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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (16 page)

BOOK: Blanca Jenna
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En silencio, pasaron los muros derrumbados, cruzaron el camino y se introdujeron en el bosque. Jenna se apoyó contra el grueso tronco de un roble y se mordió el labio inferior. Carum trató de tocarle el hombro, pero ella se apartó de su mano.

—No —susurró.

—Comprendo.

—¿Cómo puedes comprender cuando yo misma no logro hacerlo?

—Jenna, aún tienes trece años. ¿Cómo podrías matar a un hombre desarmado?

—Él no es ningún hombre. Es un monstruo.

—Es un asesino de mujeres y de niños. No tiene ninguna posibilidad de salvación. —La voz de Carum era firme—. Pero es un hombre.

—¿Y yo no soy más que una mujer?

—No..., tú eres la Anna. Eres mejor que él. Mejor que Gorum. Mejor que todos nosotros.

—No, yo soy sólo yo. Jenna. Jo-an-enna. Una mujer de las Congregaciones. No me conviertas en más de lo que soy. Una vez mi Madre Alta dijo que era un árbol que proyectaba sombra sobre las flores... pero no es verdad.

Carum sonrió lentamente. Su rostro era el del muchacho que ella recordaba.

—Para mí no eres ni un árbol, ni una flor ni una diosa. Eres Jenna. Te he besado una vez y lo sé. Pero para todos ellos eres la Anna. Y cuando te colocas Su manto, eres más que simplemente Jenna.

—Haga lo que haga la Anna, Jenna no podría matar a un hombre atado.

—Jenna, la Anna es tu mejor parte. Ella tampoco lo hubiese matado de ese modo.

Jenna se inclinó y lo besó rápidamente en la boca.

—Gracias, Carum. Tu hermano se equivoca: tú deberías ser el rey.

Y, antes de que él pudiera emitir más que un leve sonido, se volvió y cruzó nuevamente el camino.

Carum tuvo que correr para alcanzarla.

El gran círculo de hombres se había disgregado en varios más pequeños que discutían en voz alta. El prisionero no estaba a la vista. Jenna encontró a Catrona en el centro de uno de los grupos más bulliciosos, moviendo las manos con rapidez en medio de una discusión.

—¡Catrona! —la llamó Jenna.

Los hombres se volvieron y, al verla, retrocedieron dejándola sola frente a frente con Catrona.

—Una estocada, Jenna —dijo ésta—. Una estocada y los hubiésemos tenido. Te he enseñado esa estocada con esta mano. —Alzó su mano derecha—. Y ahora todo ese entrenamiento para nada.

—También me has enseñado que en el Libro de Luz está escrito que “matar no es sanar”. También se refiere a matar un hombre que se encuentra atado.

—No me cites el Libro como si fueras una despreciable sacerdotisa. Allí también se dice: “Una estocada puede salvar a un vástago”. Como todas las divagaciones de las sagradas escrituras, el Libro puede decir lo que tú quieras que diga. —Estaba temblando de ira—. Jenna, debes pensar. Piensa. Necesitamos estos hombres. Necesitamos este ejército. Necesitamos este rey. No quiero que te cases con él para conseguir a sus seguidores, pero Piet tenía razón. Había otra forma mejor. Y, tarde o temprano, el Oso será asesinado... esta gente lo hará. Si lo hubieses hecho tú, fríamente y con grandes ademanes, hubiera coincidido con la historia.

—Yo no soy ninguna historia, —exclamó Jenna—. Ninguna fábula. Soy real. Siento. Sufro. Sangro. No puedo matar desoyendo mi conciencia.

—Un guerrero no tiene conciencia hasta después de que ha terminado la guerra —sentenció Catrona.

Jenna ocultó el rostro entre las manos y lloró. Catrona se alejó.

La luna pálida se alzó sobre las ruinas de la Congregación, trepando hasta coronar la chimenea de la cocina. Jenna se mantenía apartada mientras, alrededor de todo el campamento, continuaban las enardecidas discusiones.

—Tenías razón —oyó una voz a sus espaldas.

Jenna se volvió lentamente y vio a Skada.

—Y te has equivocado —continuó ésta.

—¿Cómo pueden ser ambas cosas?

—No debías matarlo, pero podías haber pronunciado las palabras que, de todos modos, les hubiesen hecho creer en ti.

—¿Qué palabras?

—Podías haber dicho: El Toro fue doblegado, pero no fue necesario que mis manos lo mataran.

Jenna asintió con la cabeza.

—Y podría haber dicho que la luna es negra, pero no lo hice.

Skada también asintió y se echó a reír.

—No, no lo hiciste. Y ahora mi querida Anna, quien es a la vez blanca —la señaló— y negra —se señaló a sí misma—, te encuentras en un aprieto.

—Ambas lo estamos —le corrigió Jenna.

—¡Así que ahora somos ambas! ¡Finalmente me incluyes, compartes la carga, repartes las culpas!

La boca de Skada se curvó con una expresión risueña.

—¿Cómo puedes reír en un momento semejante?

—Jenna, siempre hay tiempo para reír. Y una parte tuya ya lo está haciendo, por lo tanto puedo hacerlo yo. No soy otra persona. Soy tú.

—Bueno, yo no siento deseos de reír —dijo Jenna con todo apesadumbrado.

—Pues yo sí.

Skada echó atrás la cabeza y lanzó una sonora carcajada. Sin poderlo evitarlo, Jenna la imitó.

—Bien —dijo Skada—. ¿Te sientes mejor?

—En realidad no.

—¿Para nada?

—Estás imposible —la acusó Jenna sacudiendo la cabeza.

Skada la imitó.

—No, no estoy imposible. Estoy hambrienta. Busquemos algo que comer.

Cogidas del brazo, se dirigieron hacia la cocina.

Jareth las detuvo a mitad del camino. Trató de hablar con las manos y de ese modo expresarles sus preocupaciones. Sus gestos desesperados transmitían complicados mensajes, pero todo lo que Jenna pudo comprender fue una advertencia.

—El Puma... —dijo Jenna.

—El Toro... —agregó Skada.

Los ojos de Jareth imploraban y su cuello estaba tenso por el esfuerzo que hacía para hablar.

—Tendremos cuidado —le prometió Jenna—. No te preocupes. Tu advertencia nos ha servido de mucho.

Cuando estuvieron lejos de él, Jenna susurró:

—Cortaría ese collar de su cuello y le permitiría hablar.

—¿A pesar de las consecuencias?

—A pesar de las consecuencias. —El rostro de Jenna estaba tenso de ira—. ¿Cómo es posible que la magia de Alta sea buena cuando castiga por igual a Sus seguidores y a Sus enemigos? Diez Congregaciones han desaparecido. Jareth condenado al silencio. Nos convertimos en asesinos y monstruos en Su nombre.

—Y en héroes —puntualizó Skada. Jenna se volvió hacia ella.

—Mira a tu alrededor, hermana. Mira con atención. ¿Ves a algún héroe aquí?

Juntas observaron. Frente a la chimenea de la cocina, estaba el rey con un tazón en la mano. Con expresión sombría, miraba el interior como si allí estuviese escrito un desdichado futuro. A su lado había dos guardias con túnicas color pardo y calzones desgarrados. Uno de ellos pulía su espada con la manga. En el campamento había varios fuegos alrededor de los cuales los hombres bebían y contaban historias. Cerca de la puerta, una pequeña fogata iluminaba los rostros sucios de Petra y de los muchachos. Ella describía algo con las manos. En un rincón apartado, donde aún quedaban en pie cinco peldaños de lo que había sido una escalera, se hallaba sentado Piet. A un lado estaba Catrona y al otro Katri. Ambas susurraban en sus oídos. Con una sonrisa, él extendió los brazos para estrecharlas a las dos. Se levantaron juntos y se alejaron por el camino bajo la luz de la luna.

—¿Qué aspecto tiene un héroe? —preguntó Skada en voz baja—. ¿Tiene un yelmo brillante, una túnica limpia, una cabellera limpia y una boca llena de dientes blancos?

—No... no es así. De ninguna manera —respondió Jenna.

Skada sacudió la cabeza. Fue como si una brisa soplara sobre el rostro de Jenna.

—Te equivocas hermana. Todos somos héroes aquí.

EL CUENTO:

Había una vez un tirano de quien se profetizó que sólo sería derrocado cuando un héroe que no hubiera nacido de mujer alguna, que no cabalgara ni caminara, que no portara lanza ni espada, lograse conquistarlo.

Largo tiempo reinó el tirano y muchos fueron los hombres, mujeres y niños que cayeron bajo su sangrienta cólera.

Un día, en una pequeña aldea, nació una niña. El cuchillo de la comadrona la arrancó del vientre de su madre muerta. La niña fue puesta a mamar de la teta de una cabra, criándose junto a los demás cabritos.

A medida que la niña crecía, también lo hacían los cabritos, uno de los cuales era macho y el otro hembra, jugaban juntos como si todos hubiesen sido de la misma familia, y la niña creció alta y hermosa a pesar de sus humildes orígenes.

Pasaban los años y el tirano continuaba reinando. Pero se tornó un hombre viejo y avinagrado. Anhelaba incluso que llegase su muerte.

La profecía se cumplía y no había ningún héroe, ni siquiera entre los mejores soldados, que lograse darle muerte... aunque muchos lo habían intentado.

Un día, la niña y sus cabras llegaron a la capital. Como era su costumbre, cabalgaba un rato sobre una y un rato sobre otra, arrastrando los pies por el suelo.

El tirano había salido a dar un paseo cuando vio a la niña, quien a pesar de ir a horcajadas no cabalgaba ya que sus pies tocaban el suelo. El tirano la detuvo y le preguntó:

—Niña, ¿cómo fue tu nacimiento?

—Yo no nací, sino que fui arrancada de mi madre muerta.

—Ah —dijo el tirano—. ¿Y cómo es que cabalgas?

—Yo no cabalgo, ya que éste es mi hermano. Y ésta es mi hermana. Sólo se trata de un juego entre nosotros.

—Ah. Debes casarte conmigo, ya que tú eres mi destino.

Así fue cómo se casaron y él murió, sonriendo, en su noche de bodas, conquistado por su amor. Así fue cómo se cumplió la profecía. Y según dicen las leyendas, un héroe no se reconoce fácilmente, pues quién hubiese dicho que una niña, montada sobre dos cabras, podía ser un héroe cuando muchos hombres con espada no lo eran.

EL RELATO:

—¡Jenna! —exclamó Carum.

Jenna se volvió y, perfectamente al unísono, Skada también se volvió con ella.

Carum miró primero a una y luego a la otra.

—Es cierto entonces. No se trata de gemelas, sino de hermanas luz y sombra. Nunca me atreví a creerlo.

—Es cierto —respondieron juntas.

—¿Todo el tiempo?

—Antes has hablado conmigo a solas —le recordó Jenna.

—La luna —agregó Skada—. O un buen fuego. Entonces aparezco yo.

Carum tenía una expresión preocupada, pero no dijo nada.

—O una vela junto a la cama —se burló Skada—. Tu frente parece una alberca donde se ha arrojado una piedra, Carum. Sopla la vela y habré desaparecido.

—Yo no permitiría que te fueras, hermana —afirmó Jenna tomando la mano de Skada.

—Hay veces en que lo harás —insinuó Skada en voz baja—. Y otras veces en que no. —Se dirigió a Carum con suavidad—. Conozco su mente y su corazón, ya que también son los míos. Camina entre los árboles, joven príncipe, donde las ramas no permiten que se filtre la luna. Allí no podrá aparecer una hermana sombra.

—Pero de todos modos sabrás...

Ella se alzó de hombros.

—Jenna es lo que es. La has amado antes. Y la has besado sabiendo.

—No lo sabía.

—Soy lo que soy —dijo Jenna—. Y eso lo sabías.

Él sacudió la cabeza con pesar, pero finalmente admitió:

—Lo sabía. Y no lo sabía.

—¿Y ahora? —Skada formuló la pregunta en un susurro, pero él la escuchó de todos modos.

—Vamos al bosque, Jenna. Así podremos hablar. A solas.

Jenna miró a Skada quien asintió con la cabeza. Jenna le respondió con el mismo movimiento. Entonces los tres cruzaron el camino bajo la brillante luz de la luna. Cuando llegaron al borde del bosque, Skada comenzó a temblar como una hoja movida por la brisa, a pesar de que la noche era cálida. Se oía el insistente croar de las ranas en un estanque cercano. Skada esbozó una sonrisa trémula y cuando los tres entraron en el bosque osciló como una sombra durante un momento más, y luego desapareció.

—Skada... —dijo Jenna volviéndose.

La mano de Carum se posó sobre su brazo.

—No regreses —le rogó—. No la traigas de vuelta. No en este momento.

Los dos continuaron internándose en la oscuridad, pero no volvieron a tocarse.

Jenna nunca había hablado tanto tiempo y en forma tan intensa con otra persona. Se relataron sus vidas enteras el uno al otro. Jenna le contó a Carum cómo había sido crecer en una Congregación y, a su vez, él le habló de forma conmovedora sobre la vida en la corte Garuniana. Ella recordó canciones y cuentos que compartió con él; Carum le narró historias del Continente, historias que habían ido cambiando después de cuatrocientos años en los Valles. Hablaron de todo excepto del futuro. Primero debían encargarse del pasado y de todo el tiempo transcurrido sin que se conociesen. Al principio hablaban de un modo vacilante, como si cada relato de sus vidas fuese un obsequio que podía ser rechazado. Pero pronto las palabras comenzaron a surgir precipitadamente, y se interrumpían el uno al otro con ansiedad.

“Eso también se me ocurrió a mí”, decía Jenna cuando un recuerdo de Carum despertaba otro de ella.

“Yo sentía lo mismo”, afirmaba Carum después de uno de los relatos de Jenna.

De pronto sus vidas parecían entrelazarse en ese bosque oscuro tan lejos del hogar.

En medio de un relato de Carum sobre su padre, un hombre que no había permitido que el reinado interfiriese en su propio corazón, se oyeron unos gritos horribles que provenían de las ruinas de la Congregación, junto con una estampida de caballos. Jenna y Carum se levantaron de inmediato, aunque no alcanzaban a comprender las palabras ni los gritos.

—Algo terrible... —comenzó Jenna.

—... ha ocurrido —concluyó Carum tomándola de la mano para correr juntos hacia el lugar de donde provenían los gritos.

La luna ya había descendido hasta la copa de los árboles detrás de la Congregación, y apenas estuvieron en el camino apareció la tenue figura de Skada.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Jenna mientras corrían.

—No sé más que tú —respondió Skada con voz débil.

Después de transponer las puertas rotas, se dirigieron hacia el grupo de hombres furiosos reunidos junto al fuego. Carum se abrió paso entre ellos, seguido por Jenna y Skada.

—¿Es el rey? —gritó Carum.

Se oyeron varias respuestas, pero ninguna fue clara.

—¡El Oso! —dijo alguien.

—Se soltó —añadió otro.

—Ese maldito la mató.

—Ha desaparecido. —Era de nuevo el primer hombre.

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