Y, por encima de todo, ¿cómo podía sacarles de aquel agujero que ella misma había cavado?
¿Qué le habría dicho Chaney? ¿Cuáles habían sido sus enseñanzas? ¿Había abordado en alguna ocasión el tema de qué hacer cuando no había maná disponible?
«La magia viene del interior, no del exterior.» Chaney se lo había repetido centenares de veces, y Mangas Verdes había asentido obedientemente cada vez. Pero en aquel momento se dio cuenta de que nunca la había entendido. Hacía falta conocimiento para revelar la ignorancia, y en aquel caso se trataba de su ignorancia.
Había maná allí, naturalmente. Estaba dentro de Mangas Verdes, oculto en las profundidades de sus puntos chakra. El contenido de un recipiente de maná muy especial canturreaba dentro del pentáculo nova que llevaba encima del pecho. También había maná dentro de sus amigos, al igual que había maná dentro de todos los seres vivos bajo la forma de pequeños y débiles resplandores, como hogueras cuyos rescoldos siguieran ardiendo bajo una capa de cenizas.
Eso quena decir que, si llegaba a ser necesario, Mangas Verdes podía usar el maná que había allí. Podía usar su propio maná. ¿Y si utilizaba una cantidad excesiva? La respuesta estaba a su alrededor. Un ser vivo al que se hubiera despojado de su maná quedaría tan muerto y carente de vida como aquella ciudad que había sido grande en tiempos muy lejanos.
El conjurar y el viajar por el éter eran dos lados de una misma hoja. Si había llegado hasta aquel lugar, también podía irse. Si no podía salir de allí viajando por el éter, podía... ¿Qué? ¿Hacer que algo les conjurase a otro sitio?
—¡Oh!
—¿Eh? —preguntó Amma.
Mangas Verdes estaba empezando a entenderlo. En vez de recolectar el maná de manera local, quizá pudiera invocar un objeto y utilizar su maná para que los impulsara a lo largo de la pista que habían estado siguiendo. ¿Acaso el cerebro de piedra no era el artefacto mágico más poderoso jamás creado?
Mangas Verdes cerró los ojos y dejó todos los sonidos exteriores fuera de sus oídos con un esfuerzo de voluntad, y después envió a su espíritu muy lejos de allí para que buscara y encontrase el grito del cerebro de piedra. Lo encontró, una diminuta chispa que brillaba en la oscuridad. Mangas Verdes avanzó hacia ella, moviéndose con cautelosa delicadeza para no romper la hebra...
... y sintió que la hebra la envolvía, como si fuese el hilo de una araña gigante surgida de las profundidades del bosque. El poder y la fuerza de aquel objeto se adhirieron a su espíritu y tiraron de él.
—¡Deprisa! —gritó, jadeando por dentro y por fuera—. ¡Venid aquí!
Mangas Verdes luchó para no quedar separada de su espíritu. Trató de evitar que el potente tirón se lo arrancara, pues allí estaba de nuevo el antiguo temor a perder la cordura, a enloquecer y precipitarse en las profundidades de una neblina de locura. Pero el pentáculo nova la ayudó a sujetar su mente con bandas invisibles y, lo que era todavía más importante que eso, la voz reseca y tranquila de Chaney empezó a murmurar en su oído.
Sus amigos se pegaron a ella, temiendo quedar abandonados en aquel lugar cuando se marchara. El tirón era tremendo, como una marea invisible que quisiera arrancarla de aquel lugar y pretendiera ahogarla.
Pero Mangas Verdes seguía estando anclada allí, pues carecía de maná que poder emplear..., salvo la fuente que había dentro de ella. La joven druida, desesperada, estaba tirando en demasiadas direcciones a la vez. Quería salvar a sus amigos aunque ello le costara la vida, y Mangas Verdes buscó dentro de su alma y tomó puñados de maná.
Sus rodillas se doblaron, su corazón tembló y su cerebro empezó a perder su energía y el fluir de su canción. Mientras todo se ennegrecía a su alrededor, Mangas Verdes detectó ondulaciones junto a sus pies, una oscilación de colores que empezaba a subir...
Y Mangas Verdes y sus amigos se precipitaron a través del vacío.
* * *
Gaviota descubrió que el callejón era un auténtico laberinto de giros y revueltas.
Vallas, muros de piedra, jardines diminutos, viñas, montones de basura y pilas de estiércol, colada tendida de un sinfín de cuerdas... Todo estaba mezclado y confundido hasta que llegó un momento en el que Gaviota apenas si pudo ver el suelo y las paredes. Stiggur se había detenido en la esquina siguiente, que Gaviota vio como a través de un túnel medio oculto debajo del laberinto que se alzaba sobre ellos. Jadeando, casi alcanzó al muchacho, pero Stiggur echó a correr por otro callejón y siguió moviéndose como una exhalación por delante de él, siempre demasiado lejos para que el leñador pudiera reunirse con él. Gaviota se preguntó qué había hecho con Rakel —¿habría muerto y habían arrojado su cuerpo a un lado?—, hasta que acabó divisando a Bardo en la lejanía, con el flácido cuerpo de Rakel medio oculto por la capa colgando de un robusto brazo y su enorme espada en el otro. Lirio estaba junto a él. La joven hechicera y el paladín habían llegado a un punto en el que convergían varios callejones, y estaban intentando decidir qué debían hacer.
Gaviota llegó con sólo una pregunta en los labios.
—¿Puedes sacarnos de este sitio a través del éter?
—¡No creo que pueda hacerlo desde aquí abajo! —La joven, desesperada, había empezado a dar tirones del diminuto huevo de dingus que colgaba de su cuello—. ¡Hay muy poco maná en el suelo! ¡Necesitaría utilizar mis recursos interiores!
—¿Puedes hacerlo?
—Me parece que sí.
Gaviota empezó a preocuparse. Lirio tenía los ojos hundidos en las órbitas y los labios fruncidos por la tensión, y le temblaban las manos. Parecía lo bastante agotada para poder dormir durante una semana. Quizá tendrían que acabar llevando en brazos a dos mujeres.
—¿Cómo está Rakel?
—Viva, perro fuerra de combate —dijo Bardo, que nunca se tomaba la molestia de andarse con rodeos—. Tiene suerrte. ¿Orrdando?
—Defendiendo el callejón.
Stiggur tragó saliva.
—¿Contra cincuenta enemigos?
Gaviota se limitó a asentir con expresión sombría, aunque la carrera le había dejado jadeante.
—No debemos malgastar su sacrificio. Tenemos que sacar de aquí a Rakel. Tiene que vivir... Y vosotros también tenéis que salir de aquí sanos y salvos.
—Y tú —añadió Lirio.
—Yo no soy importante.
Pero el leñador parpadeó. Incluso agotada como estaba y a pesar de que su magia había funcionado, Lirio pensaba en los demás, como si la responsabilidad la hubiera hecho crecer de repente. Estaba pensando en su bienestar. ¿Qué le había ocurrido a la chispa que había surgido entre ellos? ¿Había muerto, o meramente estaba enterrada?
—¿Porr dónde? —preguntó secamente Bardo—. Dirrígenos, generral.
Gaviota se obligó a pensar con calma a pesar de los enemigos que les perseguían.
—¿Qué necesitas para sacarnos de aquí mediante un conjuro, Lirio?
La mirada de la joven hechicera recorrió los oscuros muros que parecían oprimirles por todas partes.
—Supongo que un sitio que estuviera muy arriba desde el que pudiera emplear la magia de las nubes.
—¿Y tu hechizo de vuelo no puede...?
—¡Es el mismo problema! ¡Para eso vuelvo a necesitar magia, y no puedo obtenerla de aquí abajo! Y en realidad es más bien un hechizo de salto... —La joven hechicera se estaba calmando, extrayendo nuevas fuerzas de la tranquilizadora presencia de Gaviota y el paladín. Lirio intentó no pensar en la captura y en la posibilidad de sufrir como había sufrido Rakel—. Da alas a tus pies, pero se disipa cuando vuelves a tocar el suelo. Eso quiere decir que más nos vale bajar en un sitio donde estemos a salvo...
—Ya... Ir saltando de un tejado a otro no me parece demasiado útil —dijo Gaviota, empezando a pensar en voz alta—, pero tampoco podemos ir por las calles.
—Si tirramos abajo una puerrta, podrríamos subirr al tejado... —sugirió Bardo.
Nadie quería decirlo, pero a menos que Lirio pudiera sacarles de allí pronto, su situación era desesperada. Toda una ciudad y mil soldados que se encontraban a sólo unos momentos de distancia querían ver correr su sangre.
—¡Oigo ruido de pies, Gaviota! —gritó Stiggur.
Un estrépito de pasos resonó en un callejón, pero no procedían de la dirección hacia la que se había vuelto Stiggur sino de otra. Los soldados se habían movido trazando un círculo, o quizá fuera que nuevos contingentes se habían unido a la persecución.
El paladín reaccionó al instante depositando a Rakel en los brazos de Stiggur y desenvainando su espada para enfrentarse al inminente ataque. Gaviota se puso a su derecha, ya que esa posición le permitiría manejar mejor el hacha con la mano derecha. El leñador dejó escapar un gruñido de sorpresa cuando el pequeño Hammen desenvainó su daga de héroe y se plantó junto al pie de Bardo: el niño parecía tan inofensivo como un bebé de puercoespín. Gaviota todavía no había conseguido superar la pérdida de Ordando. Su minúscula fuerza de rescate había quedado reducida a dos combatientes y una hechicera agotada.
Sus preocupaciones no tardarían en terminar...
—¡Lirio! —Gaviota desenvainó su daga negra de su cinturón y la arrojó a los pies de la joven—. ¡No permitas que vuelvan a capturar a Rakel o que te cojan con vida!
—¡Gaviota! —ladró Bardo.
Aquel grupo de perseguidores estaba compuesto por seis soldados, cuatro hombres y dos mujeres que vestían prendas de cuero negro e iban armados con espadas cortas y escudos redondos: eran una patrulla que había dado con el callejón correcto. Todos sonrieron, considerándose muy afortunados y pensando en la recompensa que obtendrían.
Aunque en realidad no eran tan afortunados como creían, pues se enfrentaban a Bardo, el paladín de las Tierras del Norte, y a Gaviota el leñador.
La patrulla se dividió, con dos parejas avanzando y dos jóvenes soldados quedándose atrás como reservas. La pareja que había elegido a Bardo avanzó con lenta cautela, pero la que venía hacia Gaviota sonrió burlonamente al ver que el leñador no tenía escudo.
Gaviota hizo una finta, y después se lanzó hacia adelante e incrustó el mango de su hacha en la primera sonrisa. Pillado por sorpresa, el hombre chilló y cayó de espaldas. Gaviota le había golpeado en el labio superior, destrozando varios dientes y haciendo brotar un surtidor de sangre.
Pero el leñador no permitió que haber atacado el primero le dejara indefenso, y se mantuvo en guardia. El segundo soldado, una mujer que llevaba un casco de hierro, utilizó el cuerpo del soldado que caía como protección desde la que lanzar un tajo contra el muslo de Gaviota. El leñador pensó que probablemente les habían dado órdenes de capturarlos con vida para poder torturarles. De ser así, eso le daba una considerable ventaja, porque Gaviota sí podía matarles.
Y lo hizo. Utilizando una maniobra que le había enseñado Rakel, Gaviota apartó a un lado la espada con el mango de su hacha y se lanzó sobre su oponente. («El instinto nos advierte de que debemos retroceder ante el ataque —le había explicado la voz firme y tranquila de Rakel, y Gaviota creyó oírla resonar en sus oídos—. Pero lo que has de hacer es ir hacia el ataque. ¡No dejes espacio para maniobrar a tu oponente, y métete dentro de su guardia!») Gaviota golpeó el escudo de la mujer con su cadera y dejó caer el mango del hacha sobre su cara. Aturdida y cegada, la mujer retrocedió. («¡Siempre has de golpear dos veces, un golpe detrás de otro y lo más deprisa posible! El rayo siempre se bifurca.») Pero Gaviota no lanzó el golpe letal. Nunca mataba a menos que no le quedara más remedio..., y si eso significaba que nunca llegaría a ser un buen soldado y que podía morir bajo el golpe de una mano a la que había perdonado, que así fuese. El leñador se conformó con caer sobre la mujer para volver a golpearle la cabeza, dejándola inconsciente.
Bardo, mejor adiestrado y armado, ya había hecho sangrar a sus dos oponentes, a uno de una herida en el estómago y al otro de un tajo en la garganta. Hammen había empuñado su diminuta daga y estaba contemplando el combate con los ojos muy abiertos, paralizado por el estupor. Los dos reservas tragaron saliva, intercambiaron un asentimiento de cabeza y se lanzaron al ataque.
Gaviota gritó para distraerles. Después saltó por encima de sus dos enemigos caídos y, no teniendo otra manera de atacar, hizo girar su hacha impulsándola con todas sus fuerzas. El soldado que estaba más cerca de él, una mujer, bajó su escudo para detener el golpe cuando ya era demasiado tarde. Pero nada podía desviar tanto metal aullante. El arma de doble hoja del leñador abolló el reborde de hierro del escudo, rebotando en él e incrustándose en la cadera de la mujer, casi cercenándole la pierna, y le hizo perder el equilibrio. Gaviota arrancó la hoja profundamente hundida con un salvaje tirón, y la mujer cayó al suelo.
El leñador la vio caer, soltar sus armas y echarse a llorar como una niña. Intentó endurecer su corazón y acordarse de que aquellas personas habían torturado a Rakel y a un número incontable de víctimas antes que a ella y que habían intentado asesinarle y asesinar a Mangas Verdes, y todo por sus retorcidas conspiraciones que acumulaban planes dentro de más planes.
Pero cuando la mujer cerró los ojos por última vez, un chorro de sangre manando por debajo de su mano enrojecida, algo pareció romperse dentro del corazón de Gaviota. Una parte de su ser murió. El leñador se preguntó a cuántas personas más mataría antes de que dejara de ser un hombre para convertirse en una simple máquina asesina.
—¡Vamos! —La rabia del combate convirtió la voz de Bardo en un graznido enronquecido. El soldado que se había enfrentado al paladín ya llevaba un rato muerto—. No tenemos mucho tiempo.
—¡Vienen más! —gritó Stiggur, tambaleándose bajo el peso de Rakel.
Gaviota agitó el hacha de un lado a otro, haciendo que un pequeño diluvio de sangre saliera despedido del acero.
—No podemos quedarnos aquí y seguir matando todo el día. Utiliza tu hechizo de vuelo, Lirio. Llévanos hasta un tejado.
—No puedo traer el maná tan abajo...
—¡Hazlo! —La áspera sequedad del tono de Gaviota hizo que Lirio se tambaleara como si acabase de recibir una bofetada—. Por favor, Lirio... —añadió el leñador, sintiéndose avergonzado de sí mismo—. Ya no me quedan más ideas.
Lirio asintió distraídamente, rodeó su huevo de dingus con la mano y empezó a escrutar la mirada los retazos de cielo que podía ver. Después alzó las manos como una adoradora del sol, y rezó.