Caballeros de la Veracruz (35 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Qué lástima que ya no tenga la armadura de Taqi —se lamentó.

—Al parecer no impidió que os capturaran.

—No llegábamos ni a una treintena, y entre ellos había algunos viejos y niños. Cayeron sobre nosotros como una jauría de perros rabiosos.

—¿Quiénes?

—Los maraykhát. Los tomé por aliados, nos sorprendieron... Uno de ellos me cogió la armadura...

A juzgar por su mirada, le había cogido mucho más que eso, De pronto, unos pasos resonaron en la escalera. Un resplandor rojizo brilló en el otro extremo del corredor y una voz :—la del turcópolo— aulló, llena de excitación:


¡Messire!
¡Hay que subir enseguida! ¡Ya está aquí! ¡El asalto ha comenzado!

Morgennes y Casiopea intercambiaron una mirada, y luego, muy deprisa, Morgennes fue a situarse detrás de la puerta de la sala de tortura, mientras Casiopea volvía a la celda de Oliverio y cerraba la puerta sin hacer ruido.

Finalmente, el turcópolo avanzó por el corredor. El humo de su antorcha ascendía hasta el techo, lamiendo las piedras negras de la bóveda. En el momento en que se acercaba a Casiopea, esta salió del calabozo de Oliverio, se lanzó sobre el guardia y le clavó el cuchillo en la garganta con un movimiento tan rápido que lo mató en el acto, sin darle tiempo a gritar. El turcópolo se desplomó, y su sangre formó un reguero en el polvo del corredor.

—¿Quién está ahí arriba? —preguntó Morgennes—. ¿El jefe de los falsos templarios?

Casiopea sonrió enigmáticamente.

—¿No lo adivináis? Y, sin embargo, os salvó la vida —dijo con orgullo—. Es mi primo. Su tío y mi abuelo eran de la misma sangre... —añadió recogiéndose los cabellos en un moño.

Morgennes la contemplaba, preguntándose de quién podía estar hablando.

Taqi ad-Din Umar observaba el castillo de La Féve sin abandonar su posición, una colina de la llanura de la Baja Galilea, no lejos del lugar donde habían tenido lugar los primeros milagros de Cristo. Al-Fula, como lo llamaban los sarracenos, era a los templarios lo que el Krak a los hospitalarios: uno de los eslabones más seguros de la imponente defensa desplegada por los francos en torno a sus posesiones de ultramar; un hueso atravesado en la garganta de los sarracenos en su lucha por la reconquista.

Hacía dos meses que Taqi recorría con sus tropas las tierras de los francos, y nunca se había encontrado frente a semejante desafío. Aunque el Yazak había realizado operaciones más delicadas en otro sentido, Taqi presentía que esta no sería como las otras.

¿Cuántos casales había hecho caer en dos meses? Calculaba que su número superaba la cincuentena. La mayoría habían capitulado sin combate, obedeciendo a las exhortaciones de Ridefort, que les ordenaba que no opusieran resistencia. Taqi sabía que el maestre del Temple había llegado a un acuerdo con Saladino: si Ridefort le evitaba tener que combatir para tomar los castillos más importantes de los templarios, la Espada del Islam le estaría agradecido y lo trataría con indulgencia.

Ridefort, sin embargo, parecía encontrar un placer maligno en pedir a sus correligionarios que se rindieran. ¿Qué estaba maquinando? Taqi no habría sabido decirlo, pero apostaba a que el hombre ocultaba algún truco en su bolsa. No podían esperar nada bueno de él.

—¿Qué hacemos? —preguntó Tughril, el mameluco que Saladino había separado de su servicio para prestárselo a Taqi.

—Déjame, estoy reflexionando —respondió Taqi.

El sobrino del sultán acarició el cuello de Terrible y le habló suavemente al oído. De hecho, aquella era una especie de plegaria con la que Taqi encomendaba su alma a Dios y le rogaba que lo iluminara, pues se sentía anormalmente nervioso. «Hay yinn allá abajo», se decía observando al-Fula, que se levantaba con insolencia en la noche que empezaba. Entonces recordó las palabras del jeque de los muhalliq, Náyif ibn Adid, que lo había puesto en guardia poco antes de su partida, en Hattin.

—Esto no me gusta nada —dijo a Terrible, como si la yegua pudiera comprenderlo.

Luego, haciéndole dar media vuelta, anunció a sus hombres:

—Retirémonos, esto no me inspira confianza. Mi tío (la paz sea con él) se encontrará aquí dentro de unos días con todos sus soldados. Al-Füla caerá en su mano como una fruta madura en la mano del sabio.

—Amo —dijo Tughril—, mirad...

El mameluco mostró con el dedo un ave que ascendía en vertical en el cielo, antes de volver a descender en picado. Taqi no podía apartar la mirada del halcón, como si tratara de descifrar en las curvas de su vuelo un mensaje codificado.

—¡Casiopea está aquí!

Terrible se agitó, inclinó la cabeza y tiró de las riendas, como para incitarlo a que se apresurara.

—¡Vamos! —ordenó Taqi.

Y a la cabeza de sus jinetes se encaminó hacia al-Fula.

—Perfecto —se felicitó Reinaldo de Chátillon.

En la ventana de la gran sala de los caballeros, el siniestro Brins Arnat, que seguía sin desmontar de Sang-dragon, observaba cómo se acercaban los falsos templarios.

—¡Levantad las rejas! —ordenó con voz firme.

—¿Las dos? —preguntó un adjunto.

—Las dos —ordenó Chátillon.

Al otro lado de la sala, Yahyah observaba, fascinado, un cofrecillo de oro de forma piramidal que contenía la cabeza de un hombre, una cabeza que le devolvía la mirada. De vez en cuando la cabeza abría la boca como para aspirar un poco de aire, y volvía a cerrarla en cuanto un templario se aproximaba demasiado.

Aquel jueguecito divertía mucho a Yahyah. Aparentemente era el único que se había fijado en él. El muchacho se inclinó sobre la mesa, pretextando una súbita fatiga, y murmuró:

—¿Sabes hablar?

Los globos oculares giraron en su dirección y la cabeza pestañeó dos veces.

Yahyah, cada vez más intrigado, se dijo que aquello debía significar «sí». Entonces preguntó en un susurro:

—¿Qué quieres?

La boca hizo un esfuerzo considerable, los músculos del rostro se animaron, las venas se hincharon bajo la piel como si estuvieran a punto de explotar, luego los labios pintarrajeados de rojo se separaron y una voz de una profundidad sepulcral respondió:

—Ayuuuuda...

—¿Y cómo puedo ayudarte? —cuchicheó Yahyah.

—Necesiiiito un cueeeerpo... —añadió la cabeza. Parecía que se manifestara desde el más allá de los tiempos. Luego, bruscamente, se inmovilizó. Se acercaba un guardia.

—¿Eres tú quien habla así? —preguntó a Yahyah.

—¡Síiii...! —dijo Yahyah.

Antes de añadir, ante la mueca dubitativa del soldado:

—Estoy cansaaaado...

El guardia se encogió de hombros y se fue a mirar un poco más lejos, donde Femia y Masada mantenían una animada conversación.

Una diferencia los enfrentaba. A cambio de su historia, Reinaldo de Chátillon les había propuesto tomarlos bajo su protección o dejarlos ir a donde quisieran.

«Haríais mejor en decírmelo todo, o iréis a reuniros con vuestro antiguo esclavo en las mazmorras...»

Reinaldo quería saber todo lo que había hecho Morgennes, por qué le había perdonado la vida Saladino, qué estaba haciendo allí con el
vexillum
de san Pedro. Y se mostraba igualmente intrigado por Carabas, del que uno de los pocos supervivientes de la primera guarnición de La Féve le había asegurado que era «una verdadera reliquia viviente».

Masada trató de negociar un acuerdo un poco más favorable con Chátillon (lo que provocó que este estallara en carcajadas), y Femia se negó en rotundo a aceptar el trato: no quería que le arrebataran a Morgennes.

Al ver que Chátillon se sorprendía por el interés que su mujer mostraba por el hospitalario, Masada explicó:

—Ella fue quien lo compró, messire. ¿Comprendéis? ¡Es como algo suyo!

—¿Y vuestro? —preguntó Chátillon—. ¿Ese hombre no es nada para vos?

—¡Nada en absoluto, messire, os lo aseguro! —protestó Masada.

—¡Judas! —le gritó Femia.

—¡Lo aduláis demasiado! —dijo Chátillon riendo, antes de volverse hacia Masada—: Y ese Yahyah, ¿es vuestro esclavo?

—Sí, messire —murmuró Masada a media voz.

—¿Por qué tanto apuro en confesarlo? —replicó Chátillon—. No hay nada malo en aprovechar los encantos de un joven... ¿No es eso lo que queríais hacer con Oliverio?

Masada no respondió. Era evidente que ocultaba un secreto.

—Están aquí, señor —anunció un templario blanco.

—Bien —respondió Chátillon—. Cuando Ridefort y la Vera Cruz estén en el patio del castillo, bajaréis los rastrillos.

Crucífera
brillaba.

Cada vez que había peligro,
Crucífera
brillaba. Taqi no se cansaba de mirar aquella espada, la más bella, la más equilibrada que nunca hubiera tenido en sus manos. No lamentaba en absoluto habérsela arrebatado a Morgennes, con mayor razón aún porque también Sohrawardi la ambicionaba. Nunca hubiera podido cabalgar en paz sabiendo que el amo de los yinn estudiaba la espada en busca de sus secretos. La historia estaba llena de esas hojas encantadas. Algunas tenían su personalidad, y ese era el caso de
Crucífera
.

El castillo estaba ahora al alcance de la voz. Levantando la mano, Taqi ordenó el alto. Los hombres del Yakaz obedecieron instantáneamente, adoptando una posición idéntica a la de los verdaderos templarios. Luego, como había hecho ya cerca de cin-cuenta veces, Taqi se volvió hacia Gerardo de Ridefort y le dijo:

—¡A vos!

Ridefort hizo avanzar unos pasos a su montura. Cuando estuvo seguro de encontrarse a la vista de las murallas del castillo, a pesar de la oscuridad, clamó:

—¡Por Nuestra Señora todopoderosa! ¡Por Cristo! ¡Nobles y buenos hermanos, escuchadme!

—¡Anunciaos y decid con quién queréis hablar! —dijo una voz desde lo alto del castillo.

—¡Soy vuestro maestre, Gerardo de Ridefort, y quiero hablar con el comendador de La Féve!

—Hablad —dijo la voz en tono neutro, en absoluto impresionada por sus declaraciones.

Ridefort se volvió hacia Taqi ad-Din, que había vuelto a sujetar el pomo de
Crucífera
para adivinar lo que sentía la espada. Taqi seguía convencido de que les estaban tendiendo una trampa. Viendo que Ridefort esperaba sus instrucciones para continuar, le hizo una discreta señal con la mano, y el antiguo maestre del Temple declaró:

—¡Buenos señores, en nombre de Cristo todopoderoso, en nombre de Nuestra Santa Señora y en mi propio nombre, os ordeno que abandonéis este castillo inmediatamente!

No hubo respuesta.

Ridefort, viendo que sus palabras no producían ningún efecto, pidió autorización a Taqi para enarbolar la Santa Cruz. En raras ocasiones había tenido que hacer uso de su autoridad. A su vista, la mayoría de las veces los templarios se rendían. Y, aunque de vez en cuando habían tenido que combatir, por lo general solían ser combates fáciles, contra guarniciones disminuidas, desmoralizadas y mal equipadas. En cada ocasión el resultado había sido una matanza.

—¡Por la muy santa reliquia de la Vera Cruz, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, os ordeno que salgáis y os unáis a nosotros! ¡Es Cristo quien manda!

En su fuero interno, Ridefort se preguntaba por qué Taqi no daba orden a sus tropas de penetrar en el castillo, ya que los rastrillos estaban levantados. ¿Temía, tal vez, una emboscada? Finalmente, viendo que nada se movía en el interior de la fortaleza, y un poco avergonzado, Ridefort dijo a Taqi:

—Señor, no me escuchan... Creo que hay que entrar en la plaza...

—Ahí están —respondió lacónicamente Taqi.

En efecto, una decena de caballeros salieron a pie de al-Füla, llevando a sus caballos de la brida. Una veintena de hermanos sargentos y otros tantos auxiliares los seguían.

Los hombres del Yazak se afanaban ya en torno a ellos para desarmarlos. El hombre que los encabezaba se acercó a Ridefort.

—Ya no hay nadie, noble y buen maestre... De todos modos —añadió con expresión de tristeza—, no habríamos podido resistir mucho tiempo...

—¡He venido a liberaros! —exclamó Ridefort.

El comendador le dirigió una mirada extraña y luego se dirigió hacia sus hombres, que se encontraban más abajo en el camino, al pie de al-Füla. Al descender, se cruzó con los soldados del Yazak, que subían hacia La Féve, donde Ridefort, Tughril y Taqi acababan de entrar.

El grueso de las tropas del Yazak había franqueado ya la barbacana, cuando de pronto los rastrillos cayeron con un ruido infernal. El del castillo aplastó en su caída a un caballero y a su montura. El hombre y la bestia, ensartados, se debatieron con tanta energía, lanzaron gritos tan espantosos, que todos les desearon una muerte rápida. Sus movimientos desordenados no hacían más que acrecentar su suplicio. Finalmente, tras un último espasmo, dejaron de moverse.

En el patio del castillo, Terrible se encabritó y Taqi sacó a
Crucífera
de su vaina. La espada brillaba con una fría luz azul. Tughril, por su parte, se esforzaba en levantar de nuevo el rastrillo.

Los hombres del Yazak se encontraban entre dos fuegos. Los que se hallaban atrapados entre el rastrillo de la barbacana y el del castillo se veían acosados por una lluvia de flechas tan densa que el cielo parecía sólido. Los hombres se protegieron bajo los escudos, pero sus monturas se desplomaron, lo que algunos aprovecharon para ponerse a cubierto. Otros se desplazaron pegados a los muros, ocultándose tras sus defensas, y se dirigieron hacia el rastrillo del castillo para contribuir a los desesperados esfuerzos de Tughril.

En el exterior de la barbacana, la situación no era mejor.

Los caballeros del Temple que habían entregado sus armas a los hombres del Yazak habían cogido otras nuevas, que se encontraban ocultas desde hacía varios días al pie de al-Fula: lanzas, picas, espadas, mazas y arcos a decenas, flechas a centenas, escudos y gambesones de cuero para el caso de que les hubieran retirado la armadura, algo que los sarracenos no habían llegado a hacer. Así, el puñado de hombres de Taqi que no había podido pasar al otro lado de la barbacana se encontró cogido por la espalda por una potente carga de caballería y una granizada de flechas que dejó clavados a varios soldados allí mismo. Después los infantes acudieron a acabar el trabajo con la maza, la pica, la espada, golpeando con más vigor aún pues todos habían perdido a un hermano o a un amigo en el curso de la batalla de Hattin.

Sin embargo, los soldados del Yazak no se amedrentaron. Aquella unidad de élite estaba acostumbrada a vivir aislada y a actuar sin la protección de las tropas de Saladino. Por eso contaba, ante todo, consigo misma. Siempre armados y en guardia, sus hombres confiaban en su coraje y su fuerza; porque su fuerza era una de sus mayores cualidades, y su bravura una segunda naturaleza.

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