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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (59 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—Sé lo que me hago.

«Salta a la vista.»

Ansel tapó el botellín, que lanzó al novicio.

—Disfrutas de cierto margen conmigo, pero te sugiero que no abuses de él.

Selsen se limitó a inclinarse ante él, pero al azul de sus ojos no asomó el menor rastro de contrición.

«Sí, mi señor.»

Incluso utilizando la lengua de los ladrones, el muchacho se las ingeniaba para mostrarse insolente. Una expresión hosca lo cubrió por completo como la lluvia que cae del alero. Igualito que su madre.

Ansel se quitó la bata de lana de estar por casa y aceptó las prendas que Selsen había sacado del armario. Cuando el frío tejido de seda de la camisa de cuello cerrado le rozó la espalda, no pudo reprimir un escalofrío.

«¿Tienes miedo, anciano? Sobreviviste a Samarak, también sobrevivirás a esto. ¡Maldita sea, cuando las flechas surcan el aire, levantas el escudo y mantienes la posición!»

Se ciñó la camisa y se dispuso a abotonarla. Los diminutos botones de perla se mostraron escurridizos; cada vez que acercaba uno al ojal, se le escapaba de entre los dedos. Condenadas miniaturas. Deseó que el sastre contrajera la sífilis. Lo intentó de nuevo hasta que Selsen intervino con un pulso más firme.

«Déjame ayudarte.»

Ay, la edad… Que ni siquiera fuese capaz de abrocharse la ropa por sí mismo, que tuviera que confiar esa labor a otro. Era posible enseñar a un crío idiota cómo apañárselas con los botones y puntillas. ¡Arg! Ansel apretó con fuerza los dientes a medida que el novicio abrochaba con destreza la pechera de la camisa y los puños. Apartó los brazos del cuerpo para que pudieran introducirle la camisa por debajo de los calzones, antes de pasarle la pesada túnica sobre los hombros.

«Me siento como si te estuviera poniendo la armadura antes de la batalla —dijo el joven mediante signos—. Primero la camisola, luego la coraza… —Estiró el guadamecí, con su reluciente hilo de oro—. Y luego el jubón.»

Selsen tomó la pesada túnica de terciopelo y sacudió los pliegues entre susurros de satén.

—Bien sabe la diosa que pesa tanto como una coraza. —Con el ceño fruncido, Ansel introdujo los brazos en las mangas—. Y que es tanto o más calurosa. —Ya tenía la camisola empapada de sudor, y no había forma de superar las diversas capas para apartársela de la piel—. ¿Y bien? ¿Estoy presentable?

«Los avambrazos y las grebas te sentarían de maravilla, pero no creo que tardases en caer de bruces.»

—Crío descarado. Dame el bastón, anda, antes de que te arreé en el trasero el golpe que te mereces.

«Sigo pensando que toda esa parafernalia no es adecuada.»

—Puede que no, pero tienes razón, ¿sabes? Vamos a la batalla, así que por la diosa que pienso vestirme de punta en blanco, y ordenar que todos los pendones ondeen al viento.

De nuevo se oyó repicar la campana del rede, momento en que las comisuras de los labios de Ansel se curvaron hacia abajo. Sólo quedaba un cuarto de hora, y entonces todo terminaría, para bien o para mal. Había llegado el momento de salir. Se apartó del escritorio y se irguió. El jarabe de adormidera había empezado a hacerle efecto, acariciando y calmando el dolor de sus maltrechas articulaciones. Al cabo de un rato pagaría el precio por haber caminado tanto, pero ya lo afrontaría cuando llegase el momento.

El reflejo de un rayo de sol en una superficie metálica le llamó la atención. La espada en su vaina colgaba de un clavo junto a las estanterías que había al lado de la ventana, con el cinto enroscado, polvoriento y agrietado por la falta de uso. Lástima no haber encontrado una excusa para ceñirla a la cadera cuando hiciese su entrada en el salón del rede. Apoyar la mano en la pesada empuñadura bastaba para que los hijos de puta más traicioneros se sentasen tiesos en su presencia. Selsen siguió la trayectoria de su mirada.

«Al menos haría que recordaran quién gobierna esta orden.»

—Entonces la reservaré como último recurso —gruñó Ansel—. Cuando no haya más opción que actuar o morir.

«Por ahora ellos tendrán la mano de acero en puño de terciopelo.» Selsen se aseguró de que la túnica le cayese bien recta, y quitó una hilacha de la manga. Luego esbozó una sonrisa lobuna, tan parecido a su madre en ese momento que a Ansel le dolió el alma.

—¿Preparado? —dijo, esperando que el tono ronco de su voz fuese interpretado como decisión—. Es hora de presentar batalla.

Danilar trabó la cuerda de la campana en torno al colgadero, mientras el eco de la última campanada se adelgazaba hasta el silencio. De nada habían servido las precauciones, la obsesión de Goran de mantenerlo en secreto. A partir de entonces toda la casa materna lo sabría, incluido —eso esperaba el capellán con tanta devoción como aguardaba por el bien redentor— el propio preceptor. Por favor, diosa, que Ansel lo hubiese oído. Por favor, diosa, que llegase a tiempo al salón.

En relativo silencio salió por la portezuela que había al pie del campanario, allí aguzó el oído por si oía el rumor de la conmoción, pero el largo vestíbulo seguía vacío. Nada se movía a la luz que se filtraba por los altos ventanales, a excepción de los estandartes que colgaban de la bóveda. Las puertas que había entre la pareja de guardias cubiertos de armadura permanecían cerradas. Quizá alguien dentro del salón del rede había oído las campanadas, pero eso no había bastado para distraerlos de lo que estaban haciendo.

Danilar crispó los puños. No sabía qué fallos podía tener Ansel, y por mucho que la curia discrepara con su administración de la orden había un procedimiento que debía seguirse para resolver las diferencias. Debían obedecer la letra de la ley, o ¿qué quedaría, exceptuando el caos? La inquietud y la ira hicieron que apretara el paso, regresó al cuarto para ponerse una ropa más formal. Era capellán y no tenía derecho a voto en la corte consistorial, pero tenía derecho a estar allí cuando se sentaran, y había demasiado en juego para perdérselo.

El Anciano Festan puso los brazos en jarras y miró ceñudo al centinela que guardaba las puertas con travesaños de hierro.

—¿Qué significa que no puedes abrirla? —exigió.

—El rede ya ha iniciado la sesión, Anciano —dijo el inexpresivo centinela, mirando al frente, más allá del hombro de Festan—. Las puertas sólo pueden abrirse por dentro.

—Pero ¿cómo van a estar reunidos en sesión, si la mitad de la curia se está congelando los talones aquí fuera, por no mencionar al preceptor? ¡Te ordeno que abras esas puertas!

—Lo lamento, Anciano, pero no puedo hacerlo.

—¡Será po…!

—Dejémoslo estar, Festan —dijo Ansel—. Puede que vocear a este pobre hombre te haga sentir mejor, pero no va a cambiar las cosas. Si tienen quórum pueden iniciar el rede sin nuestra presencia, y quedarse ahí dentro todo cuanto quieran, como bien sabes. Así que haya paz y dejadme pensar.

Veinticuatro túnicas escarlata se apiñaron a su alrededor en el vestíbulo. Ansel los había encontrado revoloteando en los pasillos de camino al salón del rede, sin saber a qué venía que los convocaran. Todos ellos lo habían seguido, convirtiéndose en la cola de un cometa preceptor, para acabar descubriendo que las puertas cerradas del salón del rede lo habían desviado de su órbita. Veinticuatro. No eran suficientes.

Ojalá Festan estuviese en lo cierto y pudiera ordenar que le abriesen las puertas. Si pudiera encararse a ellos estaba seguro de vencer. Pero si se convocaba el rede y había quórum, los presentes podían actuar con toda la autoridad de la curia, y sus deliberaciones tan sólo podrían interrumpirse a instancias de los presentes. A ese lado de la puerta ni siquiera había un tirador.

Se oyeron chirridos rítmicos, procedentes del fondo del corredor. Todos volvieron la cabeza. El Anciano Tercel, que a su edad estaba demasiado frágil para caminar, iba sentado en una silla de ruedas que empujaba el Anciano Morten, un hombre casi tan encorvado y canoso como su acompañante. Los hubo que se apresuraron a ofrecerles ayuda, pronunciando palabras atropelladas, ansiosos como estaban de explicarse. Otros dos. ¿Cuántos acudirían aún?

«Tiene que haber algo que podamos hacer», le dijo por señas Selsen.

—No arríes la bandera que aquí aún no hemos terminado.

Ansel echó un vistazo poniéndose de puntillas para ver por encima de los demás. Oyó más pasos. Danilar entró en el vestíbulo sacudiendo a su espalda el extremo de la estola y estrujando en la mano un documento.

—Gracias a la diosa que te has enterado, Ansel. Temía que la campanada llegase demasiado tarde.

—¿Fuiste tú, y no ellos, quien la tocó? —preguntó Festan.

Danilar asintió.

—Por casualidad miré por la ventana, y vi a una docena de Ancianos cruzando el patio, vestidos todos con la túnica del rede. Vine aquí directamente, pero ya habían cerrado las puertas.

Festan frunció el ceño.

—No puedo creerlo. ¡Traición en nuestro propio seno! —Después de remangarse, se acercó a las puertas y las golpeó con los puños carnosos—. ¡Abrid! ¡Abrid en el nombre del preceptor!

El polvo flotó como una nube cuando las puertas temblaron en sus marcos. Algunos de los demás Ancianos sumaron sus voces a la de Festan, gorjeando su preocupación como gorriones con un gato en el jardín. Danilar mostró a Ansel el documento que llevaba.

—Ten. Me crucé por el camino con tu secretario y me dijo que esto podría serte útil. Es la lista de ausentes de la primera sesión prevista para la próxima semana.

Ansel pasó la mano por las arrugas del papel y echó un vistazo a los nombres, contando. Dieciocho ausentes, por tanto había ochenta y un asistentes. Cincuenta y cuatro jerarcas para obtener quórum. Sintió el calorcillo que le proporcionó una ligera esperanza. ¿Cabía esa posibilidad? Repasó de nuevo con la vista la estancia para confirmar sus cuentas, y la leve esperanza se esfumó. Veintiséis no eran suficientes para desafiarlos.

Ofreció en silencio el documento a Selsen, quien lo leyó con rostro serio antes de devolvérselo. Detrás de él, Festan siguió golpeando la puerta, pidiendo que lo dejasen entrar.

—Por los santos y los ángeles, Festan, déjalo. —Ansel suspiró—. No hay nada que podamos hacer, excepto esperar a ver dónde caen las flechas.

Se apoyó en el bastón cuando empezó a ceder la fuerza de la ira justiciera que lo había llevado allí. De modo que todo iba a acabar así: por un tecnicismo burocrático. Menuda ironía.

—¿Flechas? —aulló alguien—. ¿Acaso ha estallado por fin la guerra en Gimrael?

Ansel miró a su alrededor. Las vestimentas escarlata se apartaron del camino del preboste cuando éste entró en la estancia vestido con atuendo de caza, dándose palmadas con los guantes en el muslo al compás del taconeo de sus botas. Con él iba otro Anciano vestido de igual manera, de cuyo hombro colgaba aún la aljaba.

—Aún no, Bredon —respondió Ansel.

Eran veintisiete con Eadwyn. Seguían sin ser suficientes.

—Entonces, ¿qué está pasando? Me encontraba en el parque de ciervos de Eadwyn y tenía al alcance de mi arco una pieza cuando oí la campana. Alguien me debe un buen ejemplar.

«Insurrección», dijo Selsen por señas. El preboste arqueó ambas cejas.

—¿La lengua de los ladrones? Pensé que sólo los espías y los pillos la empleaban, no los novicios suvaeanos.

«Crecí en Puertos Blancos, mi señor, eso es algo que no puedo borrar. ¿Puedo pedirte prestada la daga?»

Bredon arrugó el entrecejo, pero sacó de la parte superior de la bota un cuchillo que utilizaba para desollar, que tendió al joven por el puño. Selsen tomó el arma y se dirigió a las puertas del vestíbulo, inclinando la cabeza al pasar junto al colérico Festan. Los centinelas lo miraron indecisos. Primero miraron al preboste, y luego a Ansel, antes de volver de nuevo la vista a su superior.

—Dejadlo hacer —ordenó Ansel—. ¿Selsen?

«Confía en mí.»

El novicio introdujo con cuidado la daga entre ambas puertas bajo el pestillo, y la deslizó hacia arriba hasta que se oyó un chasquido metálico. Apoyó el hombro y empujó, momento en que la hoja izquierda de la puerta se abrió más o menos una pulgada.

—Impresionante —alabó Bredon, recuperando el cuchillo—. Veo que el hecho de crecer en los muelles te ha proporcionado ciertas habilidades. ¿Quién eres, joven? Podría buscarte un puesto como agente de la ley.

«Me llamo Selsen, mi señor. Paso aquí una temporada, venido de la casa filial de Caer Amon.»

—¿Qué te propones hacer, Selsen? —lo interrumpió Ansel.

Por toda respuesta, Selsen se limitó a señalar al preboste con una sonrisa. Los ojos oscuros de Bredon expresaron primero cierta confusión, pero entonces frunció los labios cuando cayó en la cuenta. Se inclinó ante Ansel con la mano en el pecho.

—Acepto tu propuesta de nombrarme bajo la cuarta enmienda, mi señor preceptor.

Pues claro. ¿Quién iba a sospechar que un novicio procedente de una remota casa filial estaría tan versado en las intrincadas sutilezas de la ley consistorial? Miró a Tercel, quien se acarició la barbilla con dedos huesudos antes de hacer un gesto afirmativo con la cabeza.

—Selsen, hijo mío, nunca dejas de sorprenderme —dijo Ansel, cuya compostura se vio amenazada por una sonrisa torcida—. Procedamos.

Como dependían una de otra, las puertas que daban al salón del rede se abrieron después de que Selsen propinara un fuerte empujón. Ambos centinelas se apartaron. Los Ancianos, sorprendidos, se volvieron en sus asientos, y a Goran se le trabaron las palabras subido al estrado del preceptor.

Ansel se situó bajo el dintel, recorriendo con la vista a los Ancianos reunidos. Algunos se engallaron desafiantes, pero no pocos fueron quienes se encogieron.

«Y bien que hacéis, condenados hipócritas. —Ansel sintió la ira en el pecho—. ¿Qué os prometió ese ambicioso gusano a cambio de vuestro apoyo?»

Bredon y Danilar se situaron a ambos lados de él, y a su espalda oyó los pasos del resto de los Ancianos, que fueron ocupando sus asientos. Cuando finalmente cesó el frufrú, observó con fijeza a Goran, de pie frente al asiento de preceptor en cuyo respaldo estaba tallado el roble, desafiándole a ser el primero en apartar la mirada.

—Éste que se celebra es un rede ilegal —anunció.

—Reunimos un quórum de Ancianos disponibles, tal como manda la ley consistorial —afirmó Goran—. Tenemos derecho a votar…

—Cierra la boca, Goran.

—A votar asuntos que conciernan…

—¡He dicho que te calles! —Ansel golpeó el suelo con el bastón—. Una sola palabra más antes de que yo termine de hablar y haré que el preboste te arreste.

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