—¿Y quieres que Loreto vaya ahí tal y como está ella?
—Yo sólo he pensado que tenía que saberlo.
—¿Qué es lo que ha tomado?
—Una… pastilla.
—¿Drogas?
—No exactamente, bueno… no sabría decirle —se le notaba nerviosa y con ganas de terminar cuanto antes—. ¿Le dirá lo que ha sucedido cuando despierte?
—Sí, claro —la mujer cerró los ojos.
—¿Cómo está ella?
—Lleva un par de días mejor.
—¿Come?
—Lo intenta.
—Está bien. Gracias, señora Sanz —se despidió Cinta.
Colgó dejando a la madre de Loreto todavía con el auricular en la mano.
La primera en entrar en la sala de espera fue Norma, la hermana pequeña de Luciana. Después lo hicieron ellos, los padres. El padre sujetaba a la madre, que apenas si se sostenía en sus brazos. Las miradas de los recién llegados convergieron en las de los amigos de su hija y hermana. Cinta se puso en pie. Santi y Máximo no. Los ojos del hombre tenían un halo de marcada dureza. Los de su esposa, en cambio, naufragaban en la impotencia y el desconcierto. La cara de Norma era una máscara inexpresiva.
—¿Cómo está? —quiso saber Cinta.
El padre de Luciana se detuvo en medio de la sala, abarcándolos totalmente con su mirada llena de aristas. Vieron en ella muchas preguntas, y leyeron aún más sentimientos, de ira, rabia, frustración, dolor.
Cinta tuvo un estremecimiento.
—¿Qué ha pasado? —la voz de Luis Salas sonó como un flagelo.
—Nada, estábamos…
—¿Qué ha pasado? —repitió la pregunta con mayor dureza.
Santi se puso en pie para coger a Cinta.
—Tomamos pastillas y a ella le han sentado mal, eso es todo —tuvo el valor de decir.
—¿Qué clase de pastillas?
—Bueno, ya se lo hemos dicho al médico…
—¡Mierda!, ¿estáis locos o qué?
La madre de Luciana rompió a llorar más desconsoladamente aún por la explosión de furia de su marido. Incluso Norma pareció despertar con ella. Se acercó a su madre buscando su protección. Sin dejar de llorar, la mujer abandonó el regazo protector de su marido para abrazar a su hija pequeña.
Luis Salas se quedó solo frente a ellos tres.
Cinta tenía los ojos desorbitados.
—¿Cómo… está? —preguntó por segunda vez.
La respuesta les alcanzó de lleno, hiriéndolos en lo más profundo.
—Está en coma —dijo el hombre, primero despacio, para agregar después con mayor desesperación, con los puños apretados—: ¡Está en coma!, ¿sabéis? ¡Luciana está en coma!
El exterior del
after hour
era un hervidero de chicos y chicas no precisamente dispuestos a disfrutar de los primeros rayos del recién nacido sol de la mañana. Unos hablaban, excitados, tomándose un respiro para seguir bailando. Otros descansaban, agotados aunque no rendidos. Algunos seguían bebiendo de sus botellas, básicamente agua. Y los menos echaban una cabezada en los coches ubicados en el amplio aparcamiento. Pero la mayoría reían y planeaban la continuidad de la fiesta, allí o en cualquier otra parte. Cerca de la puerta del local, la música atronaba el espacio con su machacona insistencia, puro ritmo, sin melodías ni suavidades que nadie quería.
El único que parecía no participar de la esencia de todo aquello era él.
Se movía por entre los chicos y las chicas, la mayoría muy jóvenes, casi adolescentes. Y lo hacía con meticulosa cautela, igual que un pescador entre un banco de peces, sólo que él no tenía que extender la mano para atrapar a ninguno. Eran los peces los que le buscaban si querían.
Como aquella muñeca pelirroja.
—¡Eh!, tú eres Poli, ¿verdad?
—Podría ser.
—¿Aún te queda algo?
—El almacén de Poli siempre está lleno.
—¿Cuánto?
—Dos mil quinientas.
—¡Joder! ¿No eran dos mil?
—¿Quieres algo bueno o simplemente una aspirina?
La pelirroja sacó el dinero del bolsillo de su pantalón verde, chillón. Parecía imposible que allí dentro cupiera algo más, por lo ajustado que le quedaba. Poli la contempló. Diecisiete, tal vez dieciocho años, aunque con lo que se maquillaban y lo bien alimentadas que estaban, igual podía tener dieciséis. Era atractiva y exuberante.
—Con esto te mantienes en pie veinticuatro horas más, ya verás. No hace falta que te tomes dos o tres.
Le tendió una pastilla, blanca, redonda, con una media luna dibujada en su superficie. Ella la cogió y él recibió su dinero. Ya no hablaron más. La vio alejarse en dirección a ninguna parte, porque pronto la perdió de vista por entre la marea humana.
Siguió su camino.
Apenas una decena de metros.
—¡Poli!
Giró la cabeza y le reconoció. Se llamaba Néstor y no era un cliente, sino un ex camello. Se había ligado a una cuarentona con pasta. Suerte. Dejó que se le acercara, curioso.
—Néstor, ¿cómo te va?
—Bien. Oye, ¿el Pandora's sigue siendo zona tuya?
—Sí.
—¿Estuviste anoche vendiendo allí?
—Sí.
—Pues alguien tuvo una subida de calor, yo me andaría con ojo.
—¿Qué?
—Mario vio la movida. Una cría. Se la llevaron en una ambulancia.
Poli frunció el ceño.
—Vaya —suspiró.
—Ya sabes cómo son estas cosas. Como pase algo, habrá un buen marrón. ¿Qué vendías?
—Lo de siempre.
—Ya, pero ¿era éxtasis…?
—Oye, yo vendo, no fabrico. Hay lo que hay y punto. Por mí, como si se llama Margarita.
—Bueno —Néstor se encogió de hombros—. Yo te he avisado y ya está. Ahora allá tú.
—Te lo agradezco, en serio.
—Chao, tío.
Se alejó de él dejándole solo.
Realmente solo por primera vez en toda la noche.
Norma vio cómo sus padres salían de la habitación en la que acababan de instalar a Luciana, reclamados de nuevo por los médicos que la atendían, y se quedó sola con ella.
Entonces casi le dio miedo mirarla.
Tenía agujas clavadas en un brazo, por las que recibía probablemente el suero, un pequeño artilugio fijado en un hombro y conectado a sondas y aparatos que desconocía; un tubo enorme, de unos tres centímetros de diámetro, de color blanco y amarillo, parecía ser el nuevo cordón umbilical de su vida. De él partía un derivado que entraba en su boca, abierta. Otro, sellado con cinta a su nariz, se incrustaba en el orificio de la derecha. Por la parte de abajo de la cama asomaba una bolsa de plástico a la que irían los orines cuando se produjeran. Y desde luego no parecía dormir. Con la boca abierta y los ojos cerrados, embutida en aquella parafernalia de aparatos, más bien se le antojó un conejillo de indias, o alguien a las puertas de la muerte.
Y era aterrador.
Tuvo una extraña sensación, ajena a la realidad primordial.
Una sensación egoísta, propia, mezcla de rabia y desesperación. Lo que tenía ante sus ojos, además de una hermana en coma y, por tanto, moribunda, era el fin de muchos de sus sueños, y especialmente de sus ansias de libertad.
Ahora, a ella, ya no la dejarían salir, ni de noche ni tal vez de día. Y si Luciana moría tanto como si seguía en coma mucho tiempo, sus padres se convertirían en la imagen de la ansiedad, convertirían su casa en una cárcel.
Siempre había ido a remolque de Luciana. Total, por tres años de diferencia… Ella aún tenía que volver a casa a unas horas concretas, y no podía salir de noche, y mucho menos regresar al amanecer y pasar la noche fuera de casa aunque se tratara de algo especial, como una verbena. Ella aún estaba atada a la maldita adolescencia. También Luciana, pero su hermana mayor se había ganado finalmente sus primeras y decisivas cotas de libertad. Luciana ya estaba dejando atrás la adolescencia. Era una mujer.
¿Por qué había tenido que pasar aquello?
Los padres de Ernesto, un compañero del colegio, habían perdido a un hijo en un accidente, y se volcaron tanto en su otro hijo que lo tenían amargado. Eso era lo que le esperaba a ella si…
De pronto sintió vergüenza.
Su mente se quedó en blanco.
Bajó la cabeza.
¿Qué estaba pasando? ¿Era posible que con su hermana allí, en coma, ella pensara tan sólo en sí misma y en sus ansias de vivir y de ser libre para abrir las alas?
¿Era posible que aún no hubiera derramado una sola lágrima por Luciana?
Se sintió tan culpable que entonces sí, algo se rompió en su interior.
Y empezó a llorar.
Luciana podía morir, ésa era la realidad. O permanecer en aquel estado el resto de su vida, y también era la misma realidad. Un coma era como la muerte, aunque con una posibilidad de despertar, en unas horas o unos días. Una posibilidad. Ni siquiera sabía si su hermana era consciente de algo, de su estado, de su simple presencia allí.
Le cogió una mano, instintivamente.
—Luciana… —musitó.
No llores, Norma.
No llores, por favor.
Ayúdame.
Os necesito fuertes, a todos, así que no llores.
Puedo verte, ¿sabes, Norma? No sé cómo, porque sé que tengo los ojos cerrados, pero puedo verte. Sé que estás ahí, a mi lado, y que llevas tu blusa amarilla y los vaqueros nuevos, ¿verdad?
¿Lo ves?
Y, sin embargo, aquí dentro está tan oscuro…
Es una extraña sensación, hermana. Es como si flotase en ninguna parte, mejor dicho, es como si mi cuerpo estuviese fuera de toda sensación, porque no siento nada, ni frío ni calor, tampoco siento dolor. Es un lugar agradable. Bueno, lo sería si no estuviese tan oscuro. Me gustaría ver, abrir los ojos y mirar. Hay algo que me recuerda la placenta de mamá. Sí, antes de nacer. Recuerdo la placenta de mamá porque era cálida y confortable.
¿Y cómo puedo recordar eso?
No, allí no tenía miedo, había paz. Aquí en cambio tengo miedo, a pesar de que siento algo de esa misma paz. La siento porque estoy a sus puertas. Puedo dar un paso y olvidarme de todo para siempre.
Un simple paso.
Pero no puedo moverme.
Norma, Norma, ¿y los demás?
¿Están bien?
¿Y Eloy?
Oh, Dios, daría mi último aliento por tenerlo aquí, a mi lado, y sentir su mano como siento la tuya, hermana.
Tu mano.
Eloy.
Me siento tan sola…
En el despacho del doctor Pons había dos sillas únicamente, así que mientras esperaban, él entró en un pequeño cuarto de baño y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y Santi ocuparon las sillas. Máximo, el taburete. El médico rodeó de nuevo su mesa para ocupar la butaca que la presidía. Desde ella los observó.
Cinta era de estatura media, tirando a baja, adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero también juvenilmente sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeños, cuerpo en plena explosión. Santi y Máximo, en cambio, eran el día y la noche. El primero llevaba el cabello corto y tenía la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera, rizada, como si de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le caían en desorden por todas partes.
Unió sus dos manos entrelazando los dedos y se acodó en su mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran reconvenciones o tonos duros. Era médico. Sólo médico.
Y había una vida en juego.
—Ahora que vuestra amiga, por lo menos, está estabilizada, es hora de que retomemos la conversación que antes iniciamos.
—Ya le dijimos todo…
—Oídme, ¿queréis ayudarla o no?
—Sí —contestó Cinta rápidamente.
Los otros dos asintieron con la cabeza.
—¿Quién más tomó pastillas?
—Yo —volvió a hablar Cinta.
Miró a Santi y a Máximo.
—Todos tomasteis, ¿no? —preguntó el doctor.
—Sí.
—¿Éxtasis?
—Sí.
—¿Cómo sabéis que era éxtasis?
—Bueno… —vaciló Máximo—. Se supone que…
—¿Soléis tomarlo a menudo?
—No —dijeron al unísono los dos chicos.
Probablemente demasiado rápido, aunque…
—¿Qué efecto os causó? —continuó el interrogatorio.
—Era como… si tuviera un millón de hormigas dentro —dijo de nuevo Cinta, dispuesta a hablar—. Mi cuerpo era una máquina, capaz de todo. Un estado de exaltación total.
—Yo quería a todo el mundo —reconoció Máximo—. Un rollo estupendo. Me dio por reírme cantidad.
—Sí, eso —convino Santi—. Era como estar… muy arriba, no sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.
—¿Y ahora?
No hizo falta que respondieran. El bajón ya era evidente. Fueran o no habituales, podían tener náuseas, cefaleas, dolor en las articulaciones…
—¿Qué le pasó exactamente a Luciana?
—Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.
—No —Santi detuvo a Cinta—. Primero se mareó, y luego vino lo de los calambres musculares.
—Fue todo junto —apuntó Máximo—. Yo me asusté cuando vi que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le venía un golpe de calor.
—¿Así que sabéis lo que es eso?
—Sí.
—¿Y aun así, os arriesgáis?
Era una pregunta estúpida, improcedente. Lo comprendió al instante. Miles de chicos y chicas lo sabían, y sin embargo todas las semanas se jugaban la vida tomando drogas de diseño. Después de todo, sólo alguien moría de vez en cuando.
Sólo.
—¿Qué pasó después? —siguió el doctor Pons.
—Lo que le hemos contado —dijo Cinta—. Empezó con las convulsiones, el corazón se le disparó y…
—¿Tenéis aquí una pastilla de esas?
—No.
Suspiró con fuerza. Hubiera sido demasiada suerte. Con una pastilla al menos sabría qué llevaba Luciana en el cuerpo. Un análisis de sangre no bastaba. Había que analizar el producto.
Ni siquiera sabían contra lo que luchaban.
—A nosotros no nos hizo nada —manifestó Santi—. ¿Por qué sí a ella?
—Eso no se sabe, por esta razón es tan peligroso. Os venden química pura adulterada con yeso, ralladura de ladrillos, materiales de construcción como el «Agua-plast» e incluso venenos como la estricnina. A veces son más benévolos y simplemente se trata de un comprimido de paracetamol, que no es más que un analgésico. Pero de lo que se trata es de que, luego, cada cuerpo humano reacciona de una forma distinta. De hecho, no hay nada, ninguna sustancia, capaz de provocar una reacción como lo que le ha sucedido a Luciana, un coma en menos de cuatro horas; pero si alguien sufre del corazón, tiene asma, diabetes, tensión arterial alta, epilepsia o alguna enfermedad mental o cardíaca, que a veces incluso se ignora por ser jóvenes y no estar detectada, la reacción es imprevisible. Incluso beber agua en exceso, pese a que se recomienda beber un poco cada hora, puede llevar a esa reacción. En una palabra: el detonante lo pone la persona.