Tampoco puede lograrse un plan coherente rompiéndolo en partes y votando sobre las cuestiones particulares. Una asamblea democrática votando y enmendando un plan económico global, artículo por artículo, tal como se delibera sobre un proyecto de ley ordinario, carece de sentido. Un plan económico, si ha de merecer tal nombre, tiene que responder a una concepción unitaria. Incluso si el Parlamento pudiera avanzando paso a paso, aprobar un proyecto, éste, al final, no satisfaría a nadie. Un todo complejo, cuyas partes todas deben ajustarse cuidadosísimamente entre sí, no puede lograrse a través de un compromiso entre opiniones contrapuestas. Redactar un pían económico de esta manera es todavía más imposible que, por ejemplo, planificar con éxito por el procedimiento democrático una campaña militar. Como en estrategia, sería inevitable delegar la tarea en los técnicos.
La diferencia es, sin embargo, que, mientras al general encargado de la campaña se le encomienda un solo objetivo, al cual, en tanto dura la misma, han de ser consagrados exclusivamente todos los medios a su disposición, al planificador económico no se le puede señalar también un objetivo único, y no puede existir una limitación semejante en cuanto a los medios que se le entregan. El general no tiene que contrapesar diferentes finalidades independientes; para él sólo hay un objetivo supremo. Pero los fines de un plan económico, o de cualquiera de sus partes, no pueden definirse separados del plan particular. Pertenece a la esencia del problema que la confección de un plan económico envuelve la elección entre fines en conflicto o competitivos: las diferentes necesidades de las diferentes personas. Pero cuáles fines, de los que están en conflicto, deberán sacrificarse, si deseamos obtener otros, o, en resumen, cuáles son las alternativas entre las que hemos de elegir, sólo pueden saberlo quienes conozcan todos los hechos; y sólo ellos, los técnicos, están en situación de decidir a cuáles de los diferentes fines ha de darse preferencia. Es inevitable que ellos impongan su escala de preferencias a la comunidad para la que planifican. Esto no se ha visto siempre con claridad, y la delegación se justifica usualmente por el carácter técnico de la tarea. Pero ello no significa que sólo se deleguen los detalles técnicos, ni tampoco que la incapacidad de los parlamentos para comprender los detalles técnicos sea la raíz de la dificultad
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. Las alteraciones en la estructura del Código Civil no son menos técnicas ni menos difíciles de apreciar en todas sus complejidades, y sin embargo, nadie ha sugerido seriamente que esta legislación se delegase en un cuerpo de peritos. El hecho es que en estos campos la legislación no va más allá de ciertas reglas generales sobre las que puede alcanzarse un acuerdo verdaderamente mavoritario, mientras que en la dirección de la actividad económica los intereses que han de conciliarse son tan divergentes que no es posible conseguir un verdadero acuerdo en una asamblea democrática.
Hay que reconocer, sin embargo, que la delegación de la facultad legislativa no es en sí lo cuestionable. Oponerse a la delegación en sí es oponerse a un síntoma y no a una causa, y como aquélla puede ser el resultado necesario de otras causas, sería debilitar la argumentación. En tanto la facultad que se delega sea simplemente la de establecer reglas generales, puede haber muy buenas razones para que dicten estas reglas las autoridades locales mejor que las centrales. Lo discutible es que deba recurrirse tan a menudo a la delegación porque las cuestiones no puedan reglamentarse por preceptos generales, sino únicamente por la decisión discrecional en cada caso particular. Entonces la delegación significa que se ha concedido poder a alguna autoridad para dar fuerza de ley a lo que, a todos los efectos, son decisiones arbitrarias (descritas comúnmente con la expresión «juzgar el caso según sus circunstancias particulares»).
La delegación de las diversas tareas técnicas a organismos separados, cuando se convierte en un hecho normal, es tan sólo el primer paso en el proceso por el cual una democracia que se embarca en la planificación cede progresivamente sus facultades. El expediente de la delegación no puede, en realidad, eliminar las causas de la impotencia de la democracia, que tanto impacienta a los abogados de la planificación general. La delegación de facultades particulares en organismos autónomos crea un nuevo obstáculo para la consecución de un plan unitario coordinado. Aun si, por este expediente, una democracia lograse planificar todos los sectores de la actividad económica, todavía se vería frente al problema de integrar estos planes separados en un todo unitario. Muchos planes separados no forman un todo planificado —como, de hecho, los planificadores tienen que ser los primeros en admitir— y el resultado aún sería peor que la falta de un plan. Pero los cuerpos legislativos democráticos dudarán mucho antes de ceder la facultad de decisión sobre los puntos de interés vital, y en tanto no la cedan harán imposible a cualquiera la consecución de un plan general. Sin embargo, el acuerdo sobre la necesidad de la planificación, junto con la incapacidad de las asambleas democráticas para producir un plan, provocará demandas cada vez más fuertes a fin de que se otorguen al gobierno o a algún individuo en particular poderes para actuar bajo su propia responsabilidad. Cada vez se extiende más la creencia en que, para que las cosas marchen, las autoridades responsables han de verse libres de las trabas del procedimiento democrático.
El clamor, no infrecuente en Inglaterra, en pro de un dictador económico es una etapa característica del movimiento hacia la planificación. Han transcurrido ya varios años desde que uno de los más agudos investigadores extranjeros sobre Inglaterra, el difunto Elie Halévy, sugería: «Si se hiciera una composición fotográfica que incluyese a lord Eustace Percy, sir Oswaid Mosley y sir Stafford Cripps, creo que se hallaría en ellos un rasgo común, que se les encontraría a todos de acuerdo en decir: "Vivimos en un caos económico y no podemos salir de él sin alguna forma de dirección dictatorial"»
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. El número de hombres públicos influyentes cuya inclusión no alteraría esencialmente los rasgos de esta «composición fotográfica» ha crecido de modo considerable desde entonces.
En Alemania, aun antes de que Hitler lograra el poder, el movimiento había llegado mucho más lejos. Es importante recordar que algún tiempo antes de 1933 Alemania había alcanzado un punto en que hubo de tener en efecto un gobierno dictatorial. Nadie pudo entonces dudar que, por lo pronto, la democracia se había hundido, y que demócratas sinceros, como Brüning, no eran más capaces de gobernar democráticamente que Schleicher o Von Papen. Hitler no tuvo que destruir la democracia; tuvo simplemente que aprovecharse de su decadencia, y en el crítico momento obtuvo el apoyo de muchos que, aunque detestaban a Hitler, le creyeron el único hombre lo bastante fuerte para hacer marchar las cosas.
El argumento de los planificadores para que nos avengamos con esta evolución consiste en afirmar que mientras la democracia retenga el control último, lo esencial de ella queda indemne. Así, Karl Mannheim escribe:
Lo único
[sic]
en que una sociedad planificada difiere de la del siglo XIX es que cada vez se sujetan a la intervención estatal más y más esferas de la vida social, y finalmente todas y cada una de ellas. Pero si la soberanía parlamentaria puede mantener unos cuantos controles, también puede mantener muchos…; en un Estado democrático la soberanía puede reforzarse ilimitadamente por medio de los plenos poderes sin renunciar a la fiscalización democrática
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.
Esta creencia olvida una distinción vital. Al Parlamento le es posible, sin duda, fiscalizar la ejecución de aquellas tareas en las que pueda dar direcciones definidas, en las que primero ha llegado a un acuerdo sobre el objetivo y sólo delega la ejecución del detalle. La situación es enteramente diferente cuando el motivo de la delegación consiste en no existir un acuerdo real sobre los fines, cuando el organismo encargado de la planificación tiene que elegir entre fines cuya conflictividad ni siquiera ha advertido el Parlamento, y lo más que cabe es presentar a éste un plan que tiene que aceptar o rechazar por entero. Puede haber, y probablemente habrá, crítica; pero resultará completamente ineficaz, porque no se logrará nunca una mayoría respecto a cualquier otro plan alternativo, y las partes del proyecto impugnadas se presentarán casi siempre como elementos esenciales del conjunto. La discusión parlamentaria puede mantenerse como una válvula de seguridad útil y, aún más, como un eficaz medio de difusión de las respuestas oficiales a las reclamaciones. Puede también evitar algunos abusos flagrantes e instar útilmente para el remedio de algunos errores particulares. Pero no puede dirigir. A lo más, se reduciría a elegir las personas que habrían de disponer de un poder prácticamente absoluto. El sistema entero tendería hacia la dictadura plebiscitaria, donde el jefe del gobierno es confirmado de vez en cuando en su posición por el voto popular, pero dispone de todos los poderes para asegurarse que el voto irá en la dirección que desea.
El precio de la democracia es que las posibilidades de un control explícito se hallan restringidas a los campos en que existe verdadero acuerdo y que en algunos campos las cosas tienen que abandonarse a su suerte. Pero en una sociedad cuyo funcionamiento está sujeto a la planificación central, este control no puede quedar a merced de la existencia de una mayoría dispuesta a dar su conformidad. Con frecuencia será necesario que la voluntad de una pequeña minoría se imponga a todos, porque esta minoría será el mayor grupo capaz de llegar a un acuerdo dentro de ella sobre la cuestión disputada. El gobierno democrático ha actuado con éxito donde y en tanto las funciones del gobierno se restringieron, por una opinión extensamente aceptada, a unos campos donde el acuerdo mayoritario podía lograrse por la libre discusión; y el gran mérito del credo liberal está en que redujo el ámbito de las cuestiones sobre las cuales era necesario el acuerdo a aquellas en que era probable que existiese dentro de una sociedad de hombres libres. Se dice ahora con frecuencia que la democracia no tolerará el «capitalismo». Por ello se hace todavía más importante comprender que sólo dentro de este sistema es posible la democracia, si por «capitalismo» se entiende un sistema de competencia basado sobre la libre disposición de la propiedad privada. Cuando llegue a ser dominada por un credo colectivista, la democracia se destruirá a sí misma inevitablemente.
No tenemos, empero, intención de hacer de la democracia un fetiche. Puede ser muy cierto que nuestra generación habla y piensa demasiado de democracia y demasiado poco de los valores a los que ésta sirve. No puede decirse de la democracia lo que con verdad decía lord Acton de la libertad: que ésta «no es un medio para un fin político más alto. Es, en sí, el fin político más alto. No se necesita por razones de buena administración pública, sino para asegurar la consecución de los más altos objetivos de la sociedad civil y de la vida privada».
La democracia es esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual. Como tal, no es en modo alguno infalible o cierta. Tampoco debemos olvidar que a menudo ha existido una libertad cultural y espiritual mucho mayor bajo un régimen autocrático que bajo algunas democracias; y se entiende sin dificultad que bajo el gobierno de una mayoría muy homogénea y doctrinaria el sistema democrático puede ser tan opresivo como la peor dictadura. Nuestra afirmación no es, pues, que la dictadura tenga que extirpar inevitablemente la libertad, sino que la planificación conduce a la dictadura, porque la dictadura es el más eficaz instrumento de coerción y de inculcación de ideales, y, como tal, indispensable para hacer posible una planificación central en gran escala. El conflicto entre planificación y democracia surge sencillamente por el hecho de ser ésta un obstáculo para la supresión de la libertad, que la dirección de la actividad económica exige. Pero cuando la democracia deja de ser una garantía de la libertad individual, puede muy bien persistir en alguna forma bajo un régimen totalitario. Una verdadera «dictadura del proletariado», aunque fuese democrática en su forma, si acometiese la dirección centralizada del sistema económico destruiría, probablemente, la libertad personal más a fondo que lo haya hecho jamás ninguna autocracia.
No carece de peligros la moda de concentrarse en torno a la democracia como principal valor amenazado. Es ampliamente responsable de la equívoca e infundada «esencia en que mientras la fuente última del poder sea la voluntad de la mayoría, el poder no puede ser arbitrario. La falsa seguridad que mucha gente saca de esta creencia es una causa importante de la general ignorancia de los peligros que tenemos ante nosotros. No hay justificación para creer que en tanto el poder se confiera por un procedimiento democrático no puede ser arbitrario. La antítesis sugerida por esta afirmación es asimismo falsa, pues no es la fuente, sino la limitación del poder, lo que impide a éste ser arbitrario. El control democrático puede evitar que el poder se torne arbitrario; pero no lo logra por su mera existencia. Si la democracia se propone una meta que exige el uso de un poder incapaz de ser guiado por reglas fijas, tiene que convertirse en un poder arbitrario.
Estudios recientes de sociología del Derecho confirman una vez más que el principio fundamental de la ley formal, según el cual todo caso debe juzgarse de acuerdo con preceptos racionales generales, sujetos al menor número posible de excepciones y basados sobre supuestos lógicos, sólo prevalece en la fase competitiva y liberal del capitalismo.
K. MANNHEIM
Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento
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. Aunque este ideal nunca puede alcanzarse plenamente, porque los legisladores, como aquellos a quienes se confía la administración de la ley, son hombres falibles, queda suficientemente clara la cuestión esencial: que debe reducirse todo lo posible la discreción concedida a los órganos ejecutivos dotados de un poder coercitivo. Aun cuando toda ley restringe hasta cierto punto la libertad individual alterando los medios que la gente puede utilizar en la consecución de sus fines, bajo la supremacía de la ley le está prohibido al Estado paralizar por una acción
ad hoc
los esfuerzos individuales. Dentro de las reglas del juego conocidas, el individuo es libre para procurarse sus fines y deseos personales, seguro de que los poderes del Estado no se usarán deliberadamente para frustrar sus esfuerzos.