Gair miró el ejemplar del
Libro de Eador
que había hallado en el cajón del escritorio. Era una edición popular, no la que incluía las suntuosas iluminaciones producida por los amanuenses de la Iglesia. La cubierta de cuero estaba ajada, el lomo forzado y las páginas dobladas por el uso. Lo abrió por el punto de libro en tela. Beatitudes, capítulo ocho: «Bienvenidos seáis vosotros, viajeros. Sed bienvenidos a la casa de la diosa, allá donde quiera que podáis encontrarla en vuestros viajes. Relajaos en esta casa, que descansen vuestras cargas y que vuestras preocupaciones no os arruguen el ceño».
Desde que tuvo edad para recordar las palabras de memoria, Gair había rezado sus oraciones de noche y había bendecido los alimentos en cada comida, e incluso hubo momentos en que tuvo la certeza de oír la voz de la diosa. Había atendido el servicio, y los relatos de condenación lo habían estremecido con sus tétricas promesas, a pesar de desear con toda el alma hacerse un hueco en el cielo. Claro que en aquellos tiempos su concepto del cielo guardaba un fuerte parecido con la casa de tío Merion en Blackcraig.
Entonces el canto tocó la primera nota en su interior. Los servicios religiosos se convirtieron en una agonía de temor, y en sus plegarias pidió con desespero que no lo descubrieran. A partir de entonces dejó de pensar que ella le hablaba, y si lo hizo, fue incapaz de oírla. Desde entonces dirigirse a la diosa fue perdiendo importancia poco a poco. ¿Por qué esforzarse cuando apenas había esperanza de obtener una respuesta?
Si fuera un auténtico creyente, estaría de rodillas en la capilla, rezando por la guía y la absolución de sus pecados, en lugar de estar ahí sentado. Aunque si fuera un verdadero creyente jamás habría acudido a un lugar semejante. Se habría sometido a la merced de la Iglesia y aceptado su penitencia, consciente de asegurarse así su lugar en el cielo. No estaba seguro de tener el coraje necesario para abrazar esa clase de fe.
Sin quererlo, Gair se descubrió volviendo las páginas hasta el «Libro de las Abjuraciones». Se sabía de memoria las palabras, pero de todos modos volvió a leerlas. Capítulo doce, versículo catorce: «No permitirás que un brujo viva, y destruirás todas las obras del mal que pongan en peligro tu alma».
¿Tendría razón Alderan, y el pecado sólo existía en la mente de los hombres? Y si era así, ¿era él un brujo? A ojos de la Iglesia, voz de la diosa en la tierra, desde luego. ¿Y a ojos del prójimo? Tal vez sí, tal vez no. Había nacido con ese don, ¿no era, por tanto, un obsequio de Eador? ¿Era él un brujo a ojos de ella? Aquélla era una pregunta para la que no tenía respuesta.
UNO DE LOS NUESTROS
L
as cocinas de la casa capitular eran lugar de paso obligado para los más madrugadores. Cuando Gair entró en el refectorio una hora después del alba, los sirvientes se encontraban en sus puestos en las portezuelas, y una cuarta parte de las mesas estaban ocupadas. Tomó el desayuno, compuesto de pan caliente con especias y una taza de té, en el mismo asiento de la noche anterior, atento mientras comía a las idas y venidas de los demás.
El resto de los habitantes de la casa capitular no pertenecía a ninguna clase en particular, al menos que él pudiera ver. Los había de todas las edades, de ambos sexos, y prácticamente de todas las nacionalidades que fuera capaz de identificar. Vio algunos leahnos, altos, de extremidades largas y cabello rubio como él; tylanos de piel de aceituna, belisthanos y algunos provenientes del desierto, negros como caoba. Vio incluso un astolano, con su característica piel dorada y la elegancia de movimientos de un felino. Todos ellos hablaban en la lengua común, pero con gran variedad de acentos, y el ambiente de alegría relajada constituía un contraste absoluto con la solemnidad que reinaba en la casa materna. Allí los novicios vivían esperando la llegada de la tarde libre, momento en que podrían ausentarse, correr, gritar y reír hasta quedarse roncos, dispuestos a divertirse tanto como pudieran, conscientes de que durante los siguientes siete días vivirían de recuerdos.
Apuraba la segunda taza de té cuando Alderan franqueó la puerta de entrada. Sobre la ropa de viajero, el anciano llevaba una larga capa azul que parecía tener tantos años como él.
—Buenos días —saludó al llegar a la mesa de Gair—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien, gracias.
El cuarto extraño y los ruidos peculiares de la noche, distintos, lo habían tenido despierto un rato, al término del cual se quedó dormido como una piedra.
—¿Estás listo?
—Supongo que sí. Cuesta decirlo cuando no tengo ni idea de para qué se supone que debo estar listo.
Gair se acabó el té y dejó la taza en la mesa.
—Pues para la prueba. Pensé que Darin te habría hablado de ello.
—Lo hizo. Le sorprendió que no la hubieras mencionado antes.
Gair no anhelaba precisamente que llegase el momento de someterse a esa prueba. Llevaba tanto tiempo ocultando su naturaleza que le costaba mostrar abiertamente su don. Invocar un bril ante Alderan, en la intimidad de la cabina del barco, era una cosa. Que le pidieran demostrar el alcance de sus dones en presencia de un tribunal compuesto por maestros, de extraños, era otra muy distinta. Miró a los ojos al anciano, esperando una reacción a su respuesta que no llegó.
—¿Y si no quiero someterme a esa prueba?
—Tienes que hacerlo. Todos los estudiantes pasan por ella. Nos permite evaluar tu don y decidir qué puedes hacer con él, qué no puedes hacer y qué es lo que puedes aprender. De ese modo podemos luego ofrecerte el adiestramiento adecuado. Me pediste que te enseñara, ¿recuerdas? Si te niegas, te pondremos a prueba igualmente. —Alderan desnudó la dentadura—. Pero es más divertido si cooperas.
Gair se levantó.
—Veo que omitiste muchas cosas cuando me hablaste de este lugar.
Alderan no se mostró molesto.
—Te dije la verdad —se limitó a replicar.
—Pero no toda: «El engaño es la obra del Innombrable, el padre de las mentiras. Muéstrate abierto y honrado en todos tus tratos, y la diosa te sonreirá».
El anciano rompió a reír, una risa lo bastante franca y entusiasta como para llamar la atención de varios de los presentes.
—¡Por los santos! ¡Mira que citarme las escrituras! Tú ganas, muchacho —rió, levantando las manos como quien implora clemencia—. Tendría que haberte preparado para esto, discúlpame otra vez. No tendrás problemas, así que no te preocupes. Después de lo que demostraste a bordo de la Kittiwake, no me cabe la menor duda de que estás a la altura de lo exigido.
—Entonces acabemos con esto.
Alderan encabezó la marcha a buen paso a través de los corredores de piedra blanca de la casa capitular, en dirección a los patios de prácticas del ala sur. Había tres cuadrángulos en torno a un edificio situado en medio que albergaba el armero. Unos senderos situados a la sombra bordeaban los dos patios más modestos, uno cubierto, el otro al aire libre, mientras que el tercero, mayor que los otros dos juntos, estaba rodeado de bancos bajo un pabellón. Darin le había contado que ése era el patio donde tenían lugar las exhibiciones y las evaluaciones de los alumnos.
Alderan se detuvo al llegar a la puerta del vestuario.
—¿Qué pasará? —quiso saber Gair.
—No puedo contártelo. Soy tu padrino. Lo único que puedo decirte es que habrá algunos graduados esperándote, y también que te harán algunas preguntas. Tienes que responderles con sinceridad e intentar hacer todo lo que te pidan. Yo también estaré ahí, pero no puedo ayudar. Tendrás que apañártelas por tu cuenta. Ahora entra, cámbiate y nos veremos en el patio en unos minutos. No te preocupes. Tengo toda mi fe depositada en ti.
Alderan, muy serio, le dio una palmada en el brazo antes de alejarse por el corredor. Gair entró en el vestuario y, pasando de largo la hilera de bancos, se encaminó hasta el extremo opuesto, donde lo aguardaba un hombre de tez oscura, algo más bajo que él y un poco mayor. Vestía una capa azul que le llegaba a la cintura y llevaba un hatillo blanco en las manos.
—Tú debes de ser Gair —dijo, sonriente—. Ponte esto. Es de tu talla. El ama de la casa tuvo que ajustarlas a tu estatura.
Le tendió el hatillo. Resultó contener una túnica holgada y unos pantalones de tela áspera que a Gair le recordó la lona de la vela de un barco. El resto de las prendas también eran del color blanco de la túnica de novicio. Gair se quedó en ropa interior, y se vistió antes de doblar su ropa y dejarla en el banco. El talle era bastante holgado, muy cómodo, a pesar de que la tela resultaba rugosa al tacto.
—Al principio es incómoda, pero con el uso se vuelve más suave —le contó el adepto mientras Gair tocaba el tejido—. No tardarás en acostumbrarte. ¿Listo?
El adepto abrió la puerta que daba al patio y lo condujo afuera. Aún era temprano, y el patio estaba en sombras aparte de la zona oeste, donde una cinta de oro se desparramaba sobre los asientos superiores. El suelo de tierra removida estaba frío al tacto, pero el ambiente era seco y anunciaba una cálida jornada. En Dremen, donde los veranos eran cortos, ya habría escarcha en la hierba y las aves volarían al sur en extensas formaciones. Allí en las islas, el verano parecía extenderse hasta el día de San Simeon, incluso más todavía.
Los maestros se sentaban en semicírculo a lo largo de los asientos bajos del extremo sur. Alderan se hallaba de pie en el patio, en un lateral. Aparte de las largas capas azules, los maestros vestían con la misma normalidad que cualquiera con quien Gair se hubiese cruzado en las calles de una población, con el dobladillo de la túnica polvoriento y el calzado gastado. Frente a ellos había una serie de objetos, incluido un montón de madera, una artesa llena de agua y una pila de rocas grandes.
—¿Seis? —susurró el adepto—. Tienes que ser bueno. A mí sólo me supervisaron dos. ¡Buena suerte!
Se inclinó ante los maestros y se alejó hacia una de las arcadas situadas bajo las gradas. Gair cubrió los últimos pasos que lo separaban de Alderan.
Cuatro hombres y dos mujeres le observaban. Una de las mujeres tenía la piel cobriza y las facciones angulosas propias de los desiertos meridionales. Vestida con camisa y calzones de hombre, se había remangado hasta los codos y dejaba al descubierto sus antebrazos magros, nervudos. Llevaba el pelo muy corto, como un chico. Cuando levantó la vista, los ojos negros como el azabache que esperaba encontrar resultaron ser asombrosamente azules, vivos. Por contraste, la otra mujer tenía el pelo blanco, era corpulenta y tenía aspecto de ser la abuela de alguien. Aparte del enorme anillo de esmeralda, tenía una imagen tan hogareña que no le hubiera sorprendido verle las mangas manchadas de harina.
Los cuatro hombres también eran muy distintos entre sí. Dos eran de piel oscura, de complexión y facciones tan similares que podrían pasar por hermanos, incluso por mellizos. De los otros dos, uno era rubio y barbudo, el otro rubicundo, perfectamente afeitado y tirando a rollizo. Los seis observaron a Gair con la intensidad propia de quien está dispuesto a pujar en la subasta de ganado. Él se esforzó en mantenerse bien recto y no titubear, pensando que si miraba al frente, al banco vacío que mediaba entre ambas mujeres, la atención de los demás presentes le resultaría menos desconcertante.
—Éste es Gair —lo presentó Alderan—. Acaba de llegar, procedente de la casa materna suvaeana de la ciudad santa de Dremen, para someterse a las pruebas de sus dones y aprender las responsabilidades que acompañan el privilegio del poder. Acude a nosotros por propia voluntad, con el conocimiento de lo que es y de que aquello en lo que se convertirá lo situará aparte del prójimo en el mundo, para siempre. Acude a nosotros para que lo aceptemos como gaeden.
—Bienvenido, Gair —lo saludaron los maestros con formalidad. Gair inclinó la cabeza con la esperanza de que fuera lo correcto.
La mujer mayor le dedicó una sonrisa tan dulce como una galleta casera de mantequilla.
Alderan retrocedió unos pasos, situándose a un lado por detrás de Gair. De pronto el ambiente se cargó de tensión. El vello de los brazos de Gair se erizó como si alguien le hubiera acariciado con las uñas la columna vertebral. Fuera lo que fuese que sentía, lo rodeaba como si fuera una celda, incluso bajo sus pies. Un escalofrío de incomodidad lo sacudió hasta ponerle los nervios a flor de piel. Recordó otra celda, una de paredes de hierro, y tuvo que esforzarse para apartar ese recuerdo de la mente.
El graduado rubio fue el primero en hablar. Lo hizo con voz sorprendentemente grave y ronca para tratarse de alguien tan delgado.
—Soy Godril —se presentó—. ¿Puedes trabajar con fuego?
—Puedo.
—Muéstrame una llama.
Gair alcanzó el canto en su interior. Respondió a la llamada para saludarlo, inquieto como un cachorro, llenándolo de energía. Rápidamente buscó la susurrante melodía de la llama y extendió la palma de la mano. Una pequeña llama dorada flotó de pronto sobre la mano, encendiéndose y apagándose al ritmo de los latidos de su corazón. La enderezó antes de dejarla flotando en el aire ante él. Godril la extinguió sin esfuerzo.
—Eso es una ilusión. ¡Muéstrame fuego!
Había un poco de paja a los pies de Gair. La levantó y prendió como si se tratara de una cerilla. Sin apartar la mirada del rostro de Godril, dejó que ardiera en sus dedos y soltó los restos que se redujeron a cenizas y se desintegraron.
—Ahora eso.
Godril señaló la leña. Era un tronco de seis pies de longitud de corte rectangular, grueso como la cintura de Gair. Recién talado, los bordes serrados seguían pegajosos con la savia. Gair se concentró. Prender madera recién talada siempre le resultaba difícil, incluso disponiendo de yesca y pedernal, pero creía haberle pillado el truco. Tras la constante y cuidadosa práctica a bordo de la Kittiwake había llegado a ser capaz de crear una llama firme; en este caso se trataba más bien de una cuestión de escala. Invocó la llama en la madera. Al principio no sucedió nada, luego la leña empezó a humear. Tomó un poco más del canto y una lengua dorada prendió las astillas que habían quedado tras la tala. Entonces apareció otra. Prendió, se avivó. Alimentado por su voluntad, el fuego recorrió el tronco y se alzó hacia el cielo. Las burbujas de savia sisearon antes de reventar.
A su alrededor aumentó la tensión en el ambiente. En el tronco las llamas adoptaron un fulgor azulado casi hasta extinguirse. Gair se concentró más. Surgió una llama nueva que Godril volvió a aplacar. Gair asentó los pies y extrajo más del canto.