No, no quería dar con Raúl para romperle la cara. Quería dar con él para intentar ayudar a salvar a Luciana.
Tenía que conseguir una de aquellas pastillas. Así de simple.
Se sentó en el bordillo y hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué estaba haciendo, jugar a policías y ladrones? Y, sin embargo, tal vez fuese una oportunidad de hacerlo, sí, de salvar a Luciana.
Luciana.
Oyó su voz y su risa contagiosa en algún lugar de su cerebro.
Y recordó la primera vez. Aquella primera vez.
Estaba en casa de Alfredo, uno un poco pirado, y oyó decir que iba a llegar «la Karpov». La llamaban así porque había ganado un campeonato de ajedrez escolar. Se imaginó a una chica con gafas, paticorta, fea, con granos, hombruna, sin el menor sexy, y su machismo se vio sorprendido con algo totalmente diferente. Pero aun antes de saber que era ella, ya se había enamorado. Desde el momento en que entró en la casa se le paró el corazón en el pecho. Flechazo puro. Como para no creérselo, o reírse, porque era la pura y simple realidad.
Cinco minutos después ya estaban hablando.
Una semana después le daba el primer beso.
Un año después…
No iba a poder amar a nadie más como la amaba a ella. Eso lo sabía. Su padre le habló una vez del «amor de su vida», su primera novia. Nunca la olvidó, y aunque había sido feliz con su madre, aún pensaba en ella, porque había sido lo más importante de su adolescencia. Su padre decía que la adolescencia era la parte de la vida más importante, porque es aquella en la que las personas se abren a todo, se tocan, descubren que están vivas, se sienten, aprenden, sufren la primera realidad de la existencia, aman y buscan ser amadas. El estallido de las emociones.
Su padre tenía razón.
Por eso se había declarado a Luciana. Ya eran novios, pero él quería el compromiso definitivo, para empezar a hacer planes. Por eso no entendía el comportamiento de ella.
—Luciana… —gimió envuelto en un suspiro.
Si no se hubiera quedado a estudiar.
Si no…
¿A quién quería engañar? Máximo tenía razón: Luciana era tozuda. Se habría tomado aquella cosa igualmente. Y probablemente él también lo hubiera hecho, para no parecer idiota, para acompañarla en todo.
Ahora ya no tenía remedio.
No tenía remedio el pasado, aunque sí el futuro.
Se puso en pie, de golpe, apartó las sombras de su mente y continuó su búsqueda.
Cada minuto contaba.
Acabó de marcar el número telefónico y esperó con la frente apoyada en el puño cerrado de su mano libre. Era sábado, así que la respuesta le llegó de inmediato.
—Marisa —le dijo a la telefonista—, ponme con Gaspar.
Otros cinco segundos.
—¿Mariano? —escuchó la voz de su compañero y jefe de sección.
—Oye, hazme un favor: que me busquen todo lo que haya en documentación acerca del éxtasis, el eva, los casos en Inglaterra de comas y muertes de adolescentes, estadísticas españolas y todo lo relacionado con el tema.
—¿Dónde estás?
—En el Clínico, con algo muy bueno.
—¿Qué es?
—Una adolescente en coma por un golpe de calor debido al eva.
—¿Crees que vale la pena?
—¿Una buena niña, campeona de ajedrez, limpia, sana? ¿Tú qué crees? Esto es de portada, ¿vale?
—¿Estando el Campeonato de Europa de fútbol, la reunión de la ONU, lo del Gobierno y…?
—¿Qué te pasa? Sacamos en portada cuatro o cinco temas. Y te aseguro que éste será uno de mañana. Vamos a remover las conciencias justamente el día en que la gente olvida las suyas en casa para echarse a las carreteras a hacer el hortera.
—Vale, vale. Tú eres el experto —concedió el otro.
—Puedes apostar a que sí —confirmó Mariano Zapata—. Un caso así, a las puertas del verano, será dinamita pura. Vamos a poner a la policía en el disparadero, y a todas las discotecas
makineras,
que son la tapadera de ese comercio, y a esos niñatos que se pasan el fin de semana bailando con la muerte… —se detuvo un instante y cambió el tono para decir—: ¡Eh, buen titular: «Bailando con la muerte»! ¡Me gusta!
—Eres un caso —se burló Gaspar—. Disfrutas con tu trabajo, ¿eh?
—¿Me he equivocado alguna vez cuando he dicho que tenía algo bueno?
—No —reconoció su compañero.
—Pues este tema va a dar para toda la semana. Y mucho más con esa chica en coma. Sólo me falta su fotografía.
—¿La puedes conseguir?
—Creo que sí.
—Si hay foto desde luego es portada —convino Gaspar.
—Cuenta con ella.
—Buena movida.
—Hasta luego. Te tendré informado —se despidió el periodista.
Vicente Espinós tuvo que esperar más de un minuto, y llamar tres veces, antes de que al otro lado de la puerta sonara un ruido o lo más parecido a una respuesta. Después, una voz gutural, espesa, se hizo patente con escasas muestras de cordialidad.
—¿Quién es?
—Abre, Loles.
—¿Quién es? —repitió la voz prácticamente en el mismo tono.
—¿Quieres que te muestre la patita por debajo de la puerta? Abre o echo la puerta abajo.
Transcurrieron unos segundos. Tras ellos, la puerta se abrió sólo unos centímetros. Los necesarios para que por ellos asomara un ojo enrojecido que se esforzó al máximo para centrarlo en su retina.
El policía no dijo nada. Esperó.
—¿Qué quiere? —farfulló la mujer una vez lo hubo reconocido.
Vicente Espinós puso la mano en la puerta. No la empujó, porque se la hubiera llevado a ella por delante. Sólo hizo un poco de presión, la justa. Loles se tuvo que apartar.
Pudo olerla desde allí, a pesar del metro escaso de distancia. Olía a vino peleón y a sudor. Pero eso no era lo peor. Lo peor era su imagen, con el cabello alborotado, la bata que apenas le cubría nada, aunque lo que ocultaba tampoco era como para recrearse, los ojos cargados de rimel corrido, el maquillaje tan seco como los pantanos en España después de una sequía canicular, las uñas de las manos con el esmalte roto, toda su edad doblada en los pliegues de una vida castigada.
Ella también había vivido el viernes noche.
—Estoy buscando al Mosca —la informó tras echar también una ojeada por detrás de Loles, por los confines caóticos de la habitación, que más se asemejaba a una sucursal del infierno que a otra cosa.
—Yo en cambio ya he dejado de buscarle —rezongó la mujer.
—Según parece, estabais juntos.
—¿Quién es su informante, Humphrey Bogart? Porque muy al día no está, que digamos.
—¿Cuánto hace que no lo ves?
—Se largó hace un par de meses.
—¿Os peleasteis?
—Diferencias irreconciliables —manifestó Loles, siempre en el mismo tono y con la misma expresión.
—¿No me engañas?
—¿Por qué tendría que hacerlo? Es un idiota malnacido. ¿Qué ha hecho, inspector?
—Ha metido a una chica en un problema.
—¿Poli? —se llenó de dudas sin poderlo creer.
—No es un problema de esos. Ella está en coma por su culpa, y puede morir. Le vendió algo, ¿entiendes?
Pareció acusarlo. O tal vez no. Su cara seguía siendo una máscara. Vicente Espinós recordó que Loles tenía una hija. Adolescente.
—¿Tu hija se salió de la heroína? —preguntó de pronto.
Loles lo miró fijamente. La máscara se resquebrajó un poco. Le tembló el labio inferior.
—Mi hija murió hace dos años —dijo.
—Lo siento.
Siguieron mirándose, aunque ahora el tiempo dejó de tener validez para ambos. Más bien fue un pulso. La ingravidez del policía frente al desmoronamiento de la mujer. Algo muy impresionante la estaba aplastando de forma lenta pero implacable.
Por esta razón no esperaba aquello.
—Pensión Costa Roja —musitó Loles con un hilo de voz.
No pudo ni darle las gracias. Ella cerró la puerta sin despedirse.
Máximo intentó abrir los ojos. No pudo.
Intentó moverse, primero una mano, después una pierna.
No pudo.
Estaba dormido, lo sabía, pero maniatado, como si algo fallara entre el cerebro y sus terminaciones nerviosas. Y también estaba despierto, lo sabía, porque de lo contrario no hubiera podido pensar y darse cuenta de su imposibilidad de reacciones.
Le había sucedido un par de veces, y siempre había sido angustioso.
Querer y no poder. Desear incluso gritar, llamar a alguien, pedir ayuda, y sentirse muerto en vida.
Escuchó su propio gemido de impotencia.
¿Era eso lo que sentía Luciana?
Se le coló por la puerta de la razón. Luciana. Y eso le asustó aún más.
Todo su ser se agitó, no física, sino mentalmente. Un miedo atroz, silencioso, abrumador, le asaltó de arriba abajo. Sabía que tenía que guardar la calma, que era una pesadilla, que lo mejor era tranquilizarse y esperar. En unos segundos todo volvería a la normalidad y podría abrir los ojos, moverse.
Pero unos segundos podían ser eternos a veces.
Se debatió en esa zozobra, aumentada mil, cien mil veces, por el fantasma de Luciana y por su propia realidad.
El miedo se hizo atroz, nunca había sentido tanto.
Dejó de luchar, vencido, arrastrado hacia la sima, y entonces despertó.
Quedó tendido en la cama, con los ojos abiertos, empapado por el sudor, antes de ponerse en pie, de un salto. Su corazón estaba desbocado, a mil pulsaciones por minuto. Miró la hora y pensó que su familia estaría sentándose a la mesa.
¿Y si salía, se sentaba con ellos y lo contaba todo?
No, no, mejor no, ¡qué estupidez! A su padre sólo le faltaba eso.
Se acercó a la ventana y miró a través de ella. La imagen de lo cotidiano, las casas, las ventanas, las calles, por primera vez, le pareció espantosa.
Y entonces supo que aquello sólo era el comienzo.
Santi se había quedado dormido finalmente, y sus suspiros, a veces, se convertían en ronquidos cargados de una paz que a ella le enturbiaba aún más los sentidos, porque el sueño de su novio la dejaba sola con sus propias ideas y pesadillas.
Así que se levantó.
Se acercó a la ventana y miró a través de una de las rendijas horizontales de la persiana. Por la calle casi no circulaban coches, y al otro lado, en las ventanas del edificio de enfrente, no se veía movimiento alguno.
La ciudad vivía encerrada en sí misma.
El mundo entero vivía cerrado en sí mismo.
Aunque, detrás de cada ventana, podría haber una tragedia, una lucha tal vez perdida de antemano, tal vez…
Cinta cerró los ojos. Nunca había pensado así, porque nunca hasta ahora se había tenido que enfrentar a nada semejante. Ni siquiera cuando murió su abuela. A fin de cuentas era mayor, y ya estaba muerta cuando llegaron ellos. Ahora todo era distinto, era como madurar de golpe. Un latigazo en mitad de la conciencia.
Volvió a abrir los ojos, para no abandonarse a su depresión. Cada vez que los cerraba veía a Luciana cayendo al suelo en mitad de la pista de la discoteca. Los demás, dado lo abigarrado del espacio, casi la habían pisoteado. Tenía cada uno de aquellos espasmos grabado en la memoria.
—¡Luciana! ¡Luciana! ¿Qué te pasa? ¡Luciana!
—¡Va, tía, no hagas tonterías!
—¡Está ardiendo!
—¡Luciana!
—¡Que alguien llame a un médico! ¡Socorro!
La música seguía sonando, y sonando, y sonando, y los que les rodeaban lo miraban todo entre curiosos y sorprendidos, sonriendo, como si aquello fuese un juego.
—Menudo pedo.
—Si es que no aguantan.
—Sacadla fuera, tendrá un mal embarazo.
Más risas, más indiferencia.
No iba con ellos. Bailaban juntos pero nadie conocía a nadie. Eran compartimientos estancos de un mismo barco. Ni siquiera eran conscientes de que en ese barco navegaban todos juntos.
Cinta abandonó la ventana, aunque su abatimiento la acompañó, no se quedó allí mirando a través de ella. Salió de la habitación y se dejó caer, agotada por ese simple esfuerzo, en una de las butacas de la sala-comedor. El teléfono estaba a su lado.
No tenía más que levantar el auricular y marcar un número.
Luciana tal vez ya estuviese bien, fuera del coma.
Fin de la pesadilla.
Tendió su mano en dirección al aparato, pero no llegó a ponerla sobre él.
—¿Y si ya estuviese muerta?
—Vamos, Loreto —dijo su padre—. Un coma es algo que puede durar días, o meses, pero de ahí a que en unas horas se produzca un desenlace fatal…
—Sea como sea he de ir, entendedlo.
El hombre y la mujer se miraron entre sí, pero no llegaron a proferir palabra alguna.
—No me pasará nada —insistió ella.
—Puede ser un esfuerzo considerable —se arriesgó su madre.
—Cogeré un taxi. No me cansaré, de verdad.
—Hablaremos luego, ¿de acuerdo? Llamas por teléfono y si sigue igual… —concedió su padre—. Ahora lo que debes hacer es comer de manera tranquila y no pensar en nada.
Su esposa le miró directamente, aunque ya era demasiado tarde. Los psiquiatras les habían insistido en que no la forzaran, que no hablaran de obligaciones ni nada parecido, aunque tampoco se mostraran permisivos o falsamente indiferentes. Sin embargo, la naturalidad era difícil de guardar cuanto lo que veían ante sí no era más que el pálido reflejo de lo que un día había sido su hija.
Loreto miró la sopera, la fuente de carne, el pan, la ensalada. La necesidad de comer se le disparó en la mente. La avidez de su estómago le acentuó su habitual dolor de cabeza.
—¿Das tú las gracias hoy? —le preguntó la mujer a su marido cambiando rápidamente de conversación.
—¿Hija? —trasladó él el ofrecimiento a Loreto.
Ella vaciló sólo un instante.
Después, los tres bajaron la cabeza y unieron sus manos.
—Te damos las gracias, Señor, por los alimentos que recibimos de tu bondad, y te pedimos por todos tus hijos, en especial aquellos que sufren —hizo una pausa muy breve, antes de continuar diciendo—: Y te pido que ayudes a Luciana, Dios mío. Ayúdala a luchar, y a ser firme en esta hora oscura, porque sin Ti estará perdida. Ayúdala a encontrar el camino de regreso de las sombras. Te lo pedimos, Señor.