Y todo eso ocurrió en cuestión de segundos, tan deprisa que Gaviota ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Maldiciendo, vociferando y escupiendo amenazas, el leñador se levantó de un salto y empuñó su hacha con la mano izquierda. Su mano derecha colgaba nacidamente junto a su costado, inútil y ensangrentada, pero eso ya no importaba. No tardaría en estar muerto, pero antes acabaría con algunos jinetes de aquella caballería alada. Aullando «¡¡¡Por Lirio!!!» como grito de batalla, Gaviota se irguió cuan alto era y agitó su hacha delante del wyvern que venía hacia él.
Pero el jinete y la montura se desviaron diestramente hacia un lado, alejándose lo suficiente para quedar fuera del radio de acción del hacha pero manteniéndose lo bastante cerca para poder usar la lanza. Gaviota contempló cómo la lanza avanzaba hacia sus tripas y tensó los músculos en anticipación del golpe.
Pero entonces una silueta se alzó detrás de él. Era una figura pequeña, vestida como Gaviota y que incluso llevaba los cabellos recogidos en una coleta.
Stiggur gritó, lanzando un estridente alarido, e hizo chasquear su látigo de mulero con una habilidad que había aprendido de su general y su héroe, Gaviota el Leñador.
La tira de cuero trenzado se enroscó alrededor de la lanza justo detrás de la punta, y el muchacho tiró. Gaviota vio cómo la punta se desviaba de su trayectoria y el destello de alarma que iluminó los ojos del jinete debajo de su pequeño casco negro. Si el muchacho seguía tirando del látigo, el jinete podía acabar siendo desmontado para precipitarse desde su cabalgadura y caer cuatro pisos. El jinete hizo un esfuerzo desesperado para levantar la punta de su lanza, y elevó a Stiggur hasta que sus pies dejaron de tocar las tejas.
Y el muchacho se encontró colgando sobre el tejado.
Gaviota dejó caer su hacha con un grito ahogado y estiró su brazo bueno, agarrando la bota del muchacho por el tobillo. El jinete que se alzaba por encima de ellos agitó su lanza de un lado a otro, y el acero se abrió paso a través del cuero.
Y Stiggur empezó a caer, desplomándose en el vacío al otro lado del parapeto.
Gaviota tensó su estómago contra el pequeño muro de piedra y se preparó para soportar la sacudida. El peso del muchacho hizo que el leñador chocara contra la piedra con tanta fuerza que sus costillas crujieron. El tirón separó los pies de Gaviota de las resbaladizas tejas de pizarra, y el leñador se encontró contemplando los adoquines que se extendían a doce metros por debajo de él. Colgando en el vacío y con el faldellín encima del pecho, Stiggur había logrado conservar su látigo, que se estiraba debajo de él como una cuerda de cometa en un día sin viento.
Gaviota se había quedado paralizado, y apenas se atrevía a respirar por miedo a resbalar sobre el parapeto. Sabía que tenía la espalda al descubierto, y que era un blanco muy tentador para que nueve jinetes de la caballería alada se lo disputaran.
Con el rostro enrojecido y puntitos luminosos bailando delante de sus ojos, soportando a duras penas el dolor desgarrador de su brazo, el leñador oyó el chillido de Lirio y sintió cómo sus suaves manos le aferraban las piernas para mantenerle en el tejado. Incluso oyó el ronco gemido de Rakel. Stiggur, suspendido debajo de él, balbuceaba y gimoteaba intentando explicarle que lo sentía mucho. Perlas de un brillante color rojo —la sangre de Gaviota— cayeron al espacio.
El cielo se oscureció cuando los jinetes de los wyverns empezaron a converger sobre él.
Eran masas grises que oscurecían el cielo. Y también había marrones, que ondulaban y se convertían en verdes, azules, amarillos...
«No, un momento —pensó Gaviota—. Eso era...»
El mundo se esfumó a su alrededor.
* * *
Mangas Verdes dejó escapar un suspiro de satisfacción cuando el grupo de su hermano se materializó entre las acres nubes de neblina que ondulaban a su alrededor.
En cuanto sus amigos consiguieron sacarla de su desmayo, Mangas Verdes enseguida pensó en Gaviota y en los demás, y se preguntó si habrían triunfado en su misión. Pero cuando envió su mente en su búsqueda a lo largo del hilo invisible de la marca mágica, descubrió que algo iba terriblemente mal. Pero allí estaban, sanos y salvos...
La alegría de la joven se convirtió en confusión cuando empezó a contar. El número era correcto, pero no lo era, no si habían...
Y Mangas Verdes gimió al ver tanta sangre, dolor y sufrimiento.
Gaviota se agarraba el hombro mientras sus rodillas se iban doblando lentamente debajo de él. Stiggur, con el rostro enrojecido y las ropas medio del revés, se agarró la cabeza y después se arrastró a cuatro patas por el suelo para averiguar si Rakel se encontraba bien. Mangas Verdes vio que la guerrera estaba medio desnuda debajo de una capa, y también vio que su cuerpo estaba envuelto en vendajes aplicados a toda prisa y empapados en rojo. Lirio estaba tan pálida como la flor que le había dado el nombre.
Hubo confusión, gritos y preguntas entre la niebla mientras todo el mundo empezaba a atender a los heridos e intentaba obtener respuestas. Ordando había «bloqueado un callejón». Bardo se había convertido en «alimento para los dragones».
Amma, la curandera samita, dirigió las operaciones hablando con voz límpida y potente que puso en acción a todo el mundo. La curandera, Mangas Verdes y Lirio extendieron capas sobre montones de cenizas y trocitos de metal retorcido y empezaron a trabajar. Vendaron heridas, detuvieron hemorragias y envolvieron el brazo herido de Gaviota con tiras de tela, dejándolo inmovilizado sobre su pecho y sus temblorosas costillas. Rakel fue la que acaparó la mayor parte de las atenciones. Amma dejó escapar un siseo ahogado mientras iba cortando los toscos vendajes. Mangas Verdes miró, y después deseó no haberlo hecho. El cuerpo de Rakel estaba surcado por largas quemaduras y cortes, señales de una tortura deliberada. Amma cerró sus heridas lo mejor que pudo, pero sin más ayuda y con aquel aire ponzoñoso, no podía remediar la pérdida de piel que había sufrido. El cuerpo de Rakel quedaría cubierto por una red de cicatrices blancas que nunca se desvanecerían.
Pero cuando Amma le ofreció una considerable dosis de una pócima anestésica que eliminaría el dolor y la haría dormir, la guerrera la rechazó. Parpadeando para contener las lágrimas de dolor y alegría, la benalita insistió en permanecer despierta junto a su hijo. Helki, siempre emotiva y sentimental, quedó tan conmovida que permitió que Rakel y su niño fueran colocados encima de su grupa, un acto muy generoso dado que los centauros no soportaban actuar como bestias de carga. Rakel fue instalada allí, con el pequeño Hammen delante de ella, pero las piernas de la guerrera tuvieron que ser atadas al arnés de guerra de Helki con unos trapos para evitar que perdiese el equilibrio y se desplomara al suelo.
Mientras Amma recogía sus suministros y Gaviota se apoyaba en el alto y esbelto cuerpo de Kwam, la historia fue surgiendo fragmento a fragmento.
—¡Y tenemos que seguir viendo morir a quienes deberían estar vivos! —concluyó el leñador—. Caí, tan inútil como una bosta de vaca, y Bardo asumió el mando y murió salvándonos, como hizo Ordando antes que él. ¡He perdido a dos soldados, y no hice nada!
Lirio también estaba sollozando.
—¡A mí me ocurrió lo mismo! Me quedé a un lado y apenas les ayudé en nada...
Una voz habló de repente desde la grupa de la centauro, y todo el grupo se volvió para oír a Rakel.
—Lirio sólo logró entrar en... las cámaras de tortura de Benalia..., de las que nadie ha escapado jamás. Gaviota sólo invadió la sala del consejo sagrado, y partió en dos al Portavoz como si fuese un bacalao..., y desafió a toda la ciudad diciéndole que debía cambiar si no quería perecer. Lirio rescató a mi hijo y luego hizo que voláramos... Salvó a todos los que veis aquí. Sólo... hicieron... eso.
Tanto Lirio como Gaviota bajaron la mirada, pareciendo un poco avergonzados. Mangas Verdes puso las manos sobre sus hombros.
—Bardo y Ordando se ofrecieron voluntarios para rescatar a Rakel y a su hijo, y lo hicieron. Decir que fracasaron, como acabas de decir, es negar su sacrificio.
El leñador guardó silencio hasta que tosió, y después gimió al sentir la punzada de dolor en sus costillas.
—Ah, olvídalo. Ya pensaré en eso después. Y ahora, ¿dónde infiernos estamos?
—A un paso del infierno —replicó su hermana, tosiendo al intentar respirar aquel aire pestilente y saturado de humo. Sus ojos estaban inflamados y las lágrimas resbalaban por sus mejillas, dejando señales en la capa de hollín que las cubría—. Estamos en Phyrexia, el Infierno de los Artefactos. El cerebro de piedra está aquí..., y se encuentra muy cerca. Su tirón es tan fuerte como el de un maremoto. En cuanto llegamos enseguida descubrí que el maná era tan potente que podía sentir su sabor, y os conjuré.
Gaviota frunció el ceño. Ninguno de ellos podía ver a más de tres metros de distancia. Había tanto humo que no podían saber si era mediodía o si faltaba una hora para el amanecer.
—Bueno, ¿y dónde está esa especie de reptil verde?
Mangas Verdes giró en un lento círculo, haciendo crujir las cenizas bajo sus zapatos.
—Una buena pregunta... Todos oyeron un veloz correteo de pies y una respiración enronquecida. Alguien estaba corriendo sobre las cenizas. Channa, su exploradora, surgió de la niebla y fue tambaleándose y tropezando hacia ellos. Sangraba por una docena de heridas, pero aun así trató de advertirles.
—No...
Su aviso quedó bruscamente interrumpido cuando unas siluetas oscuras saltaron sobre ella y la derribaron.
Y la horda de demonios surgió de la niebla con un aullido borboteante.
* * *
No hubo tiempo para formar un plan o un círculo de protección, y ni siquiera lo hubo para gritar.
Docenas, veintenas, centenares de demonios cayeron sobre ellos como ratas. Los monstruos se agarraron a las ropas y la piel, abrieron fauces como trampas para osos y mordieron pantorrillas, rodillas, pies y manos. Sus dientes se hundían en la carne como cuchillos, y atravesaban la piel con tanta facilidad como agujas.
Helki, con Rakel y Hammen sujetos a su grupa, se había lanzado hacia adelante para rescatar a Channa cuando la vio caer. La centauro movió su lanza en un gran arco, golpeando a una docena de demonios y derribándolos en un confuso montón aullante, y después atravesó a dos más con la punta, pero una veintena saltó para ocupar el lugar de los que habían caído. Helki dejó escapar un estridente relincho cuando un demonio le mordió una pata trasera y los afilados dientes se abrieron paso hasta el hueso. Otro demonio se escurrió velozmente por entre los cascos que golpeaban el suelo y le mordió los riñones, y otro le mordió una pata delantera. La centauro se encogió sobre sí misma y empezó a cocear y agitar las patas, saltando por los aires y haciendo oscilar a sus dos jinetes, pero sólo consiguió librarse de un demonio. Cuando Helki volvió a poner las cuatro patas en el suelo, a un cuerpo de distancia de su posición original, más criaturas se lanzaron sobre ella. Medio cegada por la niebla y el humo, la centauro intentó orientarse y recordar su objetivo. Pero el grupo de Mangas Verdes estaba igualmente asediado y Channa era un amasijo de ropas, la curva oscura de un cuero cabelludo, una caja torácica que brillaba con destellos blancos. De repente Helki pensó en Holleb, y en lo mucho que la echaría de menos...
Rakel estaba tan agotada que casi acogió con gratitud aquel repentino y terrible ataque, pues la muerte pondría fin a sus sufrimientos y su tormento. Pero acababa de recuperar a su hijo, y no tenía intención de perderle. Hammen, atado delante de ella, se había pegado a su madre, y su cuerpo huesudo presionaba sus pechos y las heridas que ardían con un dolor abrasador. Aun así, no cabía duda de que el niño podía llegar a ser un auténtico héroe de Benalia, pues había desenvainado su diminuto cuchillo. Hammen se inclinó velozmente hacia adelante y hundió la hoja entre las fauces ribeteadas de blanco de un demonio, impulsando el arma a través del cráneo del monstruo. Pero aquellos demonios eran tan duros como el cuero viejo, músculos correosos y piel reseca tensada sobre los huesos, y la criatura tardó mucho rato en morir, aferrándose al arnés de guerra hasta que Rakel agarró la empuñadura del cuchillo y la movió de un lado a otro para partir en dos el diminuto cerebro del ser. A partir de aquel momento Rakel se quedó con el cuchillo, apuñalando y lanzando expertos tajos, dirigiendo sabiamente cada golpe y conservando sus fuerzas. Reventó un ojo rojo, hundió la hoja en una oreja puntiaguda y la introdujo en una nudosa garganta. Pero en lo más profundo de su corazón ya estaba sucumbiendo a la desesperación, pues notaba que la centauro empezaba a desfallecer, con su gran fortaleza siéndole robada poco a poco por una docena de heridas. Pobre Hammen... Rakel decidió matarle antes de que aquellos temibles dientes le hicieran pedazos. Pero tendría que hacerlo pronto. «Oh, mi dulce niño —pensó—, que la llama de tu vida deba ser extinguida tan pronto, y sin que tú hayas hecho nada para merecerlo...» Mientras asestaba una nueva cuchillada, Rakel pensó que tal vez fuese mejor de aquella forma, pues el mundo era un lugar cruel..., o lo había sido hasta que conoció a Mangas Verdes, Gaviota y sus camaradas. ¿Y Garth? ¿Llegaría a enterarse alguna vez de lo que había ocurrido? ¿Le importaría?
A la primera señal de peligro, aquella horrenda mezcla de gimoteos, balbuceos y aullidos tan estruendosa como una tormenta, Gaviota alzó instintivamente su hacha, pero enseguida dejó escapar un siseo cuando una llamarada de dolor recorrió su brazo derecho. Con algunos músculos desgarrados y otros rígidos y paralizados, no podía levantar el brazo por encima de su cintura. El leñador se pasó el arma a la mano izquierda, que no era tan fuerte porque le faltaban tres dedos. Era extraño, pero nunca había tenido tiempo para que Chaney se los regenerase. Bien, ya era demasiado tarde para pensar en eso...
—¡Quédate detrás de mí, Lirio! ¡Tú también, Stiggur! Intentaré...
Gaviota dejó caer el hacha sobre la cabeza de un demonio. Eran muy pequeños, ¡pero había tantos! Pisoteó a otro, aplastándole el pecho, pero tres demonios más surgieron de la nada junto a su camarada caído y atacaron sus piernas. Un demonio logró aferrarse al faldellín de cuero de Gaviota, agujereándolo con cuatro largas uñas. El leñador no pudo evitar pensar en la facilidad con que atravesarían la piel. Un instante después pudo comprobar en carne propia hasta qué punto eran afilados aquellos dientes cuando un monstruo le mordió la pierna izquierda a través del cuero rojo que la cubría. La herida se llenó de un rápido ardor acompañado por un feroz cosquilleo, pero las sensaciones abrasadoras enseguida se mezclaron con el frescor de la sangre que empezaba a brotar de ella. ¿Y Lirio? ¿Podría salvarla? ¿Y el muchacho?