De ese mundo, del Polimartium que fundó Tirreno, rey de Lidia, procedía la armadura que me había regalado mi abuela. De él, tan apartado, me traía un aliado prestigioso que, como un
robot
estático, custodiaría mi sueño. La trasladaron a mi habitación y allí permaneció hasta que desaparecí de Italia. Hace algún tiempo, en el Museo Etrusco Gregoriano, me estremeció una fuerte emoción cuando me enfrenté con las piezas de mi armadura. Aunque se informa al público que procede de Bomarzo, nada indica en la colección vaticana que el férreo conjunto perteneció al duque Pier Francesco Orsini. Los siglos se han encarnizado con el duque, borrando sus huellas, y así como se opina que mi retrato por Lorenzo Lotto, el «Retrato del gentilhombre en el estudio», representa —¡oh ironía admirable!— a un personaje de la familia de los condes de Rovero, pues la efigie estuvo largamente —no sé por qué— en su casa, en Treviso, se ignora lo que esas armas etruscas significaron para mí en un momento doloroso de mi vida, como símbolos de solidaridad y de apoyo. Las cosas, de las cuales se afirma que carecen de alma, son dueñas de secretos profundos que se imprimen en ellas y les crean un modo de almas, especialísimo. Desbordan de secretos, de mensajes, y, como no pueden comunicarlos sino a los seres escogidos, se vuelven, con el andar de los años, extrañas, irreales, casi pensativas. Hablamos de pátina, de pulimento, del matiz de las centurias, al referirnos a ellas, y no se nos ocurre hablar de alma. La armadura de Bomarzo tiene alma. Y nos reconocimos en el museo papal.
Mi padre no reaccionó en seguida frente a la repulsión que le había causado el disfraz mujeril de su vástago contrahecho. Pero lo tomó muy en serio, como si yo no fuera un niño y, sobre todo, como si no fuera una víctima. Sin duda anduvo de conciliábulos con Girolamo, quien le presentó la versión que más le convenía del asunto y a quien escuchaba atentamente. Esa semana encontré cuatro y cinco veces al condottiero y siempre rehuí su mirada, pero la sentí pesar sobre mí, sobre mi vacilante estampa, torva, acusadora, hasta que por fin reventó la cólera que fue sobando.
Era hombre de exacerbaciones tremendas. Un día acudió al castillo una delegación de magistrados de Bomarzo, aquellos que se reunían de tanto en tanto para establecer los donativos, tributos y homenajes que el feudatario exigía. Venían a postrarse ante él para implorar su clemencia, pues consideraban excesivas las tasas del vasallaje. Gian Corrado Orsini los escuchó en silencio. Vio, abatidas, las cabezas canas. Y cuando terminó la tartamudeada alocución plañidera, mandó que los encarcelaran y ordenó que se doblara el tributo. En 1503, cuando Bomarzo fue liberado por Bartolomé d’Alviano, mi padre se había batido junto a él, valerosamente, y entendía que el pueblo nunca llegaría a pagarle lo que adeudaba a su arrojo y a su tutela señorial. Aplicaba con rigor, de acuerdo con el código de Viterbo, el derecho que le correspondía sobre las jóvenes esposas y sobre todas las mujeres de condición humilde de Bomarzo, el
homagio mulierum
. Hasta el fin de su vida, y murió a los setenta y cuatro años, guerreando, no se atemperó su hambre carnal. Las criadas, las damas de mi abuela, las campesinas de Bomarzo y hasta las castellanas y doncellas de las propiedades de la zona, desde la fortaleza de Bracciano, construida por Napoleón Orsini, hasta Orte, Vitorchiano y Bagnaia, temían su insaciable rijosidad. Después supe que muchas lo amaron, pues era capaz de reiteradas proezas sensuales. Al crepúsculo partía a caballo, hundida la barba blanca en el rebozo, sin miedo de los salteadores y sin más defensa que su espada y su puñal, rechazando la escolta de sus pajes y escuderos, y regresaba con el sol alto, muy pálido, muy marcado por las ojeras, gritando que le dieran de comer. Cuando Girolamo cumplió catorce años, lo llevó con él, orgulloso de la elegancia de su cuerpo. Lo inició simultáneamente en las estrategias de la guerra y de la voluptuosidad. Quería que fuera un perfecto Orsini. Muchas veces los espié, envidiándolos, al tiempo en que las herraduras sacaban chispas de las piedras, en el patio, y los palafreneros se apresuraban a tomar las riendas del anciano duque que descabalgaba de un salto, con la misma agilidad donairosa que su hijo mayor. Se comprenderá, entonces, que mi padre me execrara, porque yo representaba exactamente lo contrario de su gallardía varonil y principesca y de su ufana actitud frente a la vida sonora de armas, llameante de vivaques y de asedios, jubilosa en el escándalo de las orgías y de las violaciones.
Su calma amenazadora no podía durar. Al quinto día, cuando yo respiraba ya, con la esperanza de que hubiera olvidado el episodio, me hizo llamar con un paje. Una de las peculiaridades de su carácter consistía (como lo que luego sucedió corrobora) en su inclinación al humor negro, a la diversión macabra. Era, en el fondo, un sadista, como Girolamo, su preferido. Por eso se entendían tan bien.
Entré, más muerto que vivo, en la habitación donde solía recibir a sus vasallos y repasar con agrio gesto las cuentas de sus fincas y tributos. Estaba de pésimo talante. En Roma habían elegido papa a Adrián VI, esfumando las perspectivas de su suegro Franciotto, en las cuales cifraba suntuosas ilusiones, y eso había contribuido a exasperarlo sin duda. Era aquél un año nefasto para nosotros. Los suizos impagos se habían amotinado contra su ilustre amigo Lautrec y habían sufrido una derrota, a sus órdenes, en La Bicoque. El mundo se confabulaba frente al señor de Bomarzo. Como no tenía a nadie más indicado que yo a mano, para canalizar su rabia, se acordó de mí. E inventó mi castigo con la refinada imaginación y la atrocidad de un hombre del Renacimiento.
Ya que menciono nuevamente a Odet de Foix, vizconde de Lautrec, señalaré un hecho, a mi juicio, interesante. Sin duda Lautrec y mi padre, que eran íntimos, habrán discutido mi caso alguna vez. El vizconde me había visto en nuestro palacio, en Roma, por casualidad, sin que Gian Corrado Orsini acertara ocultarme. Mi padre se habrá lamentado, con aspereza confidencial, de la fatalidad aciaga que le había impuesto un hijo como yo. Solía hacerlo. Y el bravo, audaz y vanidoso Lautrec, cuyas condiciones de guerrero destaca Brantôme, contraponiéndolas a sus incapacidades de gobernante, lo habrá consolado a su manera, empleando una franca rudeza militar. Ambos se consideraban, en su máscula potencia, como dos semidioses, como dos vivientes estatuas heroicas, paradigmas de sus respectivas estirpes. Y lo irónico de la cuestión es que el nombre glorioso del vizconde de Lautrec, gobernador del Milanesado y de Guyena, teniente general de Francisco I en Italia y hermano de Mme. de Chateaubriand, una de las bellas favoritas del rey, fue eclipsado, en el correr de los siglos, por el nombre de su descendiente Henri-Marie-Raymond de Toulouse-Lautrec-Monfa, un enano pintor que frecuentaba malos ambientes y que fue mucho más deforme que yo. Nadie, fuera de los estudiosos de históricos pormenores, se acuerda del que pensaba ser el Lautrec culminante, el colosal Lautrec de bronce que extendía su bastón de mando sobre Italia; en tanto que nadie más o menos culto desconoce la obra y los detalles de la vida de su monstruoso y genial heredero, un gnomo absurdo, pintor de afiches de cabarets y de prostitutas descoyuntadas, que al valiente capitán Lautrec, de haber podido preverlo, lo hubiera asqueado como una sabandija humana y como un insano mezclador de colores insufribles. Lo mismo pienso yo que mi nombre, si estas memorias se publican algún día, tendrá que sobrepujar ineludiblemente no sólo al de mi padre, sino a los de los personajes más preclaros del linaje, incluyendo a los santos, a los papas, a Mateo Rosso, el senador del siglo XIII, que originó las tres grandes ramas de la familia; a Napoleón, el del baño de rosas en Santa María in Aracoeli; a Romano, amigo de Santo Tomás; a Nicolás, amigo de Santa Brígida y de Boccaccio; a Raimondello, el que fue a la conquista del Santo Sepulcro y cuya viuda casó con el rey de Nápoles; a Gian Paolo, comandante de las tropas florentinas en la batalla de Anghiari, que inspiró a Leonardo da Vinci; a Gentil Virginio, dueño de tal jerarquía que en una cabalgata precedió a los hijos de Alejandro Borgia, y en el séquito de la coronación de Alfonso II, a los príncipes de la casa de Aragón; a Gian Giordano, figura central de la Pax Romana; al conde de Pitigliano, el homérico; a mi abuelo Franciotto; a los que se batieron en Lepanto; a Virginio, llamado «el señor más grande de Italia»; a Paolo Giordano, duque de Bracciano, hombre de letras, embajador ante Isabel de Inglaterra, a quien Shakespeare ubicó en su
Twelfth Night
, con lo que los Orsini —como se subrayó—, que habían sido cantados por Dante, fueron cantados también por el mayor poeta inglés; y así hasta la célebre Princesse des Ursins, multiplicando las bifurcaciones de nuestro frondoso árbol genealógico, en el que las tiaras, las coronas, las espadas y las mitras asoman doquier, como frutos de oro que chisporrotean en la complicación del follaje. Ninguno de esos nombres insignes erguidos como banderas sobre el cortejo de los osos atávicos, ninguno brillará como el mío, Pier Francesco Orsini. Porque yo soy único en mi dilatada prosapia, soy el único que puede ahora escribir su vida de hace cuatro siglos. Y de esa suerte se da la paradoja cáustica de que un enano y un jorobado excedan en méritos sobradísimamente a los dos guerreros triunfales de los cuales proceden, el vizconde de Lautrec y el duque de Bomarzo, que, por descontado, juzgaban a su gloria de emplumados combatientes como una cumbre suprema, y que, de imaginar lo que luego aconteció, hubieran declarado con amargo desprecio que el mundo, entregado a las aberraciones abominables, se había vuelto loco. Supongo que eso, tan perturbador, tan alterador de moldes preestablecidos, es lo que los británicos llaman «justicia poética». Una forma póstuma y extravagante del desquite nos hermana, en el tiempo, a Toulouse-Lautrec y a mí.
Claro está que la mañana en que mi padre resolvió, para dar rienda suelta a su mal talante, encararse conmigo y castigarme por algo de lo cual yo no tenía la culpa, no disponía yo de los elementos que aseguran hoy mi superioridad sobre él y, al contrario, era un mísero desvalido, atolondrado en presencia de la majestad de un juez omnipotente, resuelto a condenarme sin oírme.
Por lo pronto, escupiendo de tanto en tanto en la apagada chimenea, me endilgó un exordio sarcástico. Su educación florentina le había enseñado esas retóricas atrabiliarias y mordaces. Florencia era un nido de gente intrigante, dada a las habladurías, implacablemente burlona, y allí había ejercitado su estilo. Se refirió sin disimularlo al oprobio que representaba para la familia —¡y yo no contaba más que once años!—; ¡me comparó con Girolamo y Maerbale, disminuyéndome!; se rió de la armadura que mi abuela me había regalado, la única digna de mí, según él, por inservible; ridiculizó el disfraz de mujer con el cual me había visto. A medida que peroraba, su indignación crecía. Había comenzado en un tono zumbón y despectivo, pero, como ese tono era ficticio y aprendido en la corte de los Médicis y no correspondía a la realidad biliosa e impaciente de su ánimo, cuya brusca acritud pugnaba por manifestarse, agresiva, sorda a cualquier razón, cambió de modo rápidamente, recurriendo a las palabras soeces y a las inflexiones enérgicas, brutales, que intimidaban a sus soldados. En medio de su vociferación recordó el horóscopo de Sandro Benedetto, que yo no había oído mentar hasta entonces, y se mofó groseramente de los poderes ocultos y la vida sin límites que me prometía. Y mientras él seguía despotricando por mi joroba y diciéndome bufón y farsante, sus insultos sólo me rozaban en la superficie, porque la fantástica revelación de mi destino que, sin proponerse —y probablemente se arrepintió de ello en seguida—, me había comunicado, me distrajo con su asombrosa novedad que no comprendí cabalmente y que parecía forjada a medida para impresionar a mi espíritu poético, por lo que implicaba de quimérico, de mágico y de diferente a la cotidiana materialidad. Pero pronto debí abandonar esos pensamientos, postergándolos para ocasión más propicia, porque mi padre tornaba a aludir concretamente al vestido de mujer que me había puesto Girolamo, gritándome «hijo de Sodoma», apelativo que entonces no entendí, pero que siguió cantando en mi memoria e interpreté años más tarde, aunque deduje, en aquel momento, por el fuego que arrojaban sus ojos al culminar el alboroto, que su intención debía de ser enrostrarme algo especialmente malo. Se puso de pie, volcando la silla desde la cual me hablaba y me zamarreó.
—Ahora habrá que encerrarte —dijo—. Pero no te preocupes, tendrás compañía.
Tocó un resorte que no advertí, y en el muro se deslizó un panel de madera. En Bomarzo había varios corredores y cuartujos secretos, cuya existencia ignoraban hasta sus propietarios, porque el castillo era antiquísimo y en los siglos XII y XIII, por ejemplo, había tenido más de cien dueños, descendientes de los nobles francos y longobardos que antes lo habitaron, y porque esos herederos minúsculos, cuya posesión, en ciertos casos, sólo se extendía a la cincuentésima parte del señorío, y que vivían allí apeñuscados, en guerrera promiscuidad, destrozándose por bagatelas, bajo el gobierno de un vizconde, de un
vice comes Castri Polimartii
, habían reproducido los escondrijos, agujereando doquier las murallas, para guardarse los unos de los otros (y sus respectivos tesoros mediocres) en oscuras madrigueras. Yo mismo, más tarde, cuando todo Bomarzo fue mío, descubrí un pasadizo subterráneo, que comunicaba el castillo con el Sacro Bosque, en el valle. Lo utilicé mucho.
En la oquedad abierta por la hoja historiada al correrse, no distinguí más que una densa negrura. Mi padre tomó un candelabro, encendió sus tres velas, y me empujó al interior. Puso las luces en el suelo, y a su resplandor verifiqué que me hallaba en una habitación baja y vacía, sin ventanas, oliente a moho. Me volví, para implorar misericordia, y entonces, un segundo, la mirada de mi padre y la mía se cruzaron. Me pareció que vacilaba. Quién sabe… tal vez en ese instante, fugaz, percibió eso, que seguramente emanaba de mí y que me envolvía como un velado anuncio, pero en seguida se recobró y la puerta se ajustó en el vano. Quedé solo.
La habitación estaba totalmente vacía, fuera de un bulto que se alargaba en la extremidad opuesta. Me aproximé, medroso, y lancé un grito. Como en el desván de los arcones, mi voz rebotó, estridente, en las paredes, mezclada con las risas que oí en el aposento donde mi padre había permanecido y que no eran suyas únicamente, pues sin duda ya estaba allí Girolamo, gozando con él de lo que ambos consideraban una burla estupenda.