Barrayar (21 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

BOOK: Barrayar
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Aral regresó más tarde, cuando el conde Piotr se hubo marchado definitivamente.

—¿Papá te estuvo molestando? —le preguntó con el rostro muy serio. Cordelia le tendió una mano y él se sentó en la cama. Su cabeza abandonó la almohada para posarse sobre sus piernas, apoyando la mejilla sobre sus músculos firmes y él le acarició el cabello.

—No más que de costumbre —suspiró ella.

—Temí que te estuviese perturbando.

—No. No se trata de que no me encuentre perturbada. Es sólo que me siento demasiado cansada para correr de un extremo al otro del pasillo gritando. —Ah. Entonces, sí te trastornó.

—Sí. —Cordelia vaciló—. En cierto sentido, tiene razón. He pasado demasiado tiempo aterrorizada, esperando que cayese el golpe de alguna parte, de cualquier parte. Y, de repente, sucedió anoche, y ha pasado lo peor… excepto que no ha terminado. Si el golpe hubiese sido más completo, podría detenerme, renunciar ahora. Pero esto continuará. —Se frotó la mejilla contra la tela—. ¿Illyan averiguó algo más? Me pareció haber oído su voz hace un rato.

La mano de Vorkosigan continuó acariciándole el cabello rítmicamente.

—El interrogatorio preliminar con pentotal a Evon Vorhalas ha terminado. Ahora está investigando la vieja armería de donde Evon robó la soltoxina. Al parecer, no puede haberla conseguido tan unilateralmente como asegura. Un mayor que se encuentra a cargo del lugar ha desaparecido. Ausente sin permiso. Illyan todavía no sabe si el hombre ha sido eliminado para despejar el camino de Evon o si en realidad lo ayudó, y se esconde en alguna parte.

—Si fue una negligencia, es posible que tenga miedo.

—Más le vale tener miedo. Si tuvo alguna participación consciente en esto… —Su mano se cerró sobre los cabellos de Cordelia—. Lo siento —murmuró de inmediato, y continuó acariciándola. Cordelia, quien se sentía como un animal herido, se acurrucó aún más sobre sus piernas y posó una mano sobre su rodilla.

—Respecto a papá… si vuelve a molestarte, envíamelo a mí. No tienes por qué discutir el asunto con él. Le dije que la decisión era tuya.

—¿Mía? —La mano de Cordelia descansaba, inmóvil—. ¿No es nuestra?

Él vaciló.

—Cualquier cosa que desees, yo la apoyaré.

—¿Pero qué deseas tú? ¿Me estás ocultando algo?

—Yo no puedo evitar comprender sus temores. Pero… hay una cosa que todavía no he comentado con él, ni pienso hacerlo. Es posible que el próximo niño no llegue tan fácilmente como el primero.


¿Fácilmente? ¿Llamas a esto «fácil»?

Vorkosigan continuó.

—Uno de los efectos menos conocidos de la soltoxina es la formación de tejido cicatrizal en los testículos, a un nivel microscópico. Puede reducir considerablemente la fertilidad. Al menos, eso me ha advertido mi médico.

—Tonterías —dijo Cordelia—. Sólo se necesitan dos células somáticas y una réplica uterina. Si después de la próxima bomba sólo pueden despegar de las paredes tu meñique y mi dedo gordo, todavía podrían seguir reproduciendo pequeños Vorkosigan para el siglo que viene.

—Pero no de forma natural y sin salir de Barrayar.

—O sin cambiar Barrayar.
Maldita sea
. —La mano de Vorkosigan se detuvo ante la dureza de su voz—. Si hubiera
insistido
en usar la réplica desde el principio, el bebé nunca hubiese corrido ningún riesgo. Yo sabía que era más seguro, sabía que estaba allí… —Su voz se quebró.

—Shhh. Si yo no hubiese… aceptado este trabajo. Si te hubiera dejado en Vorkosigan Surleau. Si hubiese perdonado a ese idiota de Cari, por amor de Dios. Si tan sólo hubiésemos dormido en habitaciones separadas…

—¡No! —La mano de Cordelia se tensó sobre su rodilla—. Me niego a vivir en un refugio antibombas durante los próximos quince años. Aral, este sitio tiene que cambiar. Esto es insoportable. —
Si nunca hubiese venido aquí
.

El quirófano parecía limpio y brillante, aunque no estaba tan bien equipado según los estándares galácticos. Tendida sobre la plataforma flotante, Cordelia volvió la cabeza para observar todos los detalles posibles. Luces, monitores y una mesa de operaciones con una cisterna de desagüe ubicada debajo. Un técnico revisaba un depósito donde bullía un líquido claro y amarillo. Éste no era un punto sin retorno, se dijo con firmeza. Sólo era el siguiente paso lógico.

Con sus batas esterilizadas, el capitán Vaagen y el doctor Henri aguardaban cerca de la mesa de operaciones. Junto a ellos se encontraba la réplica uterina portátil, una caja de plástico y metal de cincuenta centímetros de altura, tachonada con paneles de control y orificios de acceso. En sus costados brillaban unas luces verdes y amarillas. Limpio, esterilizado, con sus tanques de oxígeno y nutrientes cargados y listos. Cordelia lo observó con un profundo alivio. El primitivo sistema barrayarés de gestación sólo simbolizaba el fracaso completo de la razón ante el sentimiento. Ella se había esforzado mucho por complacer, por encajar, por convertirse en una barrayaresa. Y su hijo había pagado el precio. Nunca más.

El doctor Ritter, el cirujano, era un hombre alto de cabellos oscuros, con piel aceitunada y manos largas. A Cordelia le habían gustado sus manos desde el primer momento. Eran firmes. Ritter y un enfermero la colocaron sobre la mesa de operaciones y retiraron la camilla flotante. El doctor Ritter esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Lo está haciendo muy bien.

Claro que sí, ni siquiera hemos comenzado
, pensó Cordelia con irritación. El doctor Ritter parecía palpablemente nervioso, aunque de alguna manera la tensión se detenía en sus codos. El cirujano era un amigo de Vaagen a quien éste había logrado convencer después de que los dos pasaran un día repasando una lista de hombres con más experiencia, quienes se habían negado a aceptar el caso.

Vaagen se lo había explicado a Cordelia.

—¿Cómo llamaría a cuatro matones con porras en un callejón oscuro?

—¿Qué?

—Un juicio por incompetencia de un lord Vor. —El hombre se echó a reír. Vaagen tenía un sentido del humor completamente ácido. Cordelia lo hubiese abrazado por ello. Había sido la única persona que se permitiera hacer una broma en su presencia en los últimos tres días, posiblemente la persona más honesta y racional que había conocido desde que abandonara Colonia Beta. Se alegraba de que estuviese allí.

La hicieron girar sobre un costado y le tocaron su espina dorsal con el aturdidor médico. Un hormigueo, y de pronto sus pies fríos se calentaron. De inmediato las piernas le quedaron inertes, como sacos de manteca.

—¿Puede sentir esto? —preguntó el doctor Ritter.

—¿Sentir qué?

—Bien. —Él hizo una seña al técnico y entre los dos la tendieron de espaldas. El técnico descubrió su vientre y encendió el campo esterilizador. El cirujano la palpó, observando los monitores de holovídeo para ubicar la posición exacta de la criatura dentro de ella.

—¿Está segura de que no prefiere pasar por esto dormida? —le pregunto el doctor Ritter por última vez.

—No. Quiero mirar. Éste es el nacimiento de mi primer hijo.
Tal vez de mi único hijo
. Él esbozó una sonrisa.

—Una niña valiente.

Niña… y una mierda, soy mayor que tú
. Cordelia percibía que, en realidad, el cirujano hubiese preferido no ser observado.

El doctor Ritter se detuvo y echó un último vistazo a su alrededor, como si controlara mentalmente que no le faltase ningún instrumento ni ningún asistente. Y reuniendo valor, supuso Cordelia.

—Vamos, doctor, terminemos con esto —urgió Vaagen con impaciencia. En su tono había una peculiar mezcla de sarcasmo y calidez—. Mis exámenes indican que los huesos ya han comenzado a desintegrarse. Si esto sigue avanzando, no me quedará matriz sobre la cual trabajar. Abre ahora y muérdete las uñas después.

—Muérdete tú las uñas, Vaagen —replicó el cirujano afablemente—. Si vuelves a darme prisa, haré que el técnico te ponga el espéculo en la garganta.

Eran viejos amigos, estimó Cordelia. Pero el cirujano alzó las manos, inspiró y cogió el escalpelo vibratorio, abriendo su vientre en un tajo perfectamente controlado. El técnico siguió su movimiento con el tractor quirúrgico de mano, cerrando vasos sanguíneos; apenas si escapó un hilo de sangre. Cordelia sintió una presión, pero ningún dolor. Otros tajos le abrieron el útero. Una transferencia placentaria era mucho más arriesgada que una simple operación de cesárea. Por medios químicos y hormonales, había que desprender la frágil placenta del útero, sin dañar demasiadas de sus diminutas vellosidades, para, luego, hacerla flotar en una solución nutriente altamente oxigenada. Entonces se colocaba la esponja de la réplica entre la placenta y la pared uterina, induciendo a las vellosidades a entretejerse al menos parcialmente en su nueva matriz, y, finalmente, había que trasladarlo todo al aparato. Cuanto más avanzado el embarazo, más difícil era la transferencia.

En los monitores se controlaba el cordón umbilical que unía a la placenta con el feto, inyectando oxígeno a medida que se necesitaba. En Colonia Beta había un pequeño aparato que cumplía esa función; allí el oxígeno era suministrado por un técnico de expresión ansiosa.

El técnico comenzó a inyectar la solución amarillo brillante en su útero. Unas gotas teñidas de rosa se derramaron por sus costados y cayeron en la cisterna de desagüe. No cabía duda, la transferencia placentaria era una operación bastante engorrosa.

—Esponja —pidió el cirujano con suavidad.

Vaagen y Henri colocaron la réplica a un lado de Cordelia, y deslizaron la esponja de la matriz hacia la mesa de operaciones. El cirujano trabajaba sin pausa con un pequeño tractor de mano. Por más que bajaba la vista sobre su vientre abultado (apenas abultado), Cordelia no alcanzaba a verle las manos. Se estremeció. Ritter estaba sudando.

—Doctor… —Un técnico señaló algo en un monitor de vídeo.

—Mm —dijo Ritter alzando la vista, para luego continuar con su tarea. Los técnicos murmuraban, Vaagen y Henri murmuraban… palabras tranquilizadoras, profesionales. Ella tenía mucho frío…

De repente, el fluido que se derramaba sobre la represa blanca de su piel pasó del rosa al rojo brillante y empezó a manar mucho más rápido que el flujo de entrada.

—Cerrad eso —dijo el cirujano con los dientes apretados.

Cordelia sólo tuvo una visión fugaz, debajo de una membrana, de unos diminutos brazos y piernas, de una cabeza húmeda y oscura moviéndose sobre las manos enguantadas del cirujano. Su tamaño no era mayor que el de un gatito medio ahogado.

—¡Vaagen! ¡Llévate esto
ahora
si lo quieres! —exclamó Ritter.

Vaagen introdujo las manos enguantadas en su vientre, mientras unos remolinos oscuros nublaban la visión de Cordelia. De pronto sintió un fuerte dolor en la cabeza y todo pareció estallar en destellos brillantes. La oscuridad la invadió por completo. Lo último que oyó fue la voz desesperada del cirujano:

—¡Oh,
mierda
…!

Sus sueños estaban nublados de dolor. Lo peor era la sensación de asfixia. Sentía que se ahogaba, se ahogaba, y lloraba por la falta de aire. Tenía la garganta llena de obstrucciones, y ella trataba de arrancárselas hasta que le ataban las manos. Entonces comenzó a soñar con las torturas de Vorrutyer, multiplicadas en infinidad de complicaciones que continuaban durante horas. Un Bothari demente se hincaba sobre su pecho, y el aire ya no podía entrar.

Cuando finalmente despertó con la cabeza despejada, fue como surgir de alguna infernal prisión subterránea a la luz de Dios.

Su alivio fue tan profundo que volvió a llorar, un gemido apagado y unas lágrimas en sus ojos. Podía respirar, aunque le resultaba doloroso; el dolor de su cuerpo le impedía moverse, pero podía respirar. Eso era suficiente.

—Sh. Sh. —Un dedo cálido le tocó los párpados, enjugando las lágrimas—. Está bien.

—¿Ssí? —Cordelia parpadeó. Era de noche, y la cálida luz artificial proyectaba sombras en la habitación. El rostro de Aral se encontraba sobre ella—. ¿Ees… de noche? ¿Qué passó?

—Sh. Has estado enferma, muy enferma. Tuviste una fuerte hemorragia durante la transferencia placentaria. Tu corazón se detuvo dos veces. —Se humedeció los labios y continuó—. El trauma, junto con el veneno, te produjeron una neumonía. Ayer pasaste muy mal día, pero lo peor ha terminado. Te han quitado el respirador.

—¿Cuánto… tiempo?

—Tres días.

—Ah. El bebé, Aral. ¿Funcionó? ¡Cuéntame!

—Todo salió bien. Vaagen informa que la transferencia fue un éxito. Perdieron más o menos un treinta por ciento de las funciones placentarias, pero Henri lo compensó con una solución fluida enriquecida y oxigenada, y todo parece funcionar bien, o al menos tan bien como cabía esperar. El feto sigue con vida. Vaagen ha iniciado su primer tratamiento experimental con calcio, y nos ha prometido presentar un primer informe muy pronto. —Le acarició la frente—. Vaagen tiene acceso prioritario a cualquier equipo, suministro o personal técnico que necesite, incluyendo consultores externos. Además de Henri, cuenta con el consejo de un pediatra civil. El mismo Vaagen es el hombre que más sabe de venenos militares, no sólo en Barrayar sino también en toda la galaxia. Por ahora no podemos hacer más. Así que descansa, mi amor.

—El niño… ¿dónde…?

—Ah, puedes ver dónde si lo deseas. —La ayudó a levantar la cabeza y señaló la ventana—. ¿Ves ese segundo edificio, con las luces rojas en el techo? Es el ala de investigaciones bioquímicas. El laboratorio de Vaagen y Henri se encuentra en el tercer piso.

—Oh, ahora lo reconozco. Lo vi desde el otro lado, el día que nos llevamos a Elena.

—Sí. —El rostro de Vorkosigan se suavizó—. Me alegro de tenerte otra vez aquí, querida capitana. Al verte tan enferma… no me había sentido tan inútil e impotente desde los once años.

Ése era el año en que el pelotón de Yuri el Loco había asesinado a su madre y su hermano.

—Sh —dijo ella a su vez—. No, no… todo está bien ahora.

A la mañana siguiente le quitaron todos los tubos que perforaban su cuerpo, exceptuando el del oxígeno. Luego siguieron unos días de tranquila rutina. Su recuperación se veía menos interrumpida que la de Aral. Verdaderas tropas de hombres, encabezadas por el ministro Vortala, acudían a verlo a todas horas. Aral se había hecho instalar una consola de seguridad en la habitación, a pesar de las protestas médicas. Koudelka se reunía con él ocho horas diarias, en la improvisada oficina.

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