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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (55 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Tanith se zambulló.

Alderan apartó a Masen para dejar algo de espacio a Tanith. Tan sólo el modo en que se le acentuaron las arrugas dio fe de la inquietud de Masen, pero con los años que hacía que se conocían, Alderan no tuvo problemas en comprender cómo se sentía.

—Se pondrá bien —dijo—. Si hay alguien capaz de curarlo, ésa es Tanith.

—Savin se ha envalentonado —comentó Masen—. Nunca soñé que volveríamos a verlo en acción tan pronto. Cuando ordenaste al consejo que se preparara para un ataque, creí que te asustabas por nada.

—Ojalá, pero ya ves que no es así. Al menos hemos disfrutado de cierto margen para prepararnos. No nos cogerá desprevenidos como sucedió la última vez.

—Somos pocos los que quedamos para recordarlo. ¿Estás seguro de que podrán mantener el escudo?

—Podrán.

Masen enarcó una ceja.

—¿Sin importar qué pueda desatar sobre ellos? Intentará fracturar el Velo, y pasar a través de él sabe la diosa qué.

—Lo sé. —Alderan exhaló un suspiro resignado—. Mucho me temo que antes de que hayamos terminado podríamos asistir al fin de una era.

—Si lo que dice el leahno es cierto.

—Confío en él, Masen, y hasta el momento lo sucedido le da la razón. Savin se ha interesado desde el principio en Gair. Primero intentó ganarse al muchacho, y más tarde desató una tormenta para retrasarnos. Y ahora esto.

—¿Tan poderoso es el joven?

—Tiene poder para dar y repartir.

Masen meditó el asunto.

—¿Y lo de Pensaeca? Probablemente sea una treta para atraernos.

—Mientras que Savin intente burlar nuestros escudos a través de la mente de Gair, sí. Tenemos que esperar.

—Eso nos costará algunas bajas entre los isleños —señaló Masen.

Alderan negó con la cabeza.

—Menos de lo que crees. La gente del Norte suele organizar incursiones en estas islas. Los habitantes se limitan a recoger cuatro cosas y dirigirse al interior. Conocen las colinas y los valles como la palma de la mano, y la gente del Norte aprendió hace tiempo que poco tiene que ganar persiguiéndolos. Se llevan de las poblaciones costeras lo que pueden cargar a cuestas y ponen rumbo norte, de vuelta a su hogar.

—¿Procederán de igual modo con Savin presionándolos? ¿Hasta qué punto sería capaz de azuzarlos para provocar una reacción por nuestra parte?

Alderan se encogió de hombros.

—Todo depende de si es capaz de tener paciencia. Sabes tan bien como yo que nunca se contó entre sus virtudes, si es que tiene alguna. Podríamos esperar a ver qué hace.

—¿Estás dispuesto a apostar vidas ajenas?

—Se te da bien hacer preguntas difíciles, viejo amigo —lo alabó Alderan—. Y esperar respuestas difíciles.

—Igual de bien que a ti evitar darlas. —Masen rió sin ninguna alegría—. En fin, diré a K’shaa que esté preparado. No querrá que el
Estrella
siga fondeado, habiendo piratas tan cerca.

—Ya puestos, despierta a los maestros. Si Savin se nos echa encima, vamos a necesitar toda la ayuda que podamos recibir en las islas para mantener el escudo en alto.

—¿Y si Gair se equivoca?

Ambos miraron hacia el lugar donde Tanith permanecía arrodillada sobre la figura tumbada del joven leahno. Estaba envuelta en chispas verdes. Incluso a esa distancia, su manejo del canto tiraba del don de Alderan. El poder que gobernaba la astolana era considerable. Suspiró de nuevo.

—Habrá que vender esa piel de oso cuando lo cacemos, y no antes.

Miró al cielo y arrugó el entrecejo. Unas nubes finas enturbiaban el azul, y el viento entablado arrancaba palomillas en el oleaje del fondeadero de Pensaeca.

—Parece que el tiempo está cambiando —dijo—. Creo que se nos echa encima una tormenta.

Los tentáculos de hiedra serpentearon por el terreno polvoriento. Alumbraron brotes al espesarse, brotes que rápidamente se convirtieron en oscuras y correosas hojas recorridas por surcos púrpura como órganos enfermos. Los tentáculos se movían a una velocidad asombrosa. Delante de ellos, Gair echó a correr.

Redujo el paso cuando llegó a una esquina y miró con cuidado lo que le aguardaba al doblarla. No había nada. No había nada en el camino polvoriento, delimitado por las paredes verdes. Volvió la mirada. Tampoco había nada allí. Parecía seguro, pero no estaba más cerca de descubrir la salida. Secó el sudor de su frente con la manga y deseó tener agua. Tenía la garganta llena de polvo.

Una presión suave en el tobillo le empujó a mirar hacia abajo. Un brote púrpura oscuro, no más grueso que el dedo meñique, se le había enroscado alrededor de la bota. Las hojas diminutas se abrían a lo largo del brote. Gair tiró del pie para arrancarlo. El brote se contrajo, luego se arrastró por el terreno en dirección al otro tobillo. Gair retrocedió hasta dar con la espalda en uno de los setos. Las espinas le mordieron la piel después de atravesarle la ropa, lo bastante fuerte como para hacerle sangrar. Soltó un gañido y giró sobre los talones. Más brotes se le habían enroscado, salían a través del seto y empezaron a alumbrar hojas flácidas y resecas, como si llevasen años muertas.

Gair se apartó aún más. El brote que le había alcanzado el pie era más grueso que su pulgar, y se le acercaba dibujando un surco en el polvo. Los brotes que habían surgido del seto retrocedieron como serpientes. Más allá, el seto estaba casi muerto. Tan sólo algunas manchas verdes sobrevivían entre las hojas pardas, y el follaje correoso no tardó en asfixiarlas. Gair echó de nuevo a correr.

Sintió un latigazo al pasar cuando el brote se arrojó sobre él, arañándole la ropa. Las raíces asomaron por el terreno endurecido por el sol, con intención de ponerle la zancadilla. Saltó para evitarlas y pasó agachado por el primer sendero lateral que lo llevaba lejos de la hiedra. Callejón sin salida. Gair lanzó un juramento y encaró el siguiente recodo. Echó un vistazo rápido y vio que estaba despejado, pero antes de recorrer cien yardas oyó el rumor de las hojas muertas.

Empezó a correr más de prisa. Las espinas le arañaban las manos y los brazos cuando giraba demasiado rápido o no podía detenerse al llegar a un callejón sin salida. La sangre no tardó en manar junto a las gotas de sudor, manchándole de escarlata la camisa. Las hojas muertas cubrían ya todos los setos, extendida su negrura a lo largo de las ramas. A cada paso se abrían más hojas púrpura que devoraban el verdor.

Gair sintió un pinchazo en el costado que le obligó a detenerse. Apoyó una rodilla en el suelo para recuperar el aliento. Era como tener los pulmones llenos de arena ardiente. A su alrededor no vio ni rastro de la hiedra; quizá disponía de un rato para descansar. Si encontrara un poco de agua… Le ardía la garganta, el ambiente reseco por un sol invisible y despiadado. Incluso su sudor se evaporaba antes siquiera de empaparle la camisa. Tal vez encontraría agua cuando lograse salir por fin de ese lugar.

Rápidas como víboras que se lanzan al ataque, los tallos púrpura se enredaron alrededor de los brazos y los tobillos de Gair. Le obligaron a ponerse en pie, luego lo levantaron del suelo. El pánico se desató en su pecho. Arañó el aire, decidido a asir los correosos tallos, pero eran inflexibles como cadenas de acero forjado. Lo único que logró arrancar fue su propia piel. Lo abrieron de piernas, recostado contra el seto que tenía detrás. Las espinas le arañaron la espalda, los muslos, incluso empezaron a introducirse en el recio cuero de las botas. Cada vez eran más las que le mordían la piel. Gritó.

«Basta», dijo alguien con voz mesurada. La hiedra se tensó, convulsa. Más espinas mordieron la carne de Gair, y la sangre salpicó las hojas secas que tenía debajo. «Esto termina aquí.»

Una luz brillante inundó el laberinto brumoso. Gair cerró con fuerza los ojos. Sintió que el brazo izquierdo le ardía, como si hubiera entrado en contacto con un hierro recién sacado de la forja, y las ataduras que se lo sujetaban desaparecieron. En la distancia, algo lanzó un quejido de dolor. A ciegas, manoteó para liberarse el otro brazo.

«Espera», ordenó la voz. Gair miró con los ojos entornados a través del fulgor, y distinguió el contorno de una figura vestida con túnica con un halo cobrizo. Cuando una espada llameante lanzó un golpe en su dirección, sintió libre el brazo derecho.

Un ángel. Un ángel armado con una espada llameante.

«Madre, llena eres de gracia, vida y luz de todo el mundo…»

Palabras de devoción llenaron su cabeza como un torrente, con la insistencia del chasquido de unas cuentas.

«Benditos son los mansos, que hallarán la fuerza en ti. Benditos los misericordiosos, que en ti hallarán la justicia. Benditos los perdidos, que en ti encontrarán la salvación. Que así sea.»

El ángel avanzó. Esgrimía la espada con la destreza propia de un cirujano armado con un escalpelo, y con su hoja cortó los tallos como si de una telaraña se tratara. Las raíces verdes que asomaban por el seto necesitaban tiempo para crecer, un margen que Gair podía aprovechar para partirlas sin demasiado esfuerzo. Cuando el ángel cortó los últimos tallos, Gair cayó en el sendero. Tenía manchas de hollín y sangre en la camisa. El centenar de diminutas heridas causadas por las espinas le dolió cuando se apartó de los restos de hiedra y de la untosa savia hedionda.

«Ven, rápido —dijo el ángel—. Tenemos que salir de aquí.»

Una mano se deslizó bajo su brazo y lo ayudó a incorporarse. El seto carecía de hojas a ambos lados de las espinas ensangrentadas. Nuevos tallos de hiedra recularon ante la espada del ángel, cuando éste la blandía para apartar todo cuanto se les interponía en el camino.

«Tenemos que salir de aquí.»

Anduvo con dificultad tras el ángel, que abría el camino. Aunque no parecía avanzar rápido, se vio obligado a correr arrastrando los pies para mantener el paso. El ángel escogió el camino sin titubear, primero a la izquierda, luego otra vez a la derecha. Su espada llameaba en la mano, mientras que con la otra rozaba levemente el seto que los flanqueaba. Allí donde tocaba aparecían nuevas hojas que volvían hacia el sol su rostro verde.

Una y otra vez la hiedra quiso atacarlos. Por tierra, salida de los setos a la altura de la garganta. El ángel blandió la espada y las ramas llovieron sobre ellos. Los gases que desprendía la savia escocieron a Gair en la garganta. Perdió la noción de cuánto habían corrido. A cada vuelta no veían más que setos moribundos, o algunos que estaban completamente secos, los arbustos espinosos se asfixiaban con la hiedra o cedían bajo el peso del parásito. El ángel se estremeció y retiró la mano.

A Gair le ardían los músculos. Finalmente, sus cansados pies tropezaron entre sí y cayó al suelo, sin fuerzas para ponerse de nuevo en pie. El ángel le tendió la mano.

«No tenemos mucho tiempo.»

—No puedo. No puedo continuar.

«Tienes que hacerlo.»

—¡No puedo!

«¡Levántate! Tienes que levantarte o estarás perdido. —Los dedos del ángel se cerraron alrededor de su muñeca, y lo puso de rodillas en el suelo—. ¡No pienso dejarte en sus manos! ¡Arriba!»

Dio otro tirón que bastó para levantarlo. Procedente de la retaguardia oyeron el ruido de hojas caídas.

«¡Rápido! Se nos acaba el tiempo!»

Gair se puso en pie, aunque el esfuerzo estuvo a punto de tumbarlo de nuevo. El ángel le rodeó el cuerpo con un brazo para ayudarlo, y ambos avanzaron con dificultad.

Al doblar el siguiente recodo se encontraron cara a cara con la hiedra. Alfombraba el terreno de hojas manchadas y envolvía con amplias fajas los setos maltrechos. Las raíces se retorcían en la tierra quebrada.

«¡Atrás, rápido!»

Gair retrocedió torpemente por donde habían venido, pero tuvo que hacer un alto cuando las fuertes hebras que formaba la hiedra recorrieron los setos en dirección a ellos. El ángel susurró irritado y volvió a hacer un barrido con la espada. No tenían otra opción que seguir adelante.

La hiedra había formado un techo en el camino. Suspiraba entre constantes sacudidas donde no había viento, y debajo se extendían las sombras. Los tallos dejaron de atacar y se enroscaron incansables, a la espera.

«Tenemos que atravesarlo.»

—Benditos los perdidos, que en ti encontrarán la salvación —murmuró Gair. No podía mantener la cabeza en alto. Bastó con esas pocas palabras para que rompiera a toser.

«No olvides esa reflexión.»

El ángel levantó la espada llameante, que despidió un fulgor vivo, ardiente como la grieta que da a las forjas del cielo, y de la hoja salió proyectado el fuego.

Un grito taladró los oídos de Gair. Cayó una lluvia de hojas requemadas y el ambiente se llenó de un fuerte olor a chamusquina.

«¡Corre!»

Tropezó una, dos veces, pero obedeció en cuanto el ángel le dio una fuerte palmada en el trasero. La hiedra se retorció y se introdujo bajo sus botas, pero por primera vez dio la impresión de que era más fuerte el temor que le inspiraba la hoja del ángel que el afán de aferrar a Gair. Se agachó para salvar los últimos tallos y salió a la luz del sol, momento en que cayó de nuevo de rodillas.

«No hay tiempo, —advirtió el ángel—. ¡No puedes parar!»

Gair recurrió a sus últimas reservas de energía y avanzó más de prisa, aunque con torpeza. Las ramas rotas crujían bajo sus pies. Allí los setos estaban más muertos que vivos, y el ángel ni se preocupó en tocarlos al pasar. Habían cedido demasiado terreno a la hiedra como para intentar recuperarlo. Con el ángel ayudándolo la mayoría de las veces, se concentró en poner un pie delante del otro. Se encontraba peligrosamente cerca del límite de sus fuerzas. A su alrededor la hiedra se estremecía, acusando su propio dolor.

De pronto el ángel detuvo el paso e inclinó la cabeza como si escuchara. Entonces se dirigió rápidamente a la derecha.

«Ahora estamos muy cerca. Tienes que ser fuerte.»

—No puedo.

«Claro que sí. Tienes fuerza de sobras, Gair. Confía en mí.»

Gair estaba demasiado cansado para protestar, así que se dejó arrastrar hacia una esquina y, después de doblarla, por un sendero recto que parecía abierto por una mano inmensa. Las ramas alfombraban el terreno. Aminoró el paso, pero se dirigió hacia donde le señalaba el ángel. Había más senderos entre setos derribados, otros recodos que doblar, hasta que finalmente el ángel se detuvo.

Habían alcanzado lo que en tiempos fue una plazoleta rodeada por setos. Lo único que quedaba de ellos eran los tocones renegridos que asomaban de un sudario de hiedra. Las ramas, gruesas como los muslos de Gair, se apilaban retorcidas en la zona, cubriendo el terreno de recias hojas que relucían como cuero viejo. La escasa luz que salvaba el tejado improvisado por la vegetación iluminaba el tronco situado en el centro de la plaza.

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