—Tienes un estercolero en la cabeza.
—No es la primera vez que me lo dicen. —La sonrisa torcida del belisthano no pudo ser más desvergonzada—. Supongo que eso quiere decir que no vas a contarme nada.
—No voy a contarte nada.
—Aguafiestas.
Nevó sobre Penglas por primera vez en veinte años. La nieve llegó al anochecer procedente del norte, cubriendo de un manto blanco la tierra que se fundía en la noche, y por la mañana cubría ya toda la isla con un grosor de dos o tres pulgadas.
—Pero si aquí nunca nieva —protestó Darin, que se ajustó la capa en el campanario—. Es casi como estar de vuelta en casa.
—Echaba de menos la nieve —admitió Gair—. En Leah a esto lo hubiéramos considerado una helada.
Encaró con el catalejo el barco que orzaba la embocadura del fondeadero de Penbirgha. Tenía las líneas de un martín pescador, palos inclinados y un aparejo peculiar, velas de cuchillo, con parches en la pintura, desportillada por la tormenta. Diversas partes del nuevo aparejo tenían pendiente un embreado a conciencia, una vela estaba rasgada y otra era tan blanca que debían de haberla sacado del pañol de velas de respeto. A pesar de todo, los marineros gobernaban la nave con eficacia, tal como demostraron cuando hubo que virar por avante y tomar rizos a las velas para que se deslizara con soltura entre los promontorios.
—Diría que tienes razón. Es una nave de los elfos marinos y navega con prisas. —Cerró el catalejo con un chasquido y se lo devolvió a Darin.
—Ya te lo dije. —El belisthano observó el barco—. A juzgar por su aspecto, debió de sorprenderle la tormenta de la semana pasada. El pabellón que ondea en el tope no es más que un andrajo.
—Alguien debe de viajar en él, y lleva prisa. Últimamente no ha estado el tiempo como para navegar.
—Los elfos marinos son los mejores navegantes de altura del mundo. Si tuviera que confiar en alguien para que me llevase a bordo en mitad de una tormenta, me pondría en sus manos con los ojos cerrados. Mira, van a echar un bote al agua.
Gair se apoyó en la balaustrada. La nave apenas había reducido su andadura y ya había un lanchón que se deslizaba como una flecha por el fondeadero, proa a Penglas. Aparte de los remeros tan sólo vio a un pasajero a bordo, aunque no distinguía más que un borrón. Mientras veía cómo la nave elfa echaba el ancla con estruendo de cadenas, audible a pesar de la distancia gracias a que se encontraban en lo alto del campanario, los acantilados ocultaron por fin el lanchón.
Darin bajó el catalejo y lo cerró, pasándoselo a la otra mano.
—Me pregunto quién se dispone a desembarcar. ¿Podrías acercarte volando y ver de quién se trata?
Gair recurrió al canto de una gaviota. La melodía era un pensamiento desordenado de agudas notas lastimeras que hablaban de alas de gran envergadura y cielos despejados. Después del poder natural de un águila encarnada, la forma de la gaviota se le antojó extraña, pero era fácil maniobrar con sus amplias alas. Las gaviotas anidaban en los saledizos de los peñascos, y cazaban entre los senos de las olas, un mundo aparte de las catedrales de hielo y piedra que constituían el mundo de un águila. Al cabo de unos instantes le cogió el truco y planeó sobre la ciudad llevado por el viento.
En el extremo del embarcadero había una familiar mancha azulada que aguardaba la llegada del lanchón. Gair planeó más cerca hasta distinguir el rostro de Alderan, a quien vio tender una mano amistosa al hombre que cargaba un bulto al hombro y subía los peldaños de la escalera medio sumergida en el agua. Cruzaron algunas palabras, y luego echaron a andar en dirección a la ciudad. De pronto, el otro hombre levantó la vista y miró directamente a Gair.
Era una mirada cargada a partes iguales de curiosidad y conocimiento, como si supiera quién era Gair sin necesidad de ser presentados. Pero Gair sabía que era imposible distinguirlo entre el centenar de gaviotas que sobrevolaban las inmediaciones del embarcadero. ¿Qué ocurría entonces? ¿Lo había reconocido Alderan y se lo habría contado a su acompañante? Inquieto, Gair se alejó del puerto y voló de regreso al campanario. Darin lo esperaba, mirando a través del catalejo el punto donde el camino de la ciudad surgía serpenteando del bosque.
—¿Quién era? —preguntó sin volverse hacia él.
—No lo reconocí. Algún amigo de Alderan, supongo. Estaba allí para darle la bienvenida cuando atracó el bote.
—¿Qué aspecto tenía?
—Marrón —respondió Gair, frotándose las manos heladas—. Piel morena, capa de color pardo, ojos castaños. Tiene la cara como un zapato viejo, da la impresión de que se pasa la vida a la intemperie.
—¿Te acercaste lo bastante para oír lo que decían?
—Yo no escucho a escondidas las conversaciones ajenas, Darin —lo regañó con suavidad Gair.
—Pues qué lástima.
El belisthano cerró el catalejo con brusquedad. El frío le había azulado los labios y tenía los dedos delgados tan pálidos que parecían hueso descarnado. No había recuperado el peso perdido durante el tiempo que pasó internado en la enfermería antes de Atardecer; si acaso, había perdido más y estaba macilento. Los ojos relucían oscuros en las cuencas, y el único color del rostro lo debía al rastro de la fiebre, visible en lo alto de ambas mejillas.
—Me gustaría saber de qué estaban hablando —murmuró.
—Tal vez más tarde descubramos algo —dijo Gair—. Las habladurías del pueblo suelen llegar a la casa capitular en cosa de uno o dos días.
—Quizá.
—Tengo que desayunar algo, dentro de media hora tengo clase con el maestro Eavin. —Tiró de la cuerda para levantar la trampilla que llevaba a la sala de la campana—. ¿Darin? ¿Vienes?
—¿Qué? Ah, sí, claro.
El belisthano dio unos pasos hacia la trampilla, pero se detuvo cuando dirigió de nuevo la mirada hacia el puerto. Los dedos blancos se cerraron en torno al catalejo, abriendo y cerrando el cilindro de latón.
—¿Darin?
—Ya voy, ya voy, pesado.
Gair dejó que lo precediera por la escalera. Lo siguió de cerca, y pudo ver adónde miraba Darin cuando pasaron por una ventana, siempre hacia Pencruik, incluso cuando las paredes de la casa capitular se interpusieron en la trayectoria de su mirada. Los ojos hundidos estaban pendientes de un punto muy concreto, y era como si fuera capaz de verlo a través de la piedra. ¿Qué lo preocupaba? Algo, eso saltaba a la vista. Incluso había dejado de quejarse de la falta de acceso a la ropa interior de Renna. Definitivamente no parecía el mismo.
Después de cenar, Gair fue al cuarto de Darin a jugar al ajedrez. El belisthano no tenía buen aspecto. Tenía la piel grisácea y las bolsas de los ojos se le habían acentuado. Por lo general era un jugador astuto, rápido y audaz, pero se quedó mirando el tablero como si fuese la primera vez que lo viera en toda su vida, y así fue como jugó, perdiendo tres partidas seguidas. En lugar de empezar una cuarta, Gair apartó el tablero.
—Esta noche no pareces tú. ¿Estás bien?
—¿Cómo? —Darin lo miró, pestañeando—. Ah, sí, perfectamente. Un poco cansado, nada más.
—¿Renna te tiene despierto hasta tarde?
—Eso querría yo. —Un atisbo del antiguo Darin, que pronto desapareció—. No duermo muy bien últimamente, eso es todo. Tengo sueños extraños.
—¿Qué clase de sueños?
—En realidad no los recuerdo. Sucede que despierto con la sensación de haber tenido una pesadilla, pero no recuerdo un solo detalle al respecto.
—Quizá deberías hablarlo con Saaron.
—No, no pasa nada. No quiero hablar de ello.
Gair puso de nuevo el tablero entre ambos y empezó a colocar las piezas.
—Tal vez podría ayudarte.
Darin movió el brazo con brusquedad sobre el tablero, proyectando las piezas en todas direcciones. Lo adormilado de su expresión había desaparecido por completo, sustituido por una energía febril. Tenía los ojos tan abiertos que parecían salidos de las órbitas.
—No quiero hablar de ello —insistió, ronco.
Gair se movió incómodo en la silla. Nunca había visto así a Darin.
—Claro —dijo con tiento—. Eso has dicho. Pongamos las piezas para jugar otra partida, ¿te parece?
Recogió las figuritas y las colocó sobre el tablero. Al cabo de unos segundos se evaporó el malhumor de Darin, que se dispuso a jugar; sin embargo, antes de que efectuasen media docena de movimientos por cabeza, al joven se le cerraban los ojos.
—Lo siento, Gair —murmuró antes de bostezar—. Soy incapaz de mantenerme despierto.
—Pues ve a la cama. Ya jugaremos otro día.
—De acuerdo.
Sin decir otra palabra, Darin arrastró los pies, aún calzados con las botas salpicadas de manchas de barro, hasta la cama y se tumbó en ella. En cuestión de segundos su respiración había adoptado el ritmo propio del sueño profundo. Gair sacó una manta del armario y lo cubrió con ella antes de salir de la habitación. No había duda de que el belisthano no era el mismo de siempre.
El baño hondo de Aysha, cubierto de baldosas, estaba lleno de agua gracias a las inmensas calderas de cobre y el avanzado sistema de distribución de cañerías de la casa capitular. El vapor colgaba denso en el ambiente, fragante e impregnado de aceite de bergamota.
—Para tratarse de alguien que parece la matrona del pueblo, Esther tiene una mente con la que podrías partir piedras.
Gair se masajeaba las sienes para combatir un latente dolor de cabeza. Había tenido una clase bastante dura con la matronal maestra, posiblemente la peor que había tenido hasta el momento, en la que hubo de recurrir al lento y hondo canto de la tierra. Él había sido el único de los doce estudiantes presentes en la clase capaz de mantenerse a la altura de ella pasada la primera hora, y por la diosa que se lo había puesto difícil.
—Esa mujer hace que me vengan ganas de esconderme debajo de la cama —confesó Aysha, escurriendo un paño en el agua caliente—. Tengo la sensación de que me va a sentar en el regazo y a darme azotes en el trasero. Cierra los ojos.
Extendió el paño sobre su rostro. Gair echó la cabeza hacia atrás y se dejó impregnar por aquella calidez.
—Ah, eso está bien. Un cuarto de baño particular es lo que distingue a una sociedad civilizada. —Gair exhaló un suspiro—. Nada de jabón usado y de encontrarse pelusa del ombligo ajena. Menuda bendición.
Ella rió.
—¿Y la pelusa de mi ombligo?
—La tuya no me importa. Es la de los demás la que me supone un problema.
Dejó caer el paño en el agua y levantó la vista. Ella se hallaba sentada en el medio escalón que había tras él, con las piernas a su alrededor, mientras él apoyaba la cabeza en su hombro. El vapor le cubría la piel morena como un rocío y su cabello dibujaba suaves puntas, como el de un gato que regresa a la casa cuando ha empezado a llover.
—¿Las mujeres tienen pelusa en el ombligo? —preguntó él.
—Pensé que eso era algo estrictamente propio de los hombres, debido al exceso de vello corporal, y que la van perdiendo por ahí debido a la tendencia que tienen de rascarse. Espera, tendré que ir a buscar a un hombre para comprobarlo.
—Estoy desolado.
—Pero tú no tienes exceso de vello corporal. —Aysha deslizó las manos por el pecho de él, como para reforzar la suavidad a la que aludía—. Y yo nunca te he visto rascarte. —Sumergió las manos en el agua—. En los demás aspectos encajas perfectamente con la definición.
Gair cerró los ojos, disfrutando del tacto de ella. Aún conservaba la capacidad de estremecerlo, más si cabe que antes; ya fuera cuando sus manos alcanzaban a la vez el asa de la tetera por casualidad o la más íntima de las caricias, el mero roce de su piel le hacía cosquillas. Como en ese momento en que no los separaba más que el agua: sentía estremecimientos de placer en todo el cuerpo, que nacían en el punto en que ambos estaban en contacto, como las ondas que alumbra el agua cuando se arroja una piedra a un estanque.
—¿Tienes que irte?
—Es la reunión del consejo. Lo siento.
—¿Cuándo?
—Dentro de una hora, más o menos.
En cuanto terminaban sus clases pensaba en ella. En cuanto se despedía de sus compañeros se dirigía de vuelta a la quinta planta. Subía los escalones de dos en dos cuando nadie miraba. Cuando ella lo saludaba no había ni rastro de incomodidad, jamás sentía que algo se interpusiera entre ellos. La tenía de nuevo en sus brazos, como si nunca se hubiesen despedido. De eso hacía poco más de una hora. Pueden suceder muchas cosas en una hora.
—Te bastará con diez minutos para prepararte —dijo Gair.
Bajo el agua, los dedos de ella se curvaron en torno a él.
—Diría que tú ya lo estás.
Sucedió con rapidez. Aysha se sentó a horcajadas sobre él, un brillo de sudor cubrió su piel y los colores giraron como un torbellino a su alrededor cuando se abrió para Gair. El rojo se antojaba más intenso esa noche, oscuro como vino tinto, y el calor que ella desprendía era embriagador. De pronto alguien le alcanzó la mente; Gair reparó en ello y la vio dar un respingo. Aysha hundió los dedos en sus hombros.
—Maldición, ahora no —gruñó.
Cerró los ojos y siguió moviéndose, pero el placer se le escapaba de las manos. Volvió a tensar el cuerpo. Quienquiera que la llamase no estaba dispuesto a esperar. Se apartó de Gair mascullando entre dientes.
—Debo irme —le dijo.
—¿Era Alderan?
—Sí. Lo siento.
—En ese caso será mejor que no lo hagas esperar.
Aysha se incorporó, mirándolo a la cara.
—¿Estás seguro de que no te importa?
—Si fuese otro, me importaría. —Tomó su rostro en las manos y le dio un beso largo y lento—. Ve, anda. Luego nos veremos.
—No sé cuánto durará la reunión.
—Pues cuanto antes vayas, antes terminará.
Se separó de él para alcanzar la ropa que había al pie de la cama. Gair la vio vestirse, disfrutando con los ojos lo que no podía tocar con las manos. Aysha le arrojó la camisa a la cabeza.
—Me estás mirando.
—Eres preciosa.
—Mentiroso.
Abrió la puerta y le dirigió una sonrisa que se desdibujó cuando adoptó su forma favorita, la de un cernícalo. Acto seguido desapareció. Gair esperó hasta pasadas vísperas, pero ella no regresó.
La cama de su cuarto le pareció pequeña y fría. Se había acostumbrado a tener a Aysha a su lado cuando se quedaba dormido, y echaba de menos su calidez, su olor en la almohada. Esperarla en la cama de su habitación hubiese sido peor. Rodeado de su perfume, el eco de su presencia tan sólo habría acentuado la sensación de pérdida.