Boneshaker (12 page)

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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

BOOK: Boneshaker
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—Sí —dijo Zeke, aunque se quedó inmóvil durante unos segundos.

Algo se movía bajo sus pies, y no supo qué era hasta que el mismo edificio comenzó a temblar.

—¿Rudy? —preguntó Zeke, como si fuera cosa suya y él pudiera ponerle fin.

El temblor aumentó tanto en intensidad como en velocidad, y Rudy dijo:

—Terremoto. Es un terremoto, chaval, nada más. Agárrate.

—¿A qué?

—A cualquier cosa.

Zeke se apartó del agujero en el tejado y se agachó en una esquina, cerca del lugar en el que Rudy aguardaba asido a la cornisa. También Zeke esperó, aferrándose al muro, rezando por que no empeorara y el lugar en el que se había arrodillado no se derrumbara.

—Espera a que pase —dijo Rudy. No parecía totalmente seguro de sí mismo, pero tampoco sorprendido. Aguardó, protegiendo su cuerpo de cualquier posible derrumbe, e incluso extendió una mano para calmar a Zeke.

Zeke no creía que eso fuera a protegerlo, pero le alegró que Rudy estuviera a su lado. Tomó la mano de Rudy y la usó para acercarse a horcajadas a él. Cuando el rugido del temblor alcanzó su clímax, el muchacho cerró los ojos, porque no sabía qué otra cosa podía hacer.

—¿Es tu primer terremoto? —dijo Rudy, como si estuvieran hablando del tiempo, aunque no soltó el brazo de Zeke.

—El primero de verdad —dijo Zeke. Le chasqueaban los dientes cuando intentaba hablar, de modo que cerró la boca con fuerza.

Y entonces terminó, tan rápidamente como había empezado. Eso no quiere decir que el temblor terminara en un instante concreto, sino más bien que amainó bruscamente, después se convirtió en un bamboleo y por fin en un leve estremecimiento.

En total, había durado unos dos minutos.

Zeke se sentía como si sus piernas fueran de arcilla. Trató de ponerse en pie, y lo logró ayudándose del brazo de Rudy y del muro. Sus rodillas casi se doblaron, pero se mantuvo en pie. Y aguardó, sabiendo que el rugido y el temblor podían volver en cualquier momento.

No lo hicieron.

El ruido había aminorado, y donde antes hubo un feroz estruendo ahora podía oír tan solo el crujido de viejos ladrillos, y el sonido de la gastada mampostería al golpear el suelo.

—Eso —dijo Zeke— ha sido…

—Un terremoto, nada más. No hagas una montaña de un grano de arena, por mucho que tiemble.

—Nunca había visto uno así.

—Pues ya lo has visto —dijo Rudy—. Pero este no ha sido para tanto. Quizá te pareció peor porque estás en un lugar elevado. De todos modos, deberíamos ponernos en marcha. Existe la posibilidad de que el temblor derrumbara los túneles, y tendríamos que improvisar otro plan. Ya veremos.

Rudy se sacudió el polvo, comprobó su bastón y se alisó el abrigo. Después, dijo:

—Puedes dejar la linterna aquí. De hecho, te recomiendo que lo hagas. Hay luces por todos lados, y terminarás perdiendo esa, o dejándola en cualquier sitio. Además, vamos a tener que bajar al nivel de la calle muy pronto, y solo atraerá el tipo de atención que no queremos.

—No voy a dejarla.

—Entonces, apágala. No te lo estoy pidiendo, chaval. Te estoy diciendo que no pienso acompañarte si la llevas contigo. Puedes dejarla ahí, en la esquina. Ya la recogerás a la vuelta.

Zeke obedeció a regañadientes. Dejó la linterna en el suelo, en la esquina más cercana, y la escondió bajo unos escombros.

—¿Crees que nadie la cogerá?

—Me sorprendería que lo hicieran —dijo Rudy—. Vamos. Estamos malgastando la luz del sol, y más vale aprovecharla. La casa de tus padres no está muy lejos de aquí.

Zeke se asomó a la cornisa con cuidado. Le preocupaba que un hombre con aparente cojera subiera al frágil puente, pero el montón de tableros y pedazos de desechos crujió, soportando su peso combinado.

Zeke se alegró de no poder ver el suelo, pero no pudo evitar preguntar:

—¿A qué altura estamos?

—Solo a un par de pisos. Y aún subiremos un poco más, así que espero que no te asusten las alturas.

—No, señor —dijo Zeke—. Eso no me preocupa.

—Bien. Porque vamos a trepar mucho.

Cruzaron el puente y llegaron a una ventana en el siguiente edificio. Los maderos parecían terminar contra la ventana, pero cuando Rudy empujó una palanca, la ventana se abrió hacia delante y los dos entraron, quedando sumidos en una oscuridad que era profunda y húmeda, justo como la de la pastelería a la que había llegado Zeke tras salir del túnel.

—¿Dónde estamos? —susurró.

Rudy encendió una cerilla y con ella una vela, aunque técnicamente el sol seguía en lo alto del cielo.

—Si quieres saber mi opinión, estamos en el infierno.

Capítulo 9

Cuando Andan Cly dijo «ahora», en realidad quería decir «cuando vuelva el resto de la tripulación», pero le aseguró a Briar que no tardarían más de una hora. Además, le dejó muy claro que, si Briar lograba una oferta mejor, más le valdría aceptarla. Invitó a Briar a subir a la cabina y le dijo que estaba en su casa, aunque preferiría que no tocara nada.

Cly se quedó fuera, comprobando los medidores y ajustando las manijas.

Briar ascendió la escala de cuerda y atravesó la tronera. Llegó a un compartimento sorprendentemente espacioso, aunque quizá solo daba esa impresión porque estaba casi vacío. Enormes sacos colgaban del techo en carriles que se podían desplazar por medio de poleas. En los bordes del compartimento, y en popa y proa, había barriles y cajas encaramadas unas sobre otras hasta llegar casi al techo. Sin embargo, el centro de la estancia estaba totalmente vacío, y había lámparas a prueba de viento colgadas de goznes sujetos de las crucetas y de puntos en alto en los muros, donde era poco probable que fueran derribadas. En su interior, podía ver pequeñas bombillas con gruesos filamentos iluminados en lugar de llamas. Se preguntó dónde las habría conseguido Cly.

En el extremo derecho de la estancia, en el punto más alejado de la escala, había unos peldaños de tablillas de madera tallados en el muro.

Briar los subió. En la cima, encontró una habitación llena de tubos, botones y palancas. Tres cuartos de la superficie del muro estaban cubiertos de un espeso cristal que estaba algo turbio en algunos puntos, arañado y golpeado desde el exterior. Pero no había ninguna grieta, y cuando tocó el cristal con la uña, el sonido que produjo fue más un golpeteo que un tintineo.

En la zona de control principal había palancas más largas que su antebrazo y botones relucientes que parpadeaban en la consola del capitán. Había pedales al nivel del suelo, y pasadores colgantes que descendían de paneles colocados en alto.

Por motivos que no pudo explicar, Briar sintió la repentina y terrible certeza de que la estaban observando. Se quedó inmóvil, mirando afuera por la ventana delantera. No oyó nada a su espalda: ni respiraciones, ni pisadas, ni el crujido de los peldaños de madera… pero aun así estaba segura de que no estaba sola.

—¡Fang! —gritó Cly desde fuera.

Había un hombre detrás de Briar, tan cerca de ella que podría haberla tocado si hubiera querido.

—¡Fang, hay una mujer ahí dentro! ¡Intenta no asustarla!

Fang era un hombre pequeño, aproximadamente del mismo tamaño que Briar, y delgado, aunque no daba sensación de debilidad o fragilidad. Su pelo negro era tan oscuro que brillaba en destellos azules, y lo llevaba peinado hacia atrás y atado en una cola de caballo en lo alto del cráneo.

—¿Hola? —aventuró Briar.

El hombre no respondió; tan solo parpadeó con sus ojos marrones algo angulados.

La enorme cabeza de Cly apareció por el portal del suelo.

—Lo siento —le dijo a Briar—, debería haberla avisado. Fang es un buen tío, pero es el capullo más silencioso del mundo.

—¿Él…? —comenzó Briar, y después pensó que quizá fuera algo grosero. Le preguntó al hombre de pantalones amplios y chaqueta de aspecto oriental—: ¿Habla usted inglés?

El capitán respondió por él:

—No habla nada. Alguien le cortó la lengua, no sé quién o por qué. Pero entiende el inglés. Y el chino, y el portugués. Y Dios sabe qué más.

Fang se apartó de Briar y colocó una bolsa de tela en un asiento situado a la izquierda. Sacó de ella un sombrero de aviador y se lo puso. Había un agujero en la parte trasera del sombrero, por el que podía sacar la coleta.

—No se preocupe por él —dijo Cly—. Es buena gente.

—Entonces, ¿por qué lo llamáis Fang, «diente de serpiente»?

Cly ascendió los peldaños y comenzó a agacharse. Era demasiado alto para estar de pie en su propia cabina.

—Por lo que sé, es su nombre. Una anciana de Chinatown, en California, me dijo que significa «honesto e íntegro», y que no tiene nada que ver con serpientes. No me queda más remedio que creer en su palabra.

—Fuera de mi camino —exigió otra voz.

—No estoy en tu camino —dijo Cly sin mirar.

Por el hueco de la cabina apareció otro hombre, sonriente y algo entrado en carnes. Llevaba un sombrero de piel negro con alas que cubrían sus orejas, y un abrigo de cuero marrón con botones de bronce desiguales.

—Rodimer, te presento a la señorita Wilkes. Señorita Wilkes, este es Rodimer. No le haga ni caso.

—¿Ni caso? —El hombre fingió sentirse ofendido, y trató, sin éxito, de mostrar indiferencia respecto a Briar—. ¡Vaya, espero que no lo haga! —Tomó la mano de Briar y le dio un beso seco y muy elaborado.

—De acuerdo, no lo haré —le dijo Briar, retirando la mano—. ¿Ya estamos todos? —le preguntó a Cly.

—Sí. Si llevara a alguien más, no tendríamos sitio para el cargamento. Fang, ocúpate de las cuerdas. Rodimer, las calderas están calientes y a punto.

—¿Y el hidrógeno?

—A tope desde Bradenton. Debería bastar para un par de viajes más.

—¿De modo que hemos tapado la fuga?

—Sí —asintió Cly—. Usted —le dijo a Briar—, ¿alguna vez ha volado antes?

Briar confesó que no.

—Estaré bien —dijo.

—Más vale. Si vomita, lo limpia usted. ¿Le parece bien?

—Sí. ¿Debería sentarme en algún sitio?

Cly inspeccionó la pequeña cabina y no encontró nada que pareciera mínimamente cómodo.

—No solemos llevar pasajeros —dijo—. Lo siento, pero no tenemos asientos de primera clase. Coja una caja y agárrese bien si quiere ver el paisaje… —Gesticuló con un enorme brazo en dirección a una puerta pequeña y circular situada en la parte trasera de la aeronave—. Hay hamacas en la parte de atrás. Ninguna de ellas es especialmente apropiada para una dama, pero puede sentarse allí si quiere. ¿Tiene el estómago frágil?

—No.

—Más le vale estar bien segura de eso antes de sentarse ahí atrás.

Briar lo interrumpió antes de que pudiera seguir hablando.

—He dicho que estaré bien. Me quedaré aquí. Quiero ver el paisaje.

—Como quiera —dijo Cly. Cogió una pesada caja y la colocó junto a la pared más cercana—. Tardaremos una hora en llegar al muro, y después otra media hora en prepararnos para dejarla a usted allí. Trataré de dejarla en un sitio… bueno, no hay ningún lugar seguro ahí dentro, pero…

Rodimer se enderezó en su asiento y torció la cabeza para mirar a Briar.

—¿Va a entrar ahí? —preguntó en una voz demasiado deliberadamente melódica para un hombre de su físico—. Cielo santo, Cly. ¿Vas a dejar a la señora al otro lado del muro?

—La señora puede resultar muy convincente. —Cly miró a Briar con el rabillo del ojo.

—Señorita Wilkes… —repitió Rodimer lentamente, como si ese nombre no hubiera significado nada para él la primera vez que lo oyó, y, al oírlo de nuevo en su cabeza, sospechara que era un nombre importante—. Señorita Wilkes, la ciudad amurallada no es lugar para…

—Para una señorita, ya lo sé. Ya me lo han dicho. No es usted el primero en decirlo, pero preferiría que dejáramos de hablar del tema. Tengo que entrar, y pienso hacerlo. Y el capitán Cly ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme hasta allí.

Rodimer cerró la boca, negó con la cabeza, y centró su atención de nuevo en la consola bajo sus manos.

—Como quiera, señora, pero si no le importa que lo diga, es una lástima.

—No me importa —dijo Briar—, pero no tienen por qué celebrar mi funeral antes de tiempo. El martes pienso volver a salir.

Cly añadió:

—Hainey se ha ofrecido a sacarla en su próxima incursión. Si aguanta hasta entonces, saldrá de allí con él.

—No me gusta —gruñó Rodimer—. No está bien dejar a una mujer ahí dentro.

—Puede que no —murmuró Cly mientras tomaba asiento—. Pero cuando Fang vuelva vamos a despegar, y la señora no va a volver con nosotros a menos que cambie de opinión. Sube el ascensor frontal, ¿quieres?

—Sí, señor. —El primer oficial se inclinó hacia delante y manipuló una de las palancas. En algún lugar, en lo alto, algo muy pesado soltó un mecanismo y se conectó con otro. El chasquido se oyó en toda la cabina.

El capitán apretó un pasador y tiró de una barra hacia su pecho.

—Señorita Wilkes, hay una red de cargamento en la pared, sujeta al suelo. Puede agarrarse a ella, si quiere. Rodéela con los brazos, o como prefiera. Agárrese bien.

—¿Habrá… habrá muchas sacudidas?

—No creo. El tiempo está bastante tranquilo, pero hay corrientes de aire cerca de los muros. Están lo bastante altas para que las atraviese el viento procedente de las montañas. A veces nos encontramos una sorpresita.

Fang se manifestó en la cabina con el mismo aterrador silencio que antes. Esta vez, Briar logró no asustarse visiblemente, y el chino mudo no la prestó atención.

Una leve inclinación del suelo indicó que comenzaban a moverse. Las ramas de los árboles arañaron sonoramente el casco exterior de la cabina, y la Naamah Darling comenzó a elevarse. Al principio ascendió lentamente por sí misma, sin ayuda de vapor o propulsión, sino del hidrógeno contenido en los grandes depósitos situados por encima de la cabina. El vehículo no se sacudió en exceso, tan solo se elevó hasta que dejó atrás las copas de los árboles y flotó por encima de ellas, todavía elevándose, aunque sin prisa.

Briar no esperaba que el proceso fuera tan silencioso. A excepción del crujido de las cuerdas, el chasquido de las juntas metálicas y el sonido de las cajas vacías al deslizarse por el suelo, en el piso de abajo, apenas se oyó nada.

Pero entonces Cly tiró de una columna con forma de rueda hacia sí y pulsó tres interruptores situados en su costado. En ese momento la cabina se llenó del siseo del vapor al ser transferido de las calderas a los conductos, y después a los propulsores que impulsarían al vehículo hacia las nubes. Al vapor lo acompañó una leve sacudida, al este y arriba, y la Naamah Darling se quejó de nuevo ostensiblemente con gemidos, quejidos y chillidos a medida que se alzaba a sí misma hacia el cielo.

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