Chey frunció el entrecejo.
—Ahora lo llamamos trastorno por estrés postraumático.
Powell se encogió de hombros.
—Entonces acabábamos de descubrirlo y le pusimos el nombre que se nos ocurrió. El ser humano no está hecho para tener que ver algunas de las cosas que veíamos a diario. Cadáveres atrapados en los alambres que nadie tenía el valor de ir a recoger. Trechos enteros de la campiña francesa que desaparecían bajo nubes de humo y reaparecían llenos de cráteres. Hombres buenos asesinados por francotiradores que se hallaban a un kilómetro de distancia porque habían sido tan imbéciles como para encender un cigarrillo cuando no tocaba. Hombres que enloquecían al oír las explosiones. Y no te hablo únicamente de los soldados. Les ocurría lo mismo a muchos civiles. Cuando les agarraba la fatiga del combate, se encerraban en sí mismos. Dejaban de mirar a la cara de los demás y no hablaban nunca. Y entonces, a veces, se ponían a llorar, o a gritar, o también podía ser que se peleasen con todo el que encontraban. En comparación con todo aquello, no parecía que la mujer tuviese ningún problema. Estaba desnuda, nada más. No se lo íbamos a reprochar.
—Y vosotros erais... ¿cuántos erais en total?
—Seis, contándome a mí —respondió Powell.
—Seis adolescentes virginales en busca de prostitutas y visteis a una bella mujer desnuda de pie al lado de la carretera. Me imagino que frenasteis.
—Por supuesto que frenamos. Salté del todoterreno y corrí hacia ella. Me quité la gorra y le pregunté si se encontraba bien y si necesitaba ayuda. Hablaba el inglés bastante bien, lo suficientemente bien para contarnos una historia que no nos creímos. Era evidente que se la había inventado para salir del paso. Nos dijo que unos ladrones la habían asaltado y le habían quitado toda la ropa. Nos dijo que si la llevábamos hasta su casa nos recompensaría.
Chey se echó a reír.
—¿Esto qué es? ¿Un cuento de terror, o una carta al foro de Penthouse?
Powell la miró con cara de no entender nada. Chey se dio cuenta de que seguramente no habría oído hablar nunca de la revista. Llevaba mucho tiempo en las tierras del norte.
—Cuando hablaba, su voz sonaba como las campanas de la iglesia del valle de al lado. Ya me entiendes. De un valle lejano. Casi como si no hubiera estado hablando con nosotros, como si no hubiera acabado de enterarse de que estábamos allí. Nos dijo que se llamaba Lucie y que estaba muy contenta de haber encontrado a caballeros tan gentiles. Creo que alguno de nosotros había tenido ideas perversas, pero al oír que nos decía aquello, la vergüenza nos obligó a comportamos bien. En aquellos tiempos, las mujeres lo conseguían, te obligaban a comportarte con el tono de su voz. En aquella época sabíamos que había personas a las que teníamos que respetar. Uno de nosotros le ofreció el abrigo, y ella lo aceptó y se lo puso, pero de todas maneras no se abrochó el cinturón, y por ello le seguimos viendo ya puedes imaginarte el qué. Se me ocurrió que podía abrochárselo yo mismo, pero me pareció que eso habría sido tomarse demasiadas libertades. Entonces le abrí la portezuela del coche, y ella subió y se sentó a mi lado. Aún recuerdo la sensación de su cadera tersa y suave junto a la mía. Nos indicó cómo llegar a su casa. Se encontraba diez kilómetros más allá, al abrigo de un profundo valle. Era un castillo. No un cháteau, ni una mansión, sino un castillo medieval de verdad. Estaba muy necesitado de reparaciones. Una bomba alemana había derribado una de sus torres. Pero, con todo, era un castillo, y resultó que nuestra misteriosa anfitriona era la hija del barón de Clichy-sous-Vallée.
—Ajá, la historia se pone interesante.
—Teníamos miedo de que su padre saliera con una jauría de sabuesos y un viejo trabuco y cargara contra nosotros por haber mancillado el honor de su hija, pero luego se vio que no teníamos de qué preocuparnos. El viejo era oficial de caballería y había ido a la guerra. Había muerto con todos sus hombres al capitanear una carga contra fuego de ametralladoras.
»Así pues, no había barón. Pero la baronesa sí estaba en casa, y salió a recibirnos con un vestido largo cubierto de polvo. Tenía el cabello castaño y ojos angustiados, y llevaba un candelabro de oro sin velas. Ya te lo he dicho: durante la guerra vimos un montón de locos. Debía de tener unos veinte, o quizá treinta años, y, al verla, se me ocurrió que tal vez fuera la hermana de Lucie. Pero no lo era.
»Lucie se marchó a sus aposentos y se puso un vestido largo del siglo pasado. Me refiero al siglo diecinueve. La clase de vestido que Josefina habría podido ponerse para asistir a la coronación de Napoleón, salvo porque las polillas se habían instalado en él y habían dejado manchas parduscas en las mangas. Yo pensé que debía de ser el mejor vestido que tenía, y por ello no dije ni una sola palabra de crítica. Además, le dejaba los hombros al descubierto, y tenía unos hombros como... como...
—¿Mmm? —preguntó Chey, pero se dio cuenta de que Powell se había perdido en sus ensueños. En el recuerdo de aquellos hombros. Se aclaró ruidosamente la garganta para llamarle la atención.
—Bueno, sigamos. En cuanto volvió a bajar, nos llevaron a un comedor adornado con tapices. El techo estaba lleno de boquetes y la lluvia había estropeado la mayor parte de los muebles, pero había platos de carne sobre la mesa: cordero asado de una calidad de la que no podíamos disfrutar en las trincheras. También había vino, de una clase que ya no existe. Mis compañeros y yo comimos y bebimos hasta saciarnos, y quizá todavía más.
»Lucie se me acercó y se sentó a mi lado. Por el motivo que fuera, me había elegido a mí. Los compañeros se dieron cuenta y empezaron a verse miradas de celos por la mesa, con el único resultado de que Lucie me dedicó todavía más atenciones, porque se daba cuenta de que me sentía mal. Siempre le gustó meterme en situaciones violentas. Pasó la velada entera pegada a mí, agarrada a mi codo. Me servía la vianda de las bandejas de plata sólo a mí y se aseguraba de que mi copa de vino estuviese siempre llena. Los otros trataron de flirtear con la baronesa, pero, por el caso que les hizo, habrían podido cortejar a un obús.
»Cuando acabamos de cenar, todos borrachos y con la panza llena, Lucie se acercó mucho a mí, tanto que pude olerle el perfume, y me miró a los ojos. Me sonrió con una sonrisa muy complicada, con una sonrisa en la que se reflejaban muchas cosas distintas. Entonces me susurró al oído que quería enseñarme algo. Se había lavado su blanco rostro, y como llevaba aquel vestido largo tan antiguo parecía un fantasma salido de un cuento. Al mismo tiempo que me levantaba de la mesa, al mismo tiempo que los chicos me despedían con silbidos y vítores, tuve la sensación de hallarme bajo el poder de un hechizo. Tal vez fuera así.
Chey se contuvo y no le dijo nada.
—Lucie me llevó a lo más recóndito del castillo, por corredores oscuros y lóbregos. No teníamos otra luz que la de una única vela que llevaba en la mano. Me fijé en que la cera derretida le llegaba hasta los nudillos, pero ella no gritaba, y me pregunté quién sería aquel espectro. Bajamos por una escalera de piedra hasta los sótanos del edificio. Las bóvedas estaban blanqueadas con nitro. El suelo estaba sumergido bajo un par de centímetros de aguas cenagosas. Arrastraba el vestido sobre la mugre, pero, antes de que pudiera decirle nada, aceleró el paso, cada vez más, y yo no pude hacer nada, aparte de seguirla. Pasamos entre anaqueles repletos de botellas de vino, algunas de las cuales se habían roto porque no había ningún sumiller que cuidara de ellas. Pasamos junto a muebles apilados hasta el techo, piezas que hoy en día serían antigüedades sin precio. Pero las habían dejado allí para que se pudrieran. Al fin, mucho después, llegamos a una angosta sala en la que había tan sólo una enorme jaula. Tenía tres metros de altura por seis de anchura, y barrotes de plata maciza. A la luz de la vela, refulgieron como espejos.
—«La luna está saliendo», me dijo Lucie. Yo, por supuesto, no entendí nada. «¿Querrías ser mi huésped por esta noche? Estos aposentos son más confortables de lo que parecen.» La miré, convencido de que debía de tratarse de alguna especie de maníaca. No de una simple loca. Creo que ya te puedes imaginar lo que sucedió entonces.
—Lucie se transformó —dijo Chey.
—Sí, se transformó.
Una de las ruedas de la camioneta se metió en un bache y los dos pasajeros se llevaron una buena sacudida. Al buscar un punto de apoyo, Chey se agarró del brazo de Powell. En cuanto se dio cuenta de lo que había hecho, le soltó. No pareció que él se diera cuenta. Estaba absorto en su historia.
—La hermosa muchacha francesa se transformó en loba ante mis propios ojos. Me imagino que no debes de haber visto nunca el proceso de transformación entero. La primera vez que me viste cambiar a mí, tú te estabas transformando también. Es algo muy raro. El cuerpo se vuelve espectral y transparente. Casi como si el ser humano dejara de existir. Se ve cómo el esqueleto se funde, como la cera de una vela. Se ve cómo el cuerpo entero se pliega sobre sí mismo. Entonces parece como si se levantara de nuevo, tambaleante, y recobrara la solidez. Recupera el color, y luego la solidez... pero con una forma distinta. De repente, te encuentras con que estás mirando a la cara de un animal feroz. Por borracho que estuviera, por extraño que hubiera sido el día, supe en seguida que no se trataba de un engaño provocado por la luz. La criatura que gruñía y babeaba se disponía a matarme, y yo sabía que me iba a doler.
«Retrocedí. Me alejé del monstruo. A mis espaldas, la jaula de plata estaba abierta y parecía que me invitara a entrar. En el mismo momento en el que la loba me saltaba a la garganta (y créeme que no se demoró ni un instante), salté dentro de la jaula y cerré la puerta. La llave estaba en el cerrojo y la eché con manos temblorosas. Me encerré a mí mismo. Pero, para hacerlo, tuve que sacar la mano de la jaula por unos instantes. La loba le clavó los dientes y apretó con fuerza. Me la arrancó y se la tragó como si fuera un pedazo de carne.
»E1 dolor fue insoportable, por supuesto. Chillé y me desplomé sobre la paja mugrienta que cubría el fondo de la jaula. Chillé y seguí chillando. Con todo el tiempo que llevaba en las trincheras había tenido que aprender unas cuantas nociones sobre primeros auxilios, así que hice lo que pude para seguir con vida. Me até el cinturón en torno a la muñeca, de la que salía sangre a borbotones, para frenar la hemorragia y me esforcé por no dejarme llevar por el pánico. No es que me resultara fácil. La loba se arrojaba contra la jaula una y otra vez, y hacía que los barrotes resonaran como campanas. La muñeca me dolía cada vez más, pero el terror que sentía era casi peor. El terror de haberme quedado solo con la loba era terrible en sí mismo. Pero me di cuenta en seguida de que la bestia no podría atravesar los barrotes. No es que fueran muy gruesos, pero cada vez que los tocaba retrocedía violentamente, como si estuvieran al rojo vivo y le quemaran. Así, tan pronto como vi que estaba a salvo, mis pensamientos se desviaron hacia otras cuestiones. Como, por ejemplo, lo que le había ocurrido a mi mano. Me imaginé lo que sería pasarse el resto de la vida, de mi vida humana normal, con una sola mano. Había visto muchas amputaciones en el campo de batalla. Los cuerpos de soldados destrozados eran el pan de cada día. En ningún momento había pensado que pudiera llegar a sucederme lo mismo a mí, pero en esos momentos tenía en el cuerpo un muñón desgarrado que me miraba a la cara y me obligaba a aceptar su realidad. ¿Qué mujer iba a quererme jamás? ¿Cómo iba a encontrar trabajo?
«Mientras yo estaba allí, compadeciéndome a mí mismo, mis compañeros seguían arriba. La baronesa de Clichy-sous-Vallée los estaba desgarrando. Tal vez intentaran defenderse. Todos nosotros llevábamos armas: pistolas y cuchillos de trinchera, como mínimo. Pero no tuvieron la más mínima oportunidad. Lucie había cerrado las grandes puertas que había a ambos extremos de la sala y no pudieron escapar. Luego vi lo que había quedado de ellos: poco más que jirones de uniforme y algún hueso con restos de carne. Más adelante comprendí que Lucie me había llevado abajo para impedir que corriera la misma suerte. Tenía otros planes para mí. Le gusté, ¿entiendes?, le gustó mi cara, y quería conservarme por un buen período de tiempo. Por lo menos, hasta que se cansara de mí. Ni siquiera había querido transformarme en lobo, al menos de entrada. Tuve la mala suerte de echar la llave en mal momento. Cuando la loba se adueñó de ella, fue incapaz de controlarse. Ninguno de nosotros somos capaces de controlarnos.
—Hablas como si la hubieras perdonado —le dijo Chey, algo sorprendida.
—En un primer momento, no. Pero con el tiempo... al desaparecer la luna, la baronesa y Lucie bajaron y me sacaron de la jaula. Se dieron cuenta al instante de lo que me había sucedido y vieron que había pasado a formar parte de su familia. Me trataron como correspondía, aun cuando tratara de luchar contra ellas. Incluso cuando les grité insultos tremendos y las amenacé con matarlas. Sabían que todo aquello no tenía importancia. Que cambiaría de actitud.
—Y esa jaula... —dijo Chey—. ¿Por qué tenían la jaula?
—¿Todavía no lo has entendido? —preguntó Powell—. Lucie era la oveja negra de la familia. Por así decirlo. Un lobo la había herido poco antes de que la conociera. Unos siglos antes. ¿Qué?
—La historia del barón que había cargado contra una ráfaga de ametralladora sólo era cierta a medias. Había sido oficial de caballería, sí... pero había muerto en una guerra muy diferente, en el siglo diecisiete.
»Por lo que respecta a Lucie, había vivido desde entonces, y había cargado con la loba desde que era niña. A duras penas podía recordar un tiempo en el que hubiera sido enteramente humana. Según me contó, la maldición le había caído encima cuando tenía doce años.
—Les ocurre a la gran mayoría de las chicas —le dijo Chey.
Por unos instantes, Powell pareció confuso. Luego enrojeció y negó con la cabeza.
—¡Sabes muy bien que no te estoy hablando de eso, maldita sea! Quiero decir que fue entonces cuando tuvo que cargar con la loba.
Chey asintió. La ocasión había sido demasiado buena como para dejarla pasar, nada más.
—En esos tiempos era la edad de casarse, y por ello la había cortejado la flor y la nata de la nobleza de Francia. Una patulea de jóvenes vestidos de seda azul con peluca y con la cara pintada. Lucie los despreciaba a todos. Se la llevaron a cazar y le entregaron una pequeña lanza con una guirnalda de flores anudada en la punta. Ataron un zorro a un árbol y la llevaron hasta allí para que viviera la experiencia de salir de caza con los muchachos. Lucie les dio las gracias efusivamente, con suma gracia y donaire (eso es lo que decía ella, al menos), y luego cortó la atadura del zorro con la lanza. El animal vio que tenía una oportunidad y escapó. Lucie le siguió. Cabalgaba a tal velocidad que los chicos se quedaron muy atrás. Lo siguió por las colinas hasta que se encontró muy lejos de la propiedad de su padre, pero se divertía tanto que no se preocupó por ello. Luego, cuando por fin lo hubo acorralado, cuando estaba a punto de agarrarlo y tomarlo como mascota, un gigantesco lobo salió de la espesura y lo destrozó con sus fauces. Lucie espoleó a su caballo y se largó a toda velocidad, pero no antes de que el lobo hubiera podido desgarrarle casi toda la carne de la espalda y los brazos.