—¿Qué ha sido eso? —tartamudeó Francis. Se retorcía bajo mi peso y durante un instante nos quedamos mirando fascinados cómo la destellante llama azul se convertía en un estallido de luz sobre la fea pared amarilla hasta que se replegó sobre sí misma y desapareció con una pequeña explosión.
Asustada por primera vez, me giré para mirar a mi espalda. Allí de pie junto al pasillo que iba a las oficinas había un hombre bajito, vestido de negro y seguro de sí mismo con una bola roja de siempre jamás entre las manos. Una mujer delgadísima vestida igual que él bloqueaba la entrada principal. El tercer hombre estaba junto a la ventanilla de billetes y era un tipo musculoso del tamaño de un Volkswagen escarabajo. Al parecer, el congreso de brujas de la costa había terminado. Estupendo.
Francis comprendió la situación de golpe e inspiró entrecortadamente.
—¡Suéltame! ¡Te van a matar!
Hundí los dedos con más fuerza en su cuerpo, que no paraba de retorcerse. Apreté los dientes y gruñí de dolor cuando sus esfuerzos por huir acabaron por saltarme los puntos y empecé a sangrar. Rebusqué en mi bolso un amuleto y por el rabillo del ojo vi como el hombre bajito movía los labios y la bola de su mano pasaba del color rojo de siempre jamás a ser azul. Maldita sea, estaba invocando un hechizo.
—¡No tengo tiempo para esto! —mascullé enfadada, echándome encima de Francis para detenerlo.
La gente de la estación había salido corriendo. Se refugiaron en los pasillos y algunos sortearon a la mujer para salir al aparcamiento. Cuando los brujos se batían en duelo solo los más rápidos sobrevivían. Inspiré fuertemente por la nariz con un silbido al ver al hombre dejar de mover los labios. Echando el brazo hacia atrás arrojó el hechizo. Con la respiración entrecortada agarré a Francis para levantarlo delante de mí.
—¡No! —chilló con la boca y los ojos desencajados por el miedo ante el hechizo que se le venía encima. La fuerza del impacto nos lanzó por los suelos hasta las sillas. El codo de Francis me golpeó en el brazo herido y gruñí de dolor. El grito de Francis se cortó con un espantoso gorjeo.
Lo empujé frenéticamente para quitármelo de encima y el dolor de mi hombro se tornó agónico. Francis se desplomó en el suelo, inconsciente. Me arrastré hacia atrás mirándolo fijamente. Estaba cubierto por una capa azul palpitante. Tenía un fino fragmento de la misma sustancia en mi manga. Se me puso la piel de gallina al ver cómo la bruma azul de siempre jamás se deslizaba por la manga para unirse a la que cubría a Francis, que sufría convulsiones y luego se quedó inmóvil.
Con la respiración agitada, levanté la vista. Los tres asesinos hablaban latín entre ellos y dibujaban figuras invisibles en el aire con sus manos. Sus movimientos eran gráciles y deliberados, casi obscenos.
—¡Rachel! —chilló Jenks, tres sillas más allá—, están creando una red. ¡Sal de ahí! ¡Tienes que irte!
¿
Irme
?, pensé mirando a Francis. La bruma azul había desaparecido, dejando sus brazos y piernas retorcidos en el suelo formando ángulos antinaturales. El pánico se apoderó de mí. Había obligado a Francis a recibir el golpe destinado a mí. Había sido un accidente. No había sido mi intención matarle. El estómago se me encogió y pensé que iba a vomitar. Aparté el miedo de mi mente usando mi rabia para ponerme de rodillas. Me aferré a una silla y me apoyé en ella para levantarme. Me habían obligado a usar a Francis como escudo. Dios mío, había muerto por mi culpa.
—¿Por qué me has obligado a hacer eso? —dije lentamente dirigiéndome al hombre bajito. Di un paso hacia delante y el aire comenzó a fluctuar. No podía decir que lo que acababa de hacer estuviese mal, aún seguía viva, pero no hubiera querido hacerlo—. ¿Por qué me has obligado a hacer eso? —repetí más alto, notando que aumentaba mi rabia a la vez que sentía una oleada de pinchazos por todo el cuerpo. Era el principio de la red. Me daba igual. Recogí mi bolso en busca de los amuletos que estaban sin invocar.
Los ojos del brujo de líneas luminosas se abrieron sorprendidos cuando llegué hasta él. Con gesto de determinación comenzó a salmodiar más alto. Oía a los otros dos susurrando como un viento cargado de cenizas. Era fácil moverse por el centro de la red, pero conforme me acercaba a los bordes se hacía más difícil. Nos encontrábamos en una bolsa de aire teñida de azul. Fuera, Nick y Edden se esforzaban por entrar.
—¡Me has obligado a hacerlo! —grité.
Mi pelo subió y bajó por una bocanada de aire de siempre jamás que se produjo cuando la red se hizo sólida. Con las mandíbulas apretadas eché un vistazo fuera de la bruma azul y vi al hombre musculoso como una montaña mantener la red fija mientras lanzaba hechizos de líneas luminosas a los agentes de la AFI que habían entrado en tropel y se veían completamente superados. No me importaba. Dos de ellos estaban atrapados conmigo. No iban a ir a ninguna parte.
Estaba enfadada y frustrada. Estaba cansada de esconderme en una iglesia, cansada de esquivar bolas de líquido, cansada de tener que sumergir mi correo en agua salada y cansada de tener miedo. Y por mi culpa Francis estaba tirado en el frío suelo de una cutre estación de autobuses. Por muy repugnante que fuese, no se merecía esto. Me acerqué el bolso y me dirigí cojeando hacia el hombre bajito. Sin que me viese palpé las marcas de un amuleto de sueño. Furibunda me lo froté por el cuello y lo sujeté por la cuerda. El brujo empezó a mover los labios y sus largas manos comenzaron a esbozar dibujos en el aire. Si era un hechizo maligno tenía cuatro segundos; cinco si era lo suficientemente potente como para matarme.
—¡Nadie! —exclamé tambaleándome hacia delante, empujada únicamente por mi fuerza de voluntad. Sus ojos se abrieron de par en par al ver la marca del demonio en mi brazo, alzado con la mano cerrada en un puño—. ¡Nadie me obliga a matar a alguien! —grité balanceándome.
Ambos nos tambaleamos cuando golpeé su mandíbula. Sacudí la mano por el dolor y me encogí sobre mí misma. El hombre se tropezó y dio un paso atrás. La acumulación de poder disminuyó repentinamente. Furiosa, apreté los dientes y me abalancé sobre él de nuevo. No esperaba un ataque físico, al igual que la mayoría de los brujos de líneas luminosas, y levantó un brazo para defenderse. Le agarré por los dedos y se los retorcí hacia atrás, rompiéndole al menos tres.
Su grito de dolor tuvo un eco en el grito de consternación de la mujer al otro lado del vestíbulo. Se dirigió hacia nosotros corriendo. Yo aún seguía aferrándome a la mano del brujo y entonces levanté un pie empujándolo hacia delante para que tropezase con él. Se le salían los ojos de las órbitas. Aferrándose el estómago con las manos, cayó hacia atrás. Sus ojos llorosos siguieron a alguien detrás de mí. Todavía conteniendo la respiración, se dejó caer y rodó hacia la derecha.
Con la respiración entrecortada caí al suelo y rodé hacia la izquierda. Hubo una explosión que me echó todo el pelo hacia atrás. Levanté la cabeza del suelo cuando la bola verde de siempre jamás se dispersó por la pared y hacia el pasillo. Me giré. La delgadísima mujer seguía acercándose con la expresión tensa y sin cesar de mover la boca. La bola roja de siempre jamás que llevaba en la mano iba creciendo y le surgían vetas verdes de su propia aura al intentar manejarla según sus intenciones.
—¿Quieres hacerme pedazos? —grité desde el suelo—. ¿Eso es lo que quieres? —dije levantándome tambaleante y apoyando una mano en la pared para mantenerme erguida.
El hombre dijo algo a mi espalda. No pude oírlo. Era demasiado extraño para que mi mente lo entendiera. Me dio vueltas en la cabeza y me esforcé por encontrarle sentido. Entonces mis ojos se abrieron como platos y mi boca se abrió con un grito silencioso al explotar dentro de mí. Agarrándome la cabeza caí de rodillas gritando.
—¡No! —chillé, clavándome las uñas en el cuero cabelludo—. ¡No! ¡Sal!
Cortes rojos con bordes negros. Gusanos retorciéndose. El amargo sabor de la carne podrida. El recuerdo de todo aquello empezó a arder en mi subconsciente. Levanté la vista jadeante. Estaba acabada. No quedaba nada. Mi corazón latía con fuerza contra mis pulmones. Manchas negras bailaban en los márgenes de mi visión. Notaba un hormigueo en la piel, como si no fuese mía. ¿Qué demonios había sido aquello?
El hombre y la mujer estaban ahora de pie juntos. Ella le había puesto una mano bajo el codo y sujetaba al hombre inclinado sobre su mano rota. Sus rostros estaban enfadados, seguros de sí mismos y satisfechos. Él no podía usar la mano, pero claramente no la necesitaba para matarme. Lo único que tenía que hacer era decir aquella palabra otra vez. Estaba muerta. Más muerta que de costumbre. Pero me llevaría a uno de ellos conmigo.
—¡Ahora! —oí gritar a Edden a lo lejos, como si su voz viniera de entre la niebla. Los tres nos sobresaltamos cuando la red cayó. La sombra azul en el aire se deshizo y desapareció. El brujo grande fuera de la red estaba en el suelo con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Seis agentes de la AFI lo rodeaban. Un rayo de esperanza me atravesó, casi dolorosamente. Una silueta que se acercaba a toda velocidad captó mi atención. Nick.
—¡Aquí! —grité, agarrando la cuerda del amuleto del suelo donde lo había dejado caer y se lo lancé.
El asesino se giró, pero era demasiado tarde. Nick, pálido, dejó caer la cuerda por la cabeza de la mujer y dio marcha atrás. Ella se desplomó. El hombre intentó torpemente sujetarla y la dejó caer con suavidad en el suelo. Boquiabierto, miró sorprendido a su alrededor.
—¡Somos de la AFI! —gritó Edden, incómodo con su cabestrillo y la pistola en la mano izquierda—. Poned las manos detrás de la cabeza y dejad de mover los labios u ¡os vuelo en pedazos!
El hombre parpadeaba atónito. Miró a la mujer tirada a sus pies. Inspiró y echó a correr.
—¡No! —grité. Todavía en el suelo volqué el contenido de mi bolso, agarré un amuleto, lo pasé por la sangre de mi cuello y se lo lancé a los pies. La mitad de los amuletos de mi bolso se enredaron en él. Como si fuese una boleadora, los amuletos salieron volando a la altura de las rodillas. Lo alcanzaron y se enredaron en sus piernas como si fuese una vaca. Tropezó y cayó al suelo.
El personal de la AFI se arremolinó a su alrededor. Conteniendo la respiración, observé y esperé. El hombre seguía en el suelo. Mi amuleto lo había dejado indefenso y plácidamente dormido. El ruido del personal de la AFI me sacudió. Impulsada por un único propósito, me arrastré hasta Francis, quien permanecía tumbado solo junto a las sillas. Temiéndome lo peor le di la vuelta. Sus ojos miraban fijos al techo. Me quedé pálida. Dios, no.
Pero entonces su pecho se movió y una estúpida sonrisa se dibujó en sus labios por lo que fuese que estaba soñando. Estaba vivo y respiraba, completamente inmerso en un hechizo de línea luminosa. Me invadió una sensación de alivio. No lo había matado.
—¡Te pillé! —le grité en su estrecha cara de rata—. ¿Me oyes, apestoso montón de excrementos de camello? ¡Estás arrestado!
No lo había matado.
Los gastados zapatos marrones de Edden se detuvieron junto a mí. Mi expresión se tensó y me pasé la mano manchada de sangre bajo un ojo. No había matado a Francis. Entornando los ojos levanté la vista por los arrugados pantalones de Edden hasta su cabestrillo. Tenía el sombrero puesto y yo no podía apartar los ojos de las brillantes letras azules que deletreaban «AFI» sobre el fondo amarillo.
Un carraspeo de satisfacción salió de su garganta y su amplia sonrisa le hizo parecerse aun más a un trol. Aturdida parpadeé y noté que mis pulmones se comprimían entre ellos. Me pareció que me costaba una barbaridad llenarlos.
—Morgan —dijo el capitán con tono alegre, y extendió su fornida mano para ayudarme a levantarme—, ¿está bien?
—No —dije con voz ronca. Intenté alcanzar su mano, pero el suelo se inclinó. Nick soltó un grito ahogado de advertencia y me desmayé.
—¡Oídme! —gritó Francis escupiendo saliva al hablar con exaltación—. Os lo diré todo. Quiero hacer un trato. Quiero protección. Se suponía que yo solo me encargaría de los alijos de azufre. Eso es todo. Pero alguien se asustó y el señor Kalamack quiso cambiar las entregas. Me dijo que las cambiase. ¡Eso es todo! Yo no soy un traficante de biofármacos. Por favor, ¡tienen que creerme!
Edden no dijo nada. Hacía de poli malo silencioso sentado frente a mí. Los papeles de facturación que Francis había firmado descansaban bajo su fornida mano como una acusación tácita. Francis estaba encogido en una silla en la cabecera de la mesa, a dos sillas de distancia de nosotros. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba asustado. Resultaba patético con su camisa chillona y su chaqueta de poliéster remangada, intentando vivir el sueño que le hubiese gustado que fuera su vida.
Con cuidado estiré mi dolorido cuerpo y me fijé en las tres cajas de cartón apiladas inquietantemente en un extremo de la mesa. Mis labios describieron una sonrisa. Escondido sobre mi regazo, tenía un amuleto que le había quitado al cabecilla de los asesinos. Brillaba con un feo color rojo, pero si era lo que yo pensaba, se volvería negro cuando yo muriese o cuando el contrato sobre mi vida hubiese sido pagado. Iba a dormir una semana seguida en cuanto el cabrón se apagase.
Edden nos había llevado a Francis y a mí a la sala de descanso de los empleados para evitar otro ataque de algún brujo. Gracias a la furgoneta de las noticias locales todo el mundo en Cincinnati sabía dónde estaba… y era cuestión de tiempo que las hadas empezasen a salir por los conductos. Tenía más fe en la manta de AFI que me envolvía que en los dos agentes de la AFI que estaban allí de pie y que hacían que la alargada sala pareciese atestada.
Me arropé con la manta por el cuello, apreciando tanto su limitada protección como su calor. Estaba formada por filamentos de titanio del grosor de la tela de araña, garantizando así diluir hechizos potentes y romper los más débiles. Varios agentes de la AFI llevaban monos de trabajo hechos del mismo tejido. Ojalá Edden se olvidase de pedirme que se la devolviera.
Mientras Francis seguía parloteando, me entretuve mirando las mugrientas paredes decoradas con frases ñoñas acerca de entornos de trabajo felices y de cómo demandar a la empresa. Un microondas y un maltrecho frigorífico ocupaban una de las paredes, un mostrador manchado de café otra. Observé la decrépita máquina expendedora de chocolatinas y sentí hambre de nuevo. Nick y Jenks estaban en un rincón, ambos intentando no molestar.