Blasfemia (2 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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—No —advirtió Chen—. No hay señales de radiación de Hawking.

—Noventa y nueve coma cinco —dijo Dolby.

—Detecto un chorro cargado a veintidós coma siete TeV —dijo Chen.

—¿De qué tipo?

—Una resonancia desconocida. Mira. A cada lado de la flor de la pantalla central había aparecido un lóbulo rojo que parpadeaba, como las orejas descontroladas de un payaso.

—Difusión dura —dijo Hazelius—. Gluones, tal vez. Podría ser la señal de un gravitón de Kaluza-Klein.

—Imposible —dijo Chen—. Con esta luminosidad, no.

—Noventa y nueve coma seis.

—Gregory, creo que no deberíamos aumentar más la potencia —insistió Mercer—. Están pasando demasiadas cosas a la vez.

—Es normal que haya resonancias desconocidas —dijo Hazelius, con voz no demasiado alta, pero haciéndose oír—. Estamos en territorio desconocido.

—Noventa y nueve coma siete —recitó Dolby.

Él tenía plena confianza en su máquina. Podía llevarla al cien por cien, y más si hacía falta. Le entusiasmaba que estuvieran absorbiendo casi una cuarta parte de la electricidad de la presa de Hoover. Por eso tenían que hacer las pruebas en plena noche, cuando el consumo de electricidad era más bajo.

—Noventa y nueve coma ocho.

—Hay una interacción desconocida de altísima potencia —advirtió Mercer.

—¿Qué pasa a ti, hijo puta? —gritó Volkonski al ordenador.

—Os digo que estamos metiéndonos en un espacio de Kaluza-Klein —dijo Chen—. Es increíble…

La pantalla grande, en la que se veía la flor, empezó a llenarse de nieve.

—El
Isabella
funciona extraño —dijo Volkonski.

—¿En qué sentido? —preguntó Hazelius desde el centro del Puente.

—Como atontado.

Dolby puso los ojos en blanco. Menudo pelmazo era Volkonski.

—A mí me sale todo correcto.

Volkonski tecleó como un poseso. Después dijo una palabrota en ruso y dio una fuerte palmada al monitor.

—Gregory, ¿no te parece que deberíamos bajar la potencia? —preguntó Mercer.

—Espera un minuto —contestó Hazelius.

—Noventa y nueve coma nueve —dijo Dolby.

Hacía cinco minutos que el sopor general había dejado paso a una gran tensión. Únicamente Dolby parecía tranquilo.

—Estoy de acuerdo con Kate —coincidió Volkonski—. No gusta lo que hace
Isabella
. Por mí, empezamos secuencia de apagado.

—Me responsabilizo de todo —dijo Hazelius—. Todavía no se ha disparado ningún valor. Lo único que ocurre es que el flujo de datos de diez terabits por segundo se está empezando a encasquillar.

—¿Encasquillar? ¿Qué es «encasquillar»?

—Potencia al cien por cien —dijo la voz relajada de Dolby, con una nota de satisfacción.

—Luminosidad del haz, veintisiete coma uno ocho dos ochoTeV —dijo Chen.

La nieve empezó a salpicar los monitores. La nota musical que llenaba la sala parecía una voz del más allá. La flor del visualizador tembló y aumentó. En el centro apareció un punto negro, como un agujero.

—¡Uau! —exclamó Chen—. Pérdida de datos total en la Coordenada Cero.

La flor parpadeó, veteándose de negro.

—Esto es una locura —dijo Chen—. Lo digo en serio. Están desapareciendo los datos.

—Imposible —dijo Volkonski—. No desaparecen datos. Desaparecen partículas.

—¡No digas tonterías, las partículas no desaparecen!

—Digo en serio. Desaparecen partículas.

—¿Un problema de software? —preguntó Hazelius.

—No problema de software —dijo en voz alta Volkonski—. Problema de hardware.

—Vete a la mierda —murmuró Dolby.

—Gregory, es posible que el
Isabella
esté rompiendo la «brana» dijo Mercer—. Deberíamos apagarlo ahora mismo. De verdad. El punto negro se ensanchó y empezó a devorar la imagen de la pantalla. Sus bordes eran de colores intensos, que parpadeaban enloquecidamente.

Estos números no son normales —observó Chen—. La curvatura espacio-tiempo es extrema justo en la CCero. Parece algún tipo de singularidad. Puede que estemos creando un agujero negro.

Imposible —dijo Alan Edelstein, el matemático del equipo, levantando la vista del terminal frente al que llevaba un buen rato encorvado sin abrir la boca—. No hay señales de radiación de Hawking.

—¡Os juro por Dios —exclamó Chen— que estamos haciendo un agujero en el espacio-tiempo!

En la pantalla que mostraba el código del programa en tiempo real, los símbolos y los números corrían como un tren de alta velocidad. En la pantalla grande ya no había ninguna flor, sino un vacío negro. De repente, se movió algo en el vacío, algo fantasmal, como un murciélago. Dolby se lo quedó mirando sorprendido.

—¡Por Dios, Gregory, apágalo de una vez! —rogó Mercer.

—¡
Isabella
no acepta input! —vociferó Volkonski—. ¡Soy perdiendo las rutinas de base!

—Paradlo todo un momento hasta que sepamos qué pasa —decidió Hazelius.

—¡No va! ¡
Isabella
no va! —dijo el ruso, apoyado en el respaldo, levantando las manos con una mueca de asco en su cara huesuda.

—A mí sigue saliéndome todo bien —dijo Dolby—. Está claro que ha fallado de golpe todo el software.

Volvió a fijarse en el visualizador. Dentro del vacío se estaba formando una imagen, tan extraña y hermosa que al principio no logró aprehenderla con el pensamiento. Miró a su alrededor, pe no la veía nadie más. Todos estaban absortos en sus respectivos ordenadores.

—Perdonad, pero ¿alguien sabe qué es lo que hay en la pantalla? —preguntó.

Nadie contestó. Tampoco miró nadie. Estaban todos demasiado ocupados. La máquina emitía un canto extraño.

—Yo solo soy el técnico —dijo Dolby—, pero ¿alguno de los genios teóricos que hay aquí sabe qué es? Alan, ¿esto es normal?

Alan Edelstein levantó distraídamente la mirada de su terminal.

—Nada. Solo son datos aleatorios —dijo.

—¿Cómo que aleatorios? ¡Tienen forma!

—Se ha estropeado el ordenador. Solo pueden ser datos aleatorios.

—Pues a mí me parece cualquier cosa menos aleatorio. —Dolby contempló la pantalla—. Se mueve. Os juro que hay algo. Casi parece vivo, como si intentara salir. ¿Lo ves, Gregory?

Al mirar el visualizador, Hazelius puso cara de sorpresa. Se volvió.

—Rae, ¿qué le ocurre al visualizador?

Ni idea. Yo recibo un flujo constante de datos coherentes de los detectores. Desde aquí no parece que el
Isabella
se haya estropeado.

¿Cómo interpretarías lo que sale en la pantalla?

Al mirar hacia arriba, Chen abrió mucho los ojos. —¡Dios mío! Ni idea.

—Se está moviendo —intervino Dolby—. Como si saliera. La nota aguda de los detectores hacía vibrar toda la sala. —Son datos basura, Rae —dijo Edelstein—. Se ha estropeado el ordenador. ¿Cómo quieres que sea de verdad?

—Yo no estoy tan seguro de que sea basura —dijo Hazelius, muy atento—. ¿Qué opinas, Michael?

El físico de partículas estaba hipnotizado por la imagen. —No tiene sentido. Ninguno de los colores ni las formas corresponde a energías, cargas o tipos de partículas. Ni siquiera está centrado radialmente en la CCero. Parece una extraña nube de plasma, unida magnéticamente.

—Os digo que se mueve —insistió Dolby—. Está saliendo. Parece… ¡No sé qué parece!

Apretó los párpados, tratando de aliviar el doloroso cansancio. Quizá fueran imaginaciones suyas. Abrió los ojos, pero ahí seguía, creciendo.

¡Apagadlo! ¡Apagad ahora mismo el
Isabella
! —gritó Mercer. De repente la pantalla se llenó de nieve, antes de quedar completamente negra.

Pero ¿qué pasa? —preguntó Chen, aporreando el teclado—. ¡No responde!

Poco a poco se formó una palabra en el centro. La miraron todos mudos. Incluso la voz de Volkonski, aguda por el nerviosismo se cortó de golpe. Nadie se movía.

Volkonski empezó a reír. Fue una risa tensa y estridente, histérica, desesperada.

Dolby tuvo un ataque de ira.

—Lo has hecho tú, hijo de puta.

Volkonski sacudió la cabeza, agitando sus rizos grasientos.

—¿Te parece gracioso? —preguntó Dolby, mientras se levantaba con los puños cerrados—. ¿Hackeas un experimento de cuarenta mil millones de dólares y te parece gracioso?

—Yo no hackea nada —dijo Volkonski, limpiándose la boca—. Cállate.

Dolby se volvió hacia los demás. —¿Quién ha sido? ¿Quién ha tocado el
Isabella
? Volvió a girarse hacia el visualizador y leyó en voz alta la palabra. La escupió con rabia: «SALUDOS». Se volvió otra vez.

—Mataré al cabrón que haya hecho esto.

2

Septiembre

Wyman Ford contempló el despacho del doctor Stanton Lockwood tercero, asesor científico del presidente de Estados Unidos, en la calle Diecisiete. Su larga experiencia en Washington le había enseñado que, aunque los despachos estuvieran pensados para mostrar la parte externa y pública de las personas, siempre contenían algún detalle que delataba un secreto del interior. Lo buscó con la mirada.

El despacho estaba decorado en lo que Ford llamaba «estilo CIW» («Cargo Influyente de Washington»). Todo lo antiguo era auténtico y de la mejor calidad, empezando por el escritorio Segundo Imperio (grande y feo como un Hummer), siguiendo por el reloj pórtico francés, dorado, y terminando por la sobria alfombra de Sultanabad. No había ni un solo objeto que no costase una fortuna. Naturalmente, no faltaba la obligada pared llena de títulos, premios y fotos del ocupante del despacho con presidentes, embajadores y miembros del gabinete.

Stanton Lockwood deseaba dar la imagen de alguien importante, rico, poderoso y discreto. Sin embargo, la impresión que tuvo Ford fue de que era un esfuerzo inútil de un hombre decidido a ser algo que no era.

Lockwood esperó a que su visitante se hubiera sentado para acomodarse en el sillón situado al otro lado de la mesa de centro. Cruzó las piernas y se alisó la raya de los pantalones de gabardina con una mano larga y blanca.

—Prescindamos de las formalidades de rigor en Washington —dijo—. Llámame Stan.

—Y tú a mí Wyman.

Apoyado en el respaldo, Ford observó a Lockwood; era bien parecido, rondaba los sesenta, llevaba un corte de pelo de cien dólares y su cuerpo de gimnasio iba perfectamente envuelto en un traje gris marengo. Probablemente jugaba a squash. Hasta la foto de la mesa —tres niños rubios perfectos y una madre atractiva— tenía la misma personalidad que un anuncio de servicios financieros.

—Bien, Wyman —dijo Lockwood, dando inicio a la reunión— tus antiguos colegas de Langley me han contado maravillas de ti. Lamentaron que te fueras.

Ford asintió con la cabeza.

—Fue horrible lo que le ocurrió a tu mujer… Lo siento muchísimo.

Ford intentó no ponerse tenso. Nunca había encontrado la manera de reaccionar cuando le mencionaban la muerte de su esposa.

—Me han dicho que pasaste algunos años en un monasterio.

Se mantuvo a la espera.

—¿No te gustó la vida monástica?

—Para ser monje hay que ser un tipo de persona especial.

—Así que te fuiste del monasterio y montaste el negocio.

—De algo hay que vivir.

—¿Algún caso interesante?

—De momento no tengo ningún caso. Acabo de abrir. Eres mi primer cliente, si de eso se trata.

—Se trata, se trata. Tengo un encargo especial para que empieces enseguida. Durará entre diez días y dos semanas.

Ford asintió con la cabeza.

—Ante todo, debo poner una condición: una vez te haya descrito el encargo, ya no podrás echarte atrás. Es en Estados Unidos y no entraña riesgo ni dificultad, al menos desde mi punto de vista. Al margen del resultado que obtengas, nunca podrás contárselo a nadie, por lo que lamento decirte que no te servirá para el curriculum.

—¿Y la remuneración?

—Cien mil dólares al contado y libres de impuestos, más un buen sueldo acorde con tu cargo tapadera. —Lockwood arqueó una ceja—. ¿Preparado para saber más? Ni un solo titubeo.

—Adelante.

—Perfecto. —Sacó otra carpeta—. He visto que eres licenciado en antropología por Harvard. Nosotros necesitamos un antropólogo.

—Pues me temo que no soy tu hombre. Solo me licencié, antes de ir al MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y doctorarme en cibernética. En la CIA me ocupaba principalmente de criptología y de ordenadores. La antropología me queda muy lejos.

Lockwood quitó importancia al dato con un gesto de la mano que hizo brillar su anillo de Princeton.

—Bueno, da lo mismo. ¿Conoces el proyecto
Isabella
?

—Lo difícil sería no conocerlo.

—Entonces, perdona si repito cosas que ya sabes. El
Isabella
acabó de construirse hace dos meses, por cuarenta mil millones de dólares. Es un supercolisionador superconductor, un acelerador de partículas de segunda generación con el que pretendemos investigar los niveles de energía del Big Bang y estudiar algunas ideas bastante peculiares para generar energía. Es el proyecto favorito del presidente. Dado que los europeos acababan de terminar el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, él quería mantener la ventaja de Estados Unidos en la física de partículas.

—Lógico.

No fue fácil conseguir el dinero para el
Isabella
. La izquierda se quejaba porque había que destinarlo a los desfavorecidos, y la derecha, porque era otro caso de derroche público. El presidente estaba entre Escila y Caribdis, pero finalmente metió el proyecto con calzador en el Congreso y lo supervisó hasta el final. Lo considera su legado, y está empeñado en que funcione bien.

—Natural.

El
Isabella
vendría a ser un túnel circular enterrado noventa metros bajo tierra, con una circunferencia de setenta y cinco, por donde circulan protones y antiprotones casi a la velocidad de la luz, en sentidos opuestos. Cuando se hacen chocar las partículas se obtienen niveles de energía nunca vistos desde que el universo tenía una millonésima de segundo.

—Impresionante.

—Encontramos el lugar perfecto: Red Mesa, un altiplano de mil trescientos kilómetros cuadrados en la reserva navajo, protegido por precipicios de setecientos metros y sembrado de minas de carbón abandonadas, que reconvertimos en túneles y búnkers subterráneos. El gobierno paga seis millones al año al gobierno tribal navajo de Window Rock, Arizona, solución que dejó muy satisfechas a ambas partes.

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