Blancanieves debe morir (23 page)

Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Querida familia —empezó Lorenz con solemnidad—, Thordis y yo queríamos aprovechar el día de hoy y el hecho de que esté la familia reunida para anunciaros que nos casamos. —Le pasó un brazo por los hombros a Thordis, y ambos sonrieron satisfechos—. No te preocupes, papá —le dijo un risueño Lorenz a su padre—, no tenemos que casarnos, solo queremos hacerlo.

—Vaya, vaya —observó Quentin.

Las sillas se apartaron y todos se levantaron para felicitar a la pareja. Bodenstein abrazó a su hijo y a su futura nuera. A decir verdad, la noticia no le sorprendía, solo le extrañaba que Lorenz hubiese guardado tan bien el secreto. Su mirada se cruzó con la de Cosima y Bodenstein se acercó a ella, quien se secó una lagrimilla de emoción.

—Ya ves, Oliver —dijo, y sonrió—. Al final, nuestro hijo se aburguesa y se casa.

—Bueno, bastante de cabeza nos trajo con sus aventuras —contestó Bodenstein.

Después de terminar el instituto, Lorenz pasó un periodo de tiempo peligrosamente largo trabajando de DJ y desempeñando toda clase de empleos eventuales en la radio y la televisión. A Bodenstein le habría gustado hacer valer su autoridad entonces, pero Cosima mantuvo la calma, pues estaba firmemente convencida de que algún día Lorenz encontraría su verdadera vocación. Ahora su hijo moderaba un programa radiofónico diario de tres horas en una gran emisora privada, y además ganaba muchísimo dinero presentando galas, acontecimientos deportivos y otros eventos en toda Alemania.

Se sentaron de nuevo. El ambiente era alegre y relajado. Rosalie había abandonado la cocina y bebía champán.

—Oliver, ¿te importaría traerme un poco de agua? —pidió la madre de Bodenstein inclinándose hacia delante.

—No, desde luego.

Apartó la silla, se levantó, atravesó la cocina, que su eficiente hija ya había dejado bastante recogida, y entró en la despensa, de donde cogió dos botellas de agua mineral de una caja. En ese preciso instante sonó un móvil en una de las chaquetas que colgaban del perchero junto a la puerta del garaje. Bodenstein conocía el tono: era el móvil de Cosima. Se debatió, pero al final ganó su desconfianza. Se metió deprisa una de las botellas bajo el brazo y palpó con una mano los bolsillos de la chaqueta que ella llevaba ese día. Encontró el teléfono en el bolsillo interior; lo abrió y pulsó la tecla de los mensajes. «CORAZÓN MÍO, PIENSO EN TI TODO EL DÍA. ¿COMEMOS MAÑANA? ¿A LA MISMA HORA EN EL MISMO SITIO? DI QUE SÍ.» Las letras de la pantalla se desdibujaron, las piernas le flaquearon. La decepción le golpeó como un puñetazo en el estómago. ¿Cómo podía su mujer disimular de esa forma, ir con él sonriendo y cogidos de la mano por el Glaskopf? Cosima se daría cuenta de que alguien había leído el mensaje, ya que ahora no aparecía el simbolito de nuevo mensaje. Bodenstein casi deseó que le dijera algo. Metió el teléfono en la chaqueta, esperó a que su corazón volviese a latir con normalidad y regresó al comedor. Cosima seguía sentada allí, con Sophia en el regazo, riendo y bromeando como si no pasara nada. Sintió deseos de ponerla en evidencia delante de todo el mundo, decirle que tenía un mensaje de su amante en el móvil, pero entonces reparó en Lorenz, Thordis y Rosalie. Sería egoísta e irresponsable amargarles un día tan bonito con una sospecha que distaba mucho de estar confirmada. No le quedó más remedio que poner a mal tiempo buena cara.

Tobias abrió a duras penas los ojos y gimió de dolor. Tenía la cabeza como un bombo, y al menor movimiento se le revolvía el estómago. Sacó la cabeza por el borde de la cama y vomitó atragantadamente en el cubo que alguien había puesto allí. La vomitona apestaba a bilis. Se dejó caer hacia atrás y se pasó la mano por la boca. Tenía la lengua sucia, y el tiovivo que giraba en su cabeza se negaba a parar. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado a casa? Por su cabeza ofuscada desfilaban imágenes. Se acordaba de Jörg y Felix y otros viejos amigos en el taller, del vodka con Red Bull. También había algunas chicas que no dejaban de dirigirle miradas disimuladas sin disimulo y cuchicheaban y se reían. Se había sentido como un animal en el zoo. ¿Cuándo había sido eso? ¿Qué hora era ahora?

Haciendo un gran esfuerzo, logró incorporarse y sentarse en el borde de la cama. La habitación se movía. Amelie también estaba allí, ¿o acaso se estaba liando? Se puso de pie, se apoyó en la inclinación del techo y se acercó como pudo a la puerta. La abrió y avanzó a tientas por el pasillo. ¡Nunca había tenido una resaca así! En el cuarto de baño tuvo que sentarse para orinar, de lo contrario se habría caído. La camiseta apestaba a tabaco, sudor y vómito. Repugnante. Se levantó del retrete y se asustó al ver su rostro en el espejo. Los hematomas alrededor de los ojos habían bajado y formaban manchas violáceas y amarillas en las mejillas pálidas, sin afeitar. Parecía un zombi, y se sentía como si lo fuera. Pasos en el pasillo, una llamada a la puerta.

—¿Tobias?

Era su padre.

—Sí, pasa.

Abrió el grifo, se echó agua fría en las manos y bebió unos sorbos. Sabía fatal. La puerta se abrió, y desde el umbral su padre lo escudriñó preocupado.

—¿Cómo te encuentras?

Tobias se sentó de nuevo en la taza.

—Hecho polvo. —Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para levantar la cabeza. Procuró mirar a su padre, pero la vista se le iba. Primero todo estaba muy cerca, y luego muy lejos—. ¿Qué hora es?

—Las tres y media de la tarde. Del domingo.

—Dios mío. —Tobias se rascó la cabeza—. Creo que no aguanto nada la bebida.

El recuerdo volvió, al menos en parte: Nadja había estado con él, arriba, en la linde del bosque, estuvieron hablando. Luego ella lo llevó a casa, porque tenía que ir urgentemente al aeropuerto. Pero ¿qué hizo él después? Jörg. Felix. El taller. El alcohol a tutiplén. Las chicas. Él no se sentía a gusto. ¿Por qué no? ¿Por qué había ido allí?

—Acaba de llamar el padre de Amelie Fröhlich —decía su padre. ¡Amelie! También había pasado algo con ella. ¡Ah, sí! Amelie quería contarle algo importante, pero entonces apareció Nadja y ella se fue—. Ayer no volvió a casa por la noche. —El tono perentorio de su padre hizo que lo escuchara—. Sus padres están preocupados y quieren llamar a la Policía.

Tobias miró fijamente a su padre. Tardó un momento en entender. Amelie no había vuelto a casa, y él había bebido alcohol, mucho alcohol. Igual que la otra vez. El corazón se le encogió.

—No… no creerás que he tenido algo que… —se interrumpió y tragó saliva.

—La doctora Lauterbach te encontró ayer por la noche en la parada del autobús de delante de la iglesia cuando volvía de atender una urgencia. Era la una y media. Fue ella quien te trajo a casa. Nos costó lo nuestro sacarte del coche y subirte a tu cuarto. Y no parabas de hablar de Amelie…

Tobias cerró los ojos y enterró el rostro en las manos. Trató de recordar como fuera. Pero… nada. Los amigos en el taller, las chicas que cuchicheaban y se reían. ¿Estaba también Amelie? No. ¿O sí? No, por favor. Por favor, por favor, no.

Lunes, 17 de noviembre

La K 11 al completo se hallaba en la sala de reuniones en torno a la gran mesa. Estaban todos salvo Hasse; incluso había acudido Behnke, más enfurruñado aún que de costumbre.

—Perdón —se disculpó Pia al tiempo que iba directa a ocupar la última silla libre. Se quitó la cazadora. Nicola Engel consultó su reloj de pulsera ostentosamente.

—Son las ocho y veinte —observó con aspereza—. Esto no es una serie de televisión de polis. En el futuro, organícese con lo que tenga que hacer en su casa de manera que no entre en conflicto con su trabajo, por favor.

Pia notó que el rostro se le encendía. ¡Qué estúpida!

—He ido a la farmacia a comprar algo para el resfriado —repuso con la misma aspereza—. ¿O habría preferido que también pidiera la baja?

Las dos mujeres se miraron con fijeza por un momento.

—Bien, creo que ahora ya estamos todos —dijo la comisaria jefe, sin pedir disculpas por la acusación injustificada—. Tenemos a una chica desaparecida. Los colegas de Eschborn nos han informado esta mañana.

Pia miró a los allí presentes: Behnke estaba esparrancado en su silla y mascaba un chicle con dedicación. No paraba de lanzar miradas provocadoras a Kathrin, que respondía apretando los labios con hostilidad. Pia recordó que la semana anterior Bodenstein había mantenido una conversación con Behnke a instancias de Engel. ¿Cuál había sido el resultado? Sea como fuere, por lo visto, Behnke sabía que Kathrin le había contado al jefe su encontronazo en el bar de Sachsenhausen. La tensión entre ambos era palpable. Bodenstein estaba sentado en la cabecera, la vista clavada en la mesa. Su rostro era inexpresivo, pero las ojeras y la pronunciada arruga del ceño revelaban que le pasaba algo. También Ostermann parecía malhumorado, algo nada habitual en él. Nadaba entre dos aguas: Behnke era un viejo compañero, él siempre lo había protegido y también enmendado sus errores, pero de un tiempo a esa parte le molestaba que su colega se aprovechara cada vez más de su generosidad. Además, Ostermann se entendía bien con Kathrin Fachinger. ¿De qué lado estaba?

—¿Se ha esclarecido lo de Wallau? —preguntó Nicola Engel.

Pia tardó un momento en darse cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.

—Sí —respondió, y torció el gesto al recordar la envergadura de la operación llevada a cabo por Criminalística y los forenses en el lugar del suceso—. Había dos cadáveres, pero no creo que tengamos mucho que hacer con ellos.

—¿Por qué?

—Eran dos cochinillos asados que iban a entregar para una fiesta —contó Pia—. El vehículo quedó completamente calcinado en el accidente porque el del servicio de catering llevaba en la parte de atrás unas bombonas de butano, que probablemente estallaron debido al calor que se generó.

Engel no torció el gesto.

—Tanto mejor. Y el caso de Rita Cramer está en manos de la fiscalía. —Se dirigió a Bodenstein—. Bien, siendo así, ocúpese de la chica que ha desaparecido. Es probable que no tarde en aparecer. El 98 por ciento de todos los casos de jóvenes desaparecidos se esclarece en el plazo de unas horas o unos días.

Bodenstein carraspeó.

—Pero el 2 por ciento no —repuso.

—Hable con los padres y los amigos de la chica —aconsejó Engel—. Ahora tengo una reunión en la Comisaría General de la Policía Judicial. Manténgame al corriente.

Se levantó, saludó con la cabeza y se fue.

—¿Qué tenemos? —preguntó Bodenstein a Ostermann cuando Nicola Engel hubo cerrado la puerta.

—Amelie Fröhlich, diecisiete años, de Bad Soden —contestó el aludido—. Sus padres denunciaron ayer su desaparición. La vieron por última vez el sábado por la mañana, pero como en el pasado ya se ha ido algunas veces de casa, decidieron esperar.

—Bien. —Bodenstein asintió—. Pia y yo iremos a ver a los padres de la chica. Frank, usted y la señora Fachinger irán…

—No —interrumpió Kathrin a su jefe, que la miró con cara de sorpresa—. Yo no voy con Behnke a ninguna parte.

—Podría ir yo con Frank —se apresuró a mediar Ostermann.

Por un momento reinó un silencio sepulcral. Behnke mascaba su chicle y sonreía satisfecho.

—¿Es que ahora encima tengo que tomar en consideración la situación personal de cada uno? —inquirió Bodenstein. La arruga del entrecejo se hizo más profunda, y parecía muy cabreado, cosa bastante poco habitual. Kathrin adelantó el labio inferior con terquedad. Aquello era un caso claro de insubordinación—. Tened cuidado con lo que decís. —Su voz sonó peligrosamente tranquila—. Me importa un carajo quién tiene problemas con quién ahora mismo. Tenemos trabajo, y espero que obedezcáis mis órdenes. Tal vez en el pasado haya sido un buenazo, pero no soy vuestro bufón. La señora Fachinger y el señor Behnke irán al instituto de la chica para hablar con profesores y compañeros. Cuando hayan terminado, interrogarán a los vecinos de esa tal Amelie. ¿Está claro?

La respuesta fue un silencio obstinado, y de pronto Bodenstein hizo algo que nunca había hecho: dio un puñetazo en la mesa.

—¡QUE SI ESTÁ CLARO! —bramó.

—Sí —respondió Kathrin Fachinger con frialdad. Se puso de pie y cogió la chaqueta y el bolso. Behnke también se levantó. Ambos se fueron, y Ostermann se refugió en su despacho.

Bodenstein respiró hondo y miró a Pia.

—Vaya. —Soltó aire y esbozó una sonrisa torcida—. Qué a gusto me he quedado.

—¿Altenhain? —preguntó Pia sorprendida—. Ostermann habló de Bad Soden.

—Waldstrasse, 22. —Bodenstein señaló el navegador del BMW, del que solía fiarse ciegamente, aunque en el pasado ya lo había inducido a error algunas veces—. Eso está en Altenhain, que pertenece a Bad Soden.

A Pia la asaltó un mal presentimiento. Altenhain. Tobias Sartorius. Jamás lo admitiría, pero sentía una especie de simpatía por el joven. Ahora había vuelto a desaparecer una chica, y ella solo esperaba que él no tuviera nada que ver. Sin embargo, no dudó ni un segundo cuál sería la opinión de los habitantes del pueblo, tanto si Tobias tenía una coartada como si no. La corazonada cobró más fuerza cuando llegaron a la dirección que les habían facilitado, de Arne y Barbara Fröhlich. La casa se hallaba a escasos metros de la parte trasera de la propiedad de los Sartorius. Se detuvieron ante la bonita villa de ladrillo con el tejado a cuatro aguas de pronunciada pendiente y varios tragaluces. Los padres los estaban esperando. Arne Fröhlich, a pesar del apellido
[2]
, era un hombre de aspecto serio de unos cuarenta y cinco años. Tenía entradas en el cabello ralo de color arena y llevaba unas gafas con montura de acero. Su rostro se caracterizaba por la ausencia absoluta de rasgos marcados. No era ni gordo ni delgado, de estatura media y de un corriente que resultaba poco común. Su mujer, que a lo sumo tendría treinta y pocos, era justo lo contrario, es decir, muy atractiva. Cabello castaño claro y brillante, ojos expresivos, rasgos armoniosos, labios generosos y nariz ligeramente respingona. ¿Qué vería en su marido?

Ambos estaban preocupados, pero muy enteros; ni rastro de la histeria que solía caracterizar a los padres cuyos hijos habían desaparecido. Barbara Fröhlich le dio a Pia una foto. Estaba claro que Amelie también llamaba la atención, aunque sin duda no en el mismo sentido que su madre: grandes ojos oscuros perfilados con una gruesa raya de khol y lápiz de ojos, varios piercings en las cejas, el labio inferior y el hoyuelo de la barbilla; el cabello, oscuro y con un cardado imposible, tenía tanta laca que se asentaba en su cabeza como si fuera una tabla. Bajo toda aquella mascarada, Amelie era una muchacha guapa.

Other books

Toda la Historia del Mundo by Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Karma by the Sea by Traci Hall
Mutation by Hardman, Kevin