Brazofuerte (25 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

BOOK: Brazofuerte
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Pero para los dominicanos Colón era ya cosa del pasado; un capítulo de su historia que deseaban olvidar, al igual que ansiaban dejar atrás el recuerdo del terrorífico huracán que les había diezmado.

La vida comenzaba una vez más.

Nueva ciudad, nuevas calles y nuevas plazas. Casas ahora de piedra con profundos cimientos y tejados tan firmes que los más violentos vendavales no conseguirían desplazar, por lo que en los días que siguieron no hubo ni un minuto de reposo para quien no estuviera poco menos que al borde de la tumba.

Uno por uno, los «enemigos» de Fray Nicolás de Ovando comenzaron a hacer tímidamente su aparición surgiendo de lo más profundo de la floresta, pero cuando resultó evidente que no se tomaba represalia alguna contra ellos cualquiera que fuesen sus delitos, acudieron en tropel a reintegrarse a la enfebrecida actividad de una ciudad que florecía con ímpetu imparable.

Diez días más tarde
Cienfuegos
pidió audiencia al Gobernador en su afán de determinar si la amnistía beneficiaba también a los reos de la temida Inquisición.

—Difícil pregunta es ésa —fue la honrada respuesta de un Ovando consciente de que su poder alcanzaba justo hasta los límites del poder de la Santa Madre Iglesia—. Por lo que a mí respecta,
Doña Mariana Montenegro
es muy dueña de andar libremente por donde más le plazca, pero si en un determinado momento un fanático dominico me exigiese encarcelarla, me vería en un delicado compromiso.

—¿Por qué?

—Porque Fray Bernardino de Sigüenza aún no se ha pronunciado respecto a la necesidad o no de procesarla, y por tanto pesa sobre ella una acusación sobre la que no puedo, ni quiero, arrogarme atribuciones.

—En ese caso, pedidle a Fray Bernardino que emita su veredicto para que
Doña Mariana
sepa de una vez a qué atenerse.

—En justicia no puedo presionarle. Debe ser su conciencia la que le indique cómo debe actuar, y aunque me gustaría que olvidara definitivamente este enojoso asunto, me libraré muy bien de entrometerme.

—¿Me permitís que intente convencerle?

—¿Convencerle? —se asombró Fray Nicolás de Ovando—. Por lo que tengo oído, sois capaz de matar una mula a puñetazos, por lo que bien ganado tenéis el apodo de
Brazofuerte
, pero de eso a abrirle la cabeza a Fray Bernardino y obligarle a cambiar de modo de pensar, media un abismo.

—Aun así me gustaría intentarlo.

—Vuestro es el tiempo y el esfuerzo —señaló el otro dando por concluida la entrevista—. Ignoro qué relación tenéis con la procesada, y a fe que prefiero no saberlo, pero si por ventura lográis que Fray Bernardino me traiga por escrito que no procede la acusación de brujería, me sentiré mucho más feliz de lo que nunca conseguiríais imaginar.

El gomero necesitó tres largos días para analizar su plan de acción, pero cuando al fin se arrodilló humildemente ante el hediondo franciscano tenía muy bien estudiado qué era cuanto tenía que decir.

En primer lugar, admitió bajo secreto de confesión ser el autor del incendio del lago, para conseguir lo cual había utilizado un producto natural llamado «mene» del que los nativos del lugar le habían mostrado tiempo atrás las propiedades, y aceptó a continuación ser el padre del hijo de
Doña Mariana
, así como el culpable directo de que
El Turco
Baltasar Garrote se hubiese retractado ante la posibilidad de que fuese el mismísimo demonio quien estuviera robándole la sangre.

El pobre frailuco no daba crédito a sus oídos, convencido de que era aquélla la confesión más absurda que hubiese escuchado jamás persona alguna, por lo que se negó a aceptar que semejante sarta de disparates pudieran tener el más mínimo fundamento.

—Comprendo tus buenas intenciones si tal como aseguras amas a esa mujer y eres el padre de la criatura que lleva en su seno —dijo—. Pero no debes esperar que crea que tienes poderes para incendiar un lago, y convencer a un hombre como Baltasar Garrote. Y si así fuera, es que en verdad hiciste un pacto con Lucifer consiguiendo que le asaltara por las noches.

—¿Si os demuestro que le engañé sin que mediara para nada Satanás, admitiríais también lo de ese líquido que arde? —quiso saber el cabrero lanzando sibilinamente sus redes.

—Es posible…, —aceptó a regañadientes Fray Bernardino de Sigüenza—. ¡Sólo posible!

—Pues fijaos en esto —rogó al instante
Cienfuegos
extrayendo de un cesto de mimbre una pequeña bestia de terrorífico aspecto.

—¡Qué bicho tan repugnante! —exclamó el otro echándose al instante hacia atrás con gesto de asco—. ¿Qué diantres es eso?

—Un «murciélago-vampiro» de las selvas del interior. Se alimenta únicamente de la sangre de sus víctimas.

—¡No es posible!

—¡Sí que lo es! Encerré tres de ellos en la cabaña de
El Turco
, y no me costó trabajo convencerle de que le estaban desangrando unos invisibles servidores del demonio.

Aquello era ciertamente excesivo para un sencillo religioso que no estaba al corriente de la capacidad de engaño de semejante pícaro, por lo que cuando el isleño obligó a abrir la boca al repelente animalejo para dejar al aire sus afiladísimos colmillos, el franciscano se rascó con más violencia que nunca los sarnosos sobacos, permitiendo que la gota que eternamente colgaba de la punta de su nariz fuera a mojar el piso.

—¡Virgen Santa! —exclamó impresionado.

—¿Me creéis ahora?

¿Qué respuesta cabía darle a quien aportaba pruebas que hubieran hecho palidecer al más convencido inquisidor, y qué reacción cabía esperar de alguien que no había sospechado siquiera la existencia de tamaños prodigios de la Naturaleza?

—¡Dios me proteja! —musitó.

—¿Y bien?

El frailuco se santiguó por tres veces.

—¡San Francisco me ayude!

—¡Parad de una vez con tanta jaculatoria y responded a mi pregunta o haré que os muerda! —se impacientó el gomero—. ¿Qué decidís? ¿Me creéis o no me creéis?

—Aparta de mi vista esa bestia y dame tiempo para reflexionar —fue la casi histérica respuesta—. ¿De dónde has sacado tal engendro?

—De la selva, ya os lo dije.

—¿Y andan sueltos?

—Como los monos y los pájaros.

—¿Hay muchos?

—En «Tierra Firme» se encuentran a millares. Aquí es preciso buscarlos en las montañas.

El desgraciado piojoso se santiguó de nuevo.

—¡País de mierda! —exclamó sin poder contenerse—. Mosquitos, serpientes, tiburones, huracanes y ahora «esto»… ¿En verdad chupan la sangre?

—En cuatro días pueden matar a un hombre.

—¡Jesús!

—Y aún os diré más —añadió
Cienfuegos
consciente de que estaba a punto de vencer la tenaz resistencia de su víctima—. Bajo secreto de confesión puedo revelaros igualmente cómo acabé con aquella famosa mula. No fue de un puñetazo: le clavé las uñas introduciéndole en la sangre esta pasta que fabrican los indígenas y que mata al instante. —Le mostró las manos en ademán amenazante—. Me bastaría con arañaros y seríais hombre muerto.

—¡Rayos! —exclamó el otro dando un salto—. ¡Jamás vi nada igual! Si no estuviéramos en el confesionario le pediría al Gobernador que te mandara encarcelar.

—Lo sé —sonrió el cabrero—. Por eso estoy aquí.

—Eres un peligro público —masculló Fray Bernardino secándose la nariz en un supremo esfuerzo por calmar sus desatados nervios—. Márchate, y llévate de una vez esa sucia alimaña.

—No, sin que antes admitáis que creéis cuanto os he dicho y me deis la absolución.

—¿La absolución? —repitió el religioso estupefacto—. ¿Has venido a la casa de Dios amenazándome con una bestia del averno y un veneno propio de brujas, y aún pretendes que te dé la absolución? ¡Una patada en los cojones es lo que te daré como no te largues al instante!

La justa indignación del buen franciscano le duró hasta bien entrada la noche, hora en que a solas en su humilde celda del maltrecho convento, meditó largamente sobre cuanto le había sido revelado en un aciago día que sin duda conservaría para siempre en la memoria.

Necesitó tiempo y toda su serenidad de hombre inteligente, ecuánime y entregado al servicio de Dios, para acabar aceptando las razones de aquel desconcertante personaje capaz de convertir un santo sacramento en una tragicomedia, y es que en el fondo de su alma, Fray Bernardino de Sigüenza no podía por menos que admirar a quien había sabido ingeniárselas de tal forma en un meritorio esfuerzo por salvar a la mujer que amaba.

Aún se resistía a admitir que existiese un «agua negra y maloliente» capaz de arder como la yesca, aunque trató de compararlo al efecto que pudiera producir una especie de aceite mezclado con alcohol que se encontrase en algún lugar del mundo en tan ingentes cantidades que consiguiese formar una gruesa capa que flotase sobre las aguas con un altísimo poder de combustión que acabara por inflamarse convirtiendo el lago en un infierno.

Todo se le antojaba posible e imposible a la vez en un mundo que tan sólo en cuestión de horas transformaba una mañana radiante en el apocalipsis, y donde una suave brisa hundía al poco tiempo una flota arrasando una ciudad hasta sus mismísimos cimientos.

Todo se le antojaba posible e imposible a la vez allí donde un inofensivo murciélago se alimentaba de sangre, y donde se podía matar a una mula de un sencillo arañazo.

Todo se le antojaba posible e imposible a la vez al otro lado de un «Océano Tenebroso» que durante miles de años había marcado la frontera entre lo conocido y lo desconocido, lo cierto y lo falso, lo real y lo fantástico.

Fray Bernardino de Sigüenza era capaz de admitirlo así, y era capaz de aceptar de igual modo que aquella absurda historia sobre
Doña Mariana Montenegro
no contribuiría en absoluto a aclarar sus ideas con respecto a las relaciones entre Dios, hombres y demonios, sino más bien a confundir lo poco que alguna vez creyó haber entendido.

Durante un cierto tiempo imaginó haber encontrado un claro indicio de que fuerzas innegablemente satánicas estaban ejerciendo su maléfico poder sobre un aterrorizado Baltasar Garrote que parecía incluso dispuesto a morir en la hoguera por escapar a su influencia, pero he aquí que todo quedaba de pronto reducido a los hábitos alimenticios de una alimaña a la que la Naturaleza había dotado del curioso poder de chupar sangre sin alarmar a sus víctimas.

Aquélla constituía una tremenda decepción para quien buscaba «La verdad» en la más amplia extensión de la palabra, y tan sólo encontraba «La realidad» en una de sus más curiosas manifestaciones, sin que en ello intervinieran en absoluto ni «El Bien» ni «El Mal» que tanto le inquietaban.

La analítica y en cierto modo implacable inteligencia de Fray Bernardino de Sigüenza le habían empujado a sospechar que tal vez existía una respuesta lógica incluso para los misterios más tradicionalmente ligados a lo sobrenatural, y era tan sólo cuestión de tiempo, estudio y dedicación, conseguir que tales prodigios se fuesen desvelando uno tras otro.

Ahora, todo aquel estrambótico enredo en apariencia inexplicable en un principio se decantaba por derroteros que venían a corroborar sus anteriores apreciaciones, y aunque cupiera imaginar que ello habría de producirle una íntima satisfacción, lo único que conseguía era desasosegarle, sumiéndole en un profundo desconcierto que le impedía conciliar el sueño ni siquiera un segundo.

Una vez más Satanás se le había escurrido entre los dedos; una vez más, la casi absoluta certeza de la existencia de Lucifer quedaba en entredicho.

Al amanecer cayó en la cuenta de hasta qué punto se había mostrado soberbio al imaginar que hubo un momento en que creyó haber llegado más lejos que los más grandes teólogos y los hombres más santos, por lo que desnudándose de cintura para arriba, buscó el pequeño látigo que guardaba bajo el camastro y se flageló las espaldas hasta que la sangre le humedeció las sandalias.

Luego, mediada la mañana, se cubrió de nuevo y se encaminó, cabizbajo, al Alcázar del Gobernador Ovando.


A
noche vieron al Capitán De Luna en casa de Leonor Banderas.

—Creía que seguía liado con esa tal Fermina Constante.

—Y lo está, pero por lo visto acaba de parir.

—¿Le acompañaba Baltasar Garrote? —quiso saber
Cienfuegos
.

—«
El Turco
» continúa oculto en la selva —se apresuró a contestar Bonifacio Cabrera—. Por lo que me han contado el Capitán se limitó a «ocuparse» con una de las chicas, tomarse una jarra de vino y marcharse.

—¿Dónde vive ahora?

—¿Por qué no lo olvidas? —suplicó el renco—. Han pasado demasiadas cosas y los pocos que quedamos deberíamos ser capaces de empezar en paz una nueva vida.

—Es lo único que pretendo —admitió el gomero con un cierto aire de fatiga—. ¿Pero qué posibilidades de vivir en paz existen cuando sabes que hay alguien dispuesto a hacerle daño a los seres que amas? Dentro de un mes se cumplirán diez años del día en que el Capitán me persiguió con sus perros por las montañas de La Gomera, y aún temo internarme en un callejón oscuro por si me está acechando. —Agitó la cabeza pesimista—. Es hora de acabar con eso —sentenció—. De una vez por todas.

—¿Matándole?

—¡Si no queda otro remedio…!

—¿Cómo? —ironizó el cojo—. ¿Siendo tú el que le asesine en un callejón? Me consta que nunca lo harías y cara a cara no tienes la más mínima oportunidad de conseguirlo.

—¿Por qué?

—Lo sabes mejor que nadie. Es un espadachín entrenado por los mejores maestros de la Corte, y tú un simple pastor de cabras.

—Caín mató a Abel con ayuda de su honda, y por lo visto el tal Abel era un gigante enorme.

—Esos no eran Caín y Abel, sino David y Goliat —le hizo notar el otro. Aunque para el caso es lo mismo. Seguro que él también conoce esa historia y no va a dejar que le tires piedras, así que piensa en otra solución.

—No es tan fácil —reconoció el gomero rascándose la cabeza—. No se me ocurre nada y todo cuanto sea capaz de ingeniar pierde su eficacia cuando se trata de enfrentarte a un solo enemigo sin más ayuda que una espada.

—Olvídalo entonces.

—¿Es lo único que se te ocurre cuando no sabes hacerle frente a un problema? ¿Olvidarlo? —
Cienfuegos
hizo un ademán con la mano como desechando la idea—. No —añadió—. Esa no es mi forma de hacer las cosas.

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