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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (27 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Con el pulso firme y mucho cuidado, saqué una larga flecha gris de mi carcaj y la uní a la cuerda del arco. Era de noche, por supuesto, pero no me sentía muy preocupado. Yo era un buen tirador, y el blanco estaba claramente perfilado por los brillantes hilos de la tela.

Crystal chilló.

Me detuve un momento, irritado porque ella se dejara llevar por el pánico cuando todo estaba controlado. Pero en el mismo instante comprendí que Crys no podía hacer tal cosa, naturalmente. Era otro el problema. Durante unos instantes ni siquiera imaginé de qué podía tratarse.

Después lo vi al seguir la mirada de Crys. Una gruesa araña blanca del tamaño del puño de un hombre muy corpulento había bajado del falso roble hasta el puente donde nos encontrábamos, a menos de tres metros. Crystal, gracias a Dios, estaba a salvo detrás de mí.

Permanecí inmóvil…, ¿cuánto tiempo? No lo sé. Si hubiera reaccionado entonces, sin detenerme, sin pensar, podría haberme ocupado de todo. Primero me habría encargado del macho, con la flecha que ya tenía dispuesta. Después habría dispuesto de mucho tiempo para preparar otra flecha para la hembra.

Pero me quedé paralizado, atrapado en ese momento oscuro y brillante a la vez, durante un instante infinito, con el arco en la mano pero incapaz de actuar.

Todo fue tan complicado, de pronto. La hembra se deslizaba hacia mí, más veloz de lo que yo habría creído, y parecía mucho más rápida y mortífera que el lento animal blanco de abajo. Quizá debía desembarazarme de ella primero. Si fallaba, necesitaba tiempo para sacar el cuchillo o una segunda flecha.

Pero de esa forma Gerry quedaría enredado e impotente bajo las fauces del macho que avanzaba hacia él inexorablemente. Podía morir. Podía morir. Crystal no podría culparme. Tenía que salvarme yo, y salvarla a ella, Crys lo entendería. Y yo la recuperaría.

Sí.

¡No!

Crystal chillaba y chillaba, y de pronto todo estuvo claro y comprendí el significado de todo y por qué yo estaba en aquel bosque y qué tenía que hacer. Hubo un instante de gloriosa transcendencia. Yo había perdido el don de hacerla feliz, a mi Crystal, pero durante un momento suspendido en el tiempo esa facultad volvió a mí, y en mis manos estaba dar o impedir felicidad eterna. Con una flecha, podía demostrar un amor que Gerry jamás sería capaz de igualar.

Creo que sonreí. Estoy seguro de haber sonreído.

Y mi flecha voló en la oscuridad de la fría noche y alcanzó su blanco en la abultada araña que corría por una luminosa telaraña.

La hembra estaba junto a mí, y ni siquiera intenté darle una patada o aplastarla bajo mi bota. Hubo un agudo y punzante dolor en mi tobillo.

Brillantes y multicolores son las telas que las arañas de los sueños tejen
.

Por la noche, cuando vuelvo de los bosques, limpio mis flechas con sumo cuidado y abro mi gran navaja, con su fina y cortante hoja, para partir las bolsas de veneno que he recogido. Las abro con un corte, una por una, de la misma forma que las he separado de los inmóviles cuerpos blancos de las arañas, y luego vierto el veneno en una botella, y espero el día en que Korbec viene con su aerocoche para recogerla.

Después saco la copa, una miniatura exquisitamente trabajada en plata y obsidiana, con brillantes motivos de arañas, y la lleno con el espeso vino tinto que me traen de la ciudad. Remuevo el líquido con mi cuchillo, doy vueltas y vueltas hasta que la hoja vuelve a estar reluciente y limpia otra vez y el vino queda un poco más oscuro que antes. Y subo al techo.

Con frecuencia las palabras de Korbec vuelven a mí entonces, y con ellas mi historia. Crystal, mi amor, y Gerry, y una noche de luces y arañas. Todo parecía muy claro aquel breve momento, cuando me hallaba en el puente cubierto de musgo con una flecha en la mano y tomé la decisión. Y todo se complicó tanto, tanto…

… Desde el momento que desperté, tras un mes de fiebre y visiones, y me encontré en la torre, donde Crys y Gerry me habían llevado para devolverme la salud. Mi decisión, mi trascendente elección, no fue tan definitiva como yo había pensado.

A veces me pregunto si fue una elección. Hablamos de ello a menudo, mientras yo recobraba las fuerzas, y el relato que Crystal hace no es el que yo recuerdo. Ella dice que no vimos a la hembra, hasta que fue demasiado tarde, que la araña cayó en silencio sobre mi cuello en el mismo momento que yo disparaba la flecha que mató al macho. Luego, dice Crys, ella la aplastó con la linterna que Gerry le había pasado, y yo me tambaleé y caí en la telaraña.

De hecho, tengo una herida en el cuello, y ninguna en el tobillo. Y el relato de Crys tiene un tono de certeza. Porque he acabado conociendo a las arañas de los sueños en el lento flujo de los años posteriores a esa noche, y sé que las hembras son furtivas asesinas que caen sobre sus desprevenidas presas. No atacan en árboles caídos como enloquecidos ferricornios, no tienen ese hábito.

Y ni Crystal ni Gerry recuerdan en modo alguno un pálido animal alado que se agitaba en la telaraña.

Sin embargo, yo lo recuerdo con claridad…, como recuerdo la araña hembra que se deslizaba hacia mí durante interminables siglos… Pero por otra parte…, aseguran que la picadura de una araña de los sueños provoca curiosas reacciones en tu cabeza.

Esa podría ser la explicación, naturalmente.

A veces, cuando «Squirrel» viene detrás de mí por la escalera, arañando los tiznados ladrillos con sus ocho patas blancas, pienso en lo oscuro que es todo este asunto, y sé que llevo demasiado tiempo conviviendo con sueños.

No obstante, los sueños suelen ser mejores que estar despierto, y las historias mucho más atractivas que las vidas.

Crystal no volvió conmigo, ni entonces ni nunca. Los dos se fueron en cuanto recobré la salud. Y la felicidad que proporcioné a esa mujer con la elección que no fue tal, y el sacrificio que no fue sacrificio, mi regalo eterno para ella…, duró menos de un año. Korbec me dice que Crys y Gerry rompieron sus relaciones de forma violenta, y que ella se fue después del Planeta de Jamison.

Supongo que debe ser verdad, si es posible creer en un hombre como Korbec. No me preocupa demasiado.

Me limito a matar arañas de los sueños, beber vino, acariciar a «Squirrel». Y todas las noches subo al techo de esta torre de cenizas para contemplar lejanas luces.

Recordando a Melody

Ted estaba afeitándose cuando sonó el timbre. El ruido le sobresaltó tanto que se cortó. Su apartamento de propiedad se hallaba en la planta treinta y dos, y Jack, el portero, solía avisarle por anticipado de cualquier posible visita. Así pues, debía ser alguien del edificio. Pero Ted no conocía a ningún vecino, al menos no más allá del intercambio de sonrisas en el ascensor.

—¡Voy! —gritó.

Con aspecto ceñudo, tomó una toalla y se limpió la espuma de la cara. Luego dio unos toques a la herida con una gasa.

—¡Mierda! —exclamó a su cara reflejada en el espejo.

Tenía que estar en el tribunal esta tarde. Si se trataba de otro Testigo de Jehová como el que consiguió superar la vigilancia de Jack el mes anterior, los dos iban a pasar un mal rato, ciertamente.

El timbre sonó otra vez.

—¡Ya voy, maldita sea! —chilló Ted.

Dio un último toque a la sangre de su cuello, echó la gasa en la basura y cruzó a grandes zancadas la hundida sala en dirección a la puerta. Atisbó recelosamente por la mirilla antes de abrir.

—Oh, mierda —murmuró. Antes que ella llamara de nuevo, Ted quitó la cadena y abrió la puerta—. Hola, Melody.

La mujer sonrió lánguidamente.

—Hola, Ted —replicó.

Llevaba en la mano un bolso viejo, una raída bolsa de tela con un horrible diseño de cuadros rojos y negros, y la rota asa estaba sustituida por un trozo de cuerda. La última vez que Ted vio a Melody, haría tres años, ella tenía un aspecto terrible. En ese momento su apariencia era peor. Su vestimenta (pantalones cortos y una camiseta estampada de manga corta) estaba arrugada y sucia, y resaltaba su delgadez. Sus costillas asomaban claramente, sus piernas eran palillos. Su cabello rubio, largo y lacio, no parecía recientemente lavado, y tenía la cara enrojecida e hinchada, como si acabara de llorar. Eso no era ninguna sorpresa. Melody siempre lloraba por una u otra cosa.

—¿No vas a decirme que pase, Ted?

Ted hizo una mueca. No quería decirle que pasara. Sabía por experiencia lo difícil que era deshacerse de Melody. Pero no podía dejarla en la puerta con el bolso en la mano. Al fin y al cabo, pensó con amargura Ted, ella era una vieja y querida amiga.

—Oh, claro —dijo. Hizo un gesto—. Entra.

Le tomó el bolso y lo dejó junto a la puerta. Luego la condujo a la cocina y puso agua a hervir.

—Parece que te vendría bien una taza de café —dijo Ted, esforzándose en mantener amistosa la voz.

Melody sonrió de nuevo.

—¿No te acuerdas, Ted? No tomo café. No me sienta bien, Ted. Te lo he dicho muchas veces. ¿No te acuerdas? —Se levantó de la mesa y empezó a rebuscar por los armarios—. ¿Puedes hacer chocolate caliente? —preguntó—. Me encanta el chocolate caliente.

—No tomo chocolate —repuso Ted—. Solamente café, mucho.

—No deberías —dijo ella—. No te sienta bien.

—Sí —contestó él—. ¿Te apetece un zumo de fruta? Tengo zumo.

Melody asintió.

—Estupendo.

Ted llenó un vaso de zumo de naranja e hizo que Melody volviera a sentarse a la mesa. Después puso unas cucharadas de café en una taza y esperó a que hirviera el agua.

—Y bien —dijo—, ¿qué te trae a Chicago?

Melody se echó a llorar. Ted se recostó en la cocina y la contempló. Era una llorona muy ruidosa, y producía una asombrosa cantidad de lágrimas para ser una persona que lloraba tan a menudo. Melody no levantó la cabeza hasta que el agua empezó a hervir. Ted llenó su taza y añadió una cucharada de azúcar. La cara de Melody estaba más roja e hinchada que nunca, y sus ojos se clavaron en Ted de modo acusador.

—Las cosas me han ido francamente mal —dijo ella—. Necesito ayuda, Ted. No tengo ningún sitio donde vivir. Pensé que podría quedarme contigo algún tiempo. Las cosas han ido francamente mal.

—Siento oír eso, Melody —replicó Ted mientras sorbía pensativamente café—. Puedes quedarte aquí unos días, si quieres. Pero sólo unos días. No ando a la caza de un compañero de apartamento.

Ella siempre le haría sentirse como un bastardo, pero era preferible mostrarse firme desde el principio, pensó Ted.

Melody prorrumpió en llanto otra vez al oír hablar de un compañero de apartamento.

—Tú solías decir que yo era una estupenda compañera de piso —se lamentó—. Nos divertíamos, ¿no te acuerdas? Eras mi amigo.

Ted dejó la taza de café y miró el reloj de cocina.

—Ahora no tengo tiempo para hablar de la vieja época —dijo—. Estaba afeitándome cuando llamaste. Tengo que ir al despacho. —Frunció el ceño—. Bébete el zumo y ponte cómoda. Yo debo vestirme.

Salió bruscamente y la dejó llorando ante la mesa de la cocina.

De nuevo en el cuarto de baño, Ted acabó de afeitarse y atendió con más corrección su herida, con la cabeza saturada de Melody. Ya sabía que la situación iba a ser difícil. Sentía pena por ella, era una chica tan confundida, tan miserablemente infeliz, sin nadie a quien recurrir… Pero no permitiría que le impusiera sus problemas personales. No esta vez. Ella lo había hecho demasiadas veces anteriormente.

En el dormitorio, Ted observó pensativamente el armario durante largo rato antes de seleccionar el traje gris. Se puso cuidadosamente la corbata ante el espejo, con el ceño fruncido al contemplar su herida. Luego examinó el maletín para comprobar que todos los documentos del caso Syndio estaban en orden, asintió y volvió a la cocina.

Melody se hallaba ante el horno, preparando unas tortas. Se volvió y sonrió muy contenta a Ted cuando éste entró.

—¿Recuerdas mis tortas, Ted? —preguntó—. Te encantaba que yo hiciera tortas, especialmente tortas de arándano, ¿te acuerdas? Pero no tienes arándanos, así que haré tortas sencillas. ¿Te parece bien?

—Dios —murmuró Ted—. Maldita sea, Melody, ¿quién te ha dicho que hicieras algo? Te he explicado que debo ir al despacho. No tengo tiempo para comer contigo. Ya llego tarde. Además, nunca desayuno. Intento perder peso.

Las lágrimas goteaban de nuevo en los ojos de la mujer.

—Pero…, pero son mis tortas especiales, Ted. ¿Qué voy a hacer con ellas? ¿Qué voy a hacer?

—Cómetelas —repuso Ted—. No te vendrían mal unos kilos de más. Dios, tienes un aspecto terrible. Parece que no has comido en un mes.

La cara de Melody se retorció y afeó.

—Eres un bastardo —dijo—. Se supone que eres mi amigo.

Ted suspiró.

—Tómalo con calma —dijo. Consultó su reloj de pulsera—. Mira, quince minutos tarde ya. Tengo que irme. Cómete las tortas y duerme un poco. Volveré a las seis. Cenaremos juntos y charlaremos, ¿de acuerdo? ¿Es eso lo que quieres?

—Eso sería fabuloso —contestó ella, repentinamente contrita—. Eso sería estupendo.

—Dile a Jill que quiero verla en mi despacho, ahora mismo —espetó Ted a la secretaria en cuanto llegó—. Y tráenos café, ¿quieres? Necesito una taza de café.

—Desde luego.

Jill llegó pocos minutos después que el café. Ella y Ted eran socios en la misma firma de abogados. Él le indicó que tomara asiento y empujó una taza hacia la mujer.

—Siéntate —dijo—. Escucha, anulamos la cita de esta noche. Tengo problemas.

—Eso parece —repuso ella—. ¿Qué ocurre?

—Una antigua amiga se ha presentado en mi casa esta mañana —dijo Ted.

Jill arqueó una elegante ceja.

—¿Sí? —contestó—. Los reencuentros pueden ser divertidos.

—No con Melody, imposible.

—¿Melody? —dijo Jill—. Bonito nombre. ¿Una antigua pasión, Ted? ¿De qué se trata, un amor no correspondido?

—No —replicó Ted—, no, nada de eso.

—Explícame que es, entonces. Sabes que me encantan los detalles sangrientos.

—Melody y yo fuimos compañeros de piso, cuando estudiábamos. No estábamos solos, no pienses mal. Éramos cuatro. Yo, un chico que se llamaba Michael Englehart, Melody y otra chica, Anne Kaye. Los, cuatro compartimos un viejo caserón en ruinas durante dos años. Éramos amigos…

—¿Amigos? —Jill se mostraba escéptica.

Ted la miró, ceñudo.

—Amigos —repitió—. Oh, diablos, me acosté con Melody algunas veces. También con Anne. Y las dos fornicaban de vez en cuando con Michael. Pero cuando pasaba eso, era como una cosa…, como una cosa amistosa, ¿me entiendes? Nuestras relaciones amorosas solían ser con gente de fuera, solíamos contarnos nuestros problemas, intercambiábamos consejos, llorábamos en los hombros de los demás… Diablos, sé que parece raro. Pero era 1970. El pelo me llegaba al trasero. Todo era raro. —Revolvió los posos del café, con aspecto pensativo—. Pero fueron buenos tiempos. Tiempos especiales. A veces lamento que acabaran. Los cuatro éramos amigos íntimos, muy íntimos. Adoraba a aquellos chicos.

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