—¡Paula! ¡Te llama papá! —grita Erica, entrando en la habitación sin llamar.
La niña, que no llega a ver nada de lo que está pasando en la cama, se da cuenta de su error y vuelve a cerrar para hacerlo bien. Siempre le dicen que no se puede entrar en los sitios sin antes llamar a la puerta.
Paula y Ángel se levantan rápidamente, cada uno por un lado de la cama, y aprovechan para colocarse bien la ropa.
—"Toc, toc".
—Pasa, anda —le indica Paula a la pequeña mientras se peina con las manos y jadea.
Erica entra satisfecha de haber rectificado su fallo sin que nadie le diga nada. De lo que la pequeña no se ha enterado es que también ha conseguido que otro error mucho más grande estuviera a punto de producirse.
Esa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Cabecea. Vuelve a cabecear y también una tercera vez. Sentado en una de las sillas de su habitación, a Mario le cuesta mantenerse despierto. Pero no falta mucho para que Paula llegue, así que prohibido dormir.
La tarde es muy desapacible. Lluvia, viento, frío… Ha estado temiendo que su amiga lo telefoneara para decirle que finalmente hoy no iba a ir a su casa, pero eso no ha pasado hasta el momento. Mañana es el examen final de Matemáticas y tienen todavía bastantes cosas que estudiar. La semana no ha transcurrido como él había planeado y sus sentimientos aún permanecen ocultos en su interior.
La tormenta está sobre esa zona de la ciudad. El cielo negro se ilumina y pocos segundos más tarde estalla un trueno. Poco después escucha el sonido del timbre de la puerta. Está solo en casa, por lo que le toca ir a abrir. Mario mira el reloj. Si es Paula, llega antes de lo esperado, algo muy extraño en ella.
El chico se apresura. Baja la escalera a toda velocidad, aunque antes de llegar a la puerta de la entrada se mira en un espejo del recibidor. Bueno, no está mal. Donde no hay, no hay. Toma aire, suspira y abre. Pero al otro lado no está Paula. Una chica bajo la capucha de un impermeable amarillo, con un
piercing
en la nariz, le dedica media sonrisa:
—Hola, Mario.
El tono de voz de Diana es distinto al habitual; es serio, controlado, firme.
—Ho… hola —responde el chico, sorprendido—. Pasa.
—No ha llegado Paula todavía, ¿verdad?
—No.
La chica se quita la capucha cuando entra en la casa y se arregla un poco el pelo con las manos. Mario la observa. Su aspecto no es el de siempre. A pesar de que se ha pintado los ojos, no ha logrado disimular unas tremendas ojeras. Parece otra, cansada, con menos vitalidad, sin la energía que la caracteriza.
—¡Cómo llueve! —comenta mientras se quita el impermeable—. ¿Dónde pongo esto?
—Dame.
El chico coge el chubasquero y lo cuelga en un perchero. Debajo coloca un paragüero para que todas las gotitas no caigan al suelo.
La casa se ilumina una vez más y, un instante más tarde, un nuevo trueno sacude el cielo.
—¿Estás solo en casa?
—Sí. Mis padres están en no sé dónde y Miriam creo que ha ido a recoger a Cristina. Me parece que luego iban a ir a tu casa, para ver sí te pasaba algo.
—Ah.
—Como no has ido al instituto en todo el día y tenías el móvil desconectado, estaban algo preocupadas.
—No será para tanto —comenta Diana con frialdad, mientras se dirige a la escalera que lleva hasta la habitación de Mario—. ¿Subimos?
—Sí.
Los dos avanzan peldaño a peldaño, sin hablar.
Por la cabeza del chico pasan muchas cosas, innumerables preguntas. ¿Para que habrá venido? ¿A arreglar las cosas? ¿A seguir estudiando? No está seguro. Ha pensado en ella durante todo el día, más que en Paula, y no ha dejado de sentirse culpable ni un minuto por lo que sucedió ayer.
Mario y Diana entran en el dormitorio, aunque no cierran la puerta. Cada uno se sienta en el mismo lugar en el que lo hizo la tarde anterior.
—¿Sabes? Me he pasado toda la noche y parte de la mañana estudiando esta mierda —comenta la chica mientras saca el libro de Matemáticas y una libreta de la mochila.
—¿Qué?
—Eso. Ayer me di cuenta de que soy medio gilipollas y de que, si quiero aprobar el puto examen de mañana, tenía que hacer horas extras. Y va ves: sin dormir que estoy.
Mario no puede creer lo que oye. ¿De eso son las ojeras?
—¿Te has pasado la noche estudiando y has faltado a clase por eso?
—Pues sí, por eso ha sido. Además tuve que desconectar el móvil para no desconcentrarme. Lo metí en un cajón y cerré con llave para no tener la tentación de ponerme a juguetear con él.
—Joder, parece increíble que hayas hecho todo eso.
—¿No me crees? Pregúntame algo. Lo que quieras.
—No, no. Te creo, te creo.
—De todas formas, hay cosas que no entiendo y que me tienes que explicar —indica la chica mientras pasa a toda velocidad las páginas del libro de Matemáticas—. Pero eso, luego. Ahora quería pedirte disculpas por mi comportamiento de ayer. Me pasé un poco. Bastante. Y es justo que te pida perdón. No te tenía que haber presionado de esa manera. Lo siento.
Las palabras de la chica son sinceras. Hasta tiembla al decirlas. Mario se da cuenta y se le hace un nudo en la garganta. Pero no toda la culpa es de ella.
—También yo te tengo que pedir perdón. Se me fue la cabeza y te grité. No estuvo nada bien. Y también quería disculparme por darte tanta caña ayer. Me faltó paciencia y me puse muy borde. Perdona.
A Diana se le iluminan los ojos con un brillo húmedo que logra controlar antes de que salga a relucir su lado más sensible.
—Bueno, soy muy torpe para esto. Es normal que perdieras los nervios.
—Si has conseguido aprenderte todo en menos de un día, con la base tan mala que tienes de Matemáticas, no creo que seas tan torpe.
—Vamos, Mario. Soy una negada para las Matemáticas y para el resto de asignaturas. Lo sé. No sirvo. Esto es más una cuestión de orgullo que otra cosa. Y además, no quiero haceros perder el tiempo como ayer.
—No fue para tanto. Estoy seguro de que Paula no se molestó por nada.
El final de la frase llega con el estampido de otro trueno, tal vez el más ruidoso de todos los que hasta el momento han sonado.
—Mario, también te quería proponer una cosa.
Diana desvía entonces la mirada de los ojos del chico hacia el suelo.
—¿Me quieres proponer algo?
—Bueno, no es exactamente eso. Es más bien un consejo o no sé… Escúchame y luego llámalo como quieras.
—Vale. Cuéntame.
La chica traga saliva y reúne el valor necesario para hablar. Y lo hace de manera dulce, ocultando su tristeza.
—Deberías decirle a Paula lo que sientes. Pero no mañana, ni pasado. Ya. Hoy.
—¿Cómo?
—Eso, Mario. No puedes seguir así más tiempo. Es el momento para revelarle a Paula lo que sientes por ella.
—Pero…
—Yo me iré antes y te dejaré a solas con ella. Es tu oportunidad.
—Diana…, yo…
—Es que, Mario, te voy a ser lo más sincera posible. No sé si sabrás que Paula tiene novio. Y cuanto más tiempo pase, ella se colgará más de él y será peor para ti. No sé si tendrás alguna oportunidad. Eres un gran chico y su amigo. Quizá ella descubra que también siente algo hacia ti diferente a lo que ve ahora. Pero, si no le confiesas tus sentimientos, jamás lo sabrás. Tienes que dar un paso adelante y poner las cartas sobre la mesa. Lánzate de una vez por todas.
Un relámpago más. Otro trueno. Las cinco de la tarde. Silencio. Nervios y miedo. Una mirada a ninguna parte. Y, finalmente, la decisión:
—Está bien, lo haré. Le diré a Paula que la quiero.
—¡Así me gusta! —exclama Diana poniéndose de pie y acercándose a su amigo.
Mario sonríe. Diana sonríe. Sonríe y lo besa, en la mejilla.
Amigos.
Y, aunque por dentro se esté muriendo al saber que ese chico del que se ha enamorado como una tonta quiere a su mejor amiga y está a punto de confesarlo, está segura de que ha hecho lo correcto.
Esa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Salen del coche y cruzan la calle corriendo hacia el edificio de enfrente. No llevan paraguas. El semáforo está a punto de ponerse en rojo. Katia va delante. Se mueve ágil, rápida, bajo la lluvia y Ángel la sigue de cerca. Todavía no sabe muy bien qué está haciendo allí. Echa de menos a Paula. No puede olvidarse ni un instante de lo que ha ocurrido hace un par de horas. ¿Qué habría pasado si Erica no hubiera entrado en la habitación? Quién sabe. Perdió el control en un momento de pasión, de una fuerte carga sexual. Quizá que apareciera la niña fue lo mejor. No llevaba protección y tampoco era la situación más adecuada para la primera vez de su chica. Además, sus padres abajo. Uff. Habría sido un error de dimensiones mayúsculas.
Cuando llegan al otro lado de la calle se cobijan en el portal de aquel edificio. Están jadeantes, mojados, intentando recuperar el aliento perdido por la carrera. Katia lo mira y sonríe.
—Cada vez que nos vemos, acabamos corriendo —le dice ella, resoplando.
—Eso parece. Contigo me voy a poner otra vez en forma.
—Ya estás en forma. Eres casi tan rápido como yo. Y eso es un gran logro.
Ángel ríe. Es cierto. Aquella chica corre realmente deprisa.
—Es por los zapatos. La próxima vez ganaré yo —responde el chico.
—¿Los zapatos? ¿No tenías una excusa mejor?
El chico hace que piensa y finalmente niega con la cabeza, acompañando su gesto de una mueca con la boca.
—Pues es una excusa muy mala.
—Lo sé.
Katia sonríe. Es adorable. Cada vez que lo mira, se derrite. Es el hombre perfecto. Sin embargo, no es su hombre sino el de otra, otra a la que tiene que dedicarle una canción. La vida tiene esas cosas. Es injusta. Bueno, al menos él está allí con ella. Lo disfrutará durante unas horas.
—¿ Entramos ?
—Vale. La cantante de pelo rosa busca en el portero automático el bajo B y pulsa el botón.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta una voz femenina.
—Hola, buenas tardes. Soy Katia. Venía para…
—¡Ah, hola! La estábamos esperando. Le abro.
Enseguida suena un ruido metálico bastante desagradable. Katia empuja la puerta y esta se abre.
—Ya está. Muchas gracias.
La pareja entra en el edificio. Las luces del recibidor están encendidas aunque la luminosidad es escasa, muy tenue, y el lugar no resulta demasiado acogedor. Un hombre vestido con una chaqueta gris de pana y una corbata roja que estaba leyendo el periódico se levanta de su silla al verlos.
—¿A qué piso van? —pregunta con desgana.
—Al bajo B —responde Katia.
—Ah, van al estudio. Es por allí —dice muy serio, indicando un largo pasillo a su derecha—. Es la última puerta.
—Gracias.
La cantante y el escritor se despiden amablemente del portero y se dirigen hacia la puerta del fondo. A mitad de camino, alguien sale del bajo B y los espera apoyado en la pared junto a la puerta.
—Hola, chicos. ¿Sigue lloviendo?
—Sí, mucho —contesta Katia y le da un beso en la mejilla a Mauricio Torres, su representante.
El hombre, a continuación, estrecha la mano de Ángel.
—Me alegro de volver a verte.
—Yo también.
Los tres entran en el piso. Una chica rubia en un mostrador, la que les ha abierto antes, les saluda sonriente cuando pasan a su lado.
—Katia me ha contado cuando la he llamado esta mañana lo que vais a hacer. Me parece un bonito detalle para tu novia.
—Gracias, aunque el mejor detalle es el de Katia por querer hacer esto y tomarse la molestia de dedicarle la canción.
—No es molestia, lo hago encantada. Todo por mis fans —dice, sobreactuando.
—Bueno, espero que a cambio hayas hecho un buen reportaje en tu revista.
—No te preocupes, Mauricio: Ángel es el mejor. Ya lo verás —se anticipa Katia.
El periodista se sonroja.
—También te quiero dar las gracias a ti por conseguir que nos dejen grabar aquí.
—De nada, hombre. El negocio de la música es así. Hoy por ti y mañana por mí. Ya me dedicarás algún día un artículo en la revista —dice Mauricio dando un golpecito en la espalda a Ángel, que no sabe si está hablando en serio o en broma.
Un hombre muy delgado y con la cabeza completamente rapada acude hasta ellos.
—Este es Moisés. Será quien se encargue de la grabación —apunta Mauricio, presentándolo—. A Katia imagino que la conoces ya y este es Ángel, un periodista del gremio.
—Encantado —Moisés le da la mano a Ángel y dos besos a Katia—. Mis niñas tienen tu disco y están todo el día cantando tus temas.
—¿Ah, sí? Me debes de odiar entonces.
—No te lo voy a negar.
—El próximo se lo regalaré yo.
—Se pondrán muy contentas —señala, forzando una divertida sonrisa—. Cuando queráis empezamos.
—Pues cuando tú quieras —comenta la cantante.
—Empezamos ya, entonces. Acompañadme.
Los tres caminan detrás de Moisés, que cojea ligeramente al andar.
—He traído lo que te dije ayer, luego le echas un vistazo —le susurra Mauricio a Katia, que se muerde los labios desorientada.
—Perdona, Mauricio, no recuerdo lo que es.
—Eres un desastre. ¿No te acuerdas de que te hablé de un sobre que llegó a tu nombre, de un chico que quiere ser escritor?
—¡Ah, eso! Sí, es verdad. Lo de la canción para su historia o algo así, ¿no?
—Eso. Pues luego lo miras, ¿vale?
—Bien.
Los cuatro entran en una sala pintada de rojo, que contiene una cabina con dos pequeñas habitaciones. En la exterior hay un ordenador y una mesa llena de botones y reglajes. A Ángel le recuerda a aquellas mesas de sonido que utilizaba en la Facultad de periodismo en las clases de radio. La habitación interior está casi vacía. Solo ve un micrófono de pie y unos cascos colgados en la pared. Un enorme ventanal separa las dos habitaciones.
—Sentaos por aquí —les indica Moisés a Ángel y a Mauricio, que se acomodan en dos sillas con ruedecitas—. Tú ven conmigo.
Katia acompaña al hombre a la habitación del micro y él le explica algunas cosas. Ángel los observa a través del cristal. Es la primera vez que está en un estudio de grabación y presencia cómo se graba una canción.
Moisés regresa y se sienta delante de la mesa de sonido. Toca un par de botones y sube y baja algunos reglajes.