Blasfemia (35 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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En efecto: el primer resultado era la web oficial del telepredicador. Clicó en el enlace y esperó.

Después de un exasperante minuto, apareció un mensaje de error.

ANCHO DE BANDA SUPERADO

En este momento el servidor no puede acceder a la dirección solicitada debido a que su propietario ha excedido el límite de ancho de banda. Por favor, inténtelo más tarde.

Servidor Apache/1.3.37 en www.godsprimetime.com Puerto 80.

Se puso aún más nervioso. Teléfonos que comunicaban, un ser-vidor que no funcionaba… ¿Y si a la web de Spates se le había denegado el servicio? Quizá había alguna información en otras webs cristianas.

Buscó en Google: «
Isabella
Dios Spates».

Aparecieron varias webs cristianas que no conocía de nada, con nombres como jesus-is-savior.com, raptureready.com, antichrist com… Clicó al azar en un enlace y se abrió enseguida un documento.

Amigos míos en Cristo:

Esta noche muchos habréis visto el programa
América: mesa redonda
, presentado por el reverendo Don T. Spates…

Leyó la carta. Luego la releyó con un pequeño escalofrío. De modo que la fuente de Spates era esa, un pastor chalado de las tierras navajo. Según la nota final, el pastor loco había mandado la carta hacía pocas horas, y a juzgar por la lista de resultados la ha-bían colgado en varias webs.

¿Cuántas? Había una manera de saberlo. Buscó en Google la primera frase de la carta, entrecomillándola para que solo aparecieran webs con el texto exacto. Décimas de segundo después apareció la lista de resultados. El encabezado estándar indicaba el número:

Resultados 1-10 de aproximadamente
56.500 de «Esta no-che muchos habréis visto el programa
América: mesa redonda
, presentado por el reverendo Don T. Spates».

Se quedó un buen rato sentado en el silencio de su estudio de Georgetown. ¿Podía ser cierto que la carta ya estuviera colgada en más de cincuenta mil webs? Inconcebible. Respiró para tranquilizarse. Si llegaba a conocerse su implicación en el ataque de Spates al proyecto
Isabella
, acabaría peor que su antiguo colega Jack Abramoff. El problema era que en realidad apenas sabía nada de Spates y de su órbita evangélica. Se sentía como quien tira una piedra a un rincón oscuro únicamente para divertirse, y de repente oye el silbido de decenas de serpientes de cascabel. Se levantó otra vez para ir a la ventana. Fuera, Georgetown dormía. No había nadie en la calle. El mundo estaba en paz.

Al levantarse oyó un tintineo en el ordenador, avisando de que la recibido un e-mail. Fue a ver de qué se trataba. Se abrió una ventanita con el asunto:

Fw: Fw: Red Mesa = Armagedón

Lo abrió, empezó a leerlo y se quedó estupefacto al descubrir la misma carta que acababa de leer, punto por punto. ¿Conocía alguien sus contactos con Spates? ¿Sería una amenaza velada? ¿Se lo había enviado el propio Spates? Sin embargo, al consultar el enorme encabezamiento del e-mail, con decenas de direcciones de correo electrónico, comprendió que no le habían seleccionado Tampoco reconoció la dirección del remitente. Era un e-mail indiscriminado, marketing vírico, podía decirse. Marketing vírico del Armagedón. Y había llegado por casualidad a su buzón.

Mientras releía la carta con incredulidad, intentando calcular las probabilidades de recibir aquel mensaje concreto en aquel momento concreto, volvió a oír un aviso del servidor de correo, y apareció otro e-mail. Tenía el mismo asunto… o casi.

Fw: Fw: Fw: Fw: Red Mesa = Armagedón

Booker Crawley se aferró a los brazos del sillón y se levantó, aturdido. Mientras cruzaba el estudio con paso vacilante, el ordenador sonó varias veces seguidas para avisar de la recepción de más e-mails. Entró en el baño del estudio, se cogió con una mano al borde del lavabo, se aguantó la corbata con la otra y vomitó.

52

Agachado en el interior del helicóptero, mascando nerviosamente un chicle, Bern Wolf vio cómo subían once hombres armados hasta los dientes, con uniforme negro, y ocupaban silenciosamente sus asientos. La única insignia de los uniformes era un pequeño escudo del FBI en la pechera. Wolf no se sentía a gusto con su equipo de camuflaje, su chaleco antibalas y su casco. Intentó que sus brazos y sus piernas de hombre larguirucho adoptaran una postura más o menos cómoda, pero al no conseguirlo se agitó, irritado, y cruzó los brazos. Su coleta sobresalía por debajo del casco. No le hacía falta verse en un espejo para saber que su aspecto era ridículo. Le sudaba la cabeza, y le zumbaban los oídos a causa del primer tramo del viaje.

Una vez abrochados todos los cinturones, el helicóptero despego en el cielo nocturno, giró y aceleró. Había salido una luna casi llena, que bañaba el paisaje desértico con un resplandor plateado.

Wolf masticaba sin parar. ¿Qué diantre ocurría? Le habían sacado de su casa sin darle explicaciones, para arrastrarle hasta el aeródromo de Los Álamos y meterle en un helicóptero. Nadie le había dicho una sola palabra. Era como el principio de una mala película.

Al otro lado de la ventanilla se veían las cumbres lejanas de los montes San Juan, en Colorado. Cuando el helicóptero superó las estribaciones, Wolf divisó una vaga cinta de luz, en la que se reflejaba la de las estrellas: el río San Juan.

Siguieron aproximadamente el curso del río, sobrevolando manchas de luz (las de las poblaciones de Bloomfield y Farmington) antes de internarse en la oscuridad. Cuando el aparato volvió a poner rumbo al sur, Wolf reconoció a lo lejos la masa oscura de Navajo Mountain. Fue cuando adivinó adonde iban: al proyecto
Isabella
.

Masticó la bola de chicle, pensativo. El ya había oído rumores sobre los problemas que tenía el
Isabella
(al igual que toda la comunidad de la física de altas energías), y le había impresionado como a todos, la noticia del suicidio de su antiguo colega Peter Volkonski; la verdad era que el ruso nunca le había caído bien, pero le respetaba por sus dotes de programador. Se preguntó qué podía estar pasando para que enviaran a una unidad de matones vestidos de negro.

Un cuarto de hora después, empezó a dibujarse la silueta negra de Red Mesa, con una franja de luz intensa que señalaba el emplazamiento del
Isabella
. El helicóptero bajó, sobrevoló la superficie de la mesa y redujo la velocidad al acercarse a un aeródromo iluminado por dos largas hileras de luces azules. Finalmente dio un giro y se posó en un helipuerto.

Los rotores empezaron a pararse. Uno de los soldados abandonó su asiento y abrió la puerta. El hombre que acompañaba a Wolf le puso una mano en el hombro y le hizo señas de que esperara. Se abrió la puerta. Los miembros de la unidad del FBI bajaron de uno en uno; todos se agacharon y cruzaron corriendo por el viento de los rotores, como si estuvieran asegurando la zona de aterrizaje.

Al cabo de cinco minutos, el soldado a cargo de Wolf le indicó que saliera. Wolf se colgó la bolsa en el hombro y se lo tomo con calma (no estaba dispuesto a tropezar y a romperse una pierna). La persona a su cargo le tocó un poco el codo y señaló una nave de metal prefabricada. Se acercaron. El soldado abrió la puerta. Dentro olía a madera fresca y a cola. Solo había una mesa y una hilera de sillas baratas.

—Siéntese, doctor Wolf.

Wolf depositó la mochila al lado de la mesa, sobre una silla, y se dejó caer en la contigua. Le habría sido difícil imaginar un asiento más incómodo, sobre todo a aquella hora, tan lejos de la almohada y de la cama en la que debería estar. Aún no había encontrado la mejor postura cuando entró uno de los hombres y le tendió la mano.

—Agente especial Doerfler, al mando de la operación.

Wolf se la estrechó con poco entusiasmo, sin levantarse.

Doerfler se sentó en el borde de la mesa, haciendo un esfuerzo por parecer simpático y relajado; esfuerzo infructuoso, ya que estaba tan tieso como el conejo de Duracell.

—Supongo que le gustaría saber por qué está aquí, doctor Wolf.

—¿Cómo lo ha adivinado?

Wolf desconfiaba de la gente como Doerfler, con los lados de la cabeza rapados casi al cero, acento del sur y buenos modales. Había tratado a demasiados como él durante la fase de diseño del
Isabella
.

Doerfler echó un vistazo a su reloj.

—Seré breve, porque no tenemos mucho tiempo. Me han dicho que conoce el proyecto
Isabella
, doctor Wolf.

—Sería de esperar —contestó él, irritado—. Fui subdirector del equipo de diseño.

—¿Ya había estado aquí?

—No. Hice todo el trabajo sobre el papel.

Doerfler, serio, se apoyó en un codo.

—Ha ocurrido algo, aunque no sabemos exactamente qué. El equipo científico se ha encerrado en la montaña y ha cortado todas las comunicaciones con el exterior. Han apagado el ordenador principal y están haciendo funcionar el
Isabella
a toda potencia usando sistemas informáticos de refuerzo.

Wolf se humedeció los labios. Aquello era demasiado descabellado. —No tenemos ni idea de qué ocurre. Podría tratarse de una toma de rehenes, de un motín, de un accidente, de algún fallo imprevisto de la maquinaria o del suministro eléctrico… —¿Y qué se supone que tengo que hacer yo?

—Enseguida se lo explico. Los hombres que le han acompañado en el helicóptero forman una Unidad de Rescate de Rehenes del FBI, que es como un equipo de élite de las fuerzas especiales. No significa necesariamente que haya rehenes, pero tenemos un plan para esa eventualidad.

—¿Se está refiriendo a… terroristas?

—Podría ser. La URR penetrará en las instalaciones, si es necesario ejecutará un rescate de rehenes, neutralizará a los indeseables aislará a los científicos y les sacará del recinto.

—Neutralizar a los indeseables. ¿Quiere decir pegarles un tiro?

—Si es necesario…

—¿Acaso me toma el pelo?

Doerfler frunció el entrecejo.

—En absoluto.

—¿Me han despertado para que participe en un asalto? Pues lo siento, señor Doerfler, pero se han equivocado de Bern Wolf.

—No tiene por qué preocuparse, doctor Wolf. Le he asignado a Miller, un agente de toda confianza que siempre irá con usted y le guiará paso a paso. Una vez que tengamos controladas las instalaciones, Miller entrará con usted para que haga su parte del trabajo.

—¿Y cuál es?

—Apagar el
Isabella
.

Desde su observatorio en lo alto del barranco que dominaba Nakai Valley, Nelson Begay examinaba el complejo del
Isabella
con unos prismáticos viejos del ejército. Un helicóptero que había pasado muy cerca de ellos había ensordecido la ceremonia de la Bendición con sus rotores, y había sacudido el tipi como una tolvanera. Desde aquel promontorio, al que habían subido para ver mejor, se distinguía que estaba posado en el aeródromo, a menos de un kilómetro.

—¿Vienen a por nosotros? —preguntó Willy Becenti.

—Ni idea —contestó Begay, observando.

Del helicóptero bajaron hombres armados, entraron en un hangar, salieron en dos Humvees y empezaron a cargarlos con que sacaban del aparato.

Sacudió la cabeza.

—No creo que tenga nada que ver con nosotros.

—¿Seguro? —Becenti parecía decepcionado.

—No, seguro no. Vamos a verlo más de cerca. —Al echar un vistazo a Becenti y ver la ansiedad de su mirada, le puso una mano en el hombro—. Tú permanece tranquilo, ¿eh?

53

Stanton Lockwood levantó la muñeca para consultar su Rolex. Las dos menos cuarto de la noche. El presidente había dado la orden a medianoche, y ahora la operación estaba bastante avanzada. La llegada al aeródromo de la Unidad de Rescate de Rehenes se había producido hacía unos minutos. En ese momento estaban trasladando el equipo a los Humvees, que después de un trayecto de menos de un kilómetro les dejarían en la zona de seguridad, al borde del precipicio, justo encima del acceso al Bunker.

En el Despacho Oval, el ambiente era crispado. Jean, la secretaria del presidente, se estaba sacudiendo la tensión de la mano con la que escribía.

—Ya han cargado el primer Humvee —dijo el director del FBI, que mantenía informado en todo momento al presidente—. Sigue sin verse a nadie. Están todos abajo, en el Bunker, tal como creíamos.

—¿No ha sido posible ponerse en contacto con ellos?

—No. Todas las comunicaciones entre el aeródromo y el Bunker están desactivadas.

Lockwood cambió de postura en su silla. Se devanaba los sesos en busca de una explicación lógica, pero no hallaba ninguna.

Se abrió la puerta de la sala de crisis y entró Roger Morton con varias hojas de papel. Lockwood le siguió con la mirada. Nunca había caído bien, pero ahora le detestaba: con sus gafas con montura de carey, con su traje impoluto y su corbata, que parecía enganchada con pegamento a la camisa. Era la quintaesencia del alto funcionario de Washington. Amargado por esos pensamientos, vio que Morton hablaba con el presidente; dos cabezas pegadas, escrutando el papel. Ambos le hicieron señas a Galdone de que se acercara. Miraron un buen rato los tres, atentamente. El presidente levantó la vista hacia Lockwood.

—Fíjate en esto, Stan.

Lockwood se levantó y se unió al grupo. El presidente le dio un e-mail impreso. Lockwood empezó a leer:

Amigos míos en Cristo…

—Se encuentra por todo internet —dijo Morton, antes de que Lockwood hubiera acabado de leer—. Está infestado. Lockwood sacudió la cabeza y dejó la carta sobre la mesa. —Me parece deprimente que en Estados Unidos, en pleno silo XXI, aún pueda existir este tipo de pensamiento medieval. El presidente le miró con insistencia.

—Esta carta es algo más que «deprimente», Stan. Es una incitación a atacar por las armas una instalación del gobierno de Estados Unidos.

—Señor presidente, yo no me lo tomaría en serio. La carta no da indicaciones, ni un plan ni un punto de reunión. Solo son palabras. Esto en internet es el pan de cada día. No hay más que ver la cantidad de lectores que tiene la serie de novelas cristianas
Left Behind
. Y de momento no han salido a la calle… Morton le miró con una hostilidad pasiva. —Lockwood, han colgado la carta en decenas de miles de páginas web, y está corriendo como la pólvora. Tenemos que tomárosla en serio.

El presidente suspiró.

—Stan, me gustaría ser tan optimista como tú, pero si sumas la carta y el sermón… —Sacudió la cabeza—. Tenemos que prepararnos para lo peor.

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