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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

Barrayar (20 page)

BOOK: Barrayar
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—Vendremos a verla ahora mismo, señora —le prometió el jefe del equipo.

Regresaron después de un rato para hacerla gargarizar un desagradable líquido rosado y respirar en una máquina, y luego volvieron a marcharse. Una enfermera le llevó el desayuno, pero Cordelia no lo tocó.

Entonces un comité de médicos entró en su habitación con rostros sombríos. El que había acudido en medio de la noche ahora estaba acicalado y vestido con ropas de civil. El médico personal de Cordelia se encontraba acompañado por un hombre más joven, vestido con un uniforme verde del Servicio que lucía insignias de capitán en el cuello. Ella miró los tres rostros y pensó en el Cancerbero.

Su médico le presentó al desconocido. —Es el capitán Vaagen, del instituto de investigaciones perteneciente al Hospital Militar Imperial. Es nuestro residente experto en venenos militares.

—¿En inventarlos o en recoger sus despojos, capitán? —preguntó Cordelia.

—Ambas cosas, señora. —Él se encontraba en una postura de descanso algo agresiva.

Su médico no tenía una expresión muy animada, aunque sus labios sonreían.

—El regente me ha pedido que le informe del programa de tratamiento indicado. Me temo… —carraspeó— que lo mejor será efectuar el aborto de inmediato. Su embarazo ya se encuentra bastante avanzado, y, para lograr su recuperación, conviene aliviarla de la tensión psicológica lo antes posible.

—¿Es lo único que se puede hacer? —preguntó ella con desesperación, aunque conocía de antemano la respuesta por la expresión de sus rostros.

—Me temo que sí —respondió su médico con tristeza. El hombre de la Residencia Imperial asintió con un gesto para confirmar sus palabras.

—He estado revisando algunos libros —dijo el capitán de improviso, mientras miraba por la ventana—, y se hicieron algunos experimentos con calcio. Claro que los resultados obtenidos no fueron particularmente alentadores…

—Pensé que habíamos acordado no hablar del asunto —intervino el hombre de la Residencia.

—Vaagen, eso es una crueldad —protestó el médico de Cordelia—. Está alimentando falsas esperanzas. No puede convertir a la esposa del regente en uno de sus animales de laboratorio. Tiene el permiso del regente para realizar la autopsia, confórmese con eso.

En un segundo, mientras observaba el rostro del hombre con ideas, el mundo de Cordelia volvió a enderezarse. Ella conocía a los de su tipo: orgullosos y engreídos, pero algunas veces alcanzaban sus objetivos. Pasaban de una monomanía a otra como una abeja polinizando flores, y recogían pocos frutos pero dejaban atrás sus semillas. Personalmente, a los ojos de ese hombre, ella no era más que material virgen para iniciar una monografía. Los riesgos que ella corría no le importaban; ella no era una persona, sino una enfermedad. Cordelia le sonrió lentamente, reconociéndolo como un aliado en campo enemigo.

—¿Cómo está usted, doctor Vaagen? ¿Qué le parecería escribir el artículo médico de su vida?

El hombre de la Residencia Imperial emitió una risa.

—Ella ha comprendido sus intenciones, Vaagen.

Él le devolvió la sonrisa, sorprendido. —Entenderá que no puedo garantizar resultados…

—¡Resultados! —lo interrumpió el médico de Cordelia—. Dios mío, será mejor que le comunique cuál es su idea de un resultado. O enséñele fotografías… no, no haga eso. Señora —se volvió hacia ella—, los tratamientos de los que habla se intentaron por última vez hace veinte años. Causaron un daño irreparable a las madres. Y los resultados… lo mejor que se puede esperar es un tullido. Tal vez algo peor. Indescriptiblemente peor.

—Una medusa sería una descripción bastante aceptable —dijo Vaagen.

—¡Usted es inhumano, Vaagen! —replicó el médico de Cordelia, quien la observó unos momentos para verificar su estado de angustia.

—¿Una medusa viable, doctor Vaagen? —preguntó Cordelia, muy interesada.

—Mm. Tal vez —respondió él, inhibido por las miradas furibundas de sus colegas—. Pero existe la dificultad de lo que ocurre con las madres cuando el tratamiento se aplica
in vivo
.

—¿Y qué? ¿Entonces no puede hacerlo
in vitro
? —Cordelia formuló la pregunta obvia.

Vaagen dirigió una mirada triunfante a su médico.

—Desde luego, abriría muchas posibilidades de experimentación, si pudiera arreglarse —murmuró al techo.


¿In vitro?
—dijo el hombre de la Residencia Imperial, confundido—. ¿Cómo?

—¿Por qué pregunta eso? —dijo Cordelia—. Ustedes tienen diecisiete réplicas uterinas fabricadas en Escobar. Fueron traídas después de la guerra y se encuentran aquí, guardadas en algún armario.

—Se volvió hacia el doctor Vaagen con entusiasmo—. ¿Por casualidad no conocerá al doctor Henri?

Vaagen asintió con la cabeza.

—Hemos trabajado juntos.

—¡Entonces, lo sabe todo al respecto!

—Bueno, no todo exactamente. Pero eh… en realidad, él me ha informado de que se encuentran disponibles. Aunque usted debe comprender que yo no soy un obstetra.

—Ya lo creo que no —bufó el médico de Cordelia—. Señora, este hombre ni siquiera es médico. Es sólo un bioquímico.

—Pero usted es un obstetra —objetó ella—. Entonces tenemos el equipo completo. El doctor Henri y el capitán Vaagen se ocuparán de Piotr Miles, y usted realizará la transferencia.

El médico apretaba los labios y sus ojos tenían una expresión muy extraña. Cordelia necesitó unos momentos para identificarla como miedo.

—Yo no podré hacer la transferencia, señora —le respondió—. No sé cómo hacerla. Nadie en Barrayar ha realizado una operación semejante.

—Entonces, ¿no lo aconseja?

—Definitivamente no. La posibilidad de causar un daño permanente… después de todo, dentro de unos meses podrá volver a intentarlo, siempre y cuando la zona testicular de su esposo no se haya visto afectada. Podrá volver a comenzar. Yo soy su médico, y ésa es mi opinión.

—Sí, siempre y cuando antes de eso alguien no logre derribar a Aral. Debo recordar que esto es Barrayar, donde las personas están tan enamoradas de la muerte que entierran a hombres que todavía alientan. ¿Usted está
dispuesto
a intentar la operación?

Él se irguió con dignidad.

—No, señora. Y es definitivo.

—Muy bien. —Señaló a su médico con el dedo—. Queda despedido.

—Entonces —se volvió hacia Vaagen—, usted estará a cargo de este caso. Confío en usted para que me encuentre un cirujano… o un estudiante de medicina, o un veterinario, o
alguien
que esté dispuesto a intentarlo. Y entonces podrá experimentar cuanto desee.

Vaagen pareció ligeramente triunfante; su ex médico parecía furioso.

—Será mejor que averigüemos la opinión del regente antes de seguir alentando a su esposa en este falso optimismo.

Vaagen pareció un poco menos triunfante.

—¿Piensa hablar con él ahora mismo? —preguntó Cordelia.

—Lo siento, señora —dijo el hombre de la Residencia Imperial—. Pero creo que lo mejor será acabar con esto lo antes posible. Usted no conoce la reputación del capitán Vaagen. Lamento ser tan brusco, Vaagen, pero a usted le gusta construir imperios, y esta vez ha llegado demasiado lejos.

—¿Su ambición es contar con una ala propia para efectuar investigaciones, Vaagen? —le preguntó Cordelia.

Él se alzó de hombros, más avergonzado que ofendido, por lo que ella comprendió que, al menos en parte, las palabras del hombre de la Residencia debían de ser verdad. Cordelia clavó la vista en Vaagen y trató de pensar en el mejor modo de avivar su ingenio.

—Tendrá todo un instituto si logra llevar esto a cabo. A él —agrego señalando el pasillo con un movimiento de cabeza— dígale que yo se lo prometí.

Los tres hombres se retiraron. Cordelia permaneció tendida en la cama y silbó una pequeña melodía silenciosa, mientras sus manos continuaban el pequeño masaje abdominal. La gravedad había dejado de existir.

9

Hacia el mediodía, Cordelia consiguió por fin conciliar el sueño y, al despertar, se sintió desorientada. La luz de la tarde entraba por las ventanas de la habitación. La llovizna gris había desaparecido. Cordelia se tocó el vientre con pesar, y cuando se giró en la cama descubrió que el conde Piotr estaba sentado a su lado.

Él vestía sus ropas de campo: el viejo pantalón del uniforme, una camisa sencilla y la chaqueta que sólo usaba en Vorkosigan Surleau, Debía de haber venido directamente al hospital. Sus labios finos le sonrieron con ansiedad. Sus ojos se veían cansados y preocupados.

—Querida niña. No tienes que despertarte por mí.

—Está bien. —Cordelia veía un poco turbio, y se sentía más vieja que el conde—. ¿Hay algo para beber?

Él le sirvió agua fría de la mesa de noche, y la observó beber.

—¿Más?

—Es suficiente. ¿Ya ha visto a Aral?

Piotr le palmeó la mano.

—Ya he hablado con él. Ahora está descansando. Lo siento mucho, Cordelia.

—Tal vez no sea tan terrible como temimos en un principio. Todavía nos queda una posibilidad. Una esperanza. ¿Aral ya le habló de las réplicas uterinas?

—Me dijo algo. Pero seguramente el daño ya estará hecho. Un daño irreparable.

—Un daño, sí. Hasta qué punto es irreparable, nadie lo sabe. Ni siquiera el capitán Vaagen.

—Sí, conocí al capitán Vaagen hace unos momentos. —Piotr frunció el ceño—. Un sujeto bastante ambicioso. El prototipo del Nuevo Hombre.

—Barrayar necesita hombres nuevos, y también mujeres. Su generación tecnológicamente entrenada.

—Oh, sí. Luchamos mucho para educarlos. Son absolutamente necesarios, y algunos de ellos lo saben. —Un dejo de ironía suavizó su boca—. Pero esta operación que propones, esta transferencia placentaria… no parece demasiado segura.

—En Colonia Beta, sería de rutina. —Cordelia se encogió de hombros.
Aunque, por supuesto, no estamos en Colonia Beta
.

—Pero algo más directo, más conocido… estarías lista para volver a empezar mucho antes. A la larga, es posible que pierdas menos tiempo.

—Tiempo… no es eso lo que me preocupa perder.

—Un concepto absurdo, ahora que lo pensaba. Perdía 26,7 horas con cada día barrayarés—. De todos modos, nunca volveré a pasar por eso. Yo aprendo rápido, señor.

Un destello de alarma cruzó por el rostro del conde.

—Cambiarás de idea cuando te recuperes. Lo que importa ahora… He hablado con el capitán Vaagen. No parece albergar ninguna duda de que los daños han sido severos.

—Pues, sí. Lo que no sabe es si es capaz de contrarrestarlos.

—Querida niña. —Su sonrisa preocupada se tornó más tensa—. Por eso mismo. Si el feto fuese una niña, incluso un segundo hijo, podríamos permitir tus comprensibles, incluso loables, sentimientos maternales. Pero si esta cosa vive, llegará a ser el
conde Vorkosigan
algún día. Nosotros no podemos permitir que exista un
conde Vorkosigan
deforme. —Se reclinó en su silla, como si acabara de decir algo muy convincente.

Cordelia frunció el ceño.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—La Casa Vorkosigan. Somos una de las familias más antiguas de Barrayar. Tal vez nunca hayamos sido la más rica ni la más poderosa, pero lo que nos ha faltado en dinero lo hemos tenido en honor. Nueve generaciones de guerreros Vor. Sería un final horrible para nueve generaciones, ¿no lo comprendes?

—En este momento, la familia Vorkosigan consiste en dos individuos: usted y Aral —observó Cordelia, divertida y molesta a la vez—. Y los condes Vorkosigan han tenido finales horribles a lo largo de toda su historia. Han muerto por una bomba, un disparo, de hambre, ahogados, quemados, decapitados, enfermos o dementes. Lo único que nunca han hecho es morir en la cama. Pensé que estaba acostumbrado a los horrores.

El le dirigió una sonrisa afligida.

—Pero nunca hemos sido
mutantes
.

—Creo que debe volver a hablar con Vaagen. Si yo le entendí correctamente, el daño fetal que describió fue teratógeno, no genético.

—Pero la gente creerá que es un mutante.

—¿Qué diablos le importa lo que piense la masa ignorante?

—Los otros Vor, querida.

—La masa de los Vor es igualmente ignorante. Se lo aseguro.

El conde retorció las manos. Abrió la boca, volvió a cerrarla, frunció el ceño y finalmente dijo con más dureza:

—Un conde Vorkosigan tampoco ha sido jamás un experimento de laboratorio.

—Entonces ya ve: servirá a Barrayar incluso antes de nacer. No es un mal comienzo para una vida honorable. —Tal vez se lograra extraer algo bueno de todo aquello después de todo: nuevos conocimientos. Si la ayuda no servía para ellos mismos, quizá lograse aliviar el dolor de otros padres. Cuanto más lo pensaba, más acertada le parecía su decisión, en muchos aspectos.

Piotr echó atrás la cabeza.

—Por más dulces que parezcáis las betanesas, tenéis una pasmosa sangre fría.

—Una tendencia racional, señor. El racionalismo tiene sus méritos. Los barrayareses deberían intentarlo alguna vez. —Cordelia se mordió la lengua—. Pero muchas veces nos excedemos, creo. Todavía nos aguardan grandes p… —
peligros
—, dificultades. Una transferencia placentaria a estas alturas del embarazo es difícil incluso para la tecnología más desarrollada. Admito que hubiese preferido disponer del tiempo necesario para importar a algún cirujano más experimentado. Pero no es el caso.

—Sí, sí, todavía puede morir, tienes razón. No hay necesidad de… pero estoy preocupado por ti también, niña. ¿Vale la pena?

¿Que valía la pena para qué? ¿Cómo podía saberlo ella? Le ardían los pulmones. Lo miró con una sonrisa fatigada y sacudió la cabeza, sintiendo la presión en las sienes y en la nuca.

—Papá —dijo una voz ronca desde la puerta. Aral se encontraba apoyado allí, con su pijama verde y una máscara de oxígeno portátil sujeta a la nariz. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?—. Creo que Cordelia necesita descansar.

Sus ojos se encontraron por encima de Piotr.

Dios te bendiga, cariño
.

—Sí, por supuesto. —El conde Piotr se levantó con dificultad—. Lo siento. Tienes toda la razón. —Apretó la mano de Cordelia una vez más con sus dedos secos de anciano—. Duerme. Luego podrás pensar con más claridad.

—Padre.

—No deberías estar levantado, ¿verdad? —dijo Piotr mientras se retiraba—. Vuelve a la cama, muchacho… —Su voz se alejó por el pasillo.

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