Amelie esperó hasta que Barbara se hubo alejado con los dos pequeños en su Mini rojo, salió y corrió hasta la granja de los Sartorius. Aún estaba oscuro y no había nadie en la calle, tampoco se veía a Thies. El corazón se le aceleró cuando cruzó a hurtadillas la sombría granja, dejando atrás el pajar y el amplio establo, donde hacía tiempo que ya no había animales. Manteniéndose pegada a la tapia, llegó a la esquina y a punto estuvo de darle un infarto cuando de pronto vio delante a dos encapuchados. Antes de que pudiera gritar, uno de ellos la agarró y le tapó la boca con la mano. Después le retorció los brazos con brutalidad y la puso contra la pared. El dolor era tal que le cortó la respiración. ¿Por qué le hacía ese tío tanto daño? ¿Y qué se les había perdido a esos tipos ahí a las siete y media de la mañana? Amelie ya se había enfrentado antes a más de una situación amenazadora y, una vez superado el susto inicial, tampoco en ese momento sintió miedo, sino rabia. Se defendió enconadamente de la férrea garra, empezó a soltar patadas a diestro y siniestro e intentó quitarle a su atacante la capucha, en la que solo se distinguían unas aberturas para los ojos. La desesperación hizo que consiguiera liberar la boca. Vio un trozo de piel justo delante de los ojos, un espacio desnudo entre el guante y la manga de la chaqueta, y lo mordió con todas sus fuerzas. El hombre profirió un grito de dolor amortiguado y tiró a Amelie al suelo. Ni él ni su compinche contaban con una resistencia tan feroz, y jadeaban debido al esfuerzo y la ira. Al final, el segundo hombre le dio a Amelie una patada en las costillas que la dejó sin aliento. Después le propinó un puñetazo en la cara. Amelie vio las estrellas, y su instinto le dijo que sería mejor que se quedara quieta y cerrara la boca. Los pasos se alejaron deprisa y después reinó un silencio absoluto; lo único que se oía era su respiración acelerada.
—Mierda —gruñó, y se incorporó a duras penas. Tenía la ropa empapada y sucia. Un hilo de sangre caliente le corría por la barbilla y le goteaba en las manos. Aquellos capullos le habían hecho daño de verdad.
La carpintería Wagner y la vivienda adosada informaban de que el dinero se había acabado cuando las obras iban por la mitad. Las paredes sin enlucir, el pavimento medio adoquinado, medio asfaltado, lleno de hoyos: aquello no era mucho menos deprimente que la granja de los Sartorius. Por todas partes se amontonaban maderos y tablas, algunos ya estaban cubiertos de musgo y era como si llevaran años allí. Contra la pared del taller había puertas envueltas en plástico, todo estaba sucio.
Pia llamó al timbre de la casa y después a la puerta en la que ponía «Oficina», pero no obtuvo respuesta. Dentro del taller había luz, de manera que empujó la puerta metálica y entró. Bodenstein la siguió. Olía a madera.
—¿Hola? —dijo.
Cruzaron el lugar, que era un caos absoluto, y detrás de una pila de tablas vieron a un joven con unos cascos en las orejas que movía la cabeza al compás de la música. Con una mano barnizaba algo, al tiempo que tenía un cigarrillo en la boca. Cuando Bodenstein le dio unos golpecitos en la espalda, se sobresaltó. Se quitó los auriculares y puso cara de culpabilidad.
—Apague el cigarro —ordenó Pia, y él obedeció en el acto—. Buscamos al señor o a la señora Wagner. ¿Están aquí?
—En la oficina —respondió el muchacho—. O eso creo.
—Gracias.
Pia ni se molestó en mencionarle la normativa relativa a la prevención de incendios. Se fue en busca del jefe, al que por lo visto todo le daba igual. Dieron con Manfred Wagner en una minúscula oficina sin ventanas que estaba tan abarrotada que apenas cabían los tres. Tenía el teléfono descolgado y leía el periódico Bild. Era evidente que no cuidaban mucho de la clientela. Cuando Bodenstein llamó a la puerta abierta para hacerse notar, él levantó la cabeza de mala gana.
—¿Sí?
Tendría unos cincuenta y tantos años, y a pesar de la hora temprana olía a alcohol. El mono marrón daba la impresión de no haber visto una lavadora por dentro desde hacía semanas.
—¿Señor Wagner? —dijo Pia—. Somos de la Policía Judicial de Hofheim, nos gustaría hablar con usted y con su esposa.
Se puso blanco como el papel y los miró con unos ojos enrojecidos y acuosos, como un conejo a una serpiente. En ese mismo instante llegó un coche, se oyó una puerta.
—Ahí… ahí viene… mi mujer —balbució Wagner.
Andrea Wagner entró en el taller, taconeando en el suelo de cemento. Tenía el cabello rubio y corto y era muy delgada. En su día debió de ser guapa, pero ahora parecía apesadumbrada. El dolor, la amargura y la incertidumbre por el destino de su hija habían abierto profundas arrugas en su rostro.
—Hemos venido para comunicarles que se han encontrado los restos de su hija Laura —informó Bodenstein después de presentarse a la señora Wagner.
Durante un instante se hizo el silencio. Manfred Wagner prorrumpió en sollozos. Una lágrima le corrió por la mejilla sin afeitar, y enterró la cara en las manos. Su mujer permaneció tranquila y serena.
—¿Dónde? —se limitó a preguntar.
—En el solar del antiguo aeródromo de Eschborn.
Andrea Wagner exhaló un hondo suspiro.
—Por fin.
Esas dos palabras ponían de manifiesto un alivio que la mujer no habría podido expresar en diez frases. ¿Cuántos días y noches de esperanza vana, angustia y desesperación habían soportado esas dos personas? ¿Cómo sería sentirse perseguido constantemente por fantasmas del pasado? Los padres de la otra chica se habían marchado, pero los Wagner no habían podido prescindir del negocio, la base de su existencia. Se habían visto obligados a quedarse, mientras las esperanzas de que su hija regresara cada vez eran menores. Once años de incertidumbre debían de haber sido un infierno. Quizá les sirviera de ayuda poder enterrar a su hija y decirle adiós.
—No, déjalo —insistió Amelie—. No es para tanto. Un moratón, nada más.
Desde luego no estaba dispuesta a desvestirse y enseñarle a Tobias el sitio donde el cerdo aquel le había clavado el zapato. Ya le resultaba bastante bochornoso estar ante él tan sucia y fea.
—Pero sería mejor que te dieran unos puntos en las heridas.
—Bobadas. Verás cómo se me pasa.
Tobias se la había quedado mirando como si fuese un fantasma cuando poco después de las siete y media apareció ante su puerta, ensangrentada y sucia, y le contó que acababan de atacarla dos hombres enmascarados fuera, en su casa. Él la sentó en una silla de la cocina y le retiró la sangre del rostro con delicadeza. La nariz ya no le sangraba, pero el corte que tenía sobre la ceja, que cerró provisionalmente con dos tiritas, empezaría a sangrar de nuevo.
—Lo haces muy bien. —Amelie esbozó una sonrisa torcida y le dio una calada al cigarrillo. Estaba temblorosa y con el corazón desbocado, y no tenía nada que ver con el ataque, sino con Tobias. Visto de cerca y a la luz del día era aún más guapo de lo que había supuesto en un principio. Sus manos la electrizaban, y su forma de mirarla con esos increíbles ojos azules, tan preocupado y pensativo… casi era demasiado para sus nervios. No era de extrañar que antes todas las chicas de Altenhain fueran detrás de él—. Me pregunto qué andarían buscando aquí —reflexionó la joven mientras Tobias preparaba una cafetera. Amelie miró a su alrededor con curiosidad. Así que en esa casa habían muerto las dos chicas, Blancanieves y Laura.
—Probablemente me estaban esperando, y tú les chafaste el plan —contestó él. Y puso dos tazas en la mesa, el azucarero, y después sacó leche de la nevera.
—Y lo dices tan pancho. ¿Es que no tienes miedo?
Tobias se apoyó en la encimera, se cruzó de brazos y la miró con la cabeza ladeada.
—¿Qué quieres que haga? ¿Esconderme? ¿Marcharme? No pienso hacerles ese favor.
—¿Sabes quién pudo ser?
—No exactamente, pero me lo imagino.
Amelie notó que se acaloraba cuando él la miraba. ¿Qué le ocurría? ¡Nunca le había pasado algo así! Apenas se atrevía a mirarlo a los ojos, y él acabó por darse cuenta del caos de sentimientos que le provocaba. La cafetera emitió unos estertores malsanos y empezó a expulsar vapor.
—Habría que quitarle la cal —afirmó ella, y de repente una sonrisa iluminó el rostro de Tobias y la transformación fue increíble. Amelie lo miró fijamente y de pronto sintió el disparatado deseo de protegerlo, de ayudarlo.
—La cafetera no es mi máxima prioridad. —Sonrió—. Primero tengo que organizar lo de fuera.
En ese momento sonó el estridente timbre de la puerta. Tobias se acercó a la ventana y la sonrisa se borró de su rostro.
—Otra vez la pasma —dijo, de repente tenso—. Será mejor que te largues. No quiero que te vean aquí.
Ella asintió y se puso de pie. Él la llevó hasta la entrada y le señaló una puerta.
—Por ahí se llega a la vaqueriza pasando por el establo. ¿Puedes tú sola?
—Claro. No tengo miedo. Ahora que hay luz, esos tipos no andarán acechando —contestó con un tono marcadamente tranquilo. Se miraron, y ella bajó los ojos.
—Gracias —dijo Tobias en un susurro—. Eres una chica valiente.
Amelie le quitó importancia con un gesto y se dio media vuelta, dispuesta a marcharse. Entonces a Tobias se le pasó algo por la cabeza y la retuvo.
—Espera un momento.
—¿Sí?
—Ahora que lo pienso, ¿por qué estabas en mi casa?
—Vi la foto en el periódico y sé quién es el hombre que empujó a tu madre desde aquella pasarela —repuso—: Manfred Wagner, el padre de Laura.
—Otra vez ustedes. —Tobias Sartorius no disimuló que la Policía no era especialmente bienvenida—. No tengo mucho tiempo. ¿Qué sucede?
Pia olisqueó el aire: flotaba un olor a café recién hecho.
—¿Tiene visita? —inquirió. Bodenstein creía haber visto hacía un instante a otra persona por la ventana de la cocina, una mujer de cabello oscuro.
—No. —Tobias se quedó en la puerta cruzado de brazos. No los invitó a pasar, aunque había empezado a llover. Genial.
—Tiene que haber trabajado como un mulo —comentó Pia, al tiempo que sonreía con amabilidad—. Esto tiene muy buena pinta.
La amabilidad no surtió el efecto deseado. La actitud de Tobias Sartorius seguía siendo reservada, todo su cuerpo indicaba rechazo.
—Solo queríamos comunicarle que se han encontrado los restos de Laura Wagner —terció Bodenstein.
—¿Dónde?
—A decir verdad, eso debería saberlo mejor usted que nosotros —espetó Bodenstein con frialdad—. Al fin y al cabo, fue usted quien llevó hasta allí el cuerpo de Laura en el maletero de su coche la noche del 6 de septiembre de 1997.
—Pues no, no fui yo. —Tobias arrugó la frente, pero su voz no se alteró—. No volví a ver a Laura después de que se fuera. Pero, claro, eso ya lo he dicho cientos de veces, ¿no?
—Hallaron el esqueleto de Laura al realizar unas obras en el antiguo aeródromo de Eschborn —contó Pia—. En un depósito.
Tobias la miró y tragó saliva. Sus ojos reflejaban perplejidad.
—En el aeródromo —se dijo en voz queda—. Nunca se me habría ocurrido.
Todo el rechazo desapareció de pronto; parecía afectado, trastornado incluso. Pia fue consciente de que él había tenido once años para prepararse para el momento en que tuviera que enfrentarse con lo que había hecho. Debía de contar con que algún día encontrarían el cuerpo de las chicas. Tal vez se hubiera estudiado la reacción, hubiera pensado a fondo cómo hacerse el sorprendido y resultar creíble. Por otro lado, ¿para qué iba a hacer eso? Había cumplido su condena, le daría igual que encontraran los cadáveres. Recordó cómo lo había descrito Hasse: arrogante, presuntuoso y frío. ¿Era así?
—Nos interesaría saber si Laura ya había muerto cuando la arrojó usted al depósito —dijo Bodenstein. Pia observaba a Tobias con atención. Estaba muy pálido y la boca le temblaba, como si fuera a romper a llorar.
—A eso no le puedo responder —contestó él con entonación inexpresiva.
—¿Quién puede? —quiso saber Pia.
—Llevo dándole vueltas a esa pregunta once años casi día y noche. —Su voz sonaba controlada a duras penas—. Me da lo mismo que me crean o no. Me acostumbré hace tiempo a que me consideraran el malo.
—A su madre podría irle mucho mejor ahora si entonces hubiera dicho usted lo que hizo con las chicas —apuntó Bodenstein.
Tobias se metió la mano en los bolsillos de los vaqueros.
—¿Significa eso que han averiguado quién fue el cerdo que tiró a mi madre del puente?
—No, todavía no lo sabemos —negó Bodenstein—. Pero creemos que se trata de alguien del pueblo.
Tobias se rio. Un resoplido breve, carente de alegría.
—Les felicito, son ustedes muy agudos —respondió burlón—. La verdad es que yo podría ayudarles, porque sé quién ha sido, pero ¿por qué tendría que hacerlo?
—Porque esa persona ha cometido un delito —contestó Bodenstein—. Tiene que decirnos lo que sabe.
—Ni hablar. —Tobias Sartorius negó con la cabeza—. Puede que seáis mejores que vuestros colegas de entonces. Porque a mi madre, a mi padre y a mí nos iría mucho mejor si entonces la Policía hubiera hecho su trabajo como era debido y hubiese trincado al verdadero asesino.
Pia iba a decir algo para aplacarlo, pero Bodenstein se le adelantó.
—Desde luego. —Su tono de voz sonó sarcástico—. Usted es inocente, lo sabemos. Nuestras cárceles están llenas de inocentes.
Tobias lo escrutó con el semblante pétreo. Sus ojos reflejaban una rabia contenida a duras penas.
—Todos los polis sois iguales: arrogantes y despóticos —afirmó desdeñoso—. Pero no tenéis ni puñetera idea de lo que pasa aquí. Y ahora, largo. Dejadme en paz de una vez.
Antes de que Pia o Bodenstein pudieran decir algo, les dio con la puerta en las narices.
—No deberías haber dicho eso —le reprochó Pia a su jefe cuando volvieron al coche—. Ahora lo has puesto en nuestra contra y seguimos sin saber nada.
—Tenía razón. —Bodenstein se detuvo—. ¿Te has fijado en sus ojos? Ese tipo es capaz de todo, y si de verdad sabe quién tiró a su madre del puente, esa persona corre peligro.
—Tienes prejuicios —le reprochó Pia—. Vuelve a casa después de pasarse más de diez años en el talego, puede que injustamente, y se encuentra con que aquí todo ha cambiado. A su madre la atacan y la hieren de gravedad, unos desconocidos del pueblo hacen pintadas en la casa de sus padres. ¿Tan raro es que esté enfadado?
—Por favor, Pia. No creerás en serio que condenaron a ese tipo por doble asesinato erróneamente, ¿no?