Brooklyn Follies (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Brooklyn Follies
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—¿Se te ha olvidado hablar, Lucy? —le preguntó Tom.

Negación con la cabeza.

—¿Y esa camiseta? ¿Significa que vienes de Kansas City?

Sin respuesta.

—¿Qué quieres que haga contigo? No puedo mandarte de vuelta con tu madre si no me dices dónde vive.

Sin respuesta.

—¿Quieres que te dé un lápiz y un cuaderno? Si no vas a hablar, quizá no te importe contestarme por escrito.

Negación con la cabeza.

—¿Es que has dejado de hablar para siempre?

Otra negación con la cabeza.

—Bueno. Me alegro de saberlo. ¿Y cuándo podrás hablar otra vez?

Lucy pensó un momento, luego alzó dos dedos y miró a Tom.

—Dos. Pero ¿dos qué? ¿Dos horas? ¿Dos días? ¿Dos meses? Dímelo, Lucy.

Sin respuesta.

—¿Tu madre está bien?

Asentimiento con la cabeza.

—¿Sigue casada con David Minor?

Otro asentimiento.

—¿Por qué te has escapado, entonces? ¿Es que no te tratan bien?

Sin respuesta.

—¿Cómo has venido a Nueva York? ¿En autobús?

Asentimiento con la cabeza.

—¿Tienes todavía el resguardo del billete?

Sin respuesta.

—Vamos a ver lo que llevas en los bolsillos. A lo mejor encontramos alguna pista.

Lucy se mostró complaciente y, metiéndose la mano en los cuatro bolsillos de los vaqueros, fue sacando su contenido, que no reveló nada de importancia. Ciento cincuenta y siete dólares en efectivo, tres chicles, seis monedas de veinticinco centavos, dos de diez, cuatro centavos y el nombre, dirección y número de teléfono de Tom escritos en un trozo de papel; pero ningún billete de autobús, ni rastro que le dijera dónde había iniciado el viaje.

—Muy bien, Lucy —dijo Tom—. Ahora que ya estás aquí, ¿qué es lo que piensas hacer? ¿Dónde vas a vivir?

Lucy señaló a su tío con el dedo.

Tom dejó escapar una breve carcajada de incredulidad.

—Fíjate bien en este sitio —recomendó—. Aquí apenas hay espacio para una persona. ¿Dónde crees que vas a dormir, pequeña?

Un encogimiento de hombros, seguido de otra amplia y aún más hermosa sonrisa, como diciendo:
Ya
veremos
.

Pero no había nada que ver, al menos en lo que a Tom se refería. No sabía nada de niños, y aun cuando hubiera vivido en una mansión de doce habitaciones con personal de servicio y todo, no habría tenido el menor deseo de convertirse en un segundo padre para su sobrina. Una niña normal ya habría exigido bastante atención, pero una niña terca que se negaba a hablar y se resistía a dar explicaciones sobre su situación era sencillamente imposible. Pero ¿qué iba a hacer, de todos modos? De momento tenía que quedarse con la niña, y a menos que lograra obligarla a decirle dónde estaba su madre, no habría manera de librarse de ella. Eso no significaba que no tuviese cariño a Lucy ni que le fuera indiferente su bienestar, pero sabía que su sobrina se había equivocado al recurrir a él. De todos los parientes de la niña, él era el menos indicado.

Yo tampoco tenía mucho interés en ocuparme de ella, pero al menos disponía de una habitación de invitados, y cuando Tom me llamó aquella misma mañana para contarme el apuro en que se encontraba (la voz llena de pánico, casi gritando al teléfono), le dije que estaba dispuesto a dejar que se quedara en mi casa hasta que solucionáramos el problema. Poco después de las once llegaron a mi apartamento de la calle Uno. Lucy sonrió cuando Tom le presentó a su tío abuelo Nathan, y pareció contenta de recibir el beso de bienvenida que le planté en la coronilla, pero pronto descubrí que conmigo no se mostraba más dispuesta a hablar que con Tom. Había esperado sonsacarle alguna que otra frase, pero lo único que conseguí fueron los gestos de asentimiento o negación que Tom ya conocía. Una personilla extraña, inquietante. Yo no era ningún experto en psicología infantil, pero me parecía evidente que la niña no tenía nada malo ni física ni mentalmente. Ninguna muestra de retraso, ni de autismo, nada orgánico que le impidiera relacionarse con los demás. Miraba directamente a los ojos, entendía todo lo que se le decía, y sonreía tantas veces y con tanta afectividad como dos niños juntos. ¿Qué pasaba, entonces? ¿Había sufrido algún trauma horrible que le había privado de la facultad de hablar? ¿O bien, por motivos que aún resultaban impenetrables, había decidido hacer voto de silencio, imponiéndose un mutismo voluntario con objeto de poner a prueba su voluntad y su valor: un juego infantil del que acabaría cansándose? No tenía cardenales en la cara ni los brazos, pero en cierto momento resolví convencerla para que se diera un baño de modo que pudiera echarle una mirada al resto de su cuerpo. Sólo para estar seguro de que no había sido víctima de palizas ni abusos.

La instalé delante de la tele en el salón, y puse un canal que emitía dibujos animados las veinticuatro horas del día. Los ojos se le iluminaron de placer al contemplar las piruetas de los personajes en la pantalla; tanto, que se me ocurrió que no tenía costumbre de ver la televisión, lo que a su vez me hizo pensar en David Minor y la severidad de sus creencias religiosas. ¿Había prohibido el marido de Aurora la televisión en casa? ¿Eran sus convicciones tan extremas que quería proteger a su hija adoptiva del desenfrenado carnaval de la cultura popular norteamericana: aquella impía barahúnda de oropel y basura que manaba interminablemente de cada tubo catódico del país? Tal vez. No sabríamos nada acerca de Minor hasta que Lucy nos dijera dónde vivía, y de momento se negaba a pronunciar palabra. Basándose en la camiseta, Tom apostaba por Kansas City, pero ella se resistía a confirmarlo o negarlo, lo que daba a entender que no quería que lo supiéramos; tal vez porque temía que la mandáramos de vuelta a casa. Se había escapado, después de todo, y los niños felices no se fugan. Eso era seguro, tanto si tenían tele como si no.

Con Lucy apoltronada en el suelo del salón, comiendo pistachos y viendo un episodio del
Inspector Gadget
, Tom y yo nos retiramos a la cocina, donde ella no podía oír nuestra conversación. Estuvimos hablando sus buenos treinta o cuarenta minutos, pero no llegamos a nada salvo a sentirnos cada vez más inquietos y confusos. Tantos misterios e imponderables que resolver, tan pocos indicios sobre los que establecer una hipótesis plausible. ¿De dónde había sacado Lucy el dinero para el viaje? ¿Cómo sabía la dirección de Tom? ¿La había ayudado su madre a fugarse o se había escapado ella sola? Y si Aurora había participado en la fuga, ¿por qué no se había puesto previamente en contacto con Tom ni le había enviado al menos una nota con su hija? A lo mejor sí se la había dado, y Lucy la había perdido. Fuera como fuese, ¿qué nos decía la marcha de la niña sobre el matrimonio de Aurora? ¿Era el desastre que ambos nos temíamos, o la hermana de Tom había visto la luz, abrazando por fin la visión del mundo de su marido? Pero entonces, si en la familia reinaba la armonía, ¿qué estaba haciendo su hija en Brooklyn? No dejábamos de dar vueltas al asunto, sin salir del mismo círculo vicioso, hablando y hablando sin parar, incapaces de responder a una sola pregunta.

—El tiempo lo dirá —concluí al fin, sin querer prolongar aquella agonía—. Pero lo primero es lo primero. Tenemos que encontrarle un sitio para vivir. Tú no puedes quedarte con ella, y yo tampoco. ¿Qué hacemos, entonces?

—No voy a colocarla con una familia, si es que te refieres a eso —declaró Tom.

—No, claro que no. Pero tiene que haber alguien conocido que esté dispuesto a quedarse con ella. Temporalmente, me refiero. Hasta que logremos localizar a Aurora.

—Eso es mucho pedir, Nathan. La cosa podría prolongarse durante meses. Eternamente, quizá.

—¿Qué me dices de tu hermanastra?

—¿Te refieres a Pamela?

—Dijiste que disfruta de una posición acomodada. Una mansión en Vermont, dos críos, el marido abogado. Si le dices que sólo será este verano, a lo mejor está de acuerdo.

—Detesta a Rory. Todos los Zorn la odian. ¿Por qué iba a complicarse la vida por su hija?

—Compasión. Generosidad. Dijiste que ha mejorado con los años, ¿no? Bueno, si yo me comprometo a sufragar los gastos de Lucy, a lo mejor lo considera como una verdadera empresa familiar. Todos arrimando el hombro por el bien común.

—Eres perro viejo, ¿eh? Resultas muy convincente.

—Sólo intento que salgamos del apuro, Tom. Nada más que eso.

—De acuerdo, llamaré a Pamela. Me dirá que no, pero por lo menos lo habré intentado.

—Así me gusta, hijo. Tienes que exponerle el caso con suavidad y sin cargar mucho las tintas. Dorándole la píldora.

Pero no quiso hacer la llamada desde mi casa. No sólo por que Lucy estaba allí, según me explicó, sino porque se sentiría cohibido sabiendo que yo andaba cerca. Delicado, melindroso Tom, la persona más sensible del mundo. No pasaba nada, repuse, pero no había necesidad de que se fuera andando a su apartamento. Lucy y yo podíamos salir a la calle para que él se quedara solo y hablara tranquilamente con Pamela, con la ventaja de que la factura de la conferencia interurbana me llegaría a mí.

—Ya has visto lo que lleva la niña —añadí—. Esos vaqueros raídos, las playeras gastadas. Así no puede ir a ninguna parte, ¿verdad? Tú llama a Vermont, que yo saldré con ella a comprarle ropa nueva.

Eso zanjó la cuestión. Tras un rápido almuerzo a base de sopa de tomate, huevos revueltos y sándwiches de salami, Lucy y yo salimos de tiendas. Muda o no, Lucy parecía disfrutar de la expedición tanto como cualquier otra niña en circunstancias análogas: libertad total para elegir lo que quisiera. Al principio nos limitamos más que nada a lo indispensable (calcetines, ropa interior, pantalones largos, pantalones cortos, pijamas, sudadera con capucha, cazadora de nailon, cortaúñas, cepillo de dientes, cepillo del pelo, etcétera), pero luego siguieron unas zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares, una réplica de la gorra de los Dodgers de Brooklyn de pura lana, y, con cierta sorpresa por mi parte, unas auténticas y relucientes merceditas de charol, junto con un vestido de algodón rojo y blanco que compramos al final: de corte clásico, con cuello redondo y una cinta que se ataba a la espalda. Cuando llegamos a casa con todo el botín, ya eran las tres pasadas, y Tom se había marchado. Pero había una nota en la mesa de la cocina.

Querido Nathan:

Pamela ha dicho que sí. No me preguntes cómo lo he conseguido, pero he tenido que insistir más de una hora antes de que acabara cediendo. Ha sido una de las conversaciones más duras y agotadoras de mi vida. De momento es sólo «de prueba», pero la buena noticia es que quiere que le llevemos a Lucy
mañana
. Algo que ver con los planes de Ted y una fiesta en su club de campo. Supongo que podemos ir en tu coche, ¿no? Si a ti no te apetece, conduciré yo. Ahora voy a la librería a decirle a Harry que me tomo unos días libres. Te espero allí.
A presto
.

Tom

No había pensado que las cosas pudieran ir tan deprisa. Me sentí aliviado, por supuesto, contento de que se nos hubiera solucionado el problema de aquella manera tan rápida y conveniente, pero también me quedé un tanto decepcionado, como si me hubieran privado de algo. Empezaba a tomar cariño a Lucy, y durante nuestra incursión por las tiendas del barrio había ido acariciando la idea de tenerla un tiempo conmigo; unos días, imaginaba, incluso algunas semanas. No es que hubiese cambiado de parecer con respecto a la situación (no podía: quedarse para siempre en mi apartamento), pero una breve temporada habría sido más que soportable para mí. Había desaprovechado muchas ocasiones con Rachel cuando era pequeña, y ahora, de buenas a primeras, tenía una niña que necesitaba atenciones, alguien a quien comprar ropa y dar de comer, una criatura que necesitaba una persona adulta con tiempo suficiente para cuidarla e intentar sacarla de su desconcertante silencio. No tenía inconveniente en asumir ese papel, pero parecía que la función se trasladaba de Brooklyn a Nueva Inglaterra y que otro actor me había sustituido. Intenté consolarme con la idea de que Lucy estaría mejor en el campo con Pamela y sus hijos, pero ¿qué sabía yo de Pamela? Hacía años que no la veía, y antes de eso nuestros escasos encuentros me habían dejado frío.

Lucy quería ponerse el vestido nuevo y las merceditas para ir a la librería, y yo accedí a condición de que primero se diera un baño. Yo tenía mucha experiencia en bañar a los niños, le aseguré, y para demostrar mi afirmación saqué un álbum de fotos de la estantería y le enseñé algunas instantáneas de Rachel: una de las cuales, milagrosamente, mostraba a mi hija metida en un baño de burbujas a los seis o siete años.

—Ésta es tu prima —le anuncié—. ¿Sabías que tu madre y ella nacieron con sólo tres meses de diferencia? Eran buenas amigas.

Lucy sacudió la cabeza y exhibió una de sus mayores sonrisas del día. Empezaba a confiar en su tío Nat, pensé, y un momento después recorríamos el pasillo en dirección al baño. Mientras yo llenaba la bañera, Lucy se desnudó obedientemente y se metió en el agua. Aparte de una pequeña costra ya bastante endurecida en la rodilla izquierda, no tenía una sola marca en el cuerpo; la espalda, tersa y sin cardenales; las piernas, lisas y sin marcas; ni hinchazón ni excoriaciones en torno a los genitales. Sólo se trató de un rápido examen visual, pero fuera cual fuese la causa de su silencio, no aprecié indicio alguno de malos tratos ni abusos. Para celebrar mi descubrimiento, le canté la versión completa de «Polly Wolly Doodle» mientras le lavaba y aclaraba el pelo.

Quince minutos después de sacarla de la bañera, sonó el teléfono. Era Tom, que llamaba desde la librería para saber lo que nos pasaba. Acababa de hablar con Harry (que había accedido a su petición de tomarse unos días libres) y estaba deseando salir de allí.

—Lo siento —me disculpé—. Hemos tardado más de lo previsto en comprar, y luego pensé que a Lucy no le vendría mal un baño. Olvídate de aquella granujilla, Tom. Nuestra niña está preparada para ir a una fiesta de cumpleaños en el Castillo de Windsor.

Luego pasamos a considerar los planes para la cena. Como Tom quería salir por la mañana temprano, pensaba que lo mejor sería quedar a las seis. Además, añadió, Lucy tenía tanto apetito, que a esa hora ya casi estaría muerta de hambre.

Me volví a Lucy y le pregunté qué le parecería una pizza. Cuando contestó pasándose la lengua por los labios y dándose palmaditas en el estómago, le dije a Tom que nos veríamos en la Trattoria de Rocco, que servía la mejor pizza del barrio.

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