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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (45 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—No es una enfermedad —dijo Cahir en voz baja.

—Al menos no en el sentido concreto de la palabra —confirmó Regis—. La muchacha está embarazada.

Cahir agitó la cabeza en señal de que se lo había imaginado. Jaskier se quedó de inmediato estupefacto. Geralt se mordió el labio.

—¿En qué mes?

—Rechazó, y además en forma bastante poco cortés, el darme cualquier fecha, incluyendo la fecha de su última regla. Pero yo sé algo de esto. Vendrá a ser la décima semana.

—Así que olvida tu patético llamamiento a la responsabilidad directa —dijo Geralt sombrío—. No ha sido ninguno de nosotros. Si tenías en este aspecto la más mínima duda, olvídalo. Tenías, sin embargo, cierta razón al hablar de responsabilidad colectiva. Ella ahora está con noso­tros. De pronto todos hemos avanzado al papel de maridos y padres. Oigamos en tensión lo que nos dice el médico.

—Una alimentación como es debida, regular —comenzó su cuenta Regis—. Ningún estrés. Un sueño adecuado. Y dentro de poco, nada de montar a caballo.

Todos guardaron silencio durante mucho rato.

—Comprendemos —dijo por fin Jaskier—. Tenemos un problema, seño­res maridos y padres.

—Mayor de lo que pensáis —dijo el vampiro—. O menor. Todo depende del punto de vista.

—No entiendo.

—Pues deberías —murmuró Cahir.

—Me exigió —siguió al cabo Regis— que le preparara y administrara cierto... medicamento fuerte y de acción radical. Piensa que ése es el reme­dio para sus problemas. Está decidida.

—¿Se lo has dado?

Regis sonrió.

—¿Sin acordarlo antes con los otros padres?

—El medicamento que ella pide —Cahir habló en voz baja— no es una panacea milagrosa. Tengo tres hermanas, sé de qué hablo. Ella, resulta, piensa que por la noche bebe la decocción y al día siguiente se pone en marcha con nosotros. De eso nada. Durante unos diez días no podrá ni soñar con subirse al caballo. Antes de que le des el medicamento, Regis, tienes que decírselo. Y el medicamento se lo podrás dar sólo cuando encon­tremos una cama para ella. Una cama limpia.

—Comprendido. —Regis asintió con la cabeza—. Un voto a favor. ¿Y tú Geralt?

—¿Yo qué?

—Señores míos. —El vampiro paseó por ellos sus ojos oscuros—. No finjáis que no entendéis.

—En Nilfgaard —dijo Cahir, enrojeciendo y bajando la cabeza—, estos asuntos los decide exclusivamente la mujer. Nadie tiene derecho a influir en su decisión. Regis ha dicho que Milva está decidida al... medicamento. Sólo por ello, exclusivamente por ello, comencé con desagrado a pensar sobre ello como un hecho consumado. Y sobre las consecuencias de tal acto. Pero yo soy un extranjero, que no conoce... No debería haber hablado en absoluto. Perdonadme.

—¿El qué? —se asombró el trovador—. ¿Acaso nos tienes por unos sal­vajes, nilfgaardiano? ¿Por una tribu primitiva que aplica un tabú de chamán alguno? Por supuesto que sólo la mujer puede tomar esa decisión, es su derecho inalienable. Si Milva se decide a...

—Cállate, Jaskier —bramó el brujo—. Cállate, te lo pido.

—¿Piensas otra cosa? —El poeta levantó la voz—. ¿Quieres prohibír­selo o...?

—¡Cállate de una puta vez porque no respondo de mí mismo! Regis, me da la sensación de que estás conduciendo entre nosotros una especie de plebiscito. ¿Para qué? Tú eres el médico. El preparado que ella pide... sí, el preparado, la palabra medicamento no me parece que pertenezca... sólo tú puedes hacerle el preparado y luego dárselo. Y lo harás si te lo pide de nuevo. No se lo negarás.

—El preparado ya está listo. —Regís les enseñó a todos una pequeña botella de cristal oscuro—. Si me lo pide de nuevo, no se lo negaré. Si me lo pide de nuevo.

—Y entonces, ¿de qué se trata? ¿De nuestra unanimidad? ¿De la acep­tación general? ¿Eso es lo que esperas?

—Bien sabes de qué se trata —dijo el vampiro—. Sientes perfectamente lo que hay que hacer. Pero como preguntas, te contestaré. Sí, Geralt, pre­cisamente de eso se trata. Sí, eso es precisamente lo que hay que hacer. No, no soy yo el que lo espera.

—¿Puedes hablar más claro?

—No, Jaskier —respondió el vampiro—. Más claro ya no puedo. Sobre todo porque no hay necesidad. ¿Verdad, Geralt?

—Verdad. —El brujo apoyó la frente en sus manos unidas—. Sí, su perra madre, es verdad. Pero, ¿por qué me miráis a mí? ¿Yo he de hacerlo? Yo no lo sé hacer. No puedo. De verdad que no sirvo en absoluto para ese papel... En absoluto, ¿comprendéis?

—No —rechazó Jaskier—. No comprendemos en absoluto. ¿Cahir? ¿Tú lo entiendes?

El nilfgaardiano miró a Regís, luego a Geralt.

—Creo que sí —dijo con lentitud—. Eso creo.

—Aja. —El trovador agitó la cabeza—. Aja. Geralt lo comprendió al vue­lo, Cahir cree que lo entiende. Yo pido que se me ilumine y primero se me ordena callar, luego escucho que no hay necesidad de que entienda. Gra­cias. Veinte años al servicio de la poesía, suficiente tiempo como para sa­ber que hay cosas que o se entienden al vuelo, incluso sin palabras, o nunca se las entenderá.

El vampiro sonrió.

—No conozco a nadie —dijo— que fuera capaz de expresarlo de forma tan hermosa.

Había oscurecido por completo. El brujo se levantó.

Sólo se muere una vez, pensó. No hay escapatoria. No hay por qué alargarlo más. Hay que hacerlo. Hay que hacerlo y eso es todo.

Milva estaba sentada sola junto a un pequeño fuego que había prendido en el bosque, en un hoyo dejado por un árbol arrancado por el viento, lejos de la choza de leñadores en la que pasaba la noche el resto de la compañía. No tembló al escuchar sus pasos. Como si lo estuviera esperando. Sólo se corrió a un lado, haciéndole sitio encima del tronco derribado.

—¿Eh, y qué? —dijo seca, sin esperar a que él dijera nada—. ¿Sa liado, eh?

Él no respondió.

—Ni pajolera idea tenías, cuando nos fuimos, ¿no? ¿Cuando en la com­paña me aceptaste? ¿Pensabas que qué más da que moza de aldea, que patana? Dejásteme ir. Charlar, pensaiste, en la trocha nada se podrá hablar con ella de listezas, mas igual sirve pa algo. Está sana, recia moza es, tira de arco, no se le quema el culo en la silla, y si las cosas se ponen poco bonitas, no se esmayará al punto, habremos provecho de ella. Y arresultó que ni provecho ni na, sólo entorpece. Un grillo en los pies. ¡La lió la tonta moza en la forma en que verdaderamente la lían las mochachas!

—¿Por qué viniste conmigo? —preguntó él bajito—. ¿Por qué no te que­daste en Brokilón? Si sabías que...

—Lo sabía —le cortó rápida—. Pos entre las dríadas estaba y ellas al punto entienden lo que a las mozas les es, na se puede esconder. Antes que yo se dieron cuenta... Mas no asperaba que tan aprisa me diera la debilidad. Pensaba que ocasión habría, bebería hongos u otra decocción y ni te anteras, ni lo notas...

—Eso no es tan fácil.

—Lo sé. El vampiro ya lo contó. Demás remoloneé, medité, dudé. Ahora ya no irá tan fácil...

—No me refería a eso.

—¡Cuernos! —dijo ella al cabo—. ¡Y pensar que al Jaskier lo tenía en reserva! Pos me fijé en que anque pone gestos, andaba blando, flojo, no parecía haber costumbre de esfuerzarse, miraba, sólo cuando no aguante más y haya que dejarlo. Pensaba, si va mal, me ando de vuelta con Jaskier... Y aquí tienes: Jaskier da el tipo y yo...

Se le quebró la voz de pronto. Geralt la abrazó. Y al momento supo que éste era el gesto que ella había estado esperando, que tanto necesitaba. La aspereza y la dureza de la arquera brokilona desaparecieron al momento, quedó sólo la blandura temblorosa y delicada de una muchacha asustada. Pero ella fue la que interrumpió el alargado silencio.

—Antonces me dijiste... allá, en Brokilón. Que necesarios serán... bra­zos. Que de noche habría de gritar, en lo oscuro... Aquí estás, siento tus brazos alredor de mí... Y to el tiempo quiero gritar... Ay, madre... ¿Por qué temblequeas?

—Nada. Recuerdos.

—¿Qué será de mí?

Él no contestó. La pregunta no iba dirigida a él.

—Padre me anseñó una vez... En mi tierra, cabe el río, habita una avis­pa prieta que caga sus güevos en una oruga viva. De los güevos se crían avispillos y se comen viva a la avispa... Desde adentro... Ahora algo así se cría endentro de mí. En mí, dentro, en la mi propia barriga. Crece, to el tiempo crece y me se come viva...

—Milva...

—María. Soy María, no Milva. ¡Vaya una milana que estoy hecha! Una clueca con su huevo es lo que soy y no milana... ¡Milva con las dríadas valerosa metíase en los campos de batalla, arrancaba las saetas de los muertos ensangrentaos, pos buenas flechas no hay que dejar que se pier­dan, pena de buenas puntas! ¡Y si alguno respiraba entoavía, meneaba los pechos, pos con el cuchillo arrebanarle el gaznate! A tal suerte conducía a aquella gente Milva, atrevida... Su sangre clama ahora. Aquella sangre que como los güevos de la avispa se come ahora a María en por dentro.

Él callaba. Sobre todo porque no sabía qué decir. La muchacha se apo­yaba con fuerza sobre su hombro.

—Llevé un comando a Brokilón —dijo en voz bajita—. En los Desmon­tes era, en junio, el domingo antes de la Verbena. Nos dieron caza, hubo lucha, nos escapamos en siete bestias: cinco elfos, una elfa y yo. Hasta el Cintillas no más de media milla, mas caballos por alante, caballos por atrás, alredor sólo mariposas nocturnas, lagunas, pantanos... A la noche nos escondimos en unos mimbrales, a las bestias había que dejar reposo y a uno mismo también. Entonces la elfa se quitó los ropijos sin decir ni mu y se tendió... y el primer elfo sacercó a ella... Yo me quedé quieta para, no sabía qué hacer... ¿Irme, hacer como que nada veía? La sangre en las sienes me se quemaba y ella va y dice: «¿Quién sabe lo que vendrá maña­na? ¿Quién cruzará el Cintillas y a quién lo cubrirá la tierra? En'ca minne». Así habló: un amor pequeñito. No más que así, dijo, se puede a la muerte vencer. Y al miedo. Ellos tenían miedo, ella tenía miedo, yo tenía miedo... Y del mismo modo desnúdeme y me tendí no lejos, la gualdrapa bajo las costillas me coloqué... Al punto en que el primero me aferró, los dientes todos apreté, pos preparada no estaba, sino espantada y seca... Mas él era listo, elfo al fin y al cabo, de aspecto sólo mozuelo... Listo... sensible... olía a musgo, a yerba y rosas... Al segundo le eché los brazos yo mesma... con gusto... ¿Un amor pequeñito? El diablo sabe cuánto de aquesto era amor y cuánto miedo, mas segura estoy que miedo había más... Pos el amor era fingido, maguer bueno, porque fingido era como en la feria, en los teatrillos, ande, si los actores han talento, al punto olvidas que es fingimiento y que es verdad. Y miedo había. Y era verdadero.

Él guardaba silencio.

—Mas no nos fue dado vencer a la muerte. Al alba mataron a dos, aún antes de allegarnos al pie del Cintillas. De los tres que vivieron, a ninguno más lo tuve ante los ojos. Mi madrecilla decir solía que toda moza sabe siempre de quién es el fruto que lleva en el vientre... Mas yo no lo sé. Ni aun del nombre de los elfos aquéllos me enteré, así que, ¿cómo saberlo? Dime, ¿cómo?

Él guardaba silencio. Dejó que sus brazos hablaran por él.

—Y al cabo, ¿pa qué he de saberlo? El vampiro ha ya preparado el remedio... Habréis de adejarme en alguna aldea... No, no digas na, calla. Yo sé cómo eres. Tú, ni aun la viciosa de tu yegua eres capaz de soltar, no la adejas ni la cambias por otra maguer todo el tiempo amenazas y amena­zas. No eres de los que abandonan. Mas ahora habrás de serlo. Luego del remedio, subirme no podré a la silla. Mas sabes que no más sane, sus iré detrás siguiendo. Porque quisiera que a la tu Ciri encontraras, brujo. Que con mi ayuda la encontraras y la recuperaras.

—Por eso te fuiste conmigo —dijo él, alzando la frente—. Por eso.

Ella bajó la cabeza.

—Precisamente por eso viniste conmigo —repitió—. Te pusiste en cami­no para ayudar a salvar a un niño ajeno. Querías pagar. Pagar la deuda que entonces, al partir, pensabas contraer... Un niño ajeno a cambio del propio. Y yo que prometí ayudarte en lo que necesitaras. Milva, yo no soy capaz de ayudarte. Créeme, no soy capaz.

Esta vez ella fue la que guardó silencio. Él no pudo. Sintió que no debía callar.

—Entonces, en Brokilón, yo contraje una deuda contigo y te prometí que te la pagaría. No fui razonable. Fui un tonto. Me ofreciste ayuda en el momento en que necesitaba urgentemente ayuda. No hay forma de pagar tal deuda. No se puede pagar por algo que no tiene precio. Algunos afirman que todas, absolutamente todas las cosas del mundo, tienen su precio. No es verdad. Hay cosas que no tienen precio, que no se pueden pagar. La forma más fácil de reconocer esas cosas es porque una vez perdidas, se pierden para siempre. Yo he perdido muchas de esas cosas. Por eso hoy no soy capaz de ayudarte.

—Precisamente acabas de hacerlo —respondió, muy serena—. Ni si­quiera sabes cómo me has ayudado. Ahora vete, por favor. Déjame sola. Vete, brujo. Vete, antes de que destroces mi mundo del todo.

Cuando partieron al alba, Milva iba por delante, tranquila y sonriente. Y cuando Jaskier, que iba detrás de ella, comenzó a rasgar las cuerdas del laúd, silbó al compás de la melodía.

Geralt y Regis cerraban la marcha: En un determinado momento el vampiro miró al brujo, sonrió, agitó la cabeza con reconocimiento y admi­ración. Sin una palabra. Luego sacó de su bolsa de médico una pequeña botella de cristal oscuro, se la mostró a Geralt. Sonrió de nuevo y la lanzó entre los matorrales.

El brujo guardaba silencio.

Cuando se detuvieron para abrevar los caballos, Geralt se llevó a Regis a un lado.

—Cambio de planes —comunicó con sequedad—. No vamos por el Ysgith.

El vampiro calló un instante, clavando en él sus ojos negros.

—Si no supiera que como brujo —dijo por fin— sólo tienes miedo de amenazas reales, pensaría que te has asustado con las charlas absurdas y anormales.

—Pero sabes. Así que piensa con lógica.

—Ciertamente. Sin embargo, quisiera que prestaras atención a dos co­sas. La primera es que el estado en que se encuentra Milva no es una enfermedad ni una deficiencia. Por supuesto, la muchacha tiene que cui­dar de sí misma, pero está completamente sana y en perfecta forma. Yo diría que incluso en mejor forma de lo normal. Las hormonas...

—Deja ese tono de mentor tan cargado de altivez —le interrumpió Geralt—, porque comienza a ponerme nervioso.

—Ésta era la primera —recordó Regis— de las dos cosas que tenía in­tención de comentar. La segunda es que si Milva se diera cuenta de tu sobreprotección, cuando se dé cuenta de que la tratas con tantos mira­mientos y te manejas con ella como con un huevo, simplemente se enfada­rá. Y luego le acometerá el estrés, algo que está absolutamente contraindi­cado. Geralt, yo no quiero ser mentor, yo quiero ser racional.

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