Boneshaker (27 page)

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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

BOOK: Boneshaker
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Zeke sonrió tras su máscara.

—Supongo que tiene hijos.

Ella no sonrió. Zeke lo supo porque no oyó cómo se torcía su labio cuando vaciló ante el siguiente tramo de escaleras repletas de escombros y después siguió caminando.

—Tuve una hija —dijo ella—. Hace mucho.

Algo en el tono de su voz hizo que Zeke prefiriera no hacer más preguntas.

Zeke resopló tras ella, maravillándose ante su energía y su fuerza; se le ocurrieron otras preguntas, quizá inapropiadas. Se moría de ganas por preguntarle su edad, pero prefirió preguntar, en lugar de eso:

—¿Por qué viste como un hombre?

—Porque me apetece.

—Es raro —dijo Zeke.

—Me alegro —respondió ella. Después, añadió—: Puedes hacer la otra pregunta si quieres. Sé que te lo estás preguntando. Te lo estás preguntando tan intensamente que casi puedo oírlo. Es como oír a los cuervos de afuera.

Zeke no tenía ni idea de qué significaba nada de eso, pero no iba a preguntarle directamente cuánto tiempo llevaba vagando por el mundo, de modo que dio un atajo:

—¿Cómo es que no hay personas jóvenes aquí dentro?

—¿Jóvenes?

—Bueno, Rudy podría ser mi padre, por lo menos. Y vi algunos chinos, pero la mayoría aparentaban su edad, incluso mayores. Y, bueno… tú. ¿Todo el mundo aquí es…?

—¿Viejo? —dijo ella, terminando la frase por él—. Teniendo en cuenta que tu idea y la mía de lo que es viejo son muy distintas, no te falta razón. Y desde luego, hay un motivo. Es un motivo sencillo, y se te ocurrirá si piensas en ello.

Zeke apartó de su camino una viga medio derruida para poder pasar junto a ella en lugar de tener que agacharse.

—Estoy muy ocupado para pensar —le dijo.

—Vaya, hombre. Muy ocupado para pensar. Es cuando estás más ocupado cuando deberías pensar más rápido. De otro modo, ¿cómo esperas durar aquí abajo más tiempo que una pulga en un perro? —Hizo una pausa en un descansillo y esperó a que Zeke la alcanzase. Levantó la linterna, miró arriba y abajo, y dijo:

—Los oigo, ahí arriba, a los de la nave. No son aristócratas precisamente, pero estarás bien. ¿Puedes pensar mientras andamos?

—Sí, señora.

—Bien, entonces dime, mientras andamos, por qué apenas hay chicos jóvenes como tú aquí abajo.

—Porque… —Zeke recordó las palabras de Rudy respecto a los chinos y por qué no tenían mujeres—. No hay mujeres aquí. Y normalmente son las mujeres las que cuidan a los niños.

Ella fingió sentirse ofendida, y dijo:

—¿Que no hay mujeres? Yo soy una mujer. Sí hay mujeres aquí abajo.

—Quería decir mujeres jóvenes —balbuceó Zeke, y enseguida se dio cuenta de lo mal que había sonado eso—. Es decir, mujeres más jóvenes que… bueno, mujeres que puedan tener bebés… Sé que no hay mujeres chinas. Rudy me lo dijo.

—Vaya, ¿qué te parece? Rudy te dijo una cosa que era cierta. Sí, tenía razón. No hay mujeres chinas aquí en la ciudad, y, si las hay, yo no las he visto. Pero te diré una cosa, conozco al menos otra mujer que vive aquí abajo. Es una tabernera de un solo brazo llamada Lucy O’Gunning, y aunque solo tenga un brazo es capaz de echar abajo puertas, por no hablar de darle una buena paliza a cualquier hombre, o a cualquier podrido. Es dura de pelar —dijo Angeline con franca admiración en su voz—. Pero la verdad es que tiene suficiente edad para ser hija mía. Y es lo bastante vieja para ser tu madre, incluso tu abuela. Sigue pensando, chaval. ¿Por qué no hay jóvenes aquí?

—Deme una pista —rogó Zeke, persiguiéndola por el siguiente tramo de polvorientas escaleras. No sabía cuántas habían subido ya, pero estaba cansado y no quería seguir subiendo. Daba igual. La mujer no parecía dispuesta a detenerse, y era ella quien llevaba la linterna, de modo que Zeke no tuvo más remedio que seguirla.

—Vale, una pista. ¿Hace cuánto que se construyeron los muros?

—Quince años —dijo Zeke—. Mes arriba, mes abajo. Madre me dijo que los terminaron el día que yo nací.

—¿Ah, sí?

—Eso me dijo.

Y Zeke pensó en cuántos años eran quince años, si es que no los empezabas siendo un bebé. Pensó en cómo era su madre hace quince, veinte años. Trató de pensar en ello, hablando lentamente mientras luchaba por respirar tras la máscara a causa del agotamiento:

—La mayoría de la gente que hay aquí, ¿lleva dentro todo ese tiempo?

—La mayoría, sí.

—Así que si eran hombres adultos… y mujeres —añadió rápidamente—, de unos veinte o treinta años… ahora todos deben de tener más de treinta, y más de cuarenta.

La mujer se detuvo, y la linterna giró de un lado a otro; a punto estuvo de golpear a Zeke en la cabeza.

—¡Muy bien! Chico listo. Lo has hecho muy bien, aunque estés jadeando como un chucho. —Tras una pensativa pausa, añadió—: Por lo visto hay un par de chicos en Chinatown. Los trajeron aquí sus padres, o sus tíos. Quizá alguno sea huérfano, no lo sé. Y Minnericht, dado que así se llama a sí mismo, de vez en cuando intenta reunir a muchachos jóvenes. Pero tienes que entender que la mayoría de la gente que no ha estado aquí desde el principio no puede acostumbrarse. No se quedan aquí mucho tiempo. Y no los culpo, la verdad.

—Yo tampoco —dijo Zeke, y anheló poder formular tres deseos. El primero, que el universo lo enviara de vuelta a casa. Estaba agotado, y sentía náuseas a causa del aire filtrado y enfermizo, y su piel estaba irritada. El rostro del chino muerto seguía apareciéndosele cuando cerraba los ojos, y no quería estar cerca de ese cadáver, ni siquiera en la misma ciudad, entre los mismos muros.

—Pronto —le prometió Angeline.

—¿Pronto?

—Pronto estarás fuera, y de camino a casa.

Los ojos de Zeke se entrecerraron tras su visor, y dijo:

—¿Es que puede leer los pensamientos o algo así?

—No —dijo ella—. Pero soy muy intuitiva.

Zeke oyó entonces un rumor de fondo, por encima de su cabeza y hacia la izquierda, un sonido semejante al de herramientas golpeando acero, sumado a las blasfemias de hombres que no parecían demasiado contentos tras sus máscaras protectoras. De cuando en cuando el edificio se meneaba como si hubiera sido golpeado de nuevo, y cada uno de esos golpes hacía que Zeke tratara de mantener el equilibrio con ayuda de los muros. Rudy tenía razón respecto a dos cosas. No había mujeres en Chinatown, y tampoco barandillas en la torre inacabada.

—¿Señorita Angeline? —preguntó, y al tomar el siguiente recodo el mundo se iluminó un tanto, o al menos eso le pareció.

—¿Qué pasa? Ya casi hemos llegado. ¿Lo ves? Las ventanas están más rotas, y lo que queda de la luz de la luna está entrando. Estamos muy cerca del punto donde chocaron.

—Me alegra oírlo. Pero me preguntaba algo. Rudy no quiso aclararlo, y usted no me lo ha dicho… ¿Quién es ese doctor Minnericht del que habláis?

La princesa no llegó a detenerse, pero se estremeció, como si hubiera visto un fantasma o hubiera presenciado un asesinato. Algo en su postura se tensó. Parecía un reloj de manecillas delgadas al que le hubiesen dado demasiada cuerda y estuviese a punto de saltar en pedazos.

—Ese no es su nombre —dijo.

Y se dio media vuelta, casi golpeando a Zeke con la linterna, puesto que no sabía a qué distancia la seguía. Incluso tras la máscara, su rostro era un risco de afiladas sombras y repuntes; su nariz aguileña y sus ojos, profundos y algo sesgados, conformaban un mapa de la furia.

Con la mano que tenía libre tomó el hombro de Zeke y lo acercó a sí, hasta que la cálida luz blanca casi quemó su rostro. Lo zarandeó y dijo:

—Si algo va mal, quizá deberías saberlo. Estamos en sus tierras, en esta parte de la ciudad. Si te precipitas ineludiblemente al infierno con solo un billete de ida y no logras subir a bordo, o si caes y él te encuentra, será mejor que estés preparado.

Escaleras arriba, los hombres blasfemaban en voz más alta, hablando en inglés con una amplísima variedad de cosmopolitas acentos. Zeke trató de no escucharlos, y trató de no ver las cavernosas arrugas del rostro correoso de la princesa. Sin embargo, quedó cautivado por su furia, y no pudo moverse, ni siquiera para apartar su mirada de la de ella.

—No es ningún doctor, y no es alemán, aunque haya adoptado ese nombre. No es ni teutón, ni extranjero ni de aquí; eso le gusta decir. —Tras pronunciar esas palabras, se estremeció como si algo terrible se le hubiera ocurrido de repente.

Sus ojos se incendiaron y dijo en voz baja:

—Te diga lo que te diga él, no es de aquí, y no es quien dice ser. Nunca te dirá la verdad, porque le sale a cuenta mentir. Si te encuentra, querrá mantenerte a su lado. Y, cuanto más pienso en ello, más segura estoy de que intentará hacer justamente eso. Pero nada de lo que te diga es cierto. Si lo entiendes, sobrevivirás a un encuentro con él. Pero… —Se apartó, y el miedo que bullía en su rostro se enfrió hasta convertirse en una pequeña y silbante olla—. Pero tendremos que asegurarnos de que eso no ocurra —dijo, y le golpeó afectuosamente la cabeza, enmarañando su pelo y haciendo que las tiras de su máscara irritaran aún más su ya enrojecida piel—. Así que vamos arriba, a la nave.

Lo soltó y, sonriendo de nuevo, lo guió por un tramo más de interminables escaleras, hasta llegar a la cima, momento en que el aire fresco se derramó sobre los peldaños.

Ezekiel tuvo que recordarse a sí mismo que el aire no era realmente fresco. Solo era frío, y venía del exterior. Pero eso no significaba nada, y desde luego no significaba que pudiera quitarse la máscara, aunque habría dado cualquier cosa por poder hacerlo. Estaba aturdido a causa del empuje de Angeline, y de los hombres ruidosos que trabajaban algo más arriba.

La princesa seguía adelante a la luz de la linterna, y saludó a los tripulantes con un taco que hizo que Zeke soltara una carcajada.

Se giraron para mirar a la anciana con su linterna de luz blanca, y al delgaducho muchacho que la seguía.

Zeke vio a cinco hombres, desperdigados por la sala y afanados en trabajos tan útiles como tapar agujeros y golpear con mazas clavos doblados que sobresalían del casco de una aeronave tan grande que Zeke solo pudo ver una parte de ella. Solo una pequeña parte del casco estaba hundida en la fila de ventanas, que habían quedado convertidas en polvo a causa del impacto.

La Clementine se había quedado atascada allí, o quizá había atracado en ese punto a la fuerza; Zeke no sabía cuál era la diferencia, o si eso tenía alguna importancia.

La nave, inclinada sobre las vigas de apoyo, estaba casi por completo dentro del edificio, donde los cinco hombres trabajaban para reparar sus partes más dañadas. Un hombre sudoroso, armado con una palanca del tamaño de un pequeño árbol, se encargaba de tapar un gran orificio, y un hombre alto blanco con una máscara naranja oscura estaba desenmarañando una red de cuerdas entrelazadas.

Dos de los cinco hombres saludaron a la princesa con reverencias. Uno de ellos parecía estar al cargo.

Su cabello era de un color rojo claro bajo las tiras de su máscara, y su amplio torso estaba cubierto de cicatrices y tatuajes. En un brazo, Zeke vio un pez de escamas plateadas, y en el otro, un toro azul oscuro.

Angeline le preguntó.

—Capitán Brink, ¿ya estáis listos para echar a volar de nuevo?

—Sí, señorita Angeline —respondió el otro—. Cuando hayamos sellado esta falla en el casco, podremos despegar con uno o dos pasajeros. ¿Es amigo tuyo?

—Es el chico —dijo ella, evitando la implicación, si es que existía una—. Podéis dejarlo en cualquier sitio afuera, pero sacadlo de aquí. Y la próxima vez que vengáis, os daré el resto de lo que os prometí.

El hombre se ajustó la máscara mientras miraba a Zeke de arriba abajo, como si fuera un caballo cuya compra estuviera considerando.

—Por mí vale, pero te lo aviso, puede que nuestra próxima visita sea dentro de bastante tiempo. Tenemos un poco de prisa por ponernos en marcha, y vamos bastante lejos.

—¿Y eso por qué? —preguntó ella.

—Hay que buscar nuevas oportunidades de negocio —respondió el otro con cierta vaguedad. Después, dijo—: Nada de lo que tengáis que preocuparos. Chico, tú ve adentro. Angeline, ¿seguro que no quieres que te llevemos?

—No, capitán. Tengo asuntos de que ocuparme aquí dentro. Tengo un desertor al que pegarle un tiro —añadió, en voz baja, pero Zeke la oyó.

—No vas a dispararle realmente, ¿verdad? —preguntó.

—No, probablemente no. Pero le daré una lección. —Lo dijo como si no tuviera importancia, y después contempló a los tripulantes efectuar las reparaciones. Le dijo a Brink—: Esta no se parece a la última nave tuya que vi.

El capitán había cogido un mazo y estaba golpeando con él una placa levantada. Se detuvo y le dijo:

—De hecho, es nueva. Eres una mujer muy observadora.

—¿Y se llama Clementine?

—Sí, en honor a mi madre, que no vivió para verla volar.

—Un gesto muy bonito —dijo Angeline, aunque había un matiz de duda en sus palabras, por mucho que tratara de ocultarla de Zeke.

—¿Algo va mal? —susurró Zeke.

—No —respondió ella, en voz alta—. Todo va bien. Conozco a esta gente. Ese es el capitán Brink, como ya habrás adivinado. Junto a él está el primer oficial, Parks; y el de la red es el señor Guise. ¿No es así?

—Sí que lo es —dijo el capitán, sin levantar la vista—. Y los dos a los que no reconoces son Skyhand y Bearfist. Son hermanos. Los recogí en Oklahoma, la última vez que pasamos por allí.

—Oklahoma —repitió Angeline—. ¿Sois hermanos míos? —les preguntó.

Zeke frunció el ceño.

—¿Tiene hermanos a los que no conoce?

—No, tonto —dijo ella, sin malicia—. Me preguntaba si son nativos, como yo. Y de qué tribu son.

Pero ninguno de los dos hombres respondió. Siguieron trabajando, con los brazos metidos hasta los codos en un motor con forma de caldera que estaba ennegrecido en un extremo y expulsando ominosamente vapor por el otro.

—No pretenden faltarle al respeto, señorita Angeline. No hablan inglés demasiado bien. No creo que entiendan la lengua duwamish, tampoco. Pero trabajan como mulas, y saben apañárselas con maquinaria.

Bajo las cintas de sus máscaras Zeke podía ver retazos de un cabello oscuro y liso. Sus antebrazos estaban bronceados, pero puede que se tratara tan solo de ceniza u hollín. Aun así, era evidente que eran indios, igual que la señorita Angeline. Ninguno de ellos alzó la vista, y si sabían que se estaba hablando de ellos, no parecía importarles mucho.

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