Caballeros de la Veracruz (38 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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Simón lo escuchaba boquiabierto, mientras Casiopea, con un interés mezclado con cierto desapego y una fina sonrisa en los labios —como si hubiera oído aquella historia, aquellos hechos, aquella polémica, más de mil veces—, se preocupaba ahora más por Morgennes que por la Vera Cruz, a pesar de que las reliquias de toda clase fueran su pasión.

—¡No es cierto! ¡Mientes! —se indignó Simón—. ¡Esta cruz es la Vera Cruz, la de Cristo! ¡La cruz por la que murió mi hermano! ¡Y voy a probarlo!

Y el joven se clavó el cuchillo en el vientre pasándolo por un defecto de la cota de malla con tanta rapidez que ninguno de sus compañeros pudo impedírselo.

—¡Imbécil! —exclamó Morgennes—. ¿Por qué has hecho eso?

—Tendedme sobre ella —balbuceó Simón—. Si esta cruz es la Vera Cruz, Dios no permitirá que muera. De otro modo, no deseo vivir.

Morgennes tendió al joven sobre la cruz truncada, mientras Casiopea y Taqi se apresuraban a vendarle la herida.

—Eres realmente idiota —declaró Taqi—. Una vaca es más inteligente que tú. Después de todo, ¿qué diferencia hay si tu padre y los tuyos creen que es la Vera Cruz? Y, por otro lado, admitámoslo, si eso te complace: es la Vera Cruz. Te pido perdón, he hablado demasiado. Una vez más hubiera hecho mejor en retener mi aliento. El que habla demasiado no vale más que el imbécil.

Simón lo miró y luego se desvaneció.

—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Taqi a Morgennes.

—Supongo que es a causa de los poderes que se atribuyen a la Vera Cruz —respondió Casiopea—. Dicen que santa Elena, cuando la encontró en la cima del Gólgota, tendió sobre ella a un leproso. La curación de ese hombre fue la prueba que buscaba.

—Conoces bien la historia de la Vera Cruz —dijo Morgennes.

—Conozco bien toda clase de historias —respondió Casiopea.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó Taqi, dubitativo, a Morgennes.

—Es la cruz, sí. La reconozco... En cuanto al leproso, no creo en ello.

—¿Por qué?

—Porque en ese caso Balduino IV no hubiera tenido necesidad de mis servicios, ni yo de partir en busca de un medio para curar su lepra, y la mía...

En el curso de la noche, mientras velaban a Simón a la espera de Saladino, Morgennes les explicó lo poco que recordaba de su vida.

Morgennes había sido durante mucho tiempo el agente encargado de las operaciones secretas del padre de Balduino IV, Amaury I de Jerusalén. Con ocasión de las numerosas expediciones de este último a Egipto, Morgennes había aprendido a conocer y a amar ese bello país, cuya lengua hablaba fluidamente. Más tarde, al declararse la enfermedad de Balduino y hacerse evidente que el mal se agravaba a medida que crecía, se había hecho urgente encontrar un remedio, ya que los esfuerzos de Guillermo de Tiro, preceptor y médico del pequeño rey leproso, se revelaban inútiles.

Debido a su valentía y a su conocimiento de Oriente, Morgennes fue elegido para partir en busca de una reliquia mahometana de la que se afirmaba que curaba la lepra: las lágrimas de Alá, cuyo aspecto era desconocido por todos.

Para tener la absoluta seguridad de que Morgennes cumpliría su misión hasta el final sin desfallecer y asegurarse del poder de la reliquia, le dieron a beber un tazón de sangre mezclada con pus del pequeño rey leproso. Unas semanas más tarde contrajo la horrible enfermedad. Y unos meses más tarde, al término de una aventura que se mantuvo en secreto, pero que unos pocos iniciados trataban de reconstruir explicándose fragmentos, Morgennes había logrado finalmente encontrar la reliquia. El enviado de Balduino IV la había escondido entonces en el pomo de
Crucífera
, la espada que Amaury y él habían descubierto en una antigua tumba de la ciudad de Lydda.

Mientras Casiopea iba a buscar algunas ramas y Taqi encendía un fuego con la ayuda de un pedernal, Morgennes miró uno por uno a sus nuevos amigos: Casiopea, Taqi... e incluso Simón.

—Me han ayudado mucho —dijo después de haber acercado las manos a la llama—. Tanto como me han traicionado, y no es decir poco. Masada, ese mercader judío que Casiopea conoce... —La joven asintió con la cabeza—... me dio informaciones preciosas, pero al final trató de robarme. Al no conseguirlo, prefirió denunciarme al Temple, que, celoso de los poderes que obtendría el Hospital si llegaba a curar a Balduino IV, me tendió una emboscada, en la que caí. Gravemente herido, deliré durante muchos días, perdí la memoria y olvidé hasta mi propio nombre... Hasta el mismo nombre de Dios... —prosiguió Morgennes recordando las últimas palabras de Raimundo de Trípoli—. Confieso que todavía hoy no he recuperado totalmente el conjunto de mis recuerdos. Vivo en una especie de niebla. No sé de dónde vengo, aunque sepa que soy francés. En fin, el hecho es que todo eso provocó que llegara tarde a la cabecera de Balduino IV, que había muerto durante mi convalecencia. Nunca me he recuperado de este fracaso, y nunca me recuperaré. Ya en aquella época, el Hospital me juzgó severamente, condenándome a la pérdida del hábito durante un año... Aquella misión debía permanecer secreta, y, según creo, para agradecerme precisamente que nunca hubiera hablado de ella, algunas personas situadas en puestos elevados intercedieron en mi favor para que alcanzara el rango de apóstol de la Vera Cruz, honor que no había pedido, pero que me daba una ocasión de redimirme, o al menos así lo creía yo. Lo más curioso, pienso, es lo que ocurrió con Masada. Al querer robarme las lágrimas de Alá, impidió la curación de Balduino IV y, a la vista de los acontecimientos actuales, precipitó al reino a su pérdida. No puede decirse que haya sido recompensado por ello, porque en Damasco pude ver que también él había contraído la lepra. ¿Cuándo y cómo ocurrió eso? ¿Y por qué no ha muerto de la enfermedad? No sabría decirlo, pero se trata probablemente de uno de esos milagros de los que la historia está llena.

Casiopea y Taqi habían escuchado a Morgennes con gran atención, dejando que el crepitar del fuego reemplazara a sus palabras cuando callaba en busca de sus recuerdos. A menudo, durante su relato, se habían contenido para no intervenir aportando una precisión a un tema que había permanecido oscuro para Morgennes, o pidiéndole que desarrollara tal punto o tal otro; los dos se decían: «Cada cosa a su tiempo. Ya llegará nuestro momento de hablar».

Al final de su historia, Taqi y Casiopea abrieron la boca, casi al mismo tiempo, para decir más o menos esto: «¡Hay otro milagro que no conoces!».

Los dos se miraron, boquiabiertos, confusos por haber hablado en el mismo momento, molestos por haberse interrumpido el uno al otro. Finalmente, Taqi hizo un gesto en dirección a su prima para invitarla a expresarse. Casiopea dijo:

—Morgennes, sé quién eres. Lo presentí la primera vez que te vi, en Hattin, porque te parecías a la descripción que me habían hecho de ti algunos de tus amigos, que habían permanecido en Francia y en Flandes, y especialmente uno de ellos, un hombre llamado Chrétien de Troyes.

Morgennes la miró, estupefacto.

—¿Te dice algo este nombre? —preguntó Casiopea.

—Realmente no —respondió Morgennes, a la vez incómodo e intrigado.

—Sin embargo, es tu mejor amigo. Juntos, me han dicho, erais más temibles que una banda de canónigos sueltos por las calles de París...

(Ninguno de los tres había visto cómo, en el momento en que Casiopea pronunciaba el nombre de Chrétien de Troyes, Simón abría unos ojos como platos. El joven escuchaba a Casiopea petrificado, con la mirada fija, bebiendo sus palabras como si fueran un potente filtro.)

—Chrétien siempre ha escrito pensando en ti. Tú has inspirado la mayoría de sus obras, de
Erec y Enid a Lancelot o el Caballero de la Carreta
, pasando por
Yvain o el Caballero del León
. Hoy, Chrétien envejece. La obra que empezó hace cinco años, inspirándose en tus aventuras egipcias y tu búsqueda de las lágrimas de Alá, ha permanecido inacabada a causa de tu desaparición. Ahora entiendo lo que pasó. Caíste en esa emboscada tendida por los templarios. Sufriste y lo olvidaste. Vuelve, Morgennes, para que pueda acabar su obra y Felipe de Abacia esté contento...

Morgennes no respondió nada. Durante un breve instante, el fuego de ramaje iluminó su rostro con reflejos escarlata, dando un brillo dorado a su rala cabellera.

—¿Cómo se titula esa obra? —preguntó Morgennes.


Perceval o el cuento del Grial
.

—¿Yo me llamo Perceval?

—No, tú te llamas Morgennes. Pero eres, si Chrétien dice la verdad, «el Hijo de la Viuda que tenía por dominio la Gaste Fóret»...

—La Gaste Fóret... Ese nombre no me dice nada, o casi nada. Recuerdo un puente...

Casiopea cogió la mano de Morgennes y la apretó con fuerza. Parecía sorprendentemente emocionada.

—Tu búsqueda ha terminado, Perceval. Has encontrado tu grial. Ahora hay que volver.

—No tengo derecho a hacerlo. No ahora. Todavía debo llevar la Vera Cruz a mi orden y encontrar a
Crucífera
. Sin ella, mi lepra se declarará, roerá mi cuerpo y me dejará como esos huesos, ahí afuera...

Taqi se levantó, se sacudió el polvo de su túnica de templario, se alisó el bigote con un gesto elegante y, cuando estuvo seguro de haber conquistado la atención de su auditorio, dijo:

—¡Sé dónde encontrar a
Crucífera
y el medio de curarte!

—¿Dónde? —preguntó Morgennes.

—En el oasis de las Cenobitas.

—¡El lugar del que me habló Femia! ¿Sabes dónde está?

—Sí, creo que sí. Pero no lo conocía por ese nombre. Para nosotros, en el Yazak, es el reino de Zenobia, la reina de las amazonas. Se trata de un lugar encantado que, según dicen, se encuentra habitado por el demonio. Incluso los yinn temen ir allí. Como en el caso de Sohrawardi, esas mujeres conocen remedios para muchas enfermedades. Pero de todo se saca partido... No me atrevo a imaginar, Morgennes, lo que habrá que pagar para curarte de la lepra...

—No me atrevo a imaginar —añadió Morgennes— lo que Masada habrá pagado, si son ellas las que han impedido que su enfermedad progresara...

—¿Y aceptarán ayudarnos? —preguntó Casiopea, preocupada.

—Al fin y al cabo, son cristianas —señaló Taqi—. Tal vez un fragmento de la Vera Cruz pudiera persuadirlas...

Morgennes dirigió la mirada a la Santa Cruz, que Simón seguía velando, medio desvanecido, y se concentró en la contemplación de esa reliquia tras la que tanto había corrido. Así desnuda, sin su ropaje de oro y perlas, le pareció más bella, más humana. Una voz, la de Casiopea, se elevó:

—Morgennes, hoy es el día de la Exaltación de la Cruz. ¿No crees que hay que ver ahí un signo? ¿Que Dios te ha concedido, por fin, la curación?

—Eso espero —respondió Morgennes.

Tras estas palabras, se durmieron, excepto Morgennes, que plantó su espada en el suelo, no lejos de la Vera Cruz, y pasó la noche rezando, como en otro tiempo, cuando era guardián de la cruz. A la mañana siguiente, sin embargo, se arrodilló de nuevo junto a Taqi para la oración del alba.

Cuando se levantaron, tuvieron la sorpresa de ver que la tierra se ondulaba a lo lejos: El viento soplaba con mucha fuerza, empujando en su dirección potentes torbellinos de arena que volaban hacia el cielo como largos estandartes de color pajizo, se desgarraban y luego ascendían aún más, atrapados por la altura. Taqi, Casiopea y Morgennes miraban fascinados aquel espectáculo, incapaces de apartar la mirada, cuando Simón dijo:

—La tierra tiembla...

Se volvieron hacia él y observaron que, en el curso de la noche, su herida se había cerrado un poco. Ya se encontraba mejor.

—Gracias a mis remedios —dijo Casiopea.

—Gracias a la noche —afirmó Taqi.

—Gracias a la Vera Cruz —replicó Simón.

—Aún no está curado —observó Morgennes.

—¡Mi tío ha llegado! —exclamó Taqi.

Con la mano señaló una columna de arena, que se desgarró, se abrió como si fuera un pórtico y dejó pasar primero a los infantes, luego a la caballería y finalmente a toda la vanguardia del ejército de Saladino.

La tierra temblaba con el eco de sus pasos. Gritos, relinchos, bramidos de camellos, tintineos de armaduras se respondían entre sí, añadiéndose a la discordancia del batir de los tambores y las llamadas del cuerno que marcaban el ritmo de la marcha de los soldados. Al acabar la mañana, el ejército de Saladino había llenado la llanura como el Nilo su valle.

20

Parásitos y costras terrosas cubren mi carne,

mi piel se agrieta y supura.

Job, VII, 5

—Aquí está tu cabeza —dijo Saladino a Morgennes, que acababa de entrar en su tienda.

Morgennes observó el cráneo, cuya órbita derecha llevaba todavía la señal de un golpe de cimitarra, y el sultán prosiguió:

—Es la cabeza del hombre que las tropas del cadí Ibn Abi As-run decapitaron por error en Damasco. No se te parece demasiado, ¿no crees? Pero la he conservado porque me divertía tenerla, mientras esperaba a reemplazarla por la verdadera...

El cráneo volvió a su lugar en la colección de Saladino, junto a otras cabezas desconocidas para Morgennes, con excepción de la de Raimundo de Castiglione, que lo miraba fijamente con sus ojos vidriosos.

—Sohrawardi me ayuda a conservarlas. Conoce el arte que permite evitar que las carnes se descompongan y las fórmulas para volver a darles vida. De vez en cuando, charlo con esta o aquella. ¿Quieres probar? ¿Saludar, tal vez, a tu antiguo maestre?

—No, gracias —dijo Morgennes, antes de añadir—: ¿A qué se debe que no tengáis la de Chátillon?

—¡La peste caiga sobre él! —se enfureció Saladino—. Ese hijo de marrana consiguió escapar, no sé cómo. Sin duda traidores ganados para su causa esperaron a la noche para degollar a los guardias y apoderarse de él. El día siguiente a su suplicio, al alba, había un cuerpo en la cruz, pero no era el suyo. Sin embargo, desde lejos la ilusión era perfecta: las marcas de golpes, las heridas, las cadenas, no faltaba nada. No me explico qué pudo pasar. En fin, Ibn Abi Asrun también lo está investigando.

—Tal vez sea a él a quien habría que interrogar —señaló Morgennes.

—Ya pienso en ello —dijo Saladino—. Pero cada cosa a su tiempo. ¡Ahora es el momento de la conquista, de la
yihad
. Dentro de unos días todo habrá acabado. Entonces llegará el momento de ocuparse de los traidores y de desenmascararlos.

—¿Qué ha sido de los que me ayudaron a huir, de Guillermo de Montferrat, Unfredo de Toron, Plebano de Boutron?

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