Caballeros de la Veracruz (19 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Mira ahí! —exclamó—. ¡Ahí, te digo!

Masada no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa boba. Entonces Femia extendió el brazo para sacudirlo, y se dio cuenta de que se había adormilado.

—¡Despierta! —le gritó—. ¡Hemos llegado!

Masada abrió los ojos y vio, no lejos de Carabas, a un hombre encadenado. A pesar de la banda de tela que le tapaba el ojo derecho y de sus numerosas heridas, lo reconoció enseguida: era Morgennes.

11

Un esclavo creyente vale más que un hombre libre y politeísta,

aunque este os agrade.

Corán, II, 221

La primera intención de Masada fue dar media vuelta. Morgennes no parecía haberlo visto, de modo que Masada tiró de las riendas de Carabas. En vano: el animal se negaba a moverse. Femia se indignó y lanzó toda clase de improperios a su marido, que fingió no oír los insultos porque no sabía cómo responder a ellos.

Bajo las miradas divertidas de los curiosos, el hombrecillo descendió de la carreta y se dirigió renqueando hacia un rincón del mercado donde los herreros golpeaban unos sables para darles vida. Los «¡clang! ¡clang!» de los pesados martillos parecían subrayar las invectivas de Femia, y la cabeza de Masada se fue hundiendo cada vez más entre sus hombros. Finalmente, cuando se hubo alejado bastante, el pequeño judío hizo ver que se interesaba por el puesto de un artesano que fabricaba en el torno empuñaduras de daga.

Para convencerse, y para convencer a su mujer, del interés que sentía, Masada preguntó a un aprendiz por el precio de una de las armas, cuya reputación hacía tiempo que había rebasado las fronteras del Oriente.

—¡Mal hombre! —gritó Femia a su marido desde su asiento—.
Yallah
! ¡Abandonar a tu mujer en medio del mercado!

Masada se hizo el sordo e inició un regateo para despistar.

De pronto, la perra lanzó un ladrido. Morgennes volvió la cabeza.

¡Ella! ¿Pero qué hacía allí? ¿Era la misma? Morgennes miró hacia la carreta y vio a la mujer sentada en la parte delantera.

Era tan obesa que los pliegues de grasa que le caían del cuello le colgaban sobre el pecho. No se sabía si tenía la cabeza anormalmente hundida o los hombros exageradamente altos. Recordaba a un elefante. Y desde luego sus dimensiones y los berridos que lanzaba eran propios de ese animal. Sus ataques de indignación se traducían en vociferaciones que atraían la atención de los curiosos. La mujer habría hecho maravillas pregonando su mercancía en un mercado, pero, con excepción de los numerosos adornos que llevaba en torno al cuello y los anillos de los dedos, su mostrador estaba vacío. Por otra parte, Morgennes se preguntó qué hubiera podido vender, dado que nadie compraba fealdad. «Pobre mujer», pensó.

En aquel momento sus miradas se cruzaron.

Femia acababa de dirigir algunas nuevas pullas a su marido, que se había alejado en dirección a los vendedores ambulantes que anunciaban sus mercancías: pirámides de flores y de especias. Masada contempló los tarros de plantas carminativas, como el anís, el hinojo, el toronjil o la salvia, preguntándose si no podrían ser útiles para calmar la diarrea verbal de su esposa.

La mujer, por su parte, no apartaba la mirada de Morgennes. Aquel hombre la fascinaba, sin que pudiera decir por qué. Sin embargo, al ver la banda que le tapaba el ojo derecho, reprimió un escalofrío ante la idea del agujero que se ocultaba detrás. Morgennes estaba de pie ante una cuarentena de esclavos que se encontraban en un estado lamentable. Los más desesperados, para no curarse, se arrancaban de las heridas sus vendas ensangrentadas, descubriendo llagas purulentas que no llegaban a cicatrizar. Morgennes era el más vigoroso, pues los otros tenían incluso difi-cultades para mantenerse en pie. Muchos murmuraban para sí palabras incomprensibles, como si hubieran perdido la razón.

—¿Te interesa? —preguntó a Femia un kurdo de ojos amarillos—.Tengo varios como este, no son caros... Pero tendrás que darte prisa, son los últimos. Después los precios subirán...

El mercader, que no dejaba de sonreír y de retorcerse los bigotes, añadió:

—Te lo cedo por diez dinares. Es un antiguo hospitalario convertido al islam. Una pieza excepcional.

—Tengo que reflexionar —dijo Femia, incómoda—. No puedo hacer nada sin mi marido.

—¡Tu marido! —El kurdo se echó a reír—. ¡Pero si está lejos! Una mujer de tu carácter no necesita a su marido...

—Es cierto. Pero de todos modos tengo que reflexionar.

En realidad, Femia ya se había decidido: compraría a Morgennes. Sería su locura, su última joya. Pero no a aquel precio. Veía una tal abundancia de esclavos alrededor que se decía que debía ser posible conseguirlo más barato, aunque la mayoría estuvieran muy mal. Las costillas sobresalían entre los harapos, placas de sarna dejaban al descubierto las pústulas de las cabezas y en las barbas ralas se agitaban los parásitos, un reflejo de la pediculosis que les roía el bajo vientre. Una tos ronca arrancaba a algunos de ellos un último soplo de vida: morirían aquella misma noche o al día siguiente.

—¡El mío es mejor! —clamó el kurdo, que, como buen comerciante, se había adelantado a las inquietudes de su cliente—. ¡Lo han cuidado, se han ocupado de él! ¡Es un esclavo muy especial! El propio Saladino (que el Altísimo lo tenga en su santa guarda) lo convirtió al islam.

—Si es tan especial, ¿por qué no lo han comprado aún?

—Es que nos da miedo. Se dice que habla con fantasmas y que oye y ve cosas que se nos escapan. Es un antiguo monje guerrero, ¿comprendes? ¡Tal vez incluso un héroe!

—Si inspira miedo, no vale tan caro —argumentó Femia.

—¡Demonios! ¡Eres dura negociando! ¡Ocho dinares!

—Cinco.

—¡Cinco! ¡Pero si eso ni siquiera paga los cuidados que ha recibido! Lo han atendido en el mejor de los hospitales de la ciudad, el
bimaristan
al-Nuri, donde un
kahhál
se ocupó de su ojo. El propio Ibn al-Waqqar lo ha cuidado. Era el médico de Nur al-Din, probablemente el mejor médico del mundo... después de Moisés Maimónides, claro está, que es el de Saladino (la paz sea con él). A pesar de las apariencias, este hombre está en mejor forma que tú y que yo. Ahora es un hombre nuevo. Vivirá más que tu asno, ¡te lo juro!

Femia lanzó un suspiro y dirigió la mirada hacia los otros esclavos, lo peor de los prisioneros hechos en Hattin. Los vendían por lotes de cuatro o cinco por el precio de uno, con la idea de que tal vez uno sobreviviera. Porque aquellos hombres estaban cansados de vivir. Los habían ayudado a aguantar hasta Damasco, pero a partir de ahí ya no se habían preocupado por ellos. Podían morir, y serían solo algunas bocas menos que alimentar. Aunque, de todos modos, ya no les daban de comer. A los nobles los habían cambiado por un rescate. A los caballeros, los mejores entre los hombres de a pie, los arqueros y los ballesteros los habían vendido luego a un buen precio. A continuación las mujeres y los niños. Pero con los viejos, las feas o los lisiados no sabían qué hacer. Los sarracenos tenían demasiados. Aquel exceso de mercancía supurante les daba náuseas. A falta de espacio, por la noche los hacían dormir directamente sobre el polvo de las calles. Solo a los más valiosos los habían llevado a las prisiones o los depósitos. Así, Morgennes había pasado varias noches en la celda donde en otro tiempo Eudo de Saint-Amand, por entonces maestre de los templarios, se había consumido después de su captura en la batalla de Marj Ayun, como atestiguaban las inscripciones en los muros.

El kurdo empezaba a impacientarse, cuando Masada volvió. Sostenía una correa de cuero pasada en torno al cuello de un joven esclavo apenas más alto que una espada. El adolescente iba cubierto solo con un triste taparrabos y caminaba descalzo. A pesar de la ligadura que lo ataba a Masada, su marcha era ligera y su mirada estaba llena de vida. El muchacho tenía los labios escarlata y el cabello sedoso. Le habían aceitado la piel y cortado las uñas. ¿No sería uno de esos esclavos que vendían para darse placer? ¿Qué locura había cruzado por la mente de Masada? Este, en todo caso, parecía sentirse aliviado. De vez en cuando lanzaba una rápida ojeada al grupo de esclavos donde se encontraba Morgennes, y con la mirada perdida en el vacío seguía Caminando apresuradamente hacia la carreta. Cuando estuvo a unos pasos de su mujer, señaló al esclavo recién adquirido y le espetó:

—Súbeme esto. Nos vamos.

Femia bajó, pasó entre Morgennes y el mercader de esclavos e instaló al joven esclavo en la parte trasera, con la perra.

—¡Masada!

Femia giró sobre sí misma, estupefacta. No era casual que Carabas se hubiera detenido ante aquel esclavo. El hombre conocía a su marido. Masada se inmovilizó un instante, como paralizado, y luego se instaló confortablemente. Sujetó las riendas de Carabas y chasqueó la lengua para darle la orden de partida; pero Carabas no se movió.

—¡Masada, soy yo! —exclamó Morgennes—. ¿No me reconoces? ¡Morgennes, del Hospital!

El mercader de esclavos se frotó las manos: no había nada mejor para los negocios que un esclavo tratando de venderse a sí mismo a alguien que ya lo conocía. Masada se volvió febrilmente hacia la parte trasera de la carreta, donde el joven esclavo acari-ciaba a la perra, y le ordenó, iracundo:

—¡Tú, baja, ve a tirar del asno!

El muchacho obedeció con presteza y cogió al asno por el cabestro. Femia dijo entonces a su marido:

—¡Compra a ese hombre! —Y señaló a Morgennes, que los miraba fijamente.

Pero Masada hizo como que no oía ni veía nada.

—¡Diez dinares! —soltó entonces el mercader.

—¡Hace un momento eran ocho! —se indignó Femia.

—¡Los precios han subido! —respondió el mercader—. ¡Lo siento, ya os había prevenido!

—¡Vendido! —gritó una voz, mientras una bolsa aterrizaba a los pies del kurdo.

Todos se giraron hacia el que la había lanzado: era un hombre de unos veinte años, con la cara picada de viruela, cabello ralo y cara de pocos amigos. Llevaba una daga de hoja curvada sobre el pecho y tenía el brazo derecho seccionado a la altura del codo. Cuatro energúmenos de aspecto patibulario lo seguían. Los hombres llevaban a la espalda un pequeño arco corto, y en el costado, además de un sable largo, una maza erizada de pinchos. A pesar de la mugre y el polvo que les embadurnaba la cara, Morgennes reconoció a los cinco mahometanos contra los que había peleado ya en dos ocasiones. Taqi ad-Din lo había salvado la primera vez, y Casiopea la segunda. Aquella vez no veía quién podría evitar que cayera en manos de aquellos bandidos, si no eran Masada y su mujer.

—¡Masada! —gritó Femia agarrando del brazo al mercader de esclavos—. ¡Coge el cofrecillo y cómpralo!

—¡No hay bastante! —gruñó Masada.

—¿Y con qué lo has pagado a él? —preguntó la mujer, furiosa, lanzándose sobre el joven esclavo para sujetarlo por el cuello.

Masada no respondió palabra. Los maraykhát empezaban a impacientarse, y Femia se puso escarlata.

—¡Masada, te prevengo! Si no lo compras, explicaré a mis hermanas que...

Se interrumpió, como si prefiriera no decir demasiado. Abrumado, Masada preguntó al mercader:

—¿Cuánto?

El vendedor, con un brillo nuevo en la mirada, se volvió hacia los maraykhát.

—¡Lo lamento, señores míos, pero acabo de recibir otra proposición! —dijo con aire falsamente desolado. Y luego, mirando a Masada, anunció en tono divertido—: ¡Cincuenta dinares!

Masada estuvo a punto de atragantarse.

—¡Nos vamos! —dijo dirigiéndose a Femia. Morgennes sujetó a Masada por la manga.

—¡Cómprame! ¡Sin que importe el precio! ¡Te lo reembolsarán cien veces!

—¡Claro, en el paraíso! —gritó Masada—. No tienes ni una moneda; de hecho, no tienes ni bolsillo...

—¡A mi orden le sobran las riquezas!

Masada pareció dudar un instante. El kurdo recogió la bolsa que había caído al suelo y la tendió a los maraykhát.

—Los precios han vuelto a subir, y tú no tienes bastante.

—¡Ay de ti si no coges mi oro! —maldijo el manco, llevando la mano al kandjar.

—¡No me obligaréis a vender! —exclamó el mercader dejando caer la bolsita a sus pies.

Luego levantó el látigo e hizo un gesto en dirección al estrado; tres robustos mamelucos se situaron a su lado. Los tres colosos medían casi diez palmos de alto, tenían las manos de la medida de un sacudidor y sostenían una guisarma: una pica de mango corto con la cuchilla casi tan larga como ancha. Pero aquello no fue suficiente para arredrar a los maraykhát. El manco se volvió hacia sus compañeros y les ordenó:

—¡Dadme todo lo que tengáis!

Los maraykhát se registraron los bolsillos y sacaron cuatro magras bolsas que se añadieron a la primera.

—¡Coge esto y danos al franco! —le espetó el manco—. ¡Por el Profeta, no tendrás otra oferta mejor!

El kurdo empujó a Morgennes hacia los maraykhát, pero de nuevo este se agarró a Masada. El vendedor estaba dudando si debía azotarlo —lo que hubiera estropeado la mercancía—, cuando se escuchó un grito:

—¡Cien dinares!

Los labios del mercader se abrieron para formar un perfecto círculo, y el hombre dijo a Morgennes:

—¡Pero si vales una fortuna! —Y luego, mirando hacia la multitud, preguntó hinchando el pecho—: ¿Quién ha dicho eso?

—¡Nosotros! —respondió una voz potente con un fuerte acento nórdico.

Dos encapuchados con un manto de un blanco inmaculado se abrieron paso entre el gentío y se dirigieron con paso resuelto hacia Morgennes. La multitud esperaba, según informaron los mahometanos, «inmóvil y muda, como si un pájaro se hubiera posado sobre su cabeza». Entre ella, algunos hombres con turbante gris tomaron posiciones en las cuatro esquinas de la plaza del mercado, pasando entre los caballos y los asnos, tratando de confundirse entre las sombras de los puestos, los fardos y las seras de arroz. Cuando estuvo a dos pasos del mercader, el más alto de los hombres de blanco le puso en la mano una pesada bolsa de cuero y declaró:

—¡Este hombre es nuestro!

—¡Cien dinares! —exclamó el kurdo, que no podía creer lo que veía—. ¿Quién da más?

El hombre del manto blanco lo agarró por el cuello.

—Lo repito: ¡este hombre nos pertenece!

—¡No tan deprisa! —intervino el manco, adelantándose—. ¿Quién os ha permitido aumentar nuestra oferta? Y, antes que nada, ¿quién sois vos?

El hombre de blanco se volvió lentamente hacia el maraykhát, lo sujetó por la muñeca y empezó a retorcerle el brazo.

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