No todas las víctimas eran prisioneros de guerra. También sacrificaron una cantidad considerable de esclavos. Además, algunos jóvenes y doncellas eran elegidos para personificar determinados dioses y diosas. Los trataban con gran cuidado y ternura durante el año anterior a su ejecución. En el Códice de Dresden, libro del siglo dieciséis escrito en náhuatl, idioma de los aztecas, aparece el siguiente relato de la muerte de una mujer que representó el papel de la diosa Uixtociuatl:
Y sólo después de que mataron a los cautivos apareció [la mujer que personificaba a] Uixtociuatl; sólo apareció al final. Ellos llegaron hasta el fin y sólo acabaron con ella.
Una vez hecho esto, la colocaron sobre la piedra de sacrificio. La extendieron boca arriba. Se apoderaron de ella; tiraron y extendieron sus brazos y piernas, inclinaron [hacia arriba] grandemente su pecho, inclinaron [hacia abajo] su espalda y estiraron tensamente su cabeza, hacia la tierra. Y se lanzaron sobre su cuello con la boca fuertemente apretada de un pez espada, llena de púas y espinas; espinosa por ambos lados.
Y el asesino estaba allí; se puso de pie. Después de lo cual, le abrió el pecho.
Y cuando le abrió el pecho, la sangre salió a borbotones; brotó hacia lo alto mientras se derramaba, mientras hervía.
Y hecho esto, él elevó el corazón como ofrenda [a la diosa] y lo colocó en la jarra verde, llamada la jarra de piedra verde.
Y mientras se hacía esto, las trompetas sonaron airosamente. Y cuando concluyó, bajaron el cuerpo y él corazón de [el retrato de] Uixtociuatl, cubierto por un manto precioso.
Pero estas muestras de reverencia eran escasas y muy espaciadas entre sí. La inmensa mayoría de las víctimas no ascendía alegremente los escalones de la pirámide, tranquilizada por la idea de que estaban a punto de hacer feliz a algún dios. La mayoría tenían que ser arrastrados de los pelos:
Cuando los amos de los cautivos llevaban a sus esclavos hasta el templo donde los matarían, los cogían de los pelos. Y cuando les hacían subir los escalones de la pirámide, algunos cautivos se desmayaban y sus amos los empujaban y los arrastraban de los pelos hasta la piedra de sacrificio en donde morirían.
Los aztecas no fueron los primeros mesoamericanos que sacrificaron seres humanos. Sabemos que los toltecas y los mayas cumplían esta práctica y parece razonable inferir que todas las pirámides mesoamericanas de lados escalonados y remate plano estaban destinadas a servir como escenario para el espectáculo durante el cual los seres humanos eran alimento de los dioses. El sacrificio humano tampoco fue una invención de las religiones de nivel estatal. A juzgar por las pruebas de las sociedades grupales de las Américas y de muchas otras partes del mundo, el sacrificio humano es muy anterior a la aparición de las religiones estatales.
Desde Brasil hasta los Grandes Llanos, las sociedades indoamericanas sacrificaban ritualmente víctimas humanas con el fin de lograr determinado tipo de beneficios. Prácticamente todos los elementos del ritual azteca están prefigurados en las creencias y las prácticas de las sociedades grupales y aldeanas. Hasta la preocupación por la extracción quirúrgica del corazón tiene precedentes. Por ejemplo, los iroqueses competían entre sí por el privilegio de comer el corazón de un prisionero valiente a fin de poder adquirir parte de su coraje. Los prisioneros varones fueron, en todas partes, las víctimas principales. Antes de matarlos, los obligaban a correr baquetas o los azotaban, los apedreaban, los quemaban, los mutilaban o los sometían a otras formas de tortura y malos tratos. A veces los ataban a estacas y les daban una maza para defenderse de sus torturadores. En ocasiones, conservaban uno o dos prisioneros durante períodos prolongados y les suministraban buenos alimentos y concubinas.
Entre las sociedades grupales y aldeanas, el sacrificio ritual de prisioneros de guerra generalmente iba acompañado de la ingestión de la totalidad o de una parte del cuerpo de la víctima. Gracias a los testimonios presenciales ofrecidos por Hans Städen, un marino alemán que naufragó en la costa de Brasil a principios del siglo XVI, tenemos una vívida idea del modo en que un grupo, los tupinamba, combinaban el sacrificio ritual con el canibalismo.
El día del sacrificio, el prisionero de guerra, atado a la altura de la cintura, era arrastrado hasta la plaza. Se veía rodeado por mujeres que lo insultaban y lo maltrataban, aunque le permitían expresar sus sentimientos arrojándoles frutas o fragmentos de cerámica. Mientras tanto, las ancianas, pintadas de negro y rojo y engalanadas con collares de dientes humanos, llevaban vasijas adornadas en las que se cocinarían la sangre y las entrañas de la víctima. Los hombres se pasaban la maza ceremonial que se utilizaría para matarlo con el fin de «adquirir el poder para coger un prisionero en el futuro». El verdugo vestía una larga capa de plumas y lo seguían parientes que cantaban y golpeaban tambores. El verdugo y el prisionero se ridiculizaban entre sí. Daban al prisionero la suficiente libertad para poder esquivar los golpes y a veces le colocaban un garrote entre las manos para que se protegiera, aunque no podía devolver los golpes. Cuando al final aplastaban su cráneo, todos «gritaban y chillaban». Si el prisionero se había casado durante su período de cautiverio, esperaban que la esposa derramara algunas lágrimas junto a su cadáver antes de participar del festín posterior. En ese momento las ancianas «corrían a beber la sangre tibia» y los niños mojaban sus manos en ella. «Las madres untaban sus pezones con sangre para que incluso los bebés pudieran sentir su gusto». El cadáver era troceado en cuartos y cocinado a la parrilla mientras «las ancianas que eran las más anhelantes de carne humana» chupaban la grasa que caía de las varas que formaban la parrilla.
Aproximadamente dos siglos después y 16.000 kilómetros al norte, los misioneros jesuitas presenciaron un ritual semejante entre los hurones de Canadá. La víctima era un iroqués que había sido capturado junto a varios compañeros mientras pescaban en el lago Ontario. El jefe hurón a cargo del ritual explicó que el Sol y el dios de la Guerra estarían satisfechos de lo que se disponían a hacer. Era importante no matar a la víctima antes del amanecer, por lo que al principio sólo le quemarían las piernas. Además, durante la noche no debían tener relaciones sexuales. El prisionero, con las manos atadas, que alternativamente chillaba de dolor y entonaba una canción de desafío aprendida en la infancia para una ocasión como ésta, fue llevado al interior, donde se enfrentó con una multitud armada con teas encendidas. Mientras se tambaleaba de un lado a otro de la estancia, algunas personas cogieron sus manos, «quebrándole los huesos mediante la fuerza pura; otros le atravesaron las orejas con astillas que dejaron en ellas». Cada vez que parecía a punto de expirar, el jefe intervenía «y les ordenaba que dejaran de atormentarlo, diciendo que era importante que viera la luz del sol». Al amanecer, lo llevaron al exterior y lo obligaron a subir a una plataforma instalada sobre un andamio de madera, a fin de que toda la aldea pudiera presenciar lo que le ocurría; el andamio cumplía la función de plataforma de sacrificio en ausencia de las pirámides de cima chata erigidas con estos propósitos por los estados mesoamericanos. En ese momento, cuatro hombres asumieron la tarea de atormentar al cautivo. Le quemaron los ojos, le aplicaron hachas pequeñas al rojo vivo en los hombros e introdujeron teas encendidas en su garganta y en su recto. Cuando parecía evidente que estaba a punto de morir, uno de los verdugos «cortó un pie, otro una mano y casi al mismo tiempo un tercero separó la cabeza de los hombros, arrojándola a la multitud en la que alguien la atrapó» para llevársela al jefe, que más tarde hizo «un festín con ella». Ese mismo día, también se organizó un festín con el tronco de la víctima y durante el regreso los misioneros se encontraron con un hombre «que transportaba en una broqueta una de sus manos cocinada a medias».
En este punto haré una pausa para analizar las interpretaciones que atribuyen estos rituales a los impulsos humanos innatos. Me interesan especialmente las complejas teorías ofrecidas por la tradición freudiana que sostienen que la tortura, el sacrificio y el canibalismo son inteligibles como expresiones de instintos de amor y agresividad. Por ejemplo, Eli Sagan ha sostenido recientemente que el canibalismo «es la forma de agresividad humana más importante» porque supone un compromiso entre amar a la víctima en la forma de comerla y matarla porque nos frustra. Significadamente, tal proceder explica por qué a veces las víctimas son tratadas con gran amabilidad antes de iniciar su tortura: los verdugos, simplemente, están reconstruyendo la relación amor-odio con sus padres. Pero este enfoque no logra aclarar que la tortura, el sacrificio y la ingestión de prisioneros de guerra no puede tener lugar sin prisioneros de guerra y éstos no pueden ser capturados a menos que haya guerras. Ya he sostenido que las teorías que atribuyen la guerra a los instintos humanos universales son inútiles para explicar las variaciones de intensidad y de estilo del conflicto intergrupal y que resultan peligrosamente engañosas pues dan a entender que la guerra es inevitable. Los intentos para comprender las causas por las que los prisioneros son a veces mimados y luego torturados, sacrificados y comidos en términos de instintos universales basados en conflictos de amor y odio, son inútiles y peligrosos por la misma razón. Los prisioneros no siempre son mimados, torturados, sacrificados y comidos y toda teoría que pretenda explicar las causas de este fenómeno también debería explicar por qué no ocurre. Puesto que las actividades en cuestión forman parte del proceso del conflicto armado, su explicación ha de buscarse en los costos y beneficios militares: en las variables que reflejan la importancia, el status político, la tecnología de armamentos y la logística de los combatientes. Por ejemplo, la captura de prisioneros es un acto que depende de la capacidad que una banda incursora tiene para evitar los contraataques y las emboscadas durante el regreso, al tiempo que carga con cautivos poco dispuestos a cooperar. Cuando la banda incursora es pequeña y tiene que atravesar considerables distancias por regiones donde el enemigo puede vengarse antes de que logre llegar a territorio seguro, la captura de prisioneros puede desaparecer por completo. En esas circunstancias, sólo pueden llevar piezas del enemigo para probar el cómputo de cuerpos que les permitan reivindicar las recompensas sociales y materiales reservadas a la excelencia y la valentía demostradas durante el combate. De aquí surge la extendida costumbre de llevar cabezas, cueros cabelludos, dedos y otras partes del cuerpo en lugar del cautivo entero y vivo.
En cuanto el prisionero ha sido llevado de regreso a la aldea, el tratamiento que puede esperar está determinado, principalmente, por la capacidad de sus anfitriones para absorber y regular el trabajo servil y la diferencia primordial radica en los sistemas políticos pre y postestatales. Cuando los prisioneros son escasos y muy espaciados, no resulta sorprendente que se los trate provisionalmente como invitados de honor. Cualesquiera sean las profundas ambivalencias psicológicas que puedan existir en las mentes de los capturadores, el prisionero es una posesión valiosa por la cual sus anfitriones han arriesgado literalmente la vida. Pero en general no hay modo de integrarlo en el grupo; puesto que no pueden devolverlo al enemigo, deben matarlo. Y la tortura tiene su propia y horrible economía. Si, como decimos, ser torturado es morir mil muertes, torturar a un pobre cautivo significa matar a mil enemigos. La tortura también es un espectáculo —un entretenimiento— que a través de todas las épocas ha demostrado contar con la aprobación del público. No tengo intención de afirmar que el placer que proporciona la contemplación de personas heridas, quemadas y desmembradas forma parte de la naturaleza humana. Pero forma parte de la naturaleza humana prestar una atención fija a visiones y sonidos excepcionales como la sangre que mana de las heridas, los gritos agudos y los aullidos. (Aunque después muchos nos apartemos horrorizados).
Una vez más, la cuestión no radica en que disfrutamos instintivamente al ver sufrir a otra persona, sino que tenemos la capacidad de aprender a disfrutar de ello. El desarrollo de esta capacidad fue importante para sociedades como la de los tupinamba y los hurones. Estas sociedades tenían que enseñar a sus jóvenes a mostrarse implacablemente brutales con sus enemigos en el campo de batalla. Es más fácil aprender estas lecciones cuando se comprende que el enemigo le hará a uno lo que uno le ha hecho a él en el caso de caer en sus manos. Sumemos al valor del prisionero el de su cuerpo con vida, que para el entrenamiento de los guerreros significaba lo mismo que los cadáveres para los estudiantes de medicina. Luego aparecen los rituales del asesinato: el sacrificio para satisfacer a los dioses, los verdugos con su equipo sagrado, la abstención de las relaciones sexuales. Comprender todo esto significa entender que, en las sociedades grupales y aldeanas, la guerra es el asesinato ritual, al margen de que el enemigo sea liquidado en el campo de batalla o en casa. Antes de lanzarse a la batalla, los guerreros se pintan y se adornan, invocan a los antepasados, toman drogas alucinógenas para contactar a los espíritus tutelares y fortalecen sus armas mediante hechizos mágicos. Los enemigos matados en el campo de batalla son «sacrificios» en el sentido de que se afirma que sus muertes satisfacen a los antepasados o a los dioses bélicos, del mismo modo que se afirma que los antepasados o los dioses bélicos se sienten satisfechos por la tortura y muerte de un prisionero. Por último surge la pregunta acerca del canibalismo, pregunta que, cuando se formula, revela en sí misma un profundo error de comprensión por parte del que interroga. Las personas pueden aprender que el gusto de la carne humana les agrada o les desagrada, del mismo modo que pueden aprender que la tortura les divierte o les horroriza. Evidentemente, existen muchas circunstancias bajo las cuales el gusto adquirido por la carne humana puede integrarse en el sistema de las motivaciones que inspiran a las sociedades humanas a ir a la guerra. Además, comerse al enemigo es, literalmente, extraer fuerzas de su aniquilación. En consecuencia, es necesario explicar por qué las culturas que no tienen escrúpulos en matar a sus enemigos se abstienen de comerlos. Pero se trata de un enigma que todavía no estamos en condiciones de resolver.