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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (25 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Honestamente, no lo sabía. Durante un mes fluctué de una idea a otra mientras intentaba comprenderme yo mismo y decidía qué iba a hacer después. Quería considerarme un héroe, deseoso de hacer un sacrificio por la felicidad de la mujer amada. Pero las palabras de Gerry aclararon que él no veía las cosas de esa forma.

—¿Por qué eres tan rematadamente dramático con todo? —dijo, con visible terquedad.

Gerry siempre había querido mostrarse civilizado, y al parecer estaba perpetuamente irritado conmigo porque yo no deseaba adaptarme y curar mis heridas de modo que todos fuéramos amigos. Nada me irritaba tanto como su irritación. Yo pensaba estar enfrentándome a la situación con bastante acierto, considerándolo bien, y tomé a mal la indirecta del hecho que no era así.

Pero Gerry estaba resuelto a cambiarme, y ni mi mejor mirada fulminante dio resultado con él.

—Vamos a quedarnos aquí para hablar de todo hasta que consientas en volver a Puerto Jamison con nosotros —me explicó, con su más enérgico tono de «ahora estoy poniéndome duro».

—Vete al demonio —repuse.

Me alejé bruscamente de la pareja y saqué una flecha del carcaj. La preparé, tensé y disparé, con excesiva rapidez. La flecha se desvió del blanco casi medio metro, y se hundió en los blandos y oscuros ladrillos de mi desmoronadiza torre.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Crys, contemplando la torre como si fuera la primera vez que la veía.

Y tal vez fuera así…, que hubiera hecho falta la incongruente visión de la flecha introducida en los ladrillos para que ella reparara en la antigua estructura. Pero es más probable que se tratara de un cambio de tema premeditado, con la intención de enfriar la discusión que se desarrollaba entre Gerry y yo.

Bajé el arco de nuevo y me acerqué al blanco para recoger las flechas disparadas.

—En realidad, no estoy seguro —dije, apaciguado en parte y ansioso por aprovechar la oportunidad que Crys me facilitaba—. Una atalaya, creo, de origen no humano. Jamás se ha explorado por completo el Planeta de Jamison. Tal vez existió una raza inteligente en otro tiempo. —Me alejé de la diana hacia la torre y arranqué la última flecha del desmenuzable ladrillo—. Quizá exista todavía, en la actualidad. Sabemos muy poco de lo que ocurre en tierra firme.

—Un lugar muy triste para vivir, si me permites decirlo —intervino Gerry mientras contemplaba la torre—. Podría derrumbarse en cualquier momento, por el aspecto que tiene.

Le ofrecí una divertida sonrisa.

—Yo también lo pensé. Pero cuando llegué aquí, todo me importaba un comino.

Nada más decir estas palabras, lamenté haberlas pronunciado. Crys se sobresaltó visiblemente. Esa había sido la historia de mis últimas semanas en Puerto Jamison. Por mucho que me esforzara pensando, me había parecido que sólo tenía dos opciones: mentir o herir a Crys. Ninguna de las dos me atrajo, y por eso estaba aquí. Pero también ellos estaban aquí, de forma que la increíble situación se reproducía.

Gerry tenía preparado otro comentario, pero no llegó a exponerlo. En ese mismo momento «Squirrel» salió dando brincos de entre la maleza, derecho hacia Crystal.

Ella le sonrió y se arrodilló, y un instante después «Squirrel» estaba a sus pies, lamiéndole la mano y mordisqueándole los dedos. El animal estaba de buen humor, no había duda. Le gustaba la vida cerca de la torre. En Puerto Jamison, su existencia estaba limitada por los temores de Crystal a que lo devorara algún gruñón de los callejones, lo persiguieran los perros o lo ahorcaran los niños de la localidad. Aquí yo lo dejaba en libertad, cosa que le encantaba. Los matorrales que rodeaban la torre estaban infestados de ratones fustigantes, un roedor nativo dotado de una pelada cola tres veces más larga que su cuerpo. La cola estaba armada de un ligero aguijón, pero a «Squirrel» no le importaba, a pesar que éste se hinchaba y refunfuñaba siempre que la cola entraba en contacto con su cuerpo. Le encantaba pasar el día entero acechando a los ratones fustigantes. «Squirrel» se consideraba un gran cazador, y no es precisa habilidad alguna para cazar en un plato de comida para gato.

«Squirrel» había estado conmigo más tiempo que Crys, pero ella se encariñó adecuadamente con el animal durante los años que pasamos juntos. Yo sospechaba a menudo que Crystal se habría ido antes con Gerry de no haber sido porque le fastidiaba la idea de abandonar a «Squirrel». Y no es que éste fuera una gran belleza. Era un gato pequeño, delgado, de apariencia torpe, con orejas como las de un zorro y el pelaje pardusco de un gato callejero, y una enorme y tupida cola que era dos veces demasiado grande para él. El amigo que me lo regaló en Avalón me informó seriamente que «Squirrel» era vástago ilegítimo de un psigato obra de la ingeniería genética y un sarnoso ejemplar callejero. Pero si era capaz de leer los pensamientos de su amo, «Squirrel» no les prestaba excesiva atención. Cuando deseaba afecto, hacía cosas como subirse al libro que yo leía, apartarlo y morderme el mentón. Cuando deseaba estar solo, era una locura peligrosa tratar de acariciarlo.

Al ver a Crys arrodillada junto al animal, acariciándolo, y a «Squirrel» con el hocico apretado a su mano, ella me recordó mucho a la mujer que había sido mi compañera de viaje, mi amante, la mujer con la que tanto había hablado y con la que había dormido todas las noches, y de pronto comprendí cuánto la echaba de menos. Creo que sonreí. Verla, incluso en esas condiciones, me proporcionó a pesar de todo un gozo ensombrecido por nubes. Tal vez iba a ser un necio, un estúpido ansioso de venganza si despedía a los dos, pensé, después que ellos habían viajado tanto para verme. Crys seguía siendo Crys, y Gerry difícilmente podía ser tan malo, ya que ella lo amaba.

Mientras observaba a Crystal, mudo, tomé una súbita decisión. Consentiría que se quedaran. Y podremos ver lo que sucedió.

—Está a punto de oscurecer —me oí decir—. ¿Tienen hambre, chicos?

Crys levantó la cabeza, sin dejar de acariciar a «Squirrel», y sonrió. Gerry asintió.

—Por supuesto.

—De acuerdo —dije. Pasé entre los dos, me volví y me detuve en la entrada, y les hice un gesto para que vinieran—. Bienvenidos a mis ruinas.

Encendí las antorchas eléctricas y me dispuse a preparar la cena. Mi despensa estaba bien abastecida en aquellos tiempos; aún no había empezado a vivir de los bosques. Descongelé tres grandes dragones de arena, los crustáceos de plateada coraza que los pescadores jamisanos dragaban implacablemente, y los serví con pan, queso y vino blanco.

La conversación durante la cena fue educada y precavida. Hablamos de amistades mutuas en Puerto Jamison, Crystal se refirió a una carta que había recibido, de una pareja que habíamos conocido en Baldur, Gerry peroró sobre política y sobre los esfuerzos de la policía del Puerto para castigar con energía el tráfico de veneno onírico.

—El Consejo costea la investigación de un tipo de superpesticida que aniquilará a las arañas de los sueños —me explicó—. Un rociado de saturación de la costa próxima interrumpiría buena parte del suministro, supongo.

—Ciertamente —repuse, un poco agudamente a causa del vino y un poco irritado por la estupidez de Gerry. Una vez más, mientras le escuchaba, me encontré cuestionando el gusto de Crystal—. No importa qué otros efectos pueda ejercer en la ecología, ¿eh?

Gerry se encogió de hombros.

—Tierra firme —dijo simplemente.

Gerry era jamisano hasta la médula y su comentario equivalía a «¿Y eso qué importa?». Los accidentes de la historia habían desarrollado en los residentes del Planeta de Jamison una singular actitud de arrogancia hacia el inmenso y único continente de su mundo. Buena parte de los colonizadores originales procedía del Viejo Poseidón, donde el mar había sido una forma de vida durante generaciones. Los ricos y fecundos océanos y los pacíficos archipiélagos de su nuevo planeta los atrajeron mucho más que los oscuros bosques del continente. Sus hijos se habituaron a las mismas actitudes, excepto un puñado que encontró un beneficio ilegal en la venta de sueños.

—No le quites importancia tan fácilmente —dije.

—Sé realista —replicó él—. El continente no tiene utilidad para nadie, excepto para los cazadores de arañas. ¿A quién podría perjudicar la medida?

—¡Maldita sea, Gerry, mira esta torre! ¿De dónde ha salido? ¡Contéstame a eso! Te lo aseguro, puede haber inteligencia allí, en aquellos bosques. Los jamisanos ni siquiera se han molestado en echar un vistazo.

Crystal estaba moviendo afirmativamente la cabeza por encima de su vaso de vino.

—Johnny puede estar en lo cierto —dijo, mirando a Gerry—. Por eso vine yo aquí, recuerda. Los artefactos. En la tienda de Baldur dijeron que procedían de Puerto Jamison. No habían podido seguir el rastro más allá. Y la hechura… He manejado arte alienígena desde hace años, Gerry. Conozco las obras de los fyndii, de los damoosh, y he visto todo. Esto era distinto.

Gerry se limitó a sonreír.

—No prueba nada. Existen otras
razas
, millones, más cerca del núcleo. Las distancias son demasiado grandes, por eso no tenemos noticias de ellos muy a menudo, como no sea de tercera mano, pero no es imposible que de vez en cuando algún fragmento de su arte se filtre. —Sacudió la cabeza—. No, apuesto a que esta torre fue levantada por algún colonizador anterior. ¿Quién sabe? Tal vez hubo otro descubridor, anterior a Jamison, que jamás dio parte de su hallazgo. Quizá construyó él este lugar. Pero no voy a creer en seres inteligentes en el continente.

—Al menos no hasta que ustedes fumiguen los malditos bosques y salgan blandiendo sus lanzas —dije ácidamente.

Gerry se echó a reír y Crys me sonrió. Y de pronto, de pronto, experimenté el abrumador deseo de triunfar en aquella discusión. Mis pensamientos tenían la nebulosa claridad que sólo el vino puede dar, y todo me parecía muy lógico. Yo tenía razón sin duda alguna, y ahí estaba mi oportunidad de desenmascarar a Gerry como el provinciano que era y ganar puntos con Crys. Me incliné hacia delante.

—Si ustedes, los jamisanos, echaran un vistazo, podrían encontrar seres inteligentes —dije—. Sólo he estado un mes en tierra firme, y he descubierto muchas cosas. No tienen ni idea de la clase de belleza que tan alegremente quieren extinguir. Allí hay toda una ecología, distinta a la de las islas, especies y más especies, muchas todavía por descubrir. Pero ¿qué saben ustedes de eso? Ninguno sabe nada.

Gerry asintió.

—Entonces enséñame. —Se levantó de improviso—. Siempre estoy deseoso de aprender, Bowen. ¿Por qué no nos llevas afuera y nos muestras todas las maravillas del continente?

Creo que también Gerry intentaba ganar puntos. Seguramente no pensó que yo aceptaría su oferta, pero era exactamente lo que yo deseaba. Afuera había anochecido ya, y estábamos hablando a la luz de las antorchas. En lo alto, las estrellas brillaban por el boquete del techo. El bosque ya habría cobrado vida, sería fantasmagórico y bellísimo, y de repente yo anhelé estar allí, arco en mano, en un mundo donde yo era una fuerza y un amigo, y Gerry un torpe turista.

—¿Crystal? —dije.

Ella parecía interesada.

—Suena a diversión. Si no hay peligro.

—No lo habrá —dije—. Me llevaré el arco.

Los dos nos levantamos, y Crys expresaba alegría. Recordé los tiempos en que ambos abordábamos juntos las selvas baldurianas, y de pronto me sentí muy contento, convencido del hecho que todo saldría bien. Gerry formaba parte de un mal sueño, simplemente eso. Era imposible que Crys estuviera enamorada de él.

En primer lugar busqué los desembriagantes. Yo me encontraba bien, pero no lo bastante para adentrarme en el bosque todavía mareado por el vino. Crystal y yo engullimos las pastillas de inmediato, y segundos más tarde mi calorcillo alcohólico empezó a menguar. Gerry, no obstante, rechazó la píldora que le ofrecí.

—No he bebido tanto —insistió—. No la necesito.

Me alcé de hombros mientras pensaba que las cosas iban cada vez mejor. Si Gerry se daba un batacazo por ir borracho por los bosques, sería inevitable que Crys se alejara de él.

—Como gustes —dije.

Ninguno de los dos iba correctamente vestido para la selva, pero yo esperaba que eso no fuera un problema, puesto que no planeaba adentrarme mucho. Sería una excursión rápida, pensé; pasear un poco por mi senda, mostrarles el montón de polvo y la sima de las arañas, quizás atrapar una araña para ellos. Nada especial, ir y volver.

Me puse ropa oscura, gruesas botas de montaña y el carcaj, di a Crystal una linterna por si nos alejábamos de la zona de musgos azules, y recogí el arco.

—¿De verdad necesitas eso? —preguntó Gerry, con sarcasmo.

—Protección —dije.

—No puede ser tan peligroso.

No lo es, si sabes qué estás haciendo, pero no le dije eso.

—Entonces, ¿por qué los jamisanos se quedan en vuestras islas?

Gerry sonrió.

—Yo confiaría más en un láser.

—Inconscientemente deseo la muerte. Un arco ofrece una oportunidad a la presa, algo así.

Crys me dedicó una sonrisa por los recuerdos compartidos.

—Él sólo caza depredadores —explicó a Gerry.

Yo incliné la cabeza.

«Squirrel» accedió a guardar mi castillo. Resuelto y muy seguro de mí mismo, me puse un cuchillo al cinto y conduje a mi ex esposa y a su amante a los bosques del Planeta de Jamison.

Caminamos en fila india, muy juntos, yo delante con el arco, Crys a continuación, Gerry detrás de ella. Crys usó la linterna nada más partir, deslizó la luz por la senda mientras serpenteábamos entre el espeso bosquecillo de árboles saeteros erguidos como un muro para contener el mar. Altos y muy rectos, con una corteza gris y gruesa y algunos tan anchos como mi torre, los árboles alcanzaban una altura ridícula en el punto donde brotaba la pobre carga de hojas. En diversos lugares se juntaban y estrechaban el camino entre ellos, y más de una barrera de madera de infranqueable apariencia nos hizo frente de improviso en la oscuridad. Pero Crys consiguió abrirse camino siempre, conmigo medio metro por delante para dirigir su linterna cuando la luz se detenía.

A los diez minutos de salir de la torre, la naturaleza del bosque empezó a variar. El suelo y el mismo ambiente eran más secos, el viento frío pero sin la aspereza de la sal. Los sedientos árboles saeteros habían bebido casi toda la humedad del aire. Eran cada vez más pequeños y menos frecuentes, y los espacios entre ellos mayores y de localización más fácil. Comenzaron a aparecer otras especies de plantas, empequeñecidos arbolillos de gnomos, desparramadas imitaciones de roble, elegantes ebanofuegos cuyas rojas venas pulsaban con brillantez en el oscuro bosque cuando los alcanzaba la errante luz de Crystal.

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