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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (5 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Al frente el gentío se hizo más denso y adoptaron una marcha lenta. Los carreteros se habían sentado en sus carros, y reían y se llamaban los unos a los otros sobre las cabezas de los transeúntes. Las señoras de Dremen, vestidas con falda larga y tocadas con cofia almidonada, iban hombro con hombro con cazadores belisthanos enfundados en piel de ante. Jóvenes nobles a lomos de ensillados caballos sardauki de impecable osamenta, obligados a ceder el paso a un granjero que perseguía una puerca manchada de barro que no estaba interesada en dejarse vender. Las aves enjauladas protestaban, los buhoneros mostraban sus telas y encajes, y lentamente todo el mundo se acercaba a la puerta y la cinta serpenteante, polvorienta, que era el camino de Anorien.

Para cuando la sombra de la puerta cayó sobre él, Gair se mordía el labio, nervioso. La presencia del cazabrujos en su cabeza había perdido fuerza a medida que se acercaban a la puerta, lo que suponía que habían centrado la búsqueda en uno de los cuatro caminos que llevaban fuera de la ciudad santa. Eso esperaba. Tal como estaban las cosas, ya tenía los nervios lo bastante tensos, tensos como las cuerdas de un laúd.

Una partida de caballeros de la Iglesia montaba guardia en la puerta, relucientes las sobrevestas a pesar del polvo que había. Observaban la circulación de los lugareños, pero no movían un dedo para inspeccionar los carros que rodaban por el camino. Gair imaginó que le clavaban los ojos en la espalda en el preciso instante en que pasaron frente a ellos. Estuvo a punto de tragarse la lengua cuando oyó que uno exclamaba:

—¡Alto!

Alderan volvió la vista con expresión de mera curiosidad, aunque sus ojos examinaban cada detalle. Gair procuró emularlo, pero el corazón le latía con fuerza en el pecho. El carretón de un cervecero se encontraba justo enfrente de ambos. Tiraba de él un tiro de bayos con cintas encarnadas en torno a las crines. El cervecero se volvió en el asiento y se descubrió la cabeza para ver a los caballeros abrirse paso a través del tropel de gente. Gair miró de nuevo al frente. El gentío discurría hacia la puerta, y apenas había un hueco donde meterse. Hombres y caballos avanzaban a ambos lados de él, no había espacio ni para desmontar. Tenía la boca seca y una capa de sudor le cubría la espalda.

—Adelante, adelante —murmuró.

El alazán avanzaba con dificultad, incómodo por las angosturas en las que debía maniobrar. Alderan le puso una mano en el brazo.

—Tranquilo, no creo que vengan a por nosotros.

—¿Seguro?

—No del todo, así que mantente alerta. ¿Aún oyes a nuestro amigo?

—No tan bien como antes, pero sigue ahí.

Gair se incorporó sobre los estribos para mirar en derredor, pero los cuellos arqueados del tiro del carretón y la muralla que formaban los barriles le bloqueaban la vista. No había nada que ver, excepto hombres empapados en sudor y animales inquietos. En algún lugar al frente, unos bueyes levantaron la cola y sumaron su bovina protesta a la atmósfera cargada.

—Huele el aire fresco que se respira en el campo —propuso Alderan.

Gair miró en esa dirección. El espacio limitado y el ambiente turbio lo incomodaban, y cada minuto de espera arrancaba notas más punzantes de sus nervios tensos. Pero el anciano estaba tan tranquilo, desparramado sobre la silla de montar como un saco de nabos y hurgándose los dientes.

—¿Cómo puedes estar tan relajado? Aquí acabaremos aplastados por el ganado. No vamos a salir nunca —dijo Gair, volviendo de nuevo la mirada. Los guardias se acercaban y les oyó gritar al cervecero que se quitara de en medio.

Alderan hizo desaparecer lo que fuera que se había sacado de los dientes.

—No lo estoy, pero inquietarse no hará desaparecer a la muchedumbre. Únicamente tenemos que esperar. Estamos tardando más de lo previsto en salir de la ciudad, pero no hay nada que podamos hacer. Hay cosas en esta vida que son inmutables y que sencillamente hay que aceptar. La muerte. Los impuestos. Las colas. —Sonrió de pronto, como un zorro—. Mírate, muchacho. Nadie pensará que tienes algo que esconder.

Gair pronunció una palabra que le hubiese valido unos buenos azotes de la mano del maestro de novicios, y se sentó de nuevo en la silla. La risa de Alderan sonó alta y clara, rica en matices como un vino oscuro.

Finalmente los guardias llegaron a la altura del carretón. Gair miró rápidamente al frente y asió las riendas en previsión de lo que pudiera pasar. No podía soportarlo más. Si los caballeros iban a por él, no tenía ni idea de qué podía hacer. No había espacio siquiera para desenvainar la espada, y mucho menos para enfrentarse a ellos. Se mordió el labio e intentó salivar, pero seguía con la boca seca.

—¡Eh, maese carromatero! —gritó un guardia—. ¡Uno de tus barriles pierde!

«Gracias, madre misericordiosa.» Desaparecida toda la tensión, Gair apoyó el peso del cuerpo en la perilla y soltó un tembloroso suspiro. Alderan sonrió de nuevo, no sin cierta cordialidad.

Al frente la muchedumbre empezó a moverse. La presión aflojó, liberándolos por fin al sol vespertino. En cuanto pasaron de largo junto a las últimas casas arracimadas contra la muralla de la ciudad, Alderan llevó al caballo a un lado y detuvo la andadura a la sombra de unas matas.

—Bueno, ya ves que no ha ido tan mal, ¿eh? —dijo—. Estarás a salvo hasta que anochezca, e incluso entonces emprenderán la búsqueda de un fugitivo, no de un joven noble y arrogante que ha salido a dar una vuelta a caballo por la campiña. —Gair frenó el paso ante la descripción—. Disculpa mis palabras, pero ése es el aspecto que tienes. Tiene algo que ver con el modo en que te mueves, como si el espacio que ocuparas te perteneciese. No creo que nadie sospeche siquiera que hace unas horas te dieron una paliza de órdago.

—¿Arrogante? —repitió Gair.

—Tal vez sea cosa de familia.

—No tengo familia. Me encontraron en el porche de la capilla a los pocos días de nacer.

—Eso tiene pinta de ser el arranque de un buen relato —dijo Alderan—. El joven huérfano con la marca de nacimiento en forma de corona que lo identifica como el heredero perdido del reino. Y etcétera.

Gair hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Nada de coronas. Ni de reinos. El mocoso de un soldado confiado a la beneficencia.

Hacía tiempo que había elaborado esa historia. El nombre del día que le habían puesto era cercano a Atardecer; y calculando un período de gestación normal eso suponía que su madre había concebido al principio de la primavera, más o menos en torno al momento en que las levas locales se interpusieron en su camino a Leahaven para embarcar rumbo a Zhiman-dar, donde se reunía el ejército para su enfrentamiento final contra el Culto. No hacía falta mucha imaginación para intuir el resto.

Tal vez su padre fue un valiente, uno de los miles de soldados que perecieron en las sangrientas arenas de Samarak. O quizá la verdad fuera más prosaica y fue un vasallo quien engañó a una joven campesina, demasiado humilde, o avergonzada, para mantener al niño que alumbró mucho después de marcharse el soldado.

Mordiéndose el labio, Alderan le observó un instante, y después miró con ojos bizcos el camino polvoriento que discurría a lo largo de la orilla meridional del Awen, en dirección al sol poniente.

—Deberíamos continuar. Calculo que nos quedan unas dos horas de luz. ¿Te encuentras con fuerzas para galopar?

Gair se rebulló en la silla. Le dolían las contusiones, más a medida que los movimientos del caballo le estiraban los músculos. La ropa le rozaba las costras y sentía pinchazos en la espalda y las piernas, pero en el vientre era donde más se habían ensañado los interrogadores.

—Puedo intentarlo.

—Entonces pongamos distancia entre nosotros y esta ciudad.

El camino seguía el curso del río de oeste a sur, sobre un lateral del valle hasta los páramos donde se bifurcaba. Gair se volvió en la silla para mirar hacia atrás. Vista a distancia, Dremen era un revoltijo de techumbres de teja azul y chapiteles que se alzaban al cielo a través de la bruma nocturna. Parecía lo que era, una capital de provincias llena a rebosar de gentes ordinarias con vidas ordinarias, exceptuando la ciudad dentro de la ciudad que ocupaba la colina situada al norte del centro. Murallas de piedra blanca ceñían bóvedas y cúpulas doradas, cuyas superficies reflejaban la luz del sol sobre los ventanales y pendones que caían desde las torres elegantes. Las más elevadas eran las torres gemelas de la sacristía, que se alzaban al cielo como empeñadas en rozar la gloria de la mismísima diosa.

Casi a la misma altura, tras la ciudadela, se hallaba la casa materna. Era un edificio de aspecto tétrico hecho de gris granito dremeniano, e imponentes muros alrededor de la ciudad interna lo envolvían como un brazo de hierro. Sus torres eran toscas y regulares, sus ventanas rendijas vigilantes. La orden de Suvaeon había protegido la Iglesia durante más de dos mil años, defendiéndola contra infieles, cubiertos por la armadura de la honradez y escudos de fe, respaldados por buen acero syfriano. Su severa mole dominaba toda el área que se extendía entre la ciudad y el río, y amenazaba con seguir haciéndolo durante dos mil años más.

—Por aquí, muchacho —lo llamó Alderan, que se había adelantado. Pero Gair apenas lo oyó, perdido como estaba en sus recuerdos. Desde aquel mismo lugar, diez años atrás, había visto por primera vez la ciudad santa. Ahora, al igual que su hogar adoptivo, la ciudad le había dado la espalda. —Alderan acercó el caballo—. Incluso desde aquí parece un lugar duro.

—Es el único hogar que he conocido desde que tenía once años.

Gair tocó el vendaje de la mano izquierda. Para bien o para mal, la casa materna había impreso en él su marca, al igual que la magia anteriormente. Supo que nunca volvería a ser el mismo.

—La frontera no está muy lejos de aquí —señaló Alderan—. Podrías llegar a Leah en pocos días.

—¿Para qué?

—¿No tienes parientes allí? ¿Nadie que pueda albergarte uno o dos días?

—Ya te he dicho que no tengo a nadie.

—¿Has pensado adónde podrías ir?

—¿Y adónde voy a ir con esto? —preguntó levantando la mano izquierda.

«Maldita sea, no quiero hablar de ello. Sólo quiero marcharme, irme lo más lejos posible.»

Gair tiró de las riendas para que el caballo tomase la bifurcación derecha del camino. Llevaba al sudoeste por una meseta cubierta de brezo, en dirección a las montañas y, más allá, a Belistha. El camino era bueno, allanado tras siglos de servir de vía de paso a los viajeros, de modo que permitió que el caballo se dejase llevar. A unos pasos de distancia a su espalda oyó los gritos de Alderan, seguidos por el estampido de los cascos cuando el anciano puso la montura al galope. No se volvió para mirar hacia atrás.

Recorrieron una legua o más a medida que el sol se hundía en el cielo, hasta que la luna adquirió una cálida tonalidad encarnada. Cuando el camino los acercó al pie de las colinas salieron a un valle. Parte del sendero quedó oculto en sombras, por lo que Gair redujo el paso. Estaba demasiado cerca de la frontera de la parroquia para arriesgar la libertad si el caballo se fracturaba una pata al topar con un bache en el camino.

De haber sido las circunstancias más favorables, aquél habría sido un lugar ideal para hacer un alto. El martín pescador acechaba los estanques del río bajo matorrales de endrino y fresno donde reñían los gorriones. Bajo las nubes de insectos se dibujaban círculos en el agua que apuntaban a la presencia de peces de buen tamaño. La trucha, probablemente. El atardecer veraniego era el mejor momento para pescarla.

El acero resplandeció al sol cuando las lanzas asomaron al frente del camino. Las siguió una hilera de yelmos relucientes cuyos penachos oscilaban a merced del vaivén. Gair tiró de las riendas cuando los caballeros de la Iglesia salieron trotando del pliegue del camino para formar una barrera. Cinco caballos grises, parecidos como gotas de agua, movieron la cabeza, los frenos de plata tintinearon y cinco pendones de seda flamearon al viento. Gair masculló una maldición y volvió grupas para buscar con la mirada a Alderan. El anciano se hallaba a unas cuarenta yardas, acorralado por otros cinco caballeros.

El camino estaba bloqueado. A la derecha estaba el río, con sus treinta yardas de orilla a orilla, y la diosa sabría qué profundidad; a su izquierda, una cuesta pronunciada cubierta de piedras movedizas. Probablemente podría subir por ahí si conducía el caballo con cuidado, pero no había forma de saber qué le aguardaba en la cima. Los páramos dremenianos albergaban tantos pliegues como una sábana, entrelazados por arroyos y valles donde hombres armados podrían tenderles una emboscada. La única forma de salir de la trampa consistía en atravesar la línea. Así las cosas, encaró a los caballeros.

—¡Alto en nombre de la diosa! —voceó un caballero con el cordón rojo alrededor del brazo que correspondía al rango de capitán.

Cinco hombres, pertrechados y cubiertos con armadura. La caballería pesada, lo mejorcito de la Iglesia, distaba una eternidad de los postes o los hombres de paja usados en las prácticas, y Gair había hecho poco más que practicar durante los últimos diez años. La espada larga abandonó la vaina con un silbido.

—¿Qué crees que estás haciendo? —espetó Alderan cuando situó el caballo a su altura—. ¿Ves la rosa roja que llevan en el blasón? Son los hombres de Goran.

—Goran quiso verme arder en la hoguera. Si puede mantenerme en esta parroquia hasta el anochecer, logrará su propósito.

Un movimiento tras el capitán llamó la atención de Gair. Había otro hombre, cubierto por un raído jubón de piel, que montaba un poni de color pardo. Sus ojos azules, acuosos, contemplaban el paisaje como un par de huevos en una cacerola, pero recalaban en él continuamente.

—¿Quién es ése?

Alderan siguió la mirada de Gair y soltó un gruñido.

—El cazabrujos.

—Pensé que había logrado darle esquinazo.

—Yo también. O bien me equivoqué, o bien él acertó al suponer por cuál de las cinco puertas saldríamos.

Gair contempló al hombre mientras aquella mirada a medio cocer le observaba antes de alejarse para después volver a mirarlo. El pinchazo que sentía tras los ojos cobró intensidad.

—¿Cómo lo hace? —Se frotó el rostro con el dorso de la mano, pero no sirvió de nada. El cazabrujos le provocaba pinchazos en el cerebro—. Tenemos que dejarlos atrás.

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