Brazofuerte (27 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

BOOK: Brazofuerte
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Pero lo que ocurrió a continuación le dejó estupefacto, pues su enemigo se limitó a colocar el báculo horizontal, permitiendo que el terrorífico tajo le alcanzara de lleno.

Contra todo pronóstico, el grueso bastón no se quebró como era de esperar, sino que la espada rebotó con tan tremenda fuerza que a punto estuvo de escapar volando de las manos de su dueño, de modo que el bestial impacto hizo que todo su cuerpo vibrara como atacado por una súbita descarga que tuvo la virtud de atontarle.

—¿Cómo es posible? —exclamó, cuando al cabo de unos segundos consiguió recuperarse—. ¿De qué está hecho ese palo?

—Tiene el alma de acero.

—¿El alma de acero? —se alarmó—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Que no es un simple palo, sino dos abiertos por la mitad y vueltos a unir en torno a una barra de acero del grueso de mi dedo —señaló el canario con naturalidad—. Si le propináis otro golpe como ése, lo más probable es que sea vuestra espada la que se quiebre.

—¡Hijo de puta…!

—¿En verdad imaginabais que soy un estúpido salvaje dispuesto a permitir que le corten en pedazos? —inquirió el cabrero—. Mi abuelo era guanche, en efecto, pero yo he aprendido mucho en estos años. —Hizo una corta pausa y añadió con calma—: Aún estáis a tiempo. Aún aceptaré vuestra palabra de que abandonaréis la isla.

—¡Nunca!

—¡Pensadlo bien!

—¡No hay nada que pensar! ¡Voy a matarte!

Se abalanzó de nuevo sobre su enemigo, pero resultó evidente que ahora lo hacía sin la misma convicción, fatigado, y temeroso ante la terrible arma en que parecía haberse convertido de improviso un inocente báculo de humilde peregrino.

Cienfuegos
, más joven, más fuerte y más sereno, se limitó a permitir que se agotara en sus vanos intentos de alcanzarle, y cuando al fin tomó la iniciativa lanzó un golpe que le alzó en vilo tumbándole de espaldas con un crujir de huesos.

—¡Por favor! —suplicó—. Matar a un hombre a palos no es nada que me honre. ¡Rendíos!

Ensangrentado, tambaleante, con tres costillas rotas y la vista nublada por el dolor y la ira, el Capitán León de Luna se puso trabajosamente en pie, aferró con fuerza su arma y se precipitó una vez más hacia delante seguro de ir a la muerte.

Un latigazo en el cuello le dejó sin respiración obligándole a rodar como un saco sin vida.

—¡Maldito! —masculló escupiendo sangre y dientes—. ¡Mil veces maldito!

Fue una masacre, pues el siguiente golpe le partió la mandíbula, otro le saltó un ojo, y por último, con el rostro convertido en una masa sanguinolenta, asistió, impotente, al hecho de que la barra de acero rodeada de dura madera se alzara lentamente sobre su cabeza, para que un asqueado
Cienfuegos
la abatiera con todas sus fuerzas partiéndole el cráneo y permitiendo que la masa encefálica se esparciera en todas direcciones.

Entristecido y humillado, el gomero arrojó a un lado el arma homicida y abandonó el bosque cabizbajo y tembloroso.

No se sentía en absoluto orgulloso por tan horrenda victoria.

Fray Nicolás de Ovando mandó llamar a Guzmán Galeón, más conocido por el sobrenombre de
Brazofuerte
, y cuando lo tuvo ante su presencia le espetó sin más preámbulos:

—Ignoro cómo lo habéis conseguido, pero Fray Bernardino de Sigüenza ha decidido retirar los cargos contra
Doña Mariana Montenegro
.

—¿Significa eso que puede regresar a Santo Domingo con entera libertad?

—No —fue la seca respuesta—. La acusación de brujería ha sido sobreseída, pero quedan puntos oscuros que aconsejan manteneros lejos de la ciudad y de la isla. —El severo Gobernador hizo una corta pausa como si necesitara tomar aliento y por último añadió—: He decidido deportaros de La Española por un período de cinco años.

—¿Pero por qué? —quiso saber el cabrero—. ¿Si no se nos acusa de nada concreto, qué razón existe para deportarnos?

—Mis razones, mías son, y no tengo la más mínima obligación de dar explicaciones. —El tono resultaba inapelable—. Tenéis un mes para marcharos con la seguridad de que, pasado ese tiempo, se os ahorcará sin dilación alguna.

—Se me antoja injusto.

—Yo soy el único que puede decidir lo que es justo o injusto a este lado del océano, y aunque Fray Bernardino no ha querido aclarar las razones de su decisión, está de acuerdo conmigo en que vuestra presencia no puede acarrear más que problemas. —Lanzó un sonoro suspiro—. Y os garantizo que problemas es lo único que me sobra en estos momentos.

Alargó la mano haciendo sonar una campanilla, lo que equivalía a indicar que un secretario debía hacer su aparición dando por concluida la entrevista, y el canario
Cienfuegos
no tuvo más remedio que optar por encaminarse a la salida consciente de que toda oposición resultaba por completo inútil.

Al fin y al cabo había tomado ya la decisión de abandonar la ciudad, pues estaba convencido de que la aparición del cadáver del Capitán León de Luna podía acarrearle graves perjuicios, y era sólo cuestión de tiempo que la parturienta Fermina Constante se recuperase y diese la voz de alarma sobre la extraña ausencia del padre de su hijo.

Se encaminó por tanto al astillero de Sixto Vizcaíno rogándole a Bonifacio Cabrera que lo dispusiera todo para poner cuanto antes tierra por medio.

—¿Aún sigues convencido de que buscar una isla desierta es lo más conveniente? —quiso saber el renco, apenas tuvo conocimiento de cómo estaban las cosas.

—Más que nunca —fue la segura respuesta—. Aquí no nos quieren y en España nada se nos ha perdido. Lo mejor será encaminarnos a Xaraguá y esperar el regreso del
Milagro
.

—No volverá antes de que se cumpla ese mes.

—Lo sé, pero dudo que allí nos encuentren. El brazo de Ovando es muy largo, pero tú y yo sabemos que aún no llega tan lejos.

No quedaba más que despedirse del fiel carpintero de ribera y el estrambótico Balboa, por lo que a la mañana siguiente, y tras recoger el resto del dinero que
Doña Mariana
escondía en su casa, se pusieron rápidamente en camino.

En principio fue un viaje tranquilo, aunque se vieran obligados a permanecer siempre atentos a la posible presencia de los innumerables desertores y bandoleros que vagaban por los bosques y en el que apenas hablaron debido al hecho de que
Cienfuegos
aún se encontraba impresionado por el terrible fin del Capitán De Luna, ya que era la primera vez que se había visto obligado a matar a un ser humano de una forma tan fría, brutal y degradante.

Abandonar el cadáver en mitad del bosque, expuesto a que las alimañas se cebaran en él, le había producido de igual modo una agobiante sensación de amargura, al tiempo que continuamente se preguntaba hasta qué punto podía considerarse a sí mismo el auténtico causante de los innumerables sufrimientos de aquel pobre desgraciado.

Sin proponérselo le había robado la esposa, el honor y la vida, y el cabrero seguía teniendo la suficiente honradez y sensibilidad como para aceptar su parte de culpa en tales hechos.

Cuando cerraba los ojos le venía aún a la mente la imagen de un cráneo que se hendía esparciendo blandos y ensangrentados sesos en todas direcciones, y era aquél un recuerdo obsesionante que le obligaba a permanecer despierto, imaginando que acabaría persiguiéndole hasta el fin de sus días.

—Yo no quería matarle —murmuró de improviso una mañana como si el hecho de contarlo pudiera servir de algo—. Nunca quise llegar a ese extremo, y hasta el último instante confié en que cedería. En el fondo, le admiraba.

—¿Cómo es posible? —se sorprendió el renco que parecía ser capaz de comprenderlo todo menos eso—. Te odiaba a muerte, y casi consiguió que condenaran a Ingrid… ¿Cómo puedes asegurar que le admirabas?

—Fue un hombre íntegro —replicó el gomero—. Y debió amarla tan profundamente, que perderla le trastornó. Y eso es algo que únicamente yo puedo entender en todo su significado. Perder a Ingrid es aún peor que perder la vida, puedes estar seguro.

—Lo suyo ya no era amor. Era frustración, odio y orgullo herido. —El cojo se mostraba inmisericorde con aquel a quien culpaba de que hubiesen perdido la hermosa vida que tenían en Santo Domingo—. Te pedí que lo olvidaras cuando estaba con vida, y ahora insisto en que lo olvides muerto. Si alguna vez hubo alguien que corrió tras su propia destrucción, ése fue él, y de nada vale compadecerle.

—Se nota que tú no le abriste la cabeza como si fuera un coco.

—Porque no tuve ocasión —admitió el otro sin recato—. Pero de haberla tenido lo habría hecho, y puedes estar seguro de que nunca me remordería la conciencia. Vivimos tiempos difíciles —añadió—. Tiempos en los que el mar se traga en un instante a un millar de hombres, o en que las guerras, las fiebres o las serpientes matan a diario a nuestros amigos. —Chasqueó la lengua con aire de fastidio—. Y si dentro de un mes no te has largado, te ahorcan. Deja pues de preocuparte por quien buscó con tanto ahínco acabar como lo hizo.

A
Cienfuegos
le hubiera gustado obedecerle para borrar así de su memoria aquella aciaga mañana en que tuvo que apalear a un hombre hasta matarle, pero a pesar de las increíbles vicisitudes que la vida le había obligado a soportar durante aquellos terribles años de penurias y amarguras su corazón continuaba siendo el del inocente muchacho al que Ingrid sorprendiera bañándose desnudo en una laguna de los bosques de La Gomera, y dijera el renco lo que dijera, nada borraba el hecho de que había matado a alguien al que con anterioridad se lo quitara todo.

Poco después reanudaron la marcha y nunca más volvieron a tocar el tema, ya que en los días que siguieron, altas montañas primero y una profunda selva pantanosa más tarde, convirtieron el viaje en un auténtico suplicio, en especial para un Bonifacio Cabrera que no estaba habituado a semejantes caminatas, y que cuando al atardecer se derrumbaba bajo un árbol, cerraba los ojos de inmediato para no volver a abrirlos hasta que una tímida claridad glauca se insinuaba apenas entre las ramas y las hojas.

Una lluvia densa, caliente y sucia transformó la impenetrable jungla en una enfangada sauna irrespirable de la que muy pronto desapareció todo rastro de los retorcidos senderos que tan solo los salvajes transitaban, dificultando a tal punto la penosa andadura del renco, que
Cienfuegos
comenzó a preocuparse seriamente por el estado físico y mental de su fiel amigo de la infancia.

Y es que la lluvia degeneró poco a poco en diluvio y nada hay que agote y aturda tanto como el violento golpear de billones de gruesas gotas de agua contra millones de anchas hojas húmedas, en un estruendo que llega a embotar los sentidos y obliga a imaginar que la cabeza no es ya más que un monstruoso tambor que nos golpea.

Xaraguá se encontraba al Oeste, pero los altos árboles y la densa capa de nubes impedían adivinar por dónde salía o se ocultaba el sol, lo que trajo aparejado el hecho de que incluso alguien tan habituado a desenvolverse en la selva como el cabrero llegara a perder por completo todo sentido de la orientación.

Se habían extraviado.

Resultaba absurdo y casi ridículo admitirlo, pero más absurdo hubiera sido no aceptar que en un universo hecho de fango, miles de árboles idénticos, y un cielo que no era más que una lejana mancha oscura, hasta las palomas mensajeras hubieran errado el rumbo.

Bonifacio Cabrera deliraba.

El calor continuaba siendo agobiante pero aun así el cojo tiritaba castañeteando los dientes presa de un acceso de fiebre que le sumió muy pronto en la inconsciencia, incapaz ya de dar un paso por sí mismo al extremo de que el maltrecho
Cienfuegos
tuvo que optar por cargárselo a la espalda.

El peso hizo entonces que el gomero se hundiera en el barro hasta el tobillo convirtiendo el simple hecho de avanzar un centenar de metros en un esfuerzo agotador e insoportable.

Poco a poco comenzaba a perder también el sentido de la realidad e incluso del tiempo.

Cuando encontraba un árbol caído o un pedazo de terreno aún no encharcado pasaba largas horas tumbado junto al inconsciente Bonifacio Cabrera masticando con fruición largos pedazos de carne seca, pero ni aun en tales momentos de reposo se sentía capaz de fijar sus ideas, como si el calor y el insoportable rumor de la lluvia tuvieran la virtud de impedirle concentrarse en las cosas más simples.

Al tercer día distinguió un objeto que brillaba a lo lejos, corrió en su busca y le horrorizó descubrir que se trataba de una daga que había perdido, lo que le obligó a comprender que todo ese tiempo habían estado dando vueltas sin destino.

Norte, Sur, Este y Oeste se entremezclaban en su mente, y hubiera sido incapaz de asegurar en qué dirección avanzaba ni durante cuánto tiempo lo hacía en línea recta, echando de menos una de aquellas extrañas «agujas de marear» que llevaban los barcos, y que «Maese» Juan de la Cosa aseguró en una ocasión que tenían la misteriosa propiedad de señalar siempre hacia el Norte.

Con una de ellas tal vez hubiera podido encontrar la salida en aquel complicado laberinto, pero allá abajo, al pie de árboles de más de cincuenta metros de altura y espesas copas sobre las que flotaba una ancha capa de algodón, no había forma humana de adivinar los puntos cardinales, ni aun de intentar aventurarse en una dirección concreta.

A media noche dejó de llover y un silencio de muerte sucedió al anterior estruendo, pero el alba llegó de forma igualmente imprecisa, pues el filtro de las nubes impedía averiguar por dónde podría haber salido el sol exactamente.

El renco no era más que un peso muerto que aún alentaba, aunque
Cienfuegos
abrigó la amarga impresión de que si no salían pronto de allí continuaría alentando tal vez por poco tiempo.

Pronto llegó a la amarga conclusión de que resultaba inútil reemprender un camino que a ninguna parte conducía, sin un punto de referencia que le marcase el rumbo, arriesgándose con ello a continuar dando las mismas vueltas hasta caer vencido y agotado.

Tomó conciencia de que lo más importante en aquellos momentos era conservar la calma a toda costa, sin permitir que le invadiera una desesperación que acabaría desembocando en locura, y que constituía sin lugar a dudas el principal enemigo de cuantos se extraviaban en la selva. Disponiendo como disponía de alimentos y agua suficientes, no había razón alguna para permitir que el terror se apoderara de su ánimo.

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