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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (3 page)

BOOK: Bomarzo
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He tropezado no recuerdo dónde con una frase de Eugenio d’Ors quien, refiriéndose al Renacimiento, declarara que fue un tiempo de neta vocación aristocrática, y señala que cualquier artesano, orfebre, forjador o imprentero, no descansaba hasta obtener, de las autoridades de su gremio, certificados de nobleza. Del gran Miguel Ángel mismo se aseguró que venía del linaje de los emperadores de Alemania, mi amigo Benvenuto Cellini afirmaba que descendía de un capitán de Julio César, aquel del cual resulta el nombre de Florencia; mi amigo Paracelso —de quien hablaré extensamente más adelante—, hijo de un modesto médico de Einsiedeln, juraba que llevaba en las venas la sangre de un príncipe, de quien su padre era hijo natural; Gerolamo Cardano, físico, matemático y medio hechicero, remontaba su origen a la egregia familia de los Castiglione. Ariosto, a la de los Aristei; Giuseppe Arcimboldo, prestidigitador de la pintura, inventor de «cabezas compuestas» y de alegorías manieristas, se vanagloriaba de poseer en su estirpe por lo menos a tres arzobispos, los cuales reposan juntos en una tumba de mármol, en el Duomo de Milán, y no paró hasta que Rodolfo II de Habsburgo lo hizo conde palatino. ¿Qué tiene de raro, entonces, que los Orsini insistamos en nuestro Caio Flavio Orso, en nuestra Osa nodriza y en nuestro jefe godo vencedor de los vándalos, con tanta confianza y naturalidad? Mi abuela me narró esas historias desde que abrí los ojos del entendimiento, con muchas otras de nuestra alcurnia romana. Ellas han significado para mí —cumpliéndose de esa suerte la aspiración tonificante de Diana Orsini— un amparo esencial en el curso de mi vida azarosa. Los osos auxiliares, edecanes invisibles, me rondaron siempre. Me rondan todavía. Aquí les rindo, a mi abuela y a esos monstruos inmateriales y afectuosos, el tributo de mi gratitud. Con la insistencia de su orgullo, que numerosos lectores juzgarán arriesgada y desmoralizadora (particularmente las maestras de las escuelas primarias, si se encuentran entre quienes me leen), Diana Orsini suplió lo que me había negado la naturaleza: la seguridad de mí mismo, de mi propia fuerza que, faltándome, debió recurrir a otras energías, verdaderas o fantásticas, hasta dotarme de un vigor y de una fe que procedían, si no de mí, de una misteriosa cohorte, vieja como la historia de mi familia, y que confundían alrededor de mi estampa débil las corazas del tiempo de Constancio y de Teodosio II, que nos ungió príncipes, con las tiaras papales de Esteban III, de Celestino III y de Pablo I, santos ambos, y la de Nicolás III, el que soñó distribuir Italia entre sus sobrinos Orsini, y con los mantos del sinfín de reinas de nuestra casa, reinas de Polonia, de Nápoles, de Hungría, de Tesalia, de Castilla y emperatrices de Occidente, y con los blandidos espadones de los guerreros Orsini que estremecieron a Italia con el bullicio aparatoso de sus desfiles y contiendas, creando un ancho friso de siete colores que circundaba a mi timidez y a mi agotamiento, un friso en el cual sobresalían, encima de las coronas, de los cetros, de los báculos, de las banderas y de los yelmos realzados de plumas rígidas, las balanceadas estaturas de los osos negros que se erguían con suprema y atemorizante majestad.

Creo que ha llegado el momento de que aborde el tema que hasta ahora he eludido y que por principal debí tratar al comienzo de estas memorias. Me refiero al tema de mi físico. Lo revelaré en seguida, de un golpe, sin perífrasis, aunque me cueste, me duela hacerlo. Allá va: cuando nací, el Esculapio hogareño que tuvo a su cargo la tarea de facilitar mi ingreso en el mundo destacó una anomalía en mi espalda, provocada por la corvadura y desviación de mi columna vertebral hacia el lado izquierdo. Luego, al crecer y definirse mi cuerpo, se tuvo la certidumbre de que aquello era una giba, corcova, joroba, llámesela como se la quiera llamar —ya lo he dicho, ya lo he dicho—, deformación a la cual se sumó otra, en la pierna derecha, que me obligó a arrastrarla levemente y que el Esculapio en cuestión no pudo advertir en el primer instante.

Quienes han escrito sobre mí, con áulica retórica, silenciaron esos defectos prudentemente. Si los detallo es porque ellos contribuyen a explicar mi carácter y porque se trata de algo para mí esencialísimo. Lo cierto es que en el horóscopo de Sandro Benedetto, sobre el cual planea la promesa aparentemente loca de la inmortalidad, de la vida sin término fijo, no se puntualiza, en cambio, el papel que pudo incumbir a los astros en los desórdenes de mi esqueleto maltratado. Algunos artistas restringieron su elogio a mi alma —y al hacerlo incidieron en una adulación tan absurda como los que ensalzaban disparatadamente mi cuerpo, pero por lo menos no contradijeron lo obvio— y así Aníbal Caro me ha apodado «señor bueno», y Betussi, «verdadero amigo de los hombres y de Dios», mientras que Francisco Sansovino habló de mi «honorable presencia» y, aún más, de mi «aspecto real». Claro que yo, sin declararlo abiertamente, lo habré guiado a este último a que lo hiciera. Sansovino comprendió mi urgencia de ser alabado por mi físico, que era mi punto más flaco, y procedió con elocuencia cortesana. Y no ha quedado ni un solo rastro, para el futuro, de tan palmarias y patéticas irregularidades; ni siquiera en mi maravilloso retrato por Lorenzo Loto, el de la Academia de Venecia, una de las efigies más extraordinarias que se conocen, en la cual no figuran para nada ni mi espalda ni mis piernas, y en la que los pinceles de Magister Laurentius, cuando yo contaba veinte años, prestaron relieve a lo mejor que he tenido —ya que menciono lo malo, mencionaré lo bueno también—, mi cara pálida y fina, de agudo modelado en las aristas; de los pómulos, mis grandes ojos oscuros y su expresión melancólica, mis delgadas, trémulas, sensibles manos de admirable dibujo, todo lo que hace que un crítico (que no imagina que ese personaje es el duque de Bomarzo, como no lo sospecha nadie y yo publico por primera vez) se refería a mí sagazmente, adivinándome con una penetración psicológica asombrosa, y designándome
Desesperado del Amor
. Así me veo yo, cuando dirijo mis miradas a la reproducción de ese retrato que cuelga entre los libros, en mi escritorio —el original está lejos ¡ay! y ya no me pertenecerá nunca, y ningún estudioso creerá mi palabra de que ése soy yo, Pier Francesco Orsini—, y descubro un romántico parentesco entre la imagen y el
Desdichado
de Gérard de Nerval, tan ajado por el consumo de los literarios glosadores:
le ténébreux, le veuf, l’inconsolé, le prince d’Aquitaine à la tour a bolie
. Me encanta, todavía hoy, buscar similitud de ese tipo, posibles afinidades mías con héroes misteriosos y desventurados, con individuos «interesantes», pues, ya que no por estrictas razones físicas, dados los inconvenientes que me ha costado tanto enumerar, por otras, más sutiles —y que se vinculan también con definidos aspectos de mis rasgos y de mi apostura—, me percaté desde que empecé a andar por la vida, de que debía compensar con una atracción imponderable las desventajas de mi giba y de mi pierna.

Desde muy niño, obsesionado por mi inferioridad congénita, me apliqué a disfrazarla en la medida de lo posible ensayando ante el espejo las posturas y ángulos más propicios. Me atisbaba en el espejo que había en la cámara de mi abuela, en Roma, y me veía flotar, desmedrado, enclenque, en esa luz verdosa que titubeaba en las habitaciones del lúgubre palacio, color de los tapices, de los muebles, de los retratos y de las panoplias, una neblina irreal desgarrada en jirones transparentes, que no era de aquel tiempo sino procedía de la Edad Media, y había quedado ondulando en los aposentos en cuyos rincones se estancaba, sin lograr salir de su encierro glacial, y que nos envolvía e impregnaba a viejos y a jóvenes, contagiándonos una rara lividez. Me enderezaba, levantaba la cabeza, colocaba la mano en la cintura… En más de una ocasión, mis hermanos me sorprendieron así, y la persecución cruel de la cual me hacían objeto recrudeció entre alaridos de mofa. Mi horror a la fealdad y mi pasión por la belleza, en los humanos, en los objetos, en los juegos de la poesía, que me produjo desengaños y amarguras pero le dio a mi vida un tono exaltado y cierta atormentada grandiosidad, procede de mi horror a mí mismo y del asco resultante que me causaba cualquier aberración teratológica. Cuando mi abuela —cuya beldad obró sobre mí antes de que yo captara el valor de su cariño— me hablaba de Isabel Gonzaga, duquesa de Urbino, a quien quería y admiraba singularmente, y me contaba cuánto la entretenían los enanos que formaban parte de su comitiva y con quienes traveseaba en la biblioteca célebre de los Montefeltro —esos enanos para quienes había mandado construir, a medida, una capilla y seis habitaciones—, pensaba divertirme y sin embargo, sentado en la penumbra, junto a su lecho, yo me estremecía de repulsión.

En los sentimientos que evoco hay que rastrear las raíces de mi entusiasmo, compartido con tanta gente de la época, por los testimonios de la antigüedad clásica. En esos sentimientos también, como aclararé más tarde, se afirma la paradoja del Sacro Bosque de los Monstruos que inventé en Bomarzo. Mis contemporáneos del Renacimiento fueron hacia los nobles vestigios de las culturas anteriores, movidos por el mimetismo helénico e imperial que caracterizó a aquel tiempo; por el afán de saber y de establecer los cánones de la exacta hermosura formal que difundieron griegos y romanos; o simplemente por la ambición aristocrática de poseer obras únicas y codiciadas. Yo lo hice por razones más complejas. Quizás esperé que la proximidad de esos sobrevivientes armoniosos actuaría sobre mí como una terapéutica mágica; quizás calculé que, sumergiéndome en un mar de belleza, rodeándome de mármoles rítmicos hasta desaparecer detrás de sus entrelazadas apariencias, como en medio de un ballet inmóvil y fragmentario en el que cada cosa, la lisura de una frente, el arco de un brazo, la proporción de un pecho suscitaba emociones que aliaban a la poesía con las matemáticas, lograría olvidarme de mí mismo.

El desdén que mi padre evidenció hacia mí, desde que se convenció de su impotencia para corregir mi cuerpo contrahecho, fue tan vehemente como el amor que me demostró mi abuela. Gian Corrado Orsini no se resignaba a tener un hijo jorobado, y en lugar de contribuir a que yo olvidara mis imperfecciones, o por lo menos a que las tuviera menos presentes y sacudiera mi pesadilla, no cesaba de recordármelas y enrostrármelas, despiadadamente, con una mueca, con un rápido parpadeo, con un disgustado encoger de hombros, cuando la casualidad nos enfrentaba en uno de los salones de Bomarzo o de Roma. Por eso yo lo rehuía, por eso me alegraba tanto cuando escuchaba, en los patios de una de nuestras casas, los rumores de apresto que preludiaban su partida para una expedición guerrera. Decepcionado, irritado, ese hombre agresivo de quien se cuchicheaban en Bomarzo tantas ferocidades y sinrazones, proclamaba constantemente que él no tenía más que dos hijos: Girolamo, el futuro duque, y Maerbale, a quien pensaba dedicar a la Iglesia, con ayuda de su suegro, el cardenal.

Debo consagrar unos párrafos especiales a mi abuelo Franciotto que, con mi abuela Diana, fue el único consanguíneo directo de esa generación a quien alcancé, pues mis otros dos abuelos murieron antes de que yo viera la luz. Franciotto Orsini había sido condottiero, como la mayoría de mis antepasados. Se había educado en Florencia, en la corte de su tío Lorenzo el Magnífico, y su contacto con ese medio refinado y esteta, si dulcificó sus maneras y le incorporó cierto dandismo palaciego que le resultó de utilidad en la atmósfera pontificia, no penetró en las regiones glaciales de su alma. Era, como mi padre, su yerno y sobrino, un insensible. En 1497 y en 1503, César Borgia lo había capturado y luego le había devuelto la libertad; en 1511 había firmado la Pax Romana con los Colonna; en 1513 peleó contra Bentivoglio. Viudo en dos oportunidades, terminó dejando la coraza por la púrpura, que su primo León X le otorgó en 1515. Desde entonces, soñó con ser papa.

Los Orsini no habíamos tenido a uno de los nuestros, en el trono de Pedro, desde que Nicolás III falleció en el siglo XIII, y nuestro prestigio lo necesitaba. Nuestras finanzas también. Mi abuelo Franciotto pensó que él era el más indicado para salvar esa falla seria, y se entregó a coronar su ambición apostólica con el mismo ahínco que había puesto en sus empresas de armas. Casi obtuvo la tiara en 1522 cuando, imprevistamente, eligieron a Adrián VI; al año siguiente, su arrogancia de gran señor romano enjugó una nueva afrenta, pues Clemente VII ascendió al solio. Nunca se consoló de esos ultrajes. ¡Postergarlo a él, hijo de Orso Orsini, llamado el Organtino, capitán que había patentizado su coraje a favor y en contra de la Iglesia, y nieto de Giacomo Orsini, condottiero de la República Serenísima y del papa Eugenio IV! ¡Y postergarlo sin ningún sentido de los escalafones mundanos y de las prerrogativas de la sangre, para beneficiar, primero, a un flamenco ridículo, de quien todo el mundo se mofaba, y luego para favorecer a un Médicis ilegítimo, a un bastardo de ese Julián de Médicis al que mi padre casi había salvado de la muerte, cuando la conspiración de los Pazzi! Era algo que el cardenal Franciotto Orsini no podía comprender, porque atentaba contra la sana lógica de su clasificación de los valores. Su desesperación y su desencanto habían sido más agudos cuando Clemente VII, porque esa vez le habían quitado literalmente de la boca el dulce que se aprestaba a saborear. Todo fue por culpa del cardenal Pompeyo Colonna, que vetó su candidatura, oponiéndole el peso inflexible de su enorme influencia. Los Colonna se cruzaban siempre en nuestro camino. ¡Cómo hablaron mi padre y mi abuelo de los Colonna, aquella tarde!, ¡cuánto los maldijeron!

—Pero —señaló el cardenal Franciotto, apagando la voz— no creas que la pasará muy bien el que me ha arrebatado la tiara gracias a ese Colonna infernal. No lo creas. Anda por las calles un pastor andrajoso, venido de los Abruzzos, que pronostica el pronto exterminio de Roma. Y dicen que es un santo.

El soplo milagrero flotó sobre ellos un segundo. No se atrevían a pensar que lo que con la imaginación veían —la ciudad saqueada, incendiada, el pontífice fugitivo—, sería en breve una atroz certeza. Luego mi abuelo retomó el hilo del relato. Hubiera querido envenenarlo al cardenal Pompeyo, y le faltaba decisión. Así era él: un tigre en los campos de combate, y en los cónclaves una liebre. Lo envolvían, lo burlaban. Bramaba como un toro en la intimidad de nuestra casa, y regresaba a la corte pontifical, donde se esmeraba por rehacer las mallas rotas de sus intrigas. Al cabo de un tiempo volvía a nosotros, con esperanzas frescas que mi padre no compartía siempre. Disputaban hasta tarde y, cuando mi padre se había retirado, medio ebrio, el viejo cardenal reordenaba su revuelto manto, se escondía, trepidante, al amparo de la chimenea, mascullando palabras confusas, y sólo se apaciguaba al acariciar su sueño victorioso que le mostraba, en el chirrido rojo y dorado de la hoguera, la forma de una tiara que ascendía, como una cúpula basilical cubierta de piedras preciosas —el zafiro, que palidece en presencia de los impuros; la esmeralda, que se quiebra ante un acto ilícito; el coral, que fortifica el corazón, la crisolita, que cura de la melancolía; el diamante, que salva del miedo; y esa piedra sagrada, azul y verde, de los egipcios, que tiene más que ninguna un poder sobrenatural—: alhajas que relampagueaban en la fogarada crujiente, prometiéndole con sus guiños fúlgidos que Nicolás III y los santos papas de nuestra estirpe que lo habían precedido tendrían en él, en el papa Franciotto, para gloria de la casa de Orsini, un augusto sucesor.

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