Mi padre está durmiendo, según me informa mi madre, ya tendré ocasión de saludarle a la hora de comer. Lo mejor, opina ella, es que me vaya a dar una ducha y me cambie. Debes de estar agotada después del viaje, cariño. Efectivamente, estoy agotada.
Los lujos de mi casa no dejan de sorprenderme, todas esas maravillas en las que hasta ahora no había reparado. Esta ducha, por ejemplo. El agua se mantiene a temperatura constante, no se enfría de pronto convirtiéndote en un carámbano, ni te escalda sin avisar. El chorro es potente y enérgico, torrentes de agua caen sobre mí. Nada que ver con el hilillo raquítico de la casa de Cat, aquella ducha chapuza que habíamos hecho empalmando un tubo de goma con dos salidas, una especie de estetoscopio, a los grifos de agua caliente y fría, porque en las casas antiguas de Escocia hay bañeras, pero no duchas.
Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla de rizo americano enorme, mullida, que huele a limpio y a Mimosín. Me enfrento con la sombra borrosa de mi imagen en el espejo empañado. Con el dorso de la muñeca retiro las gotitas de vapor condensadas sobre el cristal y aparezco más nítida, yo misma. Estoy delgada. Flaca, como diría mi madre. Los huesos de las caderas se marcan tanto que no me cuesta lo más mínimo imaginar mi esqueleto. Me tapo los pechos con las manos y cruzo una pierna por delante de la otra. Me alegro al comprobar que mi cuerpo bien podría ser el de un adolescente, uno de los modelos de Calvin Klein.
Recuerdo una noche en Edimburgo, en la pista de Cream. Bailando entre las sombras oscilantes de los cuerpos que bailaban conmigo y me rodeaban, me di de bruces con una aparición, descubierta de improviso por la luz de un foco que cayó sobre ella. Una chica delgada, muy delgada, que balanceaba la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música. La melena corta le caía como una cortina dorada sobre los ojos. Llevaba una camiseta muy ceñida que dejaba al descubierto su ombligo perforado, el epicentro marcado de un vientre liso como una tabla de lavar, y que llevaba impresa una leyenda sobre su pecho nivelado:
Monogamy is unnatural
. Aquella chica había conseguido, de alguna manera milagrosa, congelar en su cuerpo ese momento inaprensible en el que la infancia confluye con la adolescencia; y se mantenía en un presente inmóvil, en un territorio propio, ajeno al lento fluir de los minutos y al inevitable deterioro que éstos traerían consigo. Me pareció la visión más erótica que había visto en la vida. Ahora me miro en el espejo y me doy cuenta de lo mucho que aquella desconocida y yo nos parecemos, eternas adolescentes, cuerpos andróginos, permiso de residencia en el país de Nunca Jamás, visado sin fecha de caducidad.
No sé si me quedaré así para siempre, pero sí recuerdo que hubo un tiempo, en mi primera adolescencia, en que me sometí a una prueba de hambre voluntaria, en aquella época en la que apenas comía. Frente a la comida sentía una náusea maligna, plena del placer del rechazo. Mis costillas eran ganchos, mi columna una cuchilla y mi hambre una coraza, la única con la que contaba frente a las frivolidades que se me adherirían al cuerpo como garrapatas en el instante en que diera un mal paso hacia el mundo de las mujeres. El ayuno constituía una prolongada resistencia al cambio, el único medio que yo imaginaba para mantener la dignidad que tenía de niña y que perdería como mujer. No quería ser mujer. Elegía no limitar mis decisiones futuras a las cosas pequeñas, y no dejar que otros decidieran por mí en las importantes. Elegía no pertenecer a un batallón de resignadas ciudadanas de segunda clase. Elegía no ser como mi madre. Este cuerpo enflaquecido que tengo frente a mí es el resultado de una decisión consciente, de una absurda prueba de fuerza.
Apenas me da tiempo a vestirme cuando mi madre me avisa de que la comida está preparada. Y en el comedor me encuentro, por fin, con mi padre, que se acerca a saludarme arrastrando los pies sobre la alfombra. Su aspecto me impresiona. Parece haber envejecido veinte años desde la última vez que le vi. Ha adelgazado exageradamente, el cabello blanco le ralea en las sienes y una infinidad de pequeñas arrugas le surcan la frente. Parece un cuadro de Munch. Casi no reconozco al que fuera en su día un galán maduro, un sesentón de buen ver. De su antiguo atractivo sólo conserva los ojos de un azul inmaculado que todavía brillan con luz propia. Intercambiamos un abrazo escueto y contenido antes de sentarnos a la mesa. Me pregunta cómo estoy y percibo un cambio en su voz, en la que ya no quedan notas graves, y en la que los registros parecen limitados a una delicada ronquera, un sonido monótono y laringítico.
Y la comida transcurre entre preguntas tópicas que se suceden —¿he tenido buen viaje?, ¿estoy cansada?, ¿he pensado qué voy a hacer ahora que ya me he licenciado?— mientras la luz del mediodía, que se filtra a través de las persianas bajadas para evitar el calor, proyecta extrañas sombras en las paredes. El peso de los recuerdos que flotan por la casa amenaza con aplastarme contra la mesa. Y no sé si me siento muy feliz de haber vuelto.
Mi novia, la chica que me espera en Edimburgo (pronúnciese Edimborah), es una joya, un corazón de oro, un diamante en bruto. Eso opinan al menos todos los que la conocen.
Nació y creció en una granja cercana a Stirling, una pequeña localidad escocesa donde el agua se helaba en los jarrones, y que luego se haría tristemente famosa cuando un loco furioso se presentó en la escuela, la misma escuela en la que Caitlin había aprendido a leer, y se llevó por delante a tiros a casi veinte niños. Si conocieras Stirling, no te extrañaría nada, me decía Cat. Aquello es un infierno. Cualquiera se vuelve loco viviendo allí.
Me transmitió algunos recuerdos de su infancia: una madre permanentemente malhumorada; sabañones en los dedos todos los inviernos; el cobertizo de los cerdos, oscuro, húmedo y frío; el aire espeso y dulzón de los establos. El día que su padre la llevó de caza por primera vez y le enseñó a disparar un rifle. Una noche de invierno en que su madre le obligó a salir a la cuadra para comprobar si las vacas estaban bien, cómo Caitlin niña resbaló en la escarcha y se hizo un corte en una ceja, y cómo a su madre pareció no importarle su dolor. La ambulancia que vino a buscar a su padre, cuando Caitlin aún no había cumplido once años. Él nunca regresó del hospital, y su madre volvió a casarse al año, pues hace falta un hombre para llevar una granja. A partir de entonces, las cosas no pudieron ir peor. Las tensiones con su madre se agudizaron y su hermana mayor, el único apoyo con el que hubiera podido contar, anunció que se casaba con un gañán de manos rojas y cintura de barril cuyo único mérito aparente parecía ser la seguridad de que en un futuro sería capaz de llevar la granja, y se mostró mucho más interesada en ganarse el favor de la madre que en arreglarle los problemas a la pequeña.
Así que a los dieciocho años Caitlin se largó a Edimburgo. Después de pasar tres días durmiendo en la estación conoció a Barry, el Virgilio que la guió a través de los sucesivos círculos del infierno que bullían en los sótanos de la ciudad. Entre visita y visita a la ventanilla del subsidio de desempleo, Caitlin probó todas las drogas que cayeron en sus manos. Trapicheó con éxtasis, estafó a turistas, durmió en
squats
y en pisos de estudiantes y acabó trabajando en un
peep show
. De aquel trabajo obtuvo la seguridad de que nunca se acostaría con un hombre y el apodo con el que se la anunciaba a la entrada del garito y que aquella
Pussycat Girl
se había ganado por sus movimientos felinos: Cat. Gato. Aquello fue mucho antes de que yo la conociera, estable ya, con un domicilio fijo y un trabajo remunerado en el que la esperaban cada tarde.
Este apodo tan sugestivo y este pasado presuntamente borroso no dejaban de tener su gracia, porque, en realidad, Caitlin no era, al menos aparentemente, una mujer sexual. No exhibía su cuerpo, no llevaba nunca ropas que permitieran adivinar cómo eran sus músculos o sus curvas, no se maquillaba, no se arreglaba el pelo, no estaba tatuada, ni siquiera llevaba pendientes, y mucho menos
piercing
. En suma: nunca intentaba destacar ninguna parte de su anatomía. Su belleza —sus ojos, su piel, su pelo, su gracia— se imponía por sí sola, y su atractivo sexual no se limitaba a determinados órganos de su cuerpo, sino que era, más bien, como un aura que la rodeaba, una pulsación que la recorría. No hacía falta que destacase su cuerpo, que hiciera notar que participaba o que deseaba participar en coitos. Esa cualidad me enganchó inmediatamente.
Un dato gracioso que leí en un libro de texto: En la antigua Roma las bailarinas de Lesbos eran las preferidas para animar los banquetes, y muchas, por el solo hecho de proceder de la isla, se sentían autorizadas a cobrar una tarifa más alta que el resto de las mercenarias del amor profesional. Pero la fama erótica de las muchachas de Lesbos no se debía a sus habilidades acrobáticas,
Pussycat Girl
significa chica de
striptease
, sino a otra especialidad: el sexo oral, que según los griegos había sido inventado en la isla. Una habilidad que las lesbianas se enseñaban las unas a las otras.
Cualquier mujer —u hombre— en su sano juicio se hubiera sentido más que feliz de contar a su lado con una compañera como Cat. No sólo por su belleza sino porque era encantadora, con una simpatía, derivada de la naturalidad y no del esfuerzo, que la hacía irresistible.
Cuando la conocí, trabajaba como chef en un café «de ambiente», una mezcla de pub, restaurante y punto de encuentro que se pretendía muy sofisticado y continental. Cat había conseguido que la contrataran después de aprenderse de memoria un manual de
nouvelle cuisine
francesa y haciendo valer más su belleza y sus contactos que sus habilidades gastronómicas. La clientela era mayoritariamente gay, y allí se comía escuchando música de Orbital, The Shamen, The Prodigy, The Orb... Conocía los nombres de los grupos porque Cat traía cintas a casa de cuando en cuando. Atmósferas inquietantes creadas por ordenador, ritmos que se adaptaban al latido del corazón. Ambientes hormonales, secuencias ciberchic. Los habituales se saludaban con saludos sonoros y ofrecían al aire besos exagerados para hacer honor a su sobrenombre de alegres, un ritual de los besos que me recordaba a Madrid, porque en Edimburgo, como en toda Gran Bretaña, la gente no se besa al saludarse; pero los parroquianos de aquel café habían adoptado la costumbre continental para dejar patente su sofisticación y su carácter de colectivo unido ante el exterior.
Al principio le hacía visitas al café. Me sentaba en un taburete y disfrutaba contemplando cómo correteaba de un lado a otro de la barra, con la sonrisa siempre puesta y la gracia felina con la que disimulaba las prisas. Pero con el tiempo dejé de ir, porque me aburría. No conseguía entender a aquella panda de mariquitas histéricas y repintadas que gorjeaban tonterías entre risitas de damisela. En aquel café se me hacían eternos los minutos, y no veía la hora de marcharme a casa a leer un libro y disfrutar de la soledad. Pero cuando le decía a Cat que no aguantaba el exceso de frivolidad del local, ella se enfadaba como si el comentario estuviese directamente dirigido a ella. La frivolidad no tiene nada de malo, me decía. Además, la frivolidad es una característica esencial de la cultura gay; y es normal que lo sea, puesto que es la mejor forma de esconder el sufrimiento, o de sublimarlo. Me asombraba escuchar de sus labios tan encendida y apasionada defensa, puesto que ella no era nada frívola, aunque sí parecía haber sufrido mucho. No sé en qué se lo notaba. Quizá en aquella desesperada necesidad de gente a su alrededor, o en su incapacidad de quedarse a solas, como si en el fondo no se aguantara o se diera miedo a sí misma.
Me contó entonces, entre risas, que un grupo de jovencitas asiduas del local habían organizado un Club de Fans de Cat, y no me sorprendió en absoluto. A mí me gustaba tanto que me parecía que toda la ciudad debía acompañarme en esa euforia, compartir el sentimiento que Cat me inspiraba, y daba por hecho que todo el mundo habría de amarla como yo la amaba.
Al principio, era como si yo pudiera sentir en mí misma lo que le hacía a ella. Era una sensación desconocida y tremenda, a veces desgarradora: entendía perfectamente todas las necesidades de su cuerpo, me sentía sumergida en sus fluidos. Entonces, cuando sentí dentro de mí cómo ella también me quería, me asusté. Tuve miedo al advertir que, al contrario que Mónica en su día, Cat esperaba algo de mí. Y me aterré, porque no quería perderme a mí misma. Consideraba nuestra intimidad un tesoro, pero empecé a pensar que lo estaba pagando demasiado caro. Supongo que Cat me recordaba demasiado a mi madre, así que en seguida empecé a distanciarme e hice todo lo posible por no quererla, y a veces me pregunto si de verdad la quise mientras viví con ella. Pero recuerdo que la amé, o casi la amé, si esa palabra tiene algún significado, durante los primeros días, antes de encontrarme con aquellas fotos. Si Cat hubiese sido lista, habría aprovechado aquel momento. Debió explotar el instante primero en que me tuvo a su merced, debió haberme agarrado del corazón entonces, debió haber jugado las estrategias de seducción que suelen jugar los amantes, los celos, las inseguridades, los repliegues distantes sucedidos de sobredosis de sexo salvaje. Pero no lo hizo. No hubiese sabido. Ella era demasiado buena persona. Y me perdió.
He de hacer constar que en realidad, no planteamos nunca nuestra convivencia como una decisión trascendente, sino que surgió como una opción sensata, lo más razonable que convenía hacer dadas las circunstancias, puesto que el piso de Cat era suficientemente grande para alojar a dos personas y, como ya he dicho, a mí no me gustaba nada la residencia de estudiantes en la que vivía. Caitlin apareció como caída del cielo.
Me gustaba aquella chica dulce y amable que me encontró perdida, ávida de compañía. ¿Se me vino a la cabeza la palabra amor cuando trasladaba mis dos maletas? Por increíble que parezca, ni siquiera lo recuerdo. Ya se me había pasado la emoción de los primeros momentos, ya había edificado mi muralla de reserva, ya me sentía a salvo de la amenaza de la dependencia. Ella parecía encantada con la idea de tener garantizada mi presencia en su cama, pero tampoco aquella alegría significaba mucho si se tenía en cuenta que Cat había convivido con numerosos compañeros, amigos, amantes o relaciones sin especificar, y que, de hecho, en el momento en que conocí a Cat, la última inquilina, Shelli, acababa de dejar la casa para marcharse a emprender un viaje a Thailandia, una aventura en la que había invertido todas las propinas que había ahorrado trabajando de camarera durante un año, y en la que había depositado su última esperanza de encontrarse a sí misma, según me contó Cat con un deje irónico en la voz. Nunca me atreví a preguntar si la tal Shelli era o no su novia, y, en cualquier caso, mi estancia en la casa se revistió desde el principio de un aura de provisionalidad: la casa era de Cat, ella pagaba la hipoteca, y, además, yo no pertenecía a la ciudad. Había ido allí a estudiar. Y punto.