Como todos los domingos después de la iglesia, en el Zum Schwarzen Ross se habían reunido los de siempre. Tomar el aperitivo era cosa de hombres, las mujeres debían quedarse en casa ocupándose del asado dominical. En parte por ello, a Amelie los domingos en Altenhain se le antojaban el colmo del aburguesamiento. Ese día también se encontraba presente el mismísimo jefe. Entre semana, Andreas Jagielski se ocupaba de sus dos elegantes restaurantes de Frankfurt y dejaba la gerencia del Zum Schwarzen Ross en manos de su mujer y su cuñado; solo acudía allí los domingos. A Amelie no le caía especialmente bien. Jagielski era un hombre voluminoso con ojos de rana y labios gruesos. Tras el gran cambio político de 1989 fue uno de los primeros alemanes del Este en asentarse en Altenhain, Amelie se había enterado por Roswitha. Trabajó como cocinero en el Zum Goldenen Hahn, pero el muy ingrato abandonó a su jefe en cuanto apreció los atisbos iniciales del inminente declive para hacerle la competencia deslealmente en el Zum Schwarzen Ross. Con una carta idéntica a la de Hartmut Sartorius, pero precios mucho más asequibles y el lujo de un gran aparcamiento, le hizo la cama a su antiguo jefe y contribuyó en gran medida al cierre definitivo del Zum Goldenen Hahn. Roswitha se mantuvo fiel a Sartorius hasta el final y solo aceptó a regañadientes el empleo que le ofreció Jagielski.
Por la mañana, Amelie se arregló con cuidado, se quitó todos los piercings, se recogió el pelo en dos trenzas y se maquilló discretamente. Del armario de su madrastra cogió una blusa blanca talla XXS y, tras una búsqueda que le llevó su tiempo, del suyo escogió una sexy minifalda escocesa. Unas medias negras tupidas y unas botas de cordones de caña alta completaban el modelo. Delante del espejo se desabrochó la blusa, que le quedaba demasiado pequeña, hasta dejar a la vista el sujetador negro y el canalillo. Jenny Jagielski no entró al trapo, se limitó a mirarla un instante, pero su marido le observó con detenimiento el escote y le guiñó un ojo con impudicia. Ahora estaba agachado al lado de la mesa redonda del centro del restaurante, donde no faltaba ni uno de los asiduos, entre Lutz Richter y una presencia poco habitual en el Zum Schwarzen Ross, Claudius Terlinden, que ese día se mostraba afable y campechano. También en la barra se acodaban los hombres: Jenny y su hermano Jörg tiraban cerveza a destajo. Manfred Wagner ya se había recuperado, incluso daba la impresión de haber ido a la peluquería, ya que su barba cerrada e hirsuta había desaparecido y tenía un aspecto medianamente refinado. Cuando Amelie llegó a la mesa central con otra ronda de cerveza de trigo, captó el nombre de Tobias Sartorius y aguzó el oído.
—… insolente y arrogante como siempre —decía Lutz Richter—. Es una provocación manifiesta que haya vuelto aquí.
Se oyó un murmullo de aprobación; solo Terlinden y Jagielski callaban.
—Si sigue así, tarde o temprano esto estallará —añadió otro.
—No se quedará mucho —apuntó un tercero—. De eso nos encargamos nosotros.
El que lo dijo fue Udo Pietsch, el techador, y los demás hombres asintieron en señal de aprobación.
—Amigos, ninguno de vosotros se encargará de nada —intervino Claudius Terlinden—. El muchacho ha cumplido su condena y puede vivir con su padre el tiempo que se le antoje, siempre que no se meta con nadie.
Los demás enmudecieron, nadie se atrevió a contradecirlo, pero Amelie vio que algunos de los hombres se miraban de reojo. Por mucho que Claudius Terlinden pudiera poner fin a una discusión, contra la animadversión que todo Altenhain sentía hacia Tobias Sartorius no conseguiría nada.
—Ocho cervezas para los caballeros —anunció Amelie, a la que empezaba a pesarle demasiado la bandeja.
—Hombre, gracias, Amelie.
Terlinden le hizo una señal benevolente, pero de repente, durante una décima de segundo, se le demudó el rostro. Recuperó la compostura en el acto y esbozó una sonrisa un tanto forzada. Amelie comprendió que el motivo de su asombro se debía al cambio que se había operado en ella. Le devolvió la sonrisa, ladeó la cabeza con coquetería y le sostuvo la mirada más de lo que debería una muchacha decente. Acto seguido, se dispuso a recoger la mesa de al lado. Notó que él seguía cada uno de sus movimientos, y no pudo evitar menear un poco el trasero adrede cuando volvió a la cocina con la bandeja de vasos sucios. Esperaba que los hombres tuvieran mucha sed, pues se moría de ganas de seguir escuchando cosas con miga. Hasta ese momento, su interés por todo aquel asunto se derivaba del hecho de que había establecido una relación entre ella y una de las víctimas, pero después de conocer el día anterior a Tobias Sartorius, tenía otra motivación: el chico le gustaba.
Tobias Sartorius estaba atónito. Cuando Nadja le contó que vivía en Karpfenweg, en el distrito de Westhafen de Frankfurt, él se imaginó un antiguo edificio saneado del barrio de Gutleutviertel, pero no lo que tenía delante. En la enorme superficie del antiguo puerto fluvial, a escasos bloques al sur de la estación central, había surgido un barrio nuevo y exclusivo con modernos edificios de oficinas frente al río y doce casas de siete pisos en lo que en su día fuera el muelle, que ahora recibía el nombre de Karpfenweg. Aparcó el coche en la calle y cruzó asombrado el puente que salvaba la antigua dársena con un ramo de flores bajo el brazo. En las negras aguas se mecían algunos yates amarrados en los embarcaderos. A media tarde, Nadja lo había llamado para invitarlo a cenar en su casa. Aunque a Tobias no le apetecía mucho ir a la ciudad, se lo debía a Nadja por la lealtad inquebrantable que le había demostrado los últimos diez años. De manera que se duchó y a las siete y media se fue en el coche de su padre, sin sospechar los cambios que lo esperaban. Para empezar, en Bad Soden había una flamante rotonda junto al supermercado Tengelmannmarkt, y también había crecido el centro del distrito de Main-Taunus. En Frankfurt, ya fue incapaz de orientarse. Para un conductor inexperto como él, la ciudad era una auténtica pesadilla. Llevaba tres cuartos de hora de retraso cuando, tras buscar un rato, dio con la calle y con el número adecuados.
—Sube en ascensor hasta el séptimo —anunció la alegre voz de Nadja por el interfono.
La puerta emitió un zumbido, y Tobias entró en el vestíbulo de la casa, de elegante granito y cristal. El ascensor, de cristal, lo llevó en segundos arriba; en la otra orilla del río, la vista del horizonte de la ciudad, que en los últimos años había sufrido muchos cambios, era fascinante. Parecía que había nuevos rascacielos.
—Por fin. —Nadja le dedicó una sonrisa resplandeciente cuando él salió del ascensor en el séptimo piso. Le ofreció torpemente el ramo de flores, envuelto en papel celofán, que había comprado en una estación de servicio—. No era necesario —le dijo.
Cogió las flores, lo tomó de la mano y lo llevó a la casa. Tobias se quedó boquiabierto. El ático era increíble: inmensos ventanales desde el techo al reluciente suelo de parqué ofrecían vistas espectaculares en todas las direcciones. En la chimenea ardía un fuego, la cálida voz de Leonard Cohen salía de altavoces invisibles, y una refinada iluminación, además de velas, conferían más profundidad aún al ya de por sí generoso espacio. Por un instante, se sintió tentado de dar media vuelta y salir corriendo. No era una persona envidiosa, pero al ver esa casa de ensueño, la sensación de ser un pobre fracasado que lo asaltó fue tan fuerte como pocas veces antes, y se le formó un nudo en la garganta. Entre Nadja y él había un abismo. ¿Qué demonios quería de él? Era famosa, era rica, era guapa; seguro que podía pasar las tardes con otras personas acomodadas, divertidas e ingeniosas en lugar de con un expresidiario amargado como él.
—Dame la cazadora —pidió ella.
Él se la quitó y se avergonzó en el acto por llevar algo tan barato y viejo. Nadja lo condujo con orgullo hasta el salón, que compartía espacio con la cocina, una isla situada en medio de la estancia. Predominaban el granito y el acero inoxidable, y los electrodomésticos eran de Gaggenau. En el aire flotaba un delicioso olor a carne asada, y Tobias sintió que el estómago se le encogía. Había estado todo el día trabajando en la granja y separando basura, y prácticamente no había comido nada. Nadja sacó una botella de Moët & Chandon del frigorífico americano cromado y contó que se había comprado el apartamento para pasar la noche cuando rodaba en Frankfurt (no soportaba los hoteles), pero que a esas alturas se había convertido en su residencia habitual. Sirvió champán en dos copas de cristal y le ofreció una.
—Me alegro de que hayas venido —sonrió.
—Y yo te doy las gracias por haberme invitado —contestó Tobias, que se había recuperado del primer golpe y fue capaz de devolverle la sonrisa.
—Por ti —dijo Nadja, y rozó delicadamente su copa con la suya.
—No, por ti —repuso él con seriedad—. Gracias por todo.
¡Qué guapa estaba! Su rostro de rasgos marcados casi andrógino, con aquellas pequitas, que pese a ser armonioso antes siempre parecía un poco duro, se había suavizado. Los ojos claros eran luminosos, algunos mechones del cabello color miel se le habían soltado del moño y le caían por la nuca delicada y levemente más oscura. Era muy esbelta, pero no demasiado delgada. Entre los carnosos labios, sus dientes eran blancos y regulares, el resultado satisfactorio de la odiada ortodoncia de la adolescencia. Se sonrieron y bebieron un sorbo de champán, pero de pronto al rostro de Nadja se superpuso el de otra mujer. Sí, así era como le habría gustado vivir con Stefanie, después de terminar la carrera de medicina, cuando ganara un buen sueldo como médico. Estaba convencido de haber encontrado en ella al amor de su vida, soñaba con un futuro común, con hijos…
—¿Qué te pasa? —preguntó Nadja. Tobias se topó con su mirada escrutadora.
—Nada. ¿Por qué?
—De repente has puesto cara de susto.
—¿Sabes cuánto hacía que no bebía champán?
Se obligó a sonreír, pero el recuerdo de Stefanie le había asestado una puñalada dolorosa. Todavía, después de tantos años, no podía evitar pensar en ella. Por aquel entonces, la ilusión de la dicha completa duró solo cuatro semanas, y terminó en catástrofe. Apartó los pensamientos inoportunos y se sentó a la mesa de la cocina, que Nadja había adornado con mimo. Comieron tortellini rellenos de requesón y espinacas, un solomillo de ternera asado a la perfección con salsa de Barolo y una ensalada de rúcula con lascas de parmesano, todo ello acompañado de un delicioso Pomerol de quince años. Tobias comprobó que, a pesar de sus temores, no le costaba hablar con Nadja. Ella le habló de su trabajo, de anécdotas y encuentros graciosos y peculiares, y todo ello de manera divertida, sin presumir de lo que había conseguido. A la tercera copa, Tobias notó el efecto del vino tinto. Dejaron la cocina y se sentaron en el sofá de piel del salón, cada uno en un extremo. Como viejos y buenos amigos. Sobre la chimenea colgaba un cartel enmarcado de la primera película de Nadja, la única alusión a su exitosa carrera de actriz.
—De veras, es increíble lo que has logrado —comentó Tobias con aire meditabundo—. Estoy muy orgulloso de ti.
—Muchas gracias. —Ella sonrió y se sentó encogiendo una pierna—. Ya, quién lo habría pensado por aquel entonces: Nathalie la fea hoy es una gran estrella.
—Tú nunca fuiste fea —objetó Tobias, asombrado de que ella se viera de ese modo.
—Pues tú nunca me hiciste caso.
Por primera vez en la noche, su conversación se aproximaba al delicado tema que hasta ese momento ambos habían estado evitando.
—Siempre fuiste mi mejor amiga —afirmó—. Las demás chicas estaban celosas de ti porque siempre estaba contigo.
—Pero nunca me besaste…
Lo dijo con un tono burlón, pero de pronto Tobias comprendió que entonces tuvo que sentirse ofendida. Ninguna chica quería ser la mejor amiga de un chico atractivo, aun cuando ello pudiera ser un gran honor a ojos de él. Tobias trató de acordarse de por qué nunca se había enamorado de Nadja. Quizá porque la veía como una especie de hermana pequeña. Habían jugado juntos de niños, habían ido juntos al parvulario y a la escuela primaria. Que ella estuviera presente en su vida era algo que daba por sentado. Pero ahora algo había cambiado. Nadja no era la misma. A su lado ya no estaba sentada Nathalie, la compañera fiel, sincera, leal de la infancia. A su lado tenía a una mujer preciosa, tremendamente atractiva, que le lanzaba señales inequívocas, como poco a poco fue dándose cuenta. ¿Acaso quería más que una amistad con él?
—¿Cómo es que no te has casado? —le preguntó de sopetón. Su voz era bronca.
—Porque no he encontrado al hombre adecuado. —Nadja se encogió de hombros, se echó hacia delante y sirvió vino tinto en las copas—. Mi trabajo acaba con las relaciones. Además, la mayoría de los hombres no soporta a una mujer triunfadora. Y desde luego, lo que no quiero es un compañero de profesión vanidoso y egocéntrico. No saldría bien. Estoy bien así.
—He seguido tu carrera. En chirona uno tiene mucho tiempo para leer y ver la tele.
—¿Cuáles son las películas que más te han gustado?
—No lo sé. —Tobias sonrió—. Todas son buenas.
—Menudo adulador estás hecho. —Nadja ladeó la cabeza y un mechón de pelo le cayó por la frente—. La verdad es que no has cambiado nada.
Encendió un cigarrillo, dio una calada y se lo metió en la boca a Tobias, como tantas veces antes. Sus rostros estaban muy próximos. Tras dar a su vez una calada, Tobias levantó la mano y le acarició la mejilla. Luego sintió su cálido aliento en su rostro y sus labios en los suyos. Ambos vacilaron un instante.
—Si alguien se entera de que te relacionas con un expresidiario, será perjudicial para tu reputación —susurró.
—A mí, la fama siempre me ha dado igual —contestó ella con voz bronca.
Le quitó el cigarro de la mano y lo dejó de cualquier manera en el cenicero que tenía detrás. Tenía las mejillas rojas, los ojos brillantes. Tobias percibió el anhelo de ella como un eco de su propio deseo y la atrajo hacia sí. Sus manos se deslizaron por sus muslos, rodearon sus caderas. El corazón le latía más aprisa, una oleada de placer le recorrió el cuerpo cuando la lengua de ella se abrió paso en su boca. ¿Cuánto hacía que no se acostaba con una mujer? Casi ni se acordaba. Stefanie… el sofá rojo… Su beso se volvió apasionado. Sin dejar de besarse, se quitaron la ropa y se amaron con avidez, en silencio, jadeantes y sin ternura. Para eso ya habría tiempo.