El viejo cofre aparecía completamente vacío, y en su fondo un redondo agujero mostraba a las claras por dónde se había esfumado el preciado polvo dorado.
—¡La madre que lo parió! —sollozó Pedro Barba sorbiendo sonoramente—. ¡Nuestro oro!
—¡Lo mato! —fue todo lo que pudo añadir Patxi Irigoyen.
Pero no parecía cosa fácil matar al sonriente indígena, que sentado en la piragua alzaba una y otra vez las manos dejando caer en cascada el oro y divirtiéndose en lanzar de tanto en tanto algún puñado al río.
—¡Maldito salvaje! —exclamó Beltrán Vinuesa mordiendo las palabras—. ¡Con el trabajo que nos ha costado conseguirlo!
Pichabrava
se pasó el dorso de la mano por la nariz limpiándose los mocos para señalar con un ademán de la barbilla su pesado mosquete.
—Con un poco de suerte puedo acertarle a la primera —dijo.
—¡No seas bruto! —le recriminó el liliputiense—. Aunque lo mataras, que lo dudo, lo más probable es que se volteara la canoa y adiós nuestro oro. —Se rascó meditabundo la enorme cabezota de pringosa melena, y al fin, visiblemente malhumorado, añadió—: Me temo que no nos va a quedar más remedio que negociar.
—¡Yo no trato con indios! —replicó Pedro Barba furioso—. Los mato.
—¡Tú tratarás con quien yo diga, imbécil! —fue la contundente respuesta—. Al fin y al cabo ya habíamos conseguido más de lo que pensábamos. —Alzó el rostro hacia
Cienfuegos
—. Dile que si nos devuelve el oro, nos largamos, pero que si trata de jugarnos una mala pasada degüello hasta el último mocoso.
El canario asintió con la cabeza, y haciendo bocina con las manos transmitió a Papepac la orden —que los otros no podían entender— de que se aproximara unos metros manteniéndose siempre a la expectativa.
Patxi Irigoyen se encaminó entonces a la gran cabaña, arrojó al agua la tranca que bloqueaba la entrada, e hizo gestos a los asustados chiquillos para que fueran saliendo de uno en uno.
Luego, el enano indicó a Vinuesa que se introdujera en el río nadando muy despacio hacia la embarcación, aunque antes de que se alejara de la orilla le amenazó con un dedo.
—¡No se te ocurra largarte con la piragua! —le advirtió—. La empujas suavemente hacia aquí, y al menor gesto sospechoso
Pichabrava
te vuela la cabeza. ¿Está claro?
El otro refunfuñó algo en voz baja, pero comenzó a nadar muy despacio al tiempo que la fila de niños se iba alejando hacia la espesura pese a que el vasco retuvo a los dos mayores como si se trataran de un último seguro.
El canje se llevó a cabo sin mayores problemas, ya que en un determinado momento
el Camaleón
se dejó caer al agua sin alzar siquiera espuma, para desaparecer, bajo la superficie como si se tratara efectivamente de un caimán.
Tan sólo cuando se apoderó de la embarcación tirando de ella para aproximarla al desembarcadero, consiguiendo cerciorarse así de que efectivamente sé encontraba repleta en su fondo de polvo de oro, el enano hizo una seña al vasco, que dejó marchar de mala gana a los dos últimos rehenes.
Pocos instantes después se encontraban ya los cuatro cómodamente instalados a bordo, pero en el momento en que
Cienfuegos
pareció pretender embarcarse también, el pigmeo agitó su gordezuela mano con un ademán claramente negativo.
—Lo siento,
Guanche
—dijo—. Tú te quedas.
Cienfuegos
fingió sorpresa, horror y desconcierto.
—¡Prometiste llevarme! —protestó amargamente.
—He cambiado de idea. Vamos muy cargados y no quiero arriesgarme a zozobrar y perder el oro.
—¡Por favor!
—Yo nunca hago favores.
—¡Pero dijiste…!
—¡No hay pero que valga! Confórmate con haber salvado el pellejo. —Hizo un imperativo gesto chascando los dedos—. Y larguémonos antes de que esos bestias decidan atacarnos.
Los otros obedecieron comenzando a remar rítmicamente, y
Pichabrava
fue el único que se volvió un instante para alzar el brazo y saludar al canario que aparentaba haberse quedado profundamente decepcionado y mustio.
—¡Anima esa cara! —exclamó riendo—. Al fin y al cabo tú siempre decías que eres inmortal.
Se alejaron aguas abajo buscando el centro de la corriente para evitar desagradables sorpresas que pudieran llegarles desde la orilla, y apenas se encontraban a unos trescientos metros de distancia, la cabeza de Papepac hizo su aparición bajo los pies del cabrero para señalar sonriendo ampliamente:
—Son grandes, pero tontos. Me recuerdan a un hombre-coco que conocí trepado en un árbol y a punto de servir de cena a los caimanes.
—¿Lo preparaste todo como dije? —quiso saber el gomero.
—Exactamente.
—¿Qué empleaste?
—Barro y cera.
—Espero que haga su efecto en el momento justo.
Y el momento justo fue apenas media hora más tarde, cuando el pesado Patxi Irigoyen que ocupaba el centro exacto de la embarcación, hizo un pequeño alto en su fuerte remada, se miró entre las piernas y comentó inquieto:
—¡Aquí hay menos oro!
—¿Cómo has dicho? —se alarmó
Goliat
.
—He dicho que el oro esta bajando de nivel.
—Es cierto —admitió a su vez Beltrán Vinuesa—. Noto cómo se va.
—¿Se va? —se horrorizó el enano incrédulo—. ¿Qué es eso de que se va? ¡Dios misericordioso! ¡No puedo creer que ese indio de mierda haya agujereado también la piragua!
—¡Pues lo es! —sentenció convencido
Pichabrava
observando impotente cómo el polvo de oro iba formando una débil estela en popa para hundirse suavemente en el río—. ¡Lo es, maldita sea!
—¡A tierra! —aulló el liliputiense fuera de sí—. ¡A tierra, rápido!
Comenzaron a bogar con desesperación en busca de la orilla más cercana, pero las vías de agua firmemente taponadas en un principio se habían ido ensanchando por segundos, de forma tal que cuando apenas les faltaban unos metros para alcanzar tierra firme, la embarcación zozobró, volcándose, y tuvieron que salir a nado, llorando, pidiendo socorro y maldiciendo a gritos al cerdo salvaje que les había jugado tan sucia faena.
Beltrán Vinuesa jamás pisó la orilla. El peto, las armas y las botas pudieron más que sus escasas fuerzas, y se hundió como un plomo sin lanzar tan siquiera un lamento.
Pichabrava
perdió su mosquete, el enano David su trabajado casco de emplumado morrión, y el vasco Irigoyen su conocida flema, pues apenas se sintió a salvo comenzó a sollozar golpeándose la cabeza contra un tronco como si con ello pudiera aliviar el dolor de corazón que le aquejaba.
Una hora después aún permanecían los tres sentados sobre la arena contemplando absortos el río y la selva, y tratando de asimilar el hecho, incuestionable ya, de que habían perdido su fortuna, su única arma de fuego, la embarcación que les permitiría abandonar aquel remoto lugar, y a un valioso compinche con el que habían participado en un sinfín de correrías.
—¿Qué hacemos ahora?
—Jodernos.
La contundente respuesta del enano encerraba en sí misma toda la filosofía de la vida de un hombre que había nacido tan disminuido físico y miserable que su único destino posible era servir de bufón, o lanzarse a la aventura de un «Nuevo Mundo» en el que tenía que verse obligado a demostrar que podía convertirse en el más astuto y cruel de todos los astutos y crueles aventureros de ese mundo.
Pese a su pequeño tamaño, su enorme cabezota, su espantosa fealdad y su pésimo carácter,
Goliat
había sabido erigirse en líder de un minúsculo grupo de facinerosos de la peor ralea, pero el hecho de conseguir en un determinado momento todo un arcón de oro, no había bastado para hacerle olvidar que jamás superaría el metro veinte y que si bien podía llegar a infundir temor, jamás infundiría respeto.
—Jodernos —repitió al cabo de un largo rato durante el cual se diría que había estado meditando a fondo los pros y los contras de su difícil situación—. Imagino que esos salvajes estarán deseando vengarse y razón no les falta.
—¿Crees que nos atacarán? —se inquietó el vasco.
—Estoy seguro. —Se volvió a
Pichabrava
—. Tanto que presumías de no fallar un tiro, y viniste a fallarlo en el momento más inoportuno. Si hubieras matado al
Guanche
nada de esto hubiera ocurrido.
—¿Al
Guanche
? —se sorprendió el otro—. ¿Qué diablos tiene que ver el
Guanche
?
—¡Todo! —fue la firme respuesta—. Me juego la cabeza y anda que no tengo yo cabeza para jugarme!, a que ha sido idea suya. —Extendió la mano para que Irigoyen le ayudara a ponerse en pie, al tiempo que añadía—: Y ahora en marcha…
—¿Hacia dónde?
El liliputiense le lanzó una larga mirada desde abajo y concluyó por sonreír con amarga ironía.
—¿Hacia dónde va a ser? —replicó con insospechada calma—. Hacia la muerte. Ya lo único que nos queda por hacer es morir echándole cojones al asunto. Y yo los cojones me los piso, aunque en mi caso quizás no tenga un excesivo mérito.
Demostró, en verdad, ser un tipo bragado el diminuto David Sanlúcar, más conocido por todos por su ridículo apodo de
Goliat
, dado que incluso en los peores momentos, cuando el enorme y flemático vasco o el retorcido y asqueroso Pedro Barba mostraban a las claras la intensidad de su miedo ante la invisible presencia de unos indígenas que les iban cercando metro a metro, supo mantener su entereza empuñando la espada con tal fuerza que se le diría capaz de abatir por sí solo a media docena de enemigos.
Se abrieron dificultosamente paso por la espesura durante horas, hasta que de improviso una pesada lanza tallada en madera de «chonta» surgió de lo más oscuro de la selva, penetró con violencia por el costado izquierdo de
Pichabrava
, lo atravesó de parte a parte y fue a clavarse en un tronco contra el que permaneció vibrando antes de partirse y desparramar metros de intestinos por las zarzas vecinas.
Sin aliento siquiera para gritar, el moribundo Pedro Barba dio unos pasos para ir a caer de bruces a los pies del enano que se limitó a dar un corto salto sobre su espalda continuando su camino como si nada hubiera ocurrido.
Poco más tarde y en el momento justo en que se encontraba con el agua a la cintura en mitad de un riachuelo, el vasco Irigoyen percibió un confuso murmullo que parecía provocado por un millón de avispas que llegaran volando, y cuando quiso darse cuenta de que se trataba de una nube de flechas que venían en su busca, no tuvo tiempo ya de sumergirse, por lo que acabó flotando mansamente como un inmenso acerico al que muy pronto acudirían a devorar los caimanes.
David Sanlúcar quedó, por tanto, solo e insignificante en el corazón de una espesa selva de una remota tierra desconocida, rodeado por medio centenar de salvajes dispuestos a reclamarle todo el mal que había hecho, pero ni aun así dejó traslucir su desaliento, le tembló el pulso, o pronunció una sola palabra que permitiera deducir que sentía miedo.
Sabía a ciencia cierta que iba a morir, pero también sabía que, de algún modo, aquél era el destino que eligiera el día que decidió abandonar su desvencijado carromato de titiriteros, convencido de que no había nacido para hacer reír, sino más bien para hacer llorar.
Y eran muchos, incontables, los que habían llorado por su culpa.
Cansado de recibir tomatazos o de ser tratado como un pelele carente de alma y sentimientos,
Goliat
había transformado en cierto modo su reprimida ansia de hacer daño en un auténtico auto de fe, eligiendo el mal en todas sus facetas como fin último de cada uno de sus actos, aun consciente como había estado siempre de que algún día tendría que pagar con creces por la insana ferocidad de sus atrocidades.
Pero también sabía, y eso era algo de lo que siempre había estado convencido, de que por terrible que fuera su castigo, en nada podría compararse al hecho de haber nacido enano, hijo de puta, contrahecho y miserable, sin que mediara en ello culpa alguna por su parte.
Cuando observó, por tanto, cómo el cadáver de Patxi Irigoyen se alejaba mansamente empujado por la suave corriente, decidió que no valía la pena dar siquiera un paso más en procura de una salvación inexistente, y apoyando la espalda en el más ancho tronco que encontró en su camino, blandió su enorme espada y se dispuso a vender cara su vida llevándose a alguno de sus perseguidores por delante.
Pero nadie le hizo frente.
Nadie.
Pasaron las horas, cayó la noche y la selva pareció haberse convertido en un bosque de piedra, tan quieto y silencioso como el más lejano confín del Universo.
Tan sólo un extraño pájaro cantaba.
¡Cristo fue!
Era eso lo que monótonamente repetía a cada rato, ¡Cristo fue!, para quedar luego mudo y permitir que el enano captara con mayor intensidad la tremenda profundidad del silencio en la espesura.
¡Cristo fue!
Se preguntó la razón de un grito tan absurdo, y de si tendría o no algún significado en un momento semejante. Cristo fue, Cristo fue, dicho así, en un perfecto castellano que nadie había hablado jamás anteriormente en una jungla tan remota, sonaba como a milagro o brujería, o era tal vez una invitación a que se apresurara a ponerse a bien con Dios en sus últimos momentos.
—No fue ni Cristo, ni el diablo —masculló cansado de tanto escuchar al invisible pajarraco—. Fui yo quien tomé la decisión, y ya es demasiado tarde para arrepentimientos.
Pasó el resto de la noche en tensión, convencido de que con la primera claridad del día llegaría el tan temido ataque, pero no ocurrió así, y una luz espesa y verdosa, como ficticia, le fue mostrando, al fin los contornos de los matojos, los helechos, las lianas, los altísimos árboles, y las multicolores orquídeas, sin que ni tan siquiera una voz o un movimiento permitieran sospechar que allí, en alguna parte a su alrededor, se ocultaban medio centenar de desnudos indios dispuestos a aniquilarle.
Cuando el sol alcanzó su cenit, algunos tímidos rayos consiguieron atravesar el manto de espesura filtrándose hasta el fangoso suelo, e incluso uno de ellos sacó destellos durante largo rato al bruñido peto del enano, pero éste continuó sin hacer un solo gesto, como si se hubiese convertido en una estatua que debería permanecer en aquel lugar hasta el fin de los siglos.
Había clavado la espada en tierra y se apoyaba en ella aferrándola fuertemente con ambas manos, tan hierático que podría creerse que había hecho el firme juramento de demostrarle a sus invisibles enemigos que nada en este mundo conseguiría quebrantar su entereza, ni ninguna amenaza le obligaría a mover un solo músculo.