Balas de plata (31 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: Balas de plata
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Su loba no lo aceptaría. No aceptaría la muerte con tanta facilidad.

Tenía que haber algo que pudiera hacer. Contempló el terreno quebrado del aparcamiento, el revoltijo de piedras y asfalto agrietado. El helicóptero se alejaba hacia el otro extremo de la ciudad. No tardó en desaparecer tras las paredes herrumbrosas y montículos de tierra negra, por un cielo purpúreo que estaba a punto de oscurecerse.

Su cabeza daba vueltas y más vueltas, empeñada en decidir lo que haría a continuación. Si Pickersgill daba aunque sólo fuera un paso hacia ella, le arrearía una patada. Tal vez consiguiera sujetarle el cuello con las piernas y partirle la columna vertebral. Podía escupirle en los ojos y, cuando tratara de limpiárselos, darle una patada en la mano para que soltase la pistola. A continuación podría asestarle un rodillazo en el mentón con fuerza suficiente para que quedara sin sentido.

No tenía ni idea de lo que haría luego, esposada al poste de la luz, pero merecía la pena intentarlo.

—¡Eh! —le dijo.

Pickersgill se volvió hacia ella.

—Tu hermano me dijo una cosa antes de morir.

—¿Ah, sí? —le preguntó él.

—Sí. Si te acercas, te lo diré al oído.

—Buen intento —contestó Bruce, sonriendo, y dio un paso atrás.

«Vale», pensó para sí. Había llegado el momento del plan B.

Trató de flexionar los brazos para tensar las esposas. Notó la dureza del metal. Chey era más fuerte que los seres humanos normales, pero no le pareció que pudiera romper la cadena. De hecho, estaba segura de que no podría. Pero, de todas maneras, tiró de ella. Los músculos de los brazos se tensaron y le dolieron, pero el acero aguantó. Chey gruñó, apretó los dientes y tiró con más fuerza todavía. Las esposas se le clavaron en las muñecas y le hirieron la piel como cuchillos romos. La frente se le perló de sudor.

La cadena aguantaba.

—A mí ya me parecía que no lo lograrías —le dijo Pickersgill. Se puso a rascarse y bajó el brazo con el que sujetaba la pistola—. Relájate, ¿quieres? Aún falta mucho para que salga la luna. No te vayas a dislocar los hombros.

Chey le miró fijamente a los ojos y tiró, hizo fuerza con todos los músculos de su cuerpo. Sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes, sintió que los huesos de los brazos se le doblaban y que estaban a punto de fracturarse. Tiró con más fuerza todavía. La cadena no cedió.

Pero el poste, en cambio, sí. Al tirar de las esposas, Chey ejercía presión sobre el poste hueco, el cual, al final, se dobló violentamente sobre las espaldas de la joven. Su extremo superior llegó hasta el suelo y el poco cristal que quedaba en sus dos reflectores se hizo añicos. El poste había dejado a Chey tumbada en tierra, de lado, con las muñecas llenas de abrasiones. La joven, sintiéndose como una idiota, miró a Pickersgill.

Pero éste no le devolvió la mirada. El poste le había golpeado entre el hombro y el cuello. Tal vez le hubiera partido la columna vertebral, aunque también podía ser que hubiera sufrido una mera conmoción. En cualquier caso, había quedado tendido sobre las rocas quebradas, con los ojos muy abiertos, pero sin ver nada.

Chey arreó una patada tras, otra al poste hasta que se partió del todo y cayó al suelo con gran estruendo. Luego se arrastró hasta que consiguió liberar del poste sus brazos todavía esposados. Forcejeó, arqueó el cuerpo y se contorsionó hasta que hubo logrado poner ambas manos delante del cuerpo. A continuación, se acercó a Pickersgill para palparle la garganta. No le encontró el pulso.

Oyó que alguien aplaudía a su espalda, a ritmo muy pausado. Se volvió, y no se sorprendió de encontrar a Powell a menos de diez metros de donde ella estaba.

Capítulo 53

Había anochecido oficialmente. Las estrellas habían salido, agolpándose en el cielo, y les brindaron luz suficiente para que pudieran verse el uno al otro, pero poco más. La luna aún no había salido, y por ello conservaban su forma humana.

Powell vestía un mono muy parecido al de la joven. Esta supuso que él también se habría visto obligado a buscar ropa tras llegar a Port Radium. Dzo ya no podía seguirle con su herrumbrosa camioneta.

Tenía una fea cicatriz en la frente y la mejilla. O lo habían herido desde su última transformación, o una bala de plata le había rozado el rostro. Sus gélidos ojos verdes transmitían serenidad. Chey no logró figurarse lo que estaría pensando. Ni los planes que pudiera tener.

Se preguntó si Powell le habría dado tantas vueltas como ella a aquel encuentro.

—Hola —dijo la joven, y se le acercó con toda la tranquilidad de la que fue capaz—. Powell... escúchame... hay algo que tengo que decirte, algo que...

—Ahórratelo —le respondió él.

Entonces saltó sobre ella con la cabeza gacha y los brazos abiertos. La agarró por la cintura y la tiró al suelo. Chey rodó por un trecho de duro asfalto y su cabeza chocó contra una piedra partida. Una luz se encendió detrás de sus ojos y le pareció que ya no podía respirar.

Powell estaba encima de ella y tenía en la mano un cascote de pared tan grande como la cabeza de la joven. Lo levantó con la clara intención de emplearlo para aplastarle la cara. Chey le golpeó con las rodillas y se lo sacó de encima. Se puso a cuatro patas, levantó la mirada y vio al hombre en la misma situación.

—Dame un segundo —le suplicó—. Déjame que...

—No quiero oír más mentiras —dijo Powell.

Ambos se incorporaron de un salto, con los brazos por delante. Se movieron en círculo como dos luchadores de sumo. Chey había aprendido a pelear sin armas en el campo de entrenamiento del ejército de Estados Unidos. Sabía defenderse. Pero Powell había tenido un siglo para aprender a luchar. Se arrojó sobre Chey y ella lo esquivó, aunque seguramente el hombre ya se lo esperaba. Se volvió a media carrera y la agarró por la cintura, le dio un tumbo y la arrojó contra el suelo. Chey respiraba con dificultad por culpa del dolor, pero se las apañó para defenderse a patadas y darle en el tobillo, y lo derribó también. Ambos rodaron por tierra, jadeantes. Al fin, Powell levantó la mirada y se encontró con los ojos de la joven.

¿Sería capaz de matarla? ¿Eso quería, en realidad?

—Por favor —le suplicó Chey—. Déjame que te lo explique.

Por un instante, no hicieron otra cosa que mirarse fijamente a los ojos. Entonces, Powell alargó la mano y agarró la cadena que aún sujetaba las muñecas de Chey. Tiró con fuerza y la arrastró sobre las piedras. La joven chilló, pero no logró apoyar los pies en el suelo, ni consiguió soltarse.

La arrastró hasta el gran pabellón de chapa acanalada. En el interior, la oscuridad era casi total. Powell la arrastró un poco más allá y luego la levantó del suelo. Le agarró el cuerpo con ambas manos y la arrojó por los aires, estrellándola contra el suelo de hormigón colado. El golpe fue tan fuerte que le saltaron gotas de saliva de los labios.

—Entonces, ¿vas a matarme? ¿Ni siquiera piensas escucharme antes? —gritó. Estaba tan oscuro que no podía verle.

—Yo nunca quiero matar a nadie —dijo Powell—. Es algo que simplemente ocurre. —Se movía en círculo en torno a ella. La joven se acordó de su entrenamiento. Tenía que moverse también. Tenía que apoyar la espalda contra una pared—. Lamento haber matado a tu padre, pero, créeme, hice todo lo que pude por evitarlo. A estas alturas ya tendrías que haberlo entendido.

—Quizá ya lo entienda —dijo ella—. Quizá mejor de lo que tú te crees.

Él no se molestó en contestar.

Chey lo sentía cerca, pero no estaba segura de dónde se encontraba. Logró ponerse en pie y trató de llegar hasta la pared que tenía enfrente.

Sintió el calor de su cuerpo un momento antes de que la agarrase y volviera a derribarla en la oscuridad. Aterrizó mal, con un brazo bajo el cuerpo, aplastado por su propio peso. Gritó de dolor.

—¿Has terminado ya? —preguntó Powell. Estaba cerca, pero no lo suficiente como para golpearle—. ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? Yo no quería que sucediera nada de esto. Sólo quiero sobrevivir al lío en que me has metido.

—Lo sé —dijo Chey—. Y lo siento. Pero tienes que verlo también desde mi punto de vista. Mataste... mataste a mi padre. Yo tenía derecho a... a algo. Pero la situación ha cambiado. Yo he cambiado.

Y ahora sé que no podré salir adelante si estoy sola. Me guste o no, ahora eres el único que me entiende. Que sabe lo que estoy sufriendo.

Y esos cabrones que están afuera también quieren matarme a mí. Estamos en el mismo bando. ¿No te parece?

Se arrastró en la penumbra. Tal vez en esta ocasión la hubiera escuchado de verdad y hubiese comprendido que la joven no había ido hasta allí para pelear.

Pero entonces Powell embistió contra ella con toda su fuerza, con una fuerza suficiente como para llevársela por delante mientras ella chillaba. Se estrellaron contra la pared y la atravesaron. La chapa estaba tan deteriorada que cedió bajo el peso de ambos y Chey vio las estrellas, vio las estrellas de verdad mientras rodaban por el suelo del aparcamiento. El hombro le crujió. No sabía si se lo había roto, pero le dolía como mil diablos. Powell se la quitó de encima de un empujón y se marchó tambaleante en la noche. Chey no se hizo ilusiones de que hubiera terminado con ella.

Capítulo 54

El dolor le retorcía las entrañas. Hizo que le entraran ganas de chillar. Se tragó el dolor, se libró de él, y se puso en pie. Sabía muy bien que, de no haber sido por la fuerza que su loba compartía con ella, habría quedado inconsciente,,y tal vez hubiera muerto.

Miró a su alrededor por si veía a Powell. Por si descubría cualquier indicio de movimiento. Un destello en la oscuridad, un fulgor apagado. No encontró nada.

—Habla —le dijo el hombre—. Querías hablar conmigo. Está bien. Habla.

Pero Chey no sabía ya lo que podía decirle. Y, por ello, volvió los ojos hacia Port Radium.

Se hallaba a sus pies, al final de una colina larga de suave pendiente. Las pocas estructuras que aún existían habían perdido el techo o se habían derrumbado sobre sí mismas. Allí había habido docenas, tal vez un centenar entre hangares y almacenes, y a saber qué más, pero la gran mayoría de los edificios se habían abrasado y no había quedado nada de ellos. Aún se reconocían las calles, largas franjas oscuras que dividían el terreno en parcelas. Había largos postes de madera clavados en el suelo en todos los cruces e intersecciones. Chey sabía para qué eran: cuando empezara a nevar —y no faltaba mucho para ello en las lejanas tierras del norte—, sería la única manera de saber dónde se encontraban los cimientos de cada uno de los edificios. También había farolas en algunos lugares, pero sus postes de metal se habían caído y doblado, porque el permagel que tenían debajo se había desplazado con los años y se habían inclinado en ángulos diversos, como los árboles del bosque borracho.

Una ciudad abandonada... no, no sólo eso. Un manto cubría los restos de la ciudad, un manto que no era visible, ni tangible, pero que tenía alguna anomalía. Chey sintió como si oleadas de pena y desolación se levantaran de las ruinas. Tal vez estuvieran embrujadas. Una ciudad fantasma en más de un sentido.

Entre Chey y los confines de la ciudad fantasma refulgía el negro espejo de un estanque, un gran estanque ovalado lleno de agua. Un montículo de hierros retorcidos y cascotes de roca emergía del centro del estanque como un gigantesco túmulo funerario. Chey reconoció los contornos de unos pocos bultos, de volquetes, máquinas excavadotas y grúas, pero la mayor parte del metal había perdido su firmeza y se había deformado por efecto del orín y del viento, hasta el punto de que el túmulo se había transformado en una única aglomeración de vigas torcidas y máquinas putrefactas. Cientos de toneladas de equipamiento olvidado, abandonado, dejado a su merced para que se descompusiera como abono a lo largo de milenios. La joven apenas si alcanzaba a imaginar lo tóxicas que serían las aguas como consecuencia de la descomposición de la maquinaria muerta.

—¡Dios santo! —exclamó, atónita a despecho de sí misma. Al haber pasado las últimas semanas en la completa serenidad natural del bosque, aquella ruina hecha por el hombre la sobresaltó—. ¿Qué era este lugar?

Powell le respondió desde las sombras.

—En otro tiempo fue una ciudad minera. —Chey no se volvió, ni dio a entender de ningún modo que le hubiera oído. No quería moverse. No quería que Powell volviese a pegarle. El hombro aún le dolía de la última vez—. Estas rocas se cuentan entre las más antiguas de la Tierra, y están atiborradas de radio, cobalto y cromo. También contenían una de las vetas de mineral de plata más grandes jamás descubiertas.

—Y a ti te ha parecido que sería un lugar excelente para esconderse —le dijo Chey en voz baja—. ¿Por qué lo abandonaron si era tan lucrativo?

—¿Eso es lo que querías discutir? —le preguntó Powell. El desprecio que anidaba en su voz le dio escalofríos a Chey.

Pero la joven no encontraba las palabras apropiadas. Las palabras con las que podría explicarle lo que había hecho.

—Explícamelo, por favor —dijo, en un intento por ganar tiempo que le permitiera encontrar esas palabras.

Powell gruñó de frustración. Pero luego respondió a su pregunta.

—Los gastos de extracción de la plata eran demasiado elevados. Los costes de obtenerla y enviarla a la civilización eran más altos que los beneficios.

—Así que todo el mundo se marchó.

—No fue exactamente así —le dijo Powell. Su voz provenía de la izquierda. Chey estaba segura de ello. Tenía que estar preparada por si volvía a atacarla. Sentía su ira, como si notara calor en la espalda. Pero el hombre no dejaba de hablar—. Encontraron otra cosa en este mismo lugar. Los estadounidenses sacaron de aquí el uranio para sus primeras bombas atómicas.

Chey no pudo contener un respingo.

—¿De verdad?

—Contrataron a los indios dene que vivían en la zona para transportarlo en sacos de arpillera. Siempre han dicho que no sabían lo peligroso que era el mineral, pero toda una generación de hombres dene murió joven por esto. ¿Ves todos esos montículos oscuros? —le preguntó, y ella asintió. Había montones de tierra oscura por todas partes. Sobresalían de la tierra sin edificar como gigantescos hormigueros.

—Son los desechos de pecblenda, lo que queda del mineral extraído después de refinar el uranio. Cada dos años viene un agente del gobierno para medir los niveles de radiactividad.

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