Caballeros de la Veracruz (20 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Por el poder de Dios y de la Virgen María todopoderosa, si quieres conservar tu último brazo, harás bien en escucharme! ¡He venido aquí a comprar a un hombre que nos corresponde por derecho!

Y levantó su capuchón, descubriendo una tonsura de un rubio casi blanco y una poblada barba. Una horrible marca en forma de cruz, hecha con un hierro al rojo, le adornaba la frente. El hombre observó a la muchedumbre sin pestañear. Una sonrisa cruel dejó ver sus caninos. Se mostraba orgulloso de su hazaña: llegar hasta el mismo centro de una de las mayores ciudades del imperio de Saladino.

—¡Templarios! —exclamó el manco—. ¡No tenéis derecho a estar aquí! ¡Os destriparemos!

—¡Hemos venido en paz para comerciar con vosotros! ¡Debéis dejarnos tranquilos mientras no saquemos nuestras armas!

Morgennes se estremeció: había reconocido a Kunar Sell, un temible monje guerrero de origen danés. Aquel hombre había matado a más mahometanos que ninguno de sus hermanos, y mostraba al hacerlo un ensañamiento y un placer inauditos. Por alguna razón que Morgennes no podía explicarse, aquel loco se había hecho tatuar una cruz en la frente y había retirado de sus ropas la cruz roja de los templarios.

Morgennes se sujetó con todas sus fuerzas a Masada.

—¡Cómprame! ¡Cómprame!

Masada, temiendo que los templarios se interesaran por su persona, trató de rechazar a Morgennes, pero fue necesario que interviniera el mercader de esclavos para alejarlo.

—¡Ve con tus futuros nuevos amos! —ordenó el kurdo.

El mercader tiró de Morgennes hacia atrás de una forma tan violenta que las ropas de Masada se desgarraron. El comerciante de reliquias trató de ocultar su brazo desnudo, pero ya era tarde.

—¡Puedo salvarte! —gritó Morgennes, que lo había visto todo—. ¡Confía en mí y no lo lamentarás!

—¿Lo juras? —preguntó Masada con voz temblorosa.

—¡Sobre los tres libros santos, te doy mi palabra!

Masada, envolviéndose el brazo con el pañuelo de seda negra que había cogido en el camino, preguntó al mercader con aire decidido:

—¿Cuánto?

Consciente de que no volvería a presentársele una oportunidad como aquella, el kurdo inspiró profundamente y soltó, como si fuera un desafío:

—¡Mil dinares!

Era más de lo que había ganado desde la victoria de Hattin.

—Págale —dijo Masada a Femia.

—No tenemos bastante... —murmuró Femia.

Al ver que los templarios sacaban nuevas bolsas de debajo de sus capas, Masada interpeló al mercader de esclavos:

—¡Acércate! ¿Cuánto por todos tus esclavos?

—¿Cómo? ¿Quieres decir por toda la mercancía?

—Sí.

El mercader volvió la cabeza y contó una cuarentena de moribundos, además de Morgennes. Por otro lado, aparte de él, el resto no valía nada y más bien constituía un estorbo. Aun así, arriesgó la cifra:

—Mil quinientos dinares.

—Vamos —dijo Masada con un bufido—, haz un esfuerzo. La mayoría de estos hombres no aguantarán dos días.

—Mil trescientos.

—Tengo una proposición que hacerte, y será la última. Escúchame bien, miserable: ¿aceptas joyas?

—Sí, sí, joyas, oro, plata, todo lo que hace brillar los ojos de las mujeres y permite a un hombre ser bien visto...

—¡Entonces cóbrate con ella! —exclamó Masada con aire magistral señalando a Femia—. Tiene todo lo que necesitas, e incluso más.

El kurdo se acercaba ya a Femia, excitado a la vista de las joyas que cubrían a la mujer de la cabeza a los pies, cuando Masada lo cogió por el hombro y le preguntó:

—¿Trato hecho?

—¡Trato hecho! —exclamó el mercader.

El hombre estrechó la mano a Masada y corrió de nuevo hacia Femia. La mujer observaba a su marido con los ojos empañados de lágrimas. Sus joyas eran toda su belleza, su único ornamento. Había llegado a considerarlas algo natural, hasta tal punto formaban parte de ella. Sus collares, anillos, aretes, broches, zarcillos y brazaletes no la abandonaban nunca. Privada de sus perifollos, Femia se convertía en lo que era: una mujer gorda, fea y vieja. La esposa de Masada balbuceó unas palabras apenas audibles, que por otra parte nadie escuchó.

—¡Vamos, mujer, ve a buscar a tu esclavo! —ordenó triunfalmente Masada, antes de dejar caer sin dirigirse a nadie en particular—: ¡Así se hacen negocios! ¡Ya podéis ir aprendiendo!

El insulto era terrible, y Masada lo sabía. Pero, en aquella peripecia; el comerciante de reliquias había recuperado algo parecido al orgullo, algo del negociante seguro de sí mismo que era todavía no hacía mucho tiempo. Además, Morgennes le había prometido que lo ayudaría...

En el mismo momento en que el mercader de esclavos —que no había dejado a Femia más que un broche sin valor en forma de palmera— liberaba a los cautivos, el manco desenvainó su
kandjar
para atacar a Morgennes. A pesar de encontrarse muy maltrecho, el hospitalario tuvo el reflejo de agacharse. Así evitó la hoja por muy poco; dio una voltereta, retrocedió unos pasos y dejó que los mamelucos del mercader de esclavos tomaran el relevo mientras él se dirigía a la carreta.

El manco y sus amigos se disponían a perseguir a Morgennes, cuando Kunar Sell sacó de debajo de su manto una pesada hacha danesa.

—¡No lo toquéis, es nuestro!

Uno de los bribones descargó su maza contra el gigante nórdico y falló el golpe por muy poco. Kunar Sell le lanzó entonces el manto a la cara, y su adversario vaciló, sorprendido; inmediatamente el templario le hundió su arma en el pecho y la hizo girar con un brusco movimiento de la muñeca. Se escuchó un horrible crujir de huesos. El maraykhát lanzó un hipido, escupió un poco de sangre y se derrumbó cuando Kunar Sell retiró su hacha.

Al momento los hombres de gris que se habían situado en las cuatro esquinas del mercado corrieron hacia los templarios, aparentemente para socorrerlos. Los guerreros grises acribillaron a cuchilladas a los desgraciados que encontraron a su paso, volcaron los cazos donde se tostaba café y lanzaron proyectiles incendiarios. La multitud fue víctima del pánico. En el tumulto que siguió, la carreta trató de dar media vuelta, pues Carabas se había decidido por fin a moverse. De pie sobre el asiento del carruaje, Morgennes gritó a sus antiguos compañeros de infortunio:

—¡Sois libres! ¡Marchaos! ¡Huid!

Los esclavos, agotados, alelados, no reaccionaron enseguida. Pero luego empezaron a moverse muy despacio hacia la ciudad baja, adonde se dirigía todo el mundo. Finalmente, cuando el mercader de esclavos se disponía a desaparecer del lugar, el manco le plantó el kandjar en el cuello gritando:

—¡Hubieras debido tratar con nosotros, estabas avisado!

Los mamelucos, que hasta entonces se habían mantenido al margen, se lanzaron furiosamente a la pelea y descargaron golpes tan potentes con sus guisarmas que hicieron numerosas víctimas. De pronto resonaron las trompetas de la guardia: llegaban los soldados del
atabek
. Aquellos hombres no se andarían con contemplaciones y matarían a cualquiera con quien se cruzaran. Su llegada desencadenó un sálvese quien pueda.

La carreta desapareció en un extraño movimiento de la multitud: la marea humana se abría a su paso para cerrarse luego, formando entre ella y sus perseguidores una muralla viviente. El carruaje se alejaba inexorablemente "a pesar de los esfuerzos de los perseguidores por mantenerse a su altura. Había demasiada gente, demasiados gritos, demasiado miedo. Sobre todo, había demasiadas trayectorias que se anulaban, se oponían o se desviaban al encontrarse unas con otras. Era uno de esos maremotos que lo arrasan todo a su paso: a las personas, las casas, los puestos y la razón.

Porque era casi imposible conservar la sangre fría en medio de aquella confusión, en la que, sin embargo, Kunar Sell y sus ayudantes parecían sentirse perfectamente a gusto. Los hombres del templario atacaban a ciegas, lanzando golpes desordenados. Para ellos solo había enemigos. Causaban estragos entre la multitud, masacrando indistintamente a ancianos, mujeres, hombres y niños.

Algunas flechas volaron entonces por encima de sus cabezas, y dos de las sombras sacaron de debajo de sus capas un gran manto gris con el que cubrieron a los templarios, antes de llevarlos más lejos para evacuarlos. El grupo huyó con la velocidad del rayo, con el cuerpo inclinado hacia adelante, cortando piernas, brazos y manos, descargando violentos golpes con sus aceros para abrirse un camino sangriento hacia un pasaje que solo ellos conocían. Viendo aquello, Yaqub —el manco— se lanzó tras su pista y ordenó a los suyos que lo siguieran.

Era imprescindible que supiera más cosas sobre aquellos dos templarios blancos y, en especial, sobre aquellos misteriosos hombres de gris que los habían ayudado a escapar. Su interés principal era asociarse con aquellos individuos, siempre, claro está, que le dejaran encontrar a Morgennes y despellejarlo vivo.

12

Desgracia a aquel que no ensangrienta su espada.

Palabra del Profeta

Dos horas más tarde, la plaza había quedado reducida a una multitud de heridos, agonizantes y muertos. Los soldados pasaban entre los cuerpos, con el sable en la mano, y les daban la vuelta para verles el rostro. Shams al-Dawla Turansha, el atabek de Damasco, los seguía, con las manos unidas tras su cuerpo macizo, que paseaba por la ciudad como un hipopótamo por un pantano. El
atabek
iba acompañado por su escolta y por algunos médicos y enfermeros del
bimaristan
al-Nuri; entre ellos el doctor Ibn al-Waqqar, que llamaba la atención por su nariz aguileña y por su increíble delgadez.

No era la primera vez que la ciudad vivía una desgracia semejante, pero nunca había habido tantas víctimas: cerca de ciento sesenta, sin contar las pérdidas materiales, las casas dañadas, los puestos volcados y las mercancías transformadas en humo o desaparecidas en la bolsa de Alí Baba.

El doctor al-Waqqar echaba pestes en medio de los heridos, mientras hacía lo posible por cauterizar una herida aquí, entablillar un hueso más allá o dar un consejo un poco más lejos; maldiciendo en todas partes a los soldados del atabek, que no habían hecho diferencias entre los simples mirones y los supuestos responsables de aquella tragedia.

Por otra parte, ¿cómo hubieran podido hacerlo?

Ahora solo una cosa importaba: comprender lo que había ocurrido y reconstruir los acontecimientos. Saladino no tardaría en ser informado de la matanza y reclamaría al instante un informe del
atabek
, su hermanastro. De ahí el estado de agitación extrema en que se encontraba Shams al-Dawla Turansha y los esfuerzos que desplegaba para dar la impresión de que estaba haciendo todo lo posible para que la investigación concluyera cuanto antes; aunque la mayoría de las víctimas tuvieran que cargarse en la cuenta de sus propios soldados.

Desde hacía varias semanas, la estrella de Saladino, ascendiendo en el firmamento al ritmo de sus victorias, había, por así decirlo, «despertado las tinieblas». De la sombra en que habían permanecido agazapados durante muchos años, habían resurgido los miembros de la secta chií de los nizaritas, más conocidos bajo el nombre de asesinos. En un momento en que Damasco y los ayyubíes ya estaban bastante ocupados con los cainitas —que adoraban a Caín y a Judas—, los vástagos de Abraham —que sacrificaban a Dios a su primogénito— y los ahrimanitas —que rendían culto al dios persa del Mal, Ahrimán, y se oponían violentamente a los discípulos de Ormuz, el dios del Bien—, la poderosa secta de los asesinos había dirigido sus miradas al sudoeste de Siria y trataba de extender allí su poder entre los drusos, que veneraban a Al-Hakim. Además, otras facciones sediciosas preocupaban a Saladino: los movimientos ebionitas, elcesianos, marcosianos y merintianos, en lucha con las altas autoridades mahometanas, judaicas y cristianas; los ofitas, que creían en la Serpiente y levantaban áspides, cerastas y crótalos a miles en templos dedicados a su dios; así como el habitual cortejo de criaturas extraordinarias, como los gigantes que, según decían, moraban en las montañas del Líbano, los demonios, los yinn, las estriges, y también los cercopes (temibles guerreros, a la vez hombres y monos), las empusas y las geludes, respectivamente demonios y vampiros venidos de la Grecia antigua tras pasar por Bizancio. Su existencia no estaba probada, aunque muchos creyeran en ellos, pero los rumores les atribuían toda clase de fechorías. No pasaba semana sin que se encontrara un cuerpo vaciado de su sangre, un mes sin que un individuo perdiera la cabeza y masacrara a su familia antes de darse muerte, un año sin un nacimiento extraño (generalmente el de un ser de piel negra que farfullaba palabras en arameo), un decenio sin que un par de alas de murciélago crecieran en la espalda de una mujer. Por no hablar de esos hombres a los que por la noche les crecían cuernos y que por la mañana se ponían a bramar como toros. Sin duda se trataba de misterios, de misterios horribles, pero de todos modos eran preferibles a las maniobras de los temibles asesinos.

Rachideddin Sinan, su jefe, había situado a sus hombres en todos los lugares estratégicos de la sociedad mahometana: en mezquitas, tiendas, puertos, hospitales, palacios, prisiones, cuarteles e incluso —se murmuraba— en los harenes, donde huríes y eunucos trabajaban para informarle. Esa tela invisible de agentes, esa red de informadores, era una de las mejores de Oriente, por no decir del mundo. No se producía movimiento de tropas, decisión, imposición de tributos, promoción o partida de un barco de los que Sinan no estuviera enterado.

Dos cosas fortalecían a los asesinos, dándoles ese valor ciego y esa determinación que los hacía invencibles: el odio y el miedo; el odio que tenían a los suníes, es decir, a la mayoría de los mahometanos, a los que acusaban de felonía y traición, y el miedo que inspiraban a la gente, que no les dejaba otra elección que la victoria o la muerte.

El Viejo de la Montaña, su venerable jefe, había dicho: «Nada es verdadero, todo está permitido». Decía también que la vida era solo un engaño, que la verdadera vida se encontraba en otra parte y que él tenía las llaves del paraíso.

Rachideddin Sinan había dado orden a sus tropas de atacar. En todas partes había que golpear al enemigo en la garganta, y, para impedir que sanara, golpear y volver a golpear, y empezar de nuevo. Había que obligarlo a mantener tropas en la ciudad para debilitarlo en los campos de batalla; aterrorizar a la población para incitarla a huir o a rebelarse contra la autoridad; arruinar el comercio para empobrecer a Saladino y enojar a los mercaderes; secuestrar a las familias de los ulemas más conocidos para hacerles chantaje; apuñalar sin piedad a los que querían la paz y se esforzaban en ser justos, rectos, humanos. Mostrarse tan abominables, en fin, que todos dijeran: «Debe de tener a Dios de su parte, si ni el derecho ni la fuerza pueden nada contra él».

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