraerlo en un afectuoso gesto de confianza—. ¿Y si me largara? —inquirió.

—¿Huir? —se asombró el otro—. ¿Escapar como un cobarde, tú, que siempre has demostrado un tremendo coraje? ¿Por qué? ¿Tanto miedo le tienes a Paují?

Cienfuegos
le revolvió con cariño el cabello al tiempo que negaba convencido.

—Paují no me preocupa, enano —aseguró—. Pero me asusta la idea de tener que matar a un hombre tan sólo porque defiende sus ideas. Una cosa es que las respete, y otra muy distinta que tenga que practicarlas por cojones, y nunca mejor dicho. —Con un ademán de la barbilla indicó las piraguas que aparecían varadas en la arena, a no más de veinte metros de distancia—. ¿Qué pasará si agarro una de ésas y empiezo a remar río abajo? —quiso saber.

—Que Paují te perseguirá hasta matarte.

—¿Y si no lo consigue?

—Lo conseguirá —fue la firme respuesta—. Si vuelve con tu cabeza, Urucoa se le entregará sin reservas.

—¡Triste cosa es, que ahora mi cabeza sea el precio de un culo! —se lamentó el cabrero—. Está visto que cada día entiendo menos este absurdo mundo que me ha tocado vivir. ¿Dónde está Paují en estos momentos?

—Preparándose para el combate.

—Pues haz el favor de ir y entretenerle cuanto puedas. Yo me marcho.

—¡No puedo creer que huyas como un miserable capibara! —casi sollozó el indígena—. ¡Eres mi amigo!

—Por eso mismo me marcho, viejo; porque soy tu amigo y no quiero seguir haciendo daño por dondequiera que paso. Si me enfrento a Paují lo mataré, pero si tanto quiere la muerte, tendrá que romperse los riñones persiguiéndome río abajo.

—¡No voy a ayudarte! —le advirtió
el Camaleón
—. No quiero que piensen que también fui cobarde.

—A mí me importa un pimiento lo que esta gente piense —le hizo notar el canario—. Soy yo quien tiene que vivir con mi conciencia, y no quiero cargarla con una muerte inútil. —Le abrazó hasta casi aplastarle con su enorme fuerza y estatura—. Siento que nos separemos así, porque te aprecio —añadió— pero estoy convencido de que llegará un día en que entenderás mi punto de vista y me darás la razón. ¡Adiós, enano!

—concluyó—. Recuerda que has sido el mejor amigo que he encontrado en esta parte del mundo, y que te llevaré siempre en mi corazón.

Lo estrujó por última vez hasta dejarle sin aliento y, recogiendo sus armas, el macuto, el ajedrez y la hamaca, cargó con todo y se encaminó a la mayor de las embarcaciones.

La puso a flote, y mientras se acomodaba en popa disponiéndose a bogar con ayuda de un tosco canalete, agitó la mano alegremente y gritó guiñando un ojo.

—¡Cuídate! ¡Y pídele perdón a Urucoa de mi parte!

Júrale que nunca fue mi intención ofenderle. ¡Adiós!

Comenzó a bogar con fuerza, alcanzó muy pronto el centro del río y se dejó llevar por la mansa corriente hasta alcanzar la amplia curva, desde la que se volvió a contemplar por última vez la frágil figura del hombrecillo que continuaba clavado en el lugar en que le había dejado, incapaz en apariencia de aceptar que aquel inmenso hombre-mono al que tanto cariño había llegado a tomar, desaparecía de su vida para siempre.

Cienfuegos
por su parte experimentó una especie de agrio vacío en la boca del estómago en cuanto los árboles ocultaron por completo el poblado, y un profundo dolor al comprender que una vez más el agua y la selva se convertían en únicos testigos de su terrible soledad.

Como una maldición que le perseguía allá dondequiera que fuese, su destino seguiría marcado por la amarga constante de una traumática separación de los seres queridos, ya que cuando no era la muerte, como en el caso del viejo
Virutas
o «maese» Benito de Toledo, eran las dramáticas circunstancias de un naufragio, la furia de un esposo ofendido, o los absurdos celos de un homosexual enamorado.

Alguien sumamente poderoso, al parecer debía haber decidido marcarle en la frente el símbolo de los eternos vagabundos, porque ninguna otra explicación lógica cabía al hecho de que los continuos avatares de la vida le arrastraran como una hoja caprichosamente movida por el viento sin permitirle nunca ni tan siquiera un instante de reposo.

No existía, evidentemente, lugar alguno, bueno o malo, en el que el infeliz cabrero pelirrojo pudiera afirmar sus raíces, ni persona, amiga o enemiga, de cuya compañía consiguiera disfrutar ni siquiera unos meses.

—Al paso que llevo, el mundo se me va a quedar pequeño —musitó por sus adentros cuando la caída de la tarde y el pesado silencio del ancho río en el crepúsculo le hicieron tomar conciencia de que se encontraba de nuevo en marcha sin más compañía que sus propios pensamientos—. Y lo peor de todo es que nunca tengo ni idea de a dónde coño voy, ni de dónde carajo vengo.

Aunque debía admitir que al menos en esta ocasión tenía noticias de que en algún lugar —no sabía si muy cerca o muy lejos, pero por lo menos a este lado del Océano— existía una ciudad con calles, casas, gente de su propia raza, e incluso una sonora campana cuyo tañido le recordaría los amaneceres de las montañas de La Gomera; cuando el bueno de fray Gaspar de Tudela —aquel que una vez intentara bautizarle— convocaba a los fieles.

¿Pero dónde podía encontrarse aquella sucia Isabela de la que habían escapado el enano
Goliat
y sus compinches?

—¡Ni puta idea, pues…! —Había sido la brutal y sincera respuesta del vasco Irigoyen a su pregunta—. Al segundo día nos agarró la calima y a partir de ese momento ya no supimos hacia dónde nos dirigíamos.

Por lo visto, cinco días más tarde habían encallado en un banco de arena teniendo que recorrer a pie la costa durante cuarenta y ocho horas hasta descubrir la desembocadura de aquel río por el que habían decidido aventurarse.

La cuestión, por tanto, se centraba en seguir por ese río, y confiar en que en la inmensidad del mar Dios quisiera aproar su nave hacia un villorrio escondido en lo más profundo de una ancha bahía de una isla ignorada.

Las posibilidades de conseguir tal objetivo, eran quizá, de una entre cien millones.

Tan sólo un auténtico milagro conseguiría llevar a buen puerto su frágil embarcación, pero el gomero tenía ya plena conciencia de que para él nunca existirían los milagros.

Luego, ya casi al oscurecer, un sexto sentido le obligó de improviso a volverse, y descubrió a un indígena que lucía negras pinturas de guerra, bogando furiosamente, dispuesto a darle alcance para procurar cortarle la cabeza, y obtener así los favores del tierno y dulce efebo con el que siempre había soñado.

—¡Maricón de mierda! —masculló malhumorado—.

¿Hasta cuándo me va a estar jodiendo este cretino?

Pese a ello, fingió no haber reparado en su presencia, optando por continuar avanzando sin prisas, consciente de que las sombras de la noche acudirían prontamente en su ayuda para ocultarle a la vista de su empecinado perseguidor.

Se sentía seguro allí en la selva que gracias a las enseñanzas del astuto Papepac se había convertido en su mejor aliada, y aunque no le inquietaba en absoluto el acoso del indio, le molestaba el hecho de tener que andar huyendo de un sucio bujarrón pintarrajeado que le perseguía con la misma saña con que el enamorado persigue al tigre con cuya piel espera conquistar a una amante esquiva.

Se había convertido, por tanto, en trofeo amoroso; una cabeza que colgar a la puerta de una choza en la que dos hombres se entregarían a efusiones cuya sola mención le repugnaba, y una vez más se vio obligado a preguntarse quién diablos sería el gracioso que se entretenía en colocarle día tras día en situaciones cada vez más absurdas.

—De poco me ha valido bautizarme —musitó en voz muy baja mientras aguzaba la vista ya que la oscuridad lo invadía todo por momentos—. Renuncio a ello, y si tuviera idea de cómo conseguirlo, me convertiría ahora mismo en moro o en judío.

Se volvió luego a observar a su enemigo, pero apenas pudo entrever más que la borrosa mancha oscura de la embarcación que continuaba aproximándose, por lo que aguardó a que la noche cerrara por completo, y con una brusca palada cambió el rumbo buscando la protección de un grupo de árboles cuyas ramas caían sobre el agua formando una especie de túnel que le ocultaba totalmente a la vista de extraños.

Le presintió, más que verle, pasando a unos quince metros de distancia, afirmó luego la embarcación para que la corriente no la arrastrase, y limitándose a mordisquear un poco de carne seca de la que cargara en el macuto, se acomodó en popa y aspiró a soñar con Ingrid.

No llegó a conseguirlo, dado que al poco le despertó el furioso estrépito de una lluvia torrencial, y al apartar las ramas y las hojas le invadió la sensación de que era ahora el río el que se derramaba enloquecido sobre la verde selva.

Luego lo vislumbró, a no más de cinco metros de distancia, con el cabello empapado, y la negra pintura corrida por completo, lo que le confería un aspecto a la vez terrible y cómico, bogando muy en silencio como una fiera al acecho que olfateara su presa pero se sintiera incapaz de descubrir dónde se encontraba exactamente.

Se fue aproximando como la oscura nube que avanza imperceptible en una tarde sin viento, y el español se limitó a extender la mano y empuñar la espada, consciente de que llegaría un momento en que le bastaría con introducirla violentamente por entre el ramaje para ensartarle como a un pollo sin darle tiempo a lanzar ni siquiera un lamento.

Hubiera sido un crimen; un frío asesinato impropio de alguien que aspiraba a continuar viviendo en paz consigo mismo por dura que pudiera resultarle la existencia, y por ello, pese a que lo tuvo por unos instantes totalmente a su merced, el gomero
Cienfuegos
no se sintió capaz de rebanarle el cuello, limitándose a permitir que continuara su camino buscando en las tinieblas a su presa.

A los cinco minutos se había arrepentido ya de su altruismo, preguntándose por qué razón tenía que haberle perdonado la vida a un sucio invertido que tan sólo aspiraba a convertir su cabeza en un adorno, y se maldijo por lo bajo al comprender que había cometido una nueva estupidez que no le acarrearía más que problemas.

Y ya los problemas le cansaban.

No sabía dónde diablos se encontraba, ni a dónde demonios se dirigía; ignoraba si en su viaje sin rumbo encontraría amigos o enemigos, y no contaba más que con una vieja espada y una frágil canoa burdamente tallada en un tronco de árbol, pero aun así, andaba por el mundo perdonando la vida a quienes pretendían decapitarle.

—¡Mal futuro te espera, imbécil! —masculló mordiendo las palabras—. Si aquella tarde en La Gomera te hubieras cargado al vizconde cuando te bastaba con empujar una roca, ahora tal vez estarías haciendo el amor con Ingrid en su alcoba, en lugar de andar aquí enchumbado y hambriento. ¡A ver si cambias!

Pero en el fondo de su alma el canario
Cienfuegos
abrigaba la absoluta certeza de que si dicho cambio significaba tener que matar a sangre fría a un hombre indefenso por muy salvaje o bujarrón que fuese, nunca lo haría, porque lo único que le quedaba ya, después de tanta desventura y tanto agite, era el concepto de su propia estimación, compañera de viaje a la que resultaba imposible abandonar en un oculto recodo del camino.

El era así, y así seguiría siendo por más que le pesara.

La terrible epidemia estalló en la zona más miserable de la ciudad; aquella que bordeaba los manglares, extendiéndose como un reguero de pólvora y provocando vómitos, sudores, mareos, fiebres y en muchos casos la muerte, y pese a que un gran porcentaje de los españoles afectados consiguieron reponerse a duras penas, quedaron por lo general tan debilitados y, esqueléticos, que más parecían cadáveres ambulantes que seres humanos dotados de un simple hálito de vida.

Entre la población nativa, sin embargo, la masacre alcanzó proporciones dantescas, ya que si bien sus cuerpos poseían mecanismos de defensa que les ponían relativamente a salvo del tifus, la malaria o la fiebre amarilla, enfermedades tales como el sarampión, la viruela, la tuberculosis o un simple resfriado común, les afectaban de forma irremediable.

El propio doctor Alvarez Chanca, auténtica eminencia de su tiempo y probablemente el médico más preparado que pisó el «Nuevo Mundo» durante medio siglo, se mostraba, en verdad, anonadado, ya que si bien los síntomas del mal apuntaban hacia una inocente gripe, su brutal virulencia obligaba a remontarse a los terribles años de la peste, cuando casi una tercera parte de la población europea pasó a mejor vida en poco tiempo.

La gente, aterrorizada, huía a los montes mientras los indios escapaban al interior de la isla y a su paso iban sembrando la muerte que se apoderó de los más lejanos villorrios, algunos de los cuales desaparecieron de la faz de la tierra al no haber conseguido sobrevivir en ellos ni tan siquiera uno de sus desgraciados habitantes.

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