Entonces fue cuando a Dryer se le ocurrió un plan para solucionar los problemas de Harry. Lo de poner el culo y mamarla sólo le serviría hasta cierto punto, pensó, pero si podía hacerse realmente indispensable, su carrera como artista estaría asegurada. Pese al frío intelectualismo de su obra, Dryer poseía un enorme talento natural como dibujante y colorista. Lo había suprimido en nombre de una idea, una concepción del arte que valoraba el rigor y la exactitud por encima de todo lo demás. Odiaba el efusivo romanticismo de Smith, con sus gestos recargados e impulsos pseudoheroicos, pero eso no significaba que fuera incapaz de imitar su estilo cuando quisiera. ¿Por qué no seguir creando la obra de Smith después de la muerte del artista? Los últimos cuadros y dibujos del joven maestro, desaparecido en la flor de la vida. Una exposición pública supondría un riesgo excesivo, desde luego (la viuda de Smith se enteraría y acabaría descubriendo el engaño), pero Harry podría vender las obras en la trastienda de la galería a los más fervientes coleccionistas de Smith, y siempre que Valerie Smith no se enterase de nada, el chanchullo podría arrojar un beneficio neto del cien por cien.
Harry se resistió al principio. Sabía que a Gordon se le había ocurrido algo brillante, pero la idea lo asustaba; no porque estuviera en contra, sino porque no creía que el muchacho tuviese la capacidad de llevar a cabo la estafa. Y si las falsificaciones no salían perfectas, réplicas exactas de las obras de Smith, probablemente acabaría en la cárcel. Dryer se encogió de hombros, como si sólo fuera algo que se le había pasado por la cabeza, y empezó a hablar de otra cosa. Cinco días después, cuando Harry volvió al estudio en una de sus visitas vespertinas, Dryer descubrió su primer original de Alec Smith, y el estupefacto marchante se vio obligado a admitir que había subestimado la capacidad de su joven
protégé
. Dryer se había erigido en el doble de Smith, desterrando hasta la última brizna de su propia personalidad con objeto de introducirse en la mente y el corazón de un muerto. Fue todo un número, un acto de brujería psicológica que llenó de respeto y terror la mente del pobre Harry. No sólo había captado Dryer la forma y el estilo de uno de los lienzos de Smith, copiando los crudos trazos de espátula, la densa coloración y el accidental hilillo de gotas aquí y allá, sino que había ido un poco más lejos de lo que el desaparecido pintor había llegado nunca. Era el
siguiente cuadro
de Smith, pensó Harry, el que habría empezado en la mañana del doce de enero de no haberse matado en la noche del día once saltando del tejado de su casa.
Durante los seis meses siguientes, Dryer produjo veintisiete cuadros más, aparte de varias docenas de dibujos a tinta y bocetos al carboncillo. Entonces, lenta y metódicamente, conteniendo con firmeza su entusiasmo en un inusitado alarde de prudencia y dominio de sí mismo, Harry engatusó a diversos coleccionistas del mundo entero y empezó a colocar las falsificaciones. El negocio continuó durante más de un año, periodo en el cual se despacharon veinte cuadros que produjeron cerca de dos millones de dólares limpios. Como Harry era la cabeza visible de la operación —y por tanto quien arriesgaba la reputación—, los falsificadores convinieron en un reparto del setenta por ciento para uno y el treinta por ciento restante para el otro. Quince años después, cuando Harry se desahogó confesándose a Tom mientras cenaban en Brooklyn, describió aquellos meses como la época más estimulante y terrorífica de su vida. Se encontraba inmerso en un estado de continuo pánico, explicó, y sin embargo, pese al horror y al convencimiento de que acabarían atrapándolo, era feliz, mucho más de lo que nunca había sido. Cada vez que lograba vender otro falso Smith al director de una empresa japonesa o a un constructor argentino, su arrebatado y sufrido corazón saltaba a través de cuarenta y siete aros de alegría.
En la primavera de 1986, Valerie Smith vendió su casa de Oaxaca y volvió a Estados Unidos con sus tres hijos. Pese a su matrimonio tempestuoso y a veces violento con el mujeriego Smith, siempre había sido una defensora incondicional de su obra, y conocía hasta el último cuadro que su marido había pintado desde los veinte años hasta su muerte en 1984. A raíz de la primera exposición en Dunkel Freres, el matrimonio había hecho amistad con un cirujano plástico llamado Andrew Levitt, acaudalado coleccionista que había comprado a Harry dos cuadros en 1976 y reunido un total de catorce Smith cuando Valerie fue a cenar a su casa de Highland Park diez años después. ¿Cómo podría Harry haber adivinado que volvería a Chicago? ¿Cómo podría haber sabido que Levitt —el mismo Levitt a quien había vendido un magnífico Smith falso sólo tres meses antes— la iba a invitar a su casa? Huelga mencionar que el adinerado doctor mostró orgullosamente su nueva adquisición en la pared del salón, y ni que decir tiene que la perspicaz viuda comprendió al instante lo que aquella obra significaba en realidad. Nunca le había caído bien Harry, pero le había concedido el beneficio de la duda en atención a Alec, consciente de que el vuelco que había dado la carrera de su marido se debía en gran medida al director de Dunkel Freres. Pero ahora su marido estaba muerto, Harry no se traía nada bueno entre manos, y la enfurecida Valerie Denton Smith tenía el firme propósito de acabar con él.
Harry lo negó todo. Sin embargo, con siete obras falsas aún guardadas en el almacén de la galería, a la policía no le resultó difícil encontrar pruebas para acusarlo. El siguió declarando su inocencia, pero entonces Gordon se largó de la ciudad, y a raíz de esa traición Harry se acobardó. En un acceso de desesperación y lástima de sí mismo, se derrumbó y acabó contando a Bette toda la verdad. Otro error, otro paso en falso en una larga serie de traspiés y desaciertos. Por primera vez en todos los años que la conocía, Bette arremetió con furia contra él: una violenta diatriba que incluía palabras tales como
enfermo, codicioso, repugnante
y
pervertido
. Se disculpó enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y aunque sintió compasión por él y contrató a uno de los mejores abogados de la ciudad para defenderlo, Harry comprendió que su vida estaba deshecha. La investigación se prolongó durante diez meses, un lento proceso de acumulación de pruebas que fueron recogiéndose en lugares tan apartados como Nueva York y Exalte, Amsterdarn y Tokio, Londres y Buenos Aires, después de lo cual el fiscal del distrito del condado de Cook acusó a Harry de treinta y nueve delitos de fraude. La prensa publicó la noticia en grandes titulares en portada. Harry se enfrentaba a una condena de entre diez y quince años en caso de que perdiera el juicio. Siguiendo el consejo de su abogado, optó por declararse culpable, y entonces, para reducir aún más la sentencia, implicó a Gordon Dryer en la estafa, sosteniendo que la idea fue del pintor desde el principio, y que él mismo se vio obligado a ser cómplice de Dryer cuando éste amenazó con descubrir su relación. La recompensa por esa colaboración fue una condena máxima de cinco años, con la garantía de una considerable reducción de pena por buena conducta. La policía siguió la pista de Dryer hasta Nueva York y lo detuvo en una fiesta de fin de año en un bar de la calle Christopher, sólo unos minutos después de que comenzara 1988. Él también se declaró culpable, pero sin la posibilidad de proponer tratos ni denunciar a terceros, al ex amante de Harry le cayó una pena de siete años.
Pero lo peor aún estaba por llegar. Justo cuando Harry hacía los preparativos para ingresar en prisión, el viejo Dombrowski convenció a Bette para que presentara una demanda de divorcio. Empleó las mismas tácticas intimidatorias que había utilizado en el pasado —amenazando con excluirla de su testamento, con interrumpir su asignación—, pero esta vez lo decía en serio. Bette ya no estaba enamorada de Harry, pero tampoco se había planteado abandonarlo. A pesar del escándalo, pese a la deshonra que Harry había traído sobre sí, ni una sola vez se le había pasado por la cabeza poner fin a su matrimonio. El problema era Flora. Rondando los diecinueve, ya había estado ingresada en dos clínicas mentales privadas, y las perspectivas de una recuperación siquiera parcial eran nulas. Una atención médica de ese grado suponía unos gastos asombrosos, sumas que superaban los cien mil dólares por cada estancia, y si Bette perdía el cheque que su padre le enviaba todos los meses, la próxima vez que su hija sufriera una crisis no tendría más remedio que ingresarla en una institución pública: idea que simplemente se negaba a considerar. Harry comprendió su dilema, y como él no tenía solución alguna que proponer, aceptó de mala gana el divorcio, sin dejar de jurar que mataría al padre de Bette en cuanto saliera de la cárcel.
Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.
Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman’s Attic.
Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando
regocijaos
cada cuarenta y un segundos y
afligíos
cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.
A Harry se le había desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel instante no era sino un montón de cenizas que le taponaban un agujero en el pecho. En su último día de libertad, pasó doce horas sentado en la cama viendo cómo su hija se balanceaba hacia atrás y hacia delante en la mecedora, gritando unas veces
regocijaos
y otras
afligíos
mientras seguía la trayectoria del segundero en la esfera del despertador de su mesilla de noche.
—¡Regocijaos! —gritaba—. Regocijaos por los diez que están naciendo, que nacerán, que han nacido cada cuarenta y un segundos. Regocijaos, pero no os detengáis. Regocijaos una y otra vez, porque al menos eso es seguro, al menos eso es cierto, y al menos eso está más allá de toda duda: ahora viven diez personas que antes no existían. ¡Regocijaos!
Y entonces, aferrándose firmemente a los brazos de la mecedora mientras aceleraba el ritmo del balanceo, miraba a su padre a los ojos y gritaba:
—¡Afligíos! Afligíos por los diez que han desaparecido. Afligíos por los diez que ya no viven, que han iniciado su viaje a lo desconocido. Afligíos infinitamente por los muertos. Afligíos por las personas que fueron buenas. Afligíos por las personas que fueron malas. Afligíos por los viejos que murieron con el cuerpo vencido. Afligíos por los jóvenes que fallecieron antes de tiempo. Afligíos por un mundo que permite que la muerte nos arranque de su seno. ¡Afligíos!
Antes de encontrarme con Tom en el Brightman’s Attic, no creo que hubiese hablado con Harry más de dos o tres veces; y eso sólo de pasada, un intercambio de palabras breve y superficial. Tras escuchar el relato que me hizo Tom sobre el pasado de su jefe, me entró curiosidad por saber algo más de personaje tan curioso, por tener delante a aquel bribón y verlo actuar con mis propios ojos. Como Tom dijo que le encantaría presentármelo, cuando dimos por terminado nuestro almuerzo de dos horas en el Cosmic Diner, decidí acompañar a mi sobrino a la librería y satisfacer mi deseo aquella misma tarde. Pagué la nota en la caja, volví a la mesa y dejé veinte dólares de propina para Marina. Era una cantidad absurdamente excesiva —casi el doble de lo que había costado el almuerzo—, pero no me importaba. La niña de mi corazón me prodigó una resplandeciente sonrisa de agradecimiento, y el verla feliz me puso de tan excelente humor que al instante decidí llamar a Rachel por la noche para darle la noticia de que había encontrado a su primo, desaparecido tanto tiempo atrás. A raíz de su conflictiva y deprimente visita a mi apartamento a primeros de abril, mi hija me había incluido en su lista negra, pero después de restablecer el contacto con Tom, y ahora que la sonriente Marina González me había lanzado un beso al salir del restaurante, quería que todo volviera a estar bien en el mundo. Ya había llamado una vez a Rachel para disculparme por haberle hablado con tanta aspereza, pero me colgó al cabo de treinta segundos. Ahora pensaba insistir de nuevo, pero en esta ocasión me arrastraría a sus pies hasta que todo se hubiera aclarado definitivamente entre nosotros.