Camino a Roma (23 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—¡Este pedazo de mierda me pertenece! Hace ocho años, él y mi mejor gladiador salieron una noche y mataron a un noble.

Por supuesto, los cabrones huyeron. Desaparecieron por completo, aunque oí rumores de que se habían alistado a las fuerzas expedicionarias de Craso.

El centurión se rio por lo bajo.

—Eso yo no lo sé. Lo que está claro es que él estaba en una de las legiones de César.

—Estuve en el ejército de Craso —masculló Romulus—. A miles de nosotros nos hicieron cautivos después de Carrhae. Conseguí escapar con un amigo al cabo de unos meses.

Las caras de Petronius y del centurión eran la viva imagen de la conmoción. Aparte de Casio Longino y el resto de los altos mandos, ningún otro superviviente del desastre de Partia había regresado a Roma.

Memor giró en redondo.

—¿Tú y el enorme galo? ¿Dónde está él?

Él no —dijo Romulus apesadumbrado—. Está muerto.

La decepción se dibujó en el rostro del
lanista.

Romulus notó cómo su dolor por la muerte de Brennus se reavivaba e intuyó que Memor tramaba algo. Al fin y al cabo, él también había sido un gladiador excelente con sólo catorce años. Ahora ya era adulto y había servido en el ejército. Una promesa incluso mejor.

—Pues éste podría volver conmigo en vez de ser liquidado —sugirió Memor. Hizo una pausa y no fue capaz de morderse la lengua—. Al fin y al cabo es de mi propiedad.

—No te hagas ilusiones. El hijo de puta se alistó en el ejército siendo esclavo, lo cual significa que está bajo mi jurisdicción hasta que muera —espetó el centurión—. Me la suda si es Espartaco en persona. Él y su amigo entran en el ruedo y no salen con vida.

No iba a poder recuperar el dinero que había perdido con la desaparición de Brennus y Romulus. Furioso, Memor levantó el látigo.

—Ya te enseñaré yo, ya —le susurró a Romulus.

—Tampoco vayas a hacerles daño —advirtió el centurión—. César esperará un espectáculo de primera, no unos cuantos lisiados que se pelean a muerte a toda velocidad.

Memor retrocedió sin poder darse el gusto.

—Supongo que no tengo que ser desagradecido. Será un placer verte morir —declaró con una sonrisa cruel—. Me parece que en estos momentos los
bestiarii
tienen una buena selección disponible. Tigres, leones, osos y cosas así. Según parece, incluso hay animales más exóticos.

Los demás presos se intercambiaron miradas temerosas. Hasta Petronius arrastraba las
caliagae
adelante y atrás. Romulus se las apañó para mostrarse inexpresivo. También tenía miedo, pero estaba perdido si Memor se daba cuenta.

—Tú decides —dijo el centurión, lanzándole las llaves de los candados a Memor—. En dos días salen. —Con un breve asentimiento, sacó a los legionarios del patio.

—Quítales las cadenas. —Memor le entregó las llaves a uno de sus hombres, un judeo delgado con los dientes salidos y una barba desaseada—. Y busca la peor celda que puedas. Dile al cocinero que no deben recibir comida. —Malhumorado, se marchó airadamente.

Los dos amigos se apartaron de la puerta. No tenía ningún sentido pasar más tiempo en la celda del que les tocaba. Se apoyaron en la pared y observaron a los gladiadores, quienes, una vez pasada la novedad de la situación, habían vuelto a entrenarse.

—Nos faltan dos días para ir al Hades —masculló Petronius—. No es mucho.

Romulus asintió sombríamente intentando reprimir su desesperación.

Petronius entrechocó los puños.

—¿Por qué tuvo que meterse ese cabrón de pelo negro? De no ser por él… —Suspiró.

—Los designios de los dioses son inescrutables —sentenció Romulus. Aquellas palabras le parecían vacías incluso a él.

—Guárdate tu compasión. —Petronius carraspeó y escupió en la arena—. No nos merecemos acabar así.

Los ánimos de Romulus volvían a estar por los suelos.

Estaban condenados.

10 Los juegos de César

Dos días después…

Fabiola volvió a sumar otra vez las cifras del pergamino con el ceño fruncido. No cambiaba nada: eran igual de deprimentes que la primera vez que había realizado el cálculo. Había transcurrido cierto tiempo desde que comprara el Lupanar y el negocio no mejoraba. No es que no hubiera estado ocupada, pensó enfadada. El burdel se había reformado en su totalidad y se había cambiado el agua de los baños. Quince matones reclutados por Vettius pululaban por la entrada y la calle, dispuestos a pelear en cuanto fuera necesario. A no ser que se dispusiera de una fuerza muy nutrida, atacar el local equivalía a un suicidio. Gracias a unos cuantos sobornos bien colocados en el mercado de esclavos, Fabiola se había adueñado de un grupo de prostitutas nuevas: morenas, judeas de piel morena, ilirias con mechones azabache y nubias bien negras. Incluso había una muchacha de Britania de pelo rojizo y una tez tan blanca que era la envidia de Fabiola.

Habían colgado carteles anunciando la renovación del Lupanar por toda Roma con el fin de atraer tanto a nuevos clientes como a los antiguos. Siendo como era un método habitual para darse a conocer, tenía que haber atraído a una avalancha de hombres. Sin embargo, no había sido más que un goteo. Fabiola suspiró. Había infravalorado la capacidad de Scaevola para influir en su negocio. No cabía la menor duda de que el fracaso del burdel renovado se debía al
fugitivarius
, cuyo bloqueo del Lupanar había empezado un día después de la visita de Antonio. Su esperanza de que Scaevola se enterara de su romance con el jefe de Caballería y desapareciera había resultado en vano. Si bien Fabiola no pensaba que Antonio estuviera enterado de su odio inveterado, tampoco se había atrevido a mencionárselo aún. Siempre que se proponía decírselo, su nuevo amante se deshacía en elogios para con el
fugitivarius.

La táctica inicial de Scaevola había sido rotunda: sus matones intimidaban sin miramientos a los clientes potenciales justo fuera del burdel. Enfurecida, Fabiola había enviado a Vettius y a sus hombres a que lidiaran con ellos. Tras una batalla encarnizada y un puñado de bajas, el
fugitivarius
había retirado sus fuerzas a las calles circundantes. La situación se había zanjado con una paz precaria, truncada por alguna que otra escaramuza sangrienta. Si bien las peleas no beneficiaban al negocio, el daño que infligía la sempiterna presencia de los matones era incluso peor. Era imposible detenerlos. Los guardas de Fabiola no podían proteger el Lupanar y además estar apostados en todas las esquinas noche y día.

Todo resultaba bastante deprimente, pensó Fabiola de malhumor. El capital de Brutus no era ilimitado y el local no generaba beneficios. Si bien no le importaba pasarse la mayor parte del día en el burdel, la escasez de clientela implicaba que tenía la suerte de identificar a algún militar de alto rango que estuviera dispuesto a participar en una conspiración contra César. Había instruido a todas sus prostitutas para que repitieran cualquier detalle, por pequeño que fuera, que los clientes dejaran escapar sobre la situación política. Con ese conocimiento, Fabiola pensaba centrar su atención en quienes criticaban a César de algún modo. No obstante, la información, al igual que los clientes, escaseaba. Lo que imaginaba era que la mayoría, para evitar meterse en líos, mantenía la boca cerrada.

Fabiola se pasó semanas cavilando en el Lupanar. Hasta Brutus, que trabajaba del alba al anochecer en asuntos oficiales, había advertido su mal humor.

—Comprar ese dichoso antro fue mala idea desde el comienzo —exclamó durante una de las peleas que tenían últimamente. Alarmada por la volatilidad de la reacción de Brutus, había adoptado una campaña de imagen para aplacar la preocupación de él. Por el momento había funcionado. Ahora Fabiola se esforzaba por estar en casa cuando él llegaba, preparada para dedicarle las atenciones a las que él estaba acostumbrado. No podía permitirse el lujo de disgustar a Brutus, sobre todo ahora que era la amante de Marco Antonio.

Aquel acto impulsivo le había complicado la vida mucho más y era una fuente de peligro. No obstante, llegados al punto que estaban, Fabiola no podía contenerse. Todo había comenzado con un plan sencillo: que el jefe de Caballería fuera su red de seguridad en caso de que Brutus llegara a abandonarla, o que Antonio resultara ser otro aliado posible contra César. Por supuesto, todo aquello era un ejercicio de autoengaño. En Roma, Antonio tenía fama de perseguir a las esposas de los senadores, así que no iba a perder la cabeza por Fabiola o a preferirla antes que a las demás. También era el más ferviente seguidor de César, y amenazaba con asesinar a sangre fría a cualquiera que albergara el menor pensamiento desleal relativo al dictador de la República. Si se enteraba de los planes que Fabiola tenía para César, más le valía que fuera firmando su sentencia de muerte. Debería haber puesto fin a aquella aventura después del primer encuentro.

Fabiola se había dado cuenta de todo aquello a los pocos días de reunirse con Antonio; pero ahí estaba, viéndose con él cada vez que él lo pedía. La embargaba un profundo sentimiento de culpa por serle infiel a Brutus, aunque eso no bastaba para que se reprimiera. El hecho de que Brutus no se lo mereciera tampoco servía. Fabiola odiaba su propia debilidad, y sin embargo no hacía nada al respecto. En lo más profundo de su ser, sabía por qué. Se había liado con Antonio porque su magnetismo animal, su presencia desasosegante y sus ademanes seguros la tenían hechizada. El jefe de Caballería era un macho alfa de la cabeza a los pies, mientras que Brutus, un hombre bueno en todos los sentidos, no lo era. En presencia de Antonio, Fabiola no siempre era quien mandaba. Era una situación de lo más inusual para ella y, después de tantos años controlando a los hombres, le gustaba. También disfrutaba con la forma que Antonio tenía de desnudarla con la mirada, de recorrerle el cuerpo desnudo con las manos y con la sensación de tenerlo bien adentro.

Fabiola temía la reacción de Brutus si descubría su relación ilícita. El jefe de Caballería no le caía bien, por no decir otra cosa, y cuando le provocaban tenía un temperamento feroz. Así pues, Fabiola tomaba todas las precauciones posibles cuando se reunía con Antonio. Salía del burdel a hurtadillas protegida tan sólo por Vettius o Benignus y se reunía con él en posadas discretas de las afueras de Roma, o en una de las residencias privadas que Antonio tenía en la ciudad. Jovina sospechaba que algo pasaba, pero tuvo la discreción de no preguntar. Ahora que ya no mandaba, ninguno de los esclavos o prostitutas le contaba nada, lo cual era como quedarse ciega y sorda de un plumazo. Fabiola era consciente de lo fácil que sería que un esclavo cotilleara con otro, o un cliente. Un escándalo como su romance se propagaría más rápido que la peste, de ahí que se vieran fuera del burdel. Los únicos que sabían la verdad eran Docilosa y los dos porteros. Benignus y Vettius adoraban tanto a Fabiola que no les importaba lo que hiciera y si bien a Docilosa no le parecía bien, no pensaba más que en Sabina, con quien se había reencontrado después de que se le pasara la fiebre.

Aunque Antonio no hablaba demasiado sobre asuntos oficiales durante sus citas, era inevitable que de vez en cuando se le escapara algo. Fabiola aprovechaba las oportunidades como un ave que se cierne sobre su presa y por eso sabía de la existencia de más de media docena de hombres sospechosos de tramar contra César. Muchos, como Marco Bruto y Casio Longino, eran ex republicanos a quienes César había indultado después de Farsalia. Fabiola se pasaba día y noche cavilando sobre ellos, presa de una enorme frustración. ¿Cómo podía reunirse con ellos en privado y ganarse su apoyo? Debido a su condición femenina y a su ocupación anterior, Fabiola no tenía demasiado contacto con la nobleza. Por supuesto que Brutus la llevaba al teatro y a banquetes, pero aquellos no eran ni mucho menos los lugares más adecuados para fomentar la alta traición. Lo que necesitaba era que quienes odiaban a César cruzaran la puerta de su prostíbulo. Frunció el ceño. No existían demasiadas posibilidades de que eso sucediera con el bloqueo de Scaevola. Resultaba profundamente frustrante, un círculo vicioso que hacía meses que se prolongaba. Para romperlo, tendría que sacar a colación el tema del
fugitivarius
con Antonio.

Unos gritos repentinos procedentes de la calle animaron a Fabiola. En vez de Scaevola o sus matones, era el sonido de ciudadanos borrachos y exaltados. Atraídos por la perspectiva de los juegos de César, miles de personas llenaban las calles de la capital. Se habían programado varias semanas de entretenimiento para celebrar su victoria reciente sobre Farnaces en Asia Menor, que habían empezado hacía un par de días. Brutus estaba entusiasmado con la calidad de los gladiadores que iban a luchar. Daba la impresión de que el influjo de visitantes a la ciudad había rebajado la capacidad del
fugitivarius
para afectar al negocio de Fabiola, y eso aumentaba la clientela. Lanzó una mirada al pequeño altar del rincón. Tal vez Mitra o Fortuna le enviaran a alguno de los nobles que Antonio había mencionado.

«¿Qué habrá sido de Romulus? —pensó con aire culpable—. ¿Cómo voy a olvidarlo?» Su rotunda negativa a creer que su mellizo estaba muerto le había dado un motivo para seguir viviendo, sensación que había culminado milagrosamente cuando lo había visto en Alejandría. Sin embargo, no había tenido noticias de Romulus desde entonces. En plena guerra civil, las legiones de César estaban constantemente en movimiento, y costaba conseguir información significativa sobre ellas. Los oficiales de intendencia y los altos mandos con quienes habían contactado los mensajeros de Fabiola no habían cooperado prácticamente nada. Teniendo en cuenta lo ocupados que estaban intentando conseguir suministros y equipamiento, reclutando a hombres nuevos para sustituir las bajas y preparándose para las nuevas campañas de César, no era de extrañar que se dedicaran a otros menesteres en vez de a encontrar a un soldado raso entre miles de ellos. Además, Romulus no era precisamente un nombre original, se había burlado incluso un centurión.

Atrapada en Roma, Fabiola se había resignado a no volver a ver a su hermano hasta que terminara la guerra y las tropas de César regresaran a casa. Si es que sobrevivía, claro. No había ninguna garantía de que eso fuera a suceder. La embargó una nueva oleada de culpabilidad. Para vergüenza de Fabiola, luego le llegó el resentimiento. ¿Acaso no hacía todo lo que podía? Seguía rezando a diario por Romulus. Había enviado a mensajeros con la información relevante a todas las legiones del ejército. Si no encontraban nada, poco podía hacer ella. ¿Tan mal estaba que mientras tanto intentara pasarlo bien? Al fin y al cabo, no era una virgen vestal.

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