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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (2 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Alderan expulsó el aire que no era consciente de haber contenido. No habían podido con él. Tal vez no tuviera fuerzas, pero el joven se tenía en pie y sostenía la mirada del preceptor. Alderan se sintió exultante. Aún había esperanza.

El preceptor levantó el bastón con pie de acero y descargó tres golpes en la tarima con la cadencia de los latidos del corazón. Los jerarcas se quedaron inmóviles mientras las motas de polvo flotaban a la luz que entraba por los ventanales. El sol se había desplazado a poniente. La tarima quedaba oculta en sombras, mientras el banquillo de los testigos se encontraba bajo toda esa luz.

—¿Quién se presenta ante el rede? —La voz de Ansel había perdido fuerza con el paso de los años, pero aún conservaba su carisma.

—Un hombre acusado —respondió el acusador con la orden en la mano. Ni siquiera miró al reo.

—¿De qué se le acusa?

—Mi señor, se le acusa de profanar la casa de la diosa, de pecar contra sus mandamientos y de violar los severos preceptos de nuestra fe.

—¿Haciendo uso de qué medios?

—Sirviéndose de la brujería.

Un siseo de alientos contenidos sacudió los concurridos bancos. Bastó con oír aquella palabra para que todos echasen mano del rosario. Alderan crispó de nuevo los puños e hizo un esfuerzo por poner las manos en el regazo. No había ido allí para arrancar uno a uno los ladrillos del salón del rede. Al menos no ese día.

—¿Cuál es el motivo de su presencia?

—Acude para someterse al juicio del rede.

Silencio, aparte del ruido que hacía la pluma del escribiente, e incluso éste cesó. Sin importar el peso de las miradas, el joven mantuvo la cabeza bien alta, clavados los ojos en el lugar en sombras donde intuía el rostro de Ansel. No bizqueó, aunque debía de tener los ojos empañados. El sol le atravesaba la barba, revelando los ángulos marcados de un rostro que apenas ocultaba. Típico oriundo de Leah, desde la simetría de las cejas hasta la larga nariz recta y la perfecta geometría de la mandíbula. A excepción del sudor, nada en él apuntaba la posibilidad de que estuviese inquieto. Y si lo estaba, antes muerto que dar muestras de ello.

«Éste se les va a atragantar.»

El silencio que reinaba en el salón se espesó. El acusador revolvió, irritado, los papeles, mirando de reojo al preceptor. Incluso el polvo que había en el ambiente pareció detenerse, suspendido como moscas en ámbar. En los bancos, los jerarcas se inclinaron hacia adelante.

Ansel salió a la luz. El cabello claro llameó en torno a su cabeza como un halo cuando tomó de manos del acusador la relación de los cargos. La curia se levantó con crujido de bancos y frufrú de túnicas.

—Se te acusa de numerosos actos de brujería, cuyos detalles ha examinado con atención esta asamblea —manifestó Ansel, leyendo el documento que tenía en la mano—. El rede ha inspeccionado las pruebas presentadas, incluida la declaración jurada del Anciano Goran. También hemos atendido testimonios de otros testigos, hechos bajo juramento en esta misma sala, así como los informes referentes a tu confesión.

Miró a Gair a los ojos. El muchacho ni siquiera pestañeó.

—El rede ha emitido un veredicto. ¿Estás preparado para escucharlo, hijo mío?

—Lo estoy, mi señor.

Alderan negó con la cabeza.

«La diosa lo bendiga, ¡hay que ver cómo mira a la condenación a los ojos!»

El preceptor hizo una pausa, consciente de que toda la sala había depositado en él su atención.

—Presta oídos al fallo del rede. —Ansel pronunció estas palabras sin inflexión alguna en la voz, frío como una piedra—. Consideramos al acusado culpable de todos los cargos imputados y lo sentenciamos a morir en la hoguera.

Gair se asió con fuerza al pasamano y juntó las rodillas. No estaba dispuesto a caerse otra vez. ¡Jamás! El veredicto reverberaba en su oído.

«Sé luz y consuelo ahora y en la hora de mi muerte, oh, madre. Si aún puedes oírme: no quiero morir.»

—Sin embargo…

Ansel arrugó el papel. El acusador pestañeó. Frente a él, el hermano cronista miró al preceptor a través de las lentes, con los labios húmedos, arrugados como una hoja de papel que se abre poco a poco después de haberla estrujado en las manos.

—Queda constancia de una petición de clemencia que alude a tu buen carácter y conducta previos. El rede debe tener esto en cuenta, razón por la cual se conmuta la sentencia por la imposición de una marca al hierro, la excomunión de la fe eadoriana y la expulsión de esta parroquia bajo pena de muerte. Tienes hasta el anochecer de hoy. Que la diosa se apiade de tu alma.

El bastón de Ansel golpeó tres veces la tarima. Gair abrió los ojos con cara de pasmo. ¿Un indulto? Pero ¿cómo? Debía de haberlo entendido mal. Aún tenía en el oído el monótono crepitar de las llamas.

—¡Esto es absurdo! —El Anciano Goran descendió por el pasillo que separaba las hileras de bancos, procedente de la parte izquierda de la sala. Una viva tonalidad púrpura se había adueñado de su rostro carnoso—. ¡Menuda atrocidad, Ansel! ¡Exijo saber quién presentó esa súplica!

—No puedo decírtelo, Goran. Ya lo sabes. Fue presentada bajo sobre cerrado y, por tanto, es anónima. La ley consistorial es muy clara en ese particular.

—La brujería se castiga con la muerte —insistió Goran—. No puede conmutarse la sentencia, no puede apelarse. Eso dice el
Libro de Eador
: «No sufrirás la vida de un brujo. Rehúye la obra del mal, o arriésgate a que ponga en peligro tu alma». Esto no es justicia. ¡Es un insulto a la diosa!

—Haya paz, Goran. —Ansel levantó la mano cuando se alzaron murmullos de protesta procedentes de los bancos—. Y eso va por todos los presentes. No es la primera vez que lo discutimos, y no servirá de nada volver a hacerlo. Este rede ha concluido.

—¡Debo protestar, preceptor! Este individuo se ha desviado del camino que lleva a la verdadera diosa, la única. Ha socavado la santidad de la orden suvaeana, instigado quién sabe qué corruptelas y depravaciones entre nosotros. Ha cometido actos de brujería aquí, en tierra santa. ¡Debe ser castigado!

El sol caía a plomo sobre el rostro de Gair. Estaba mareado y se aferraba al pasamano para no derrumbarse. En el extremo opuesto de la sala, Danilar se inclinó hacia adelante en el asiento.

—¿No crees que el joven ha recibido ya suficiente castigo, Goran? —preguntó, templado, el capellán—. Una vez le impongan la marca, jamás será bienvenido en un lugar de culto. Nunca podrá casarse, ni tener niños que sean bendecidos y aceptados en la fe. Eso lo acompañará hasta la tumba, además del odio y la suspicacia de sus vecinos. ¿Acaso no es suficiente?

—La brujería se castiga con la muerte. —Goran se descargó un manotazo en la otra mano carnosa para reforzar su discurso—. No podemos saltárnoslo por el hecho de que el acusado sea uno de los nuestros. Quienquiera que cometa el pecado de Corlainn compartirá el castigo impuesto a Corlainn. Debe arder en la hoguera.

Se alzaron voces airadas para mostrar su apoyo a Goran. Hubo muchos aspavientos y no pocos rostros fruncidos en expresiones agriadas. Palabras llenas de odio que acuchillaron los oídos de Gair, quien mantuvo, no obstante, los ojos clavados en el preceptor, cuya intervención era lo único que lo mantenía lejos del fuego.

«Por favor, no permitas que me ejecuten.»

Ansel levantó la mano para pedir silencio, gesto que fue ignorado. Las exigencias procedentes de ambas hileras de bancos enrarecieron el ambiente. Con el entrecejo arrugado, hundió el extremo del bastón en la tarima con tal fuerza que el golpe reverberó como la campana de la sacristía.

—¡He dictado sentencia! —aulló—. Es responsabilidad del rede determinar el veredicto. La mía consiste en establecer la sentencia y velar por su cumplimiento. ¡De modo que ya basta!

La curia cedió, adoptando un murmullo grave, vengativo, hasta que finalmente guardó un silencio que hablaba a espuertas de su honda desaprobación. Goran permaneció en el banco frontal, los ojos muy abiertos.

—Que la gloria sea con la diosa. —Ansel colocó el bastón entre sus pies—. Sois discípulos de Endirion, hermanos míos, no una pandilla de escolares revoltosos. Y ahora id con la diosa. El rede ha concluido.

Unos cuantos murmullos obstinados de protesta empujaron al preceptor a inclinarse hacia adelante hasta verse iluminado por la luz del sol. En su rostro surcado de arrugas, los labios se fruncieron en una mueca de disgusto y los ojos azules le relampaguearon.

—¡Ya basta, he dicho!

—Esto no acaba aquí, Ansel. —Goran señaló a Gair con el dedo—. Aún dará qué hablar.

Y caminó en dirección a la puerta, mientras sus partidarios hacían piña en torno a él. El resto de los jerarcas descendió de las hileras de bancos y lo siguió al exterior de la sala entre el frufrú de las túnicas. Gair apoyó el peso del cuerpo en el pasamano. La sesión había terminado y él seguía con vida. No sabía cómo. Antes de tener siquiera un instante para saborear el rumbo que había tomado la situación, los alguaciles lo desataron y lo obligaron a caminar por el suelo cubierto de baldosas de mármol. Volvió la vista atrás, pero Ansel ya no le prestaba atención.

Ya en el vestíbulo, la escolta lo llevó a empellones por una puerta lateral que daba a un pasadizo cerrado que descendía. Salieron a un patio redondo lleno de piedras quebradas y renegridas que bordeaban el hueco donde se clavaba el poste.

El patio de los traidores, el lugar donde Corlainn
el Hereje
había pagado con su vida los pecados cometidos durante las guerras de la Fundación; donde los habitantes de Dremen habrían acudido a ver cómo quemaban a otro brujo en la hoguera. Los balcones estaban vacíos, y desde arriba no se veía más que la estaca chamuscada con las correas de cuero clavadas a su alrededor. Junto a la estaca había un brasero que atendía un tipo descamisado y rechoncho con delantal de herrador. Sobre el brasero el calor danzaba en el aire. El hierro hundido en el carbón estaba al rojo casi hasta la empuñadura. La desesperación se adueñó del estómago de Gair cuando lo empujaron al sol.

A unos pies del herrador vio a un hombre engallado, vestido con cota de malla y sobrevesta de alguacil. Un hilo de oro bordeaba la divisa del guantelete que llevaba en el pecho, y el cordón dorado de preboste le colgaba en torno al brazo.

Los alguaciles se pusieron firmes. Bredon inclinó levemente la cabeza para responder al saludo. Unos ojos oscuros, en sombras, miraron a Gair sin delatar la menor emoción.

—Te lo ruego, mi señor… —Y Gair pensó: «No lo hagas».

Las arrugas que discurrían desde la nariz aguileña a la boca se hicieron un poco más pronunciadas.

—¿Está preparado el reo para afrontar la sentencia? —preguntó Bredon.

El herrador aferró la cabeza de Gair con manos callosas para abrirle las pestañas con los pulgares. El preso hizo ademán de echarla hacia atrás cuando la luz del sol le hirió las retinas. A continuación, el herrador le dio un pellizco en el brazo, lo bastante fuerte para que le doliera.

—Los he visto en mejor estado —gruñó el interpelado—, pero al menos está en pie.

—Procede.

La escolta de Gair lo arrastró hacia el tocón. Una patada detrás de la rodilla lo obligó a postrarse, momento en que abrieron la esposa de la muñeca izquierda. Lanzó un manotazo al aire con la cadena, pero no alcanzó a nadie. La empuñadura de la maza del alguacil le alcanzó en un lateral de la cara.

—Estate quieto, aberración —espetó el alguacil—. ¡Afronta tu castigo como un hombre, como haría un caballero!

El sol de mediodía caía con gran intensidad, y las sombras que proyectaba eran negras y afiladas como dagas. Gair sentía el martilleo en el cráneo. Fue incapaz de concentrarse, ni de oponerse cuando le pusieron el brazo izquierdo sobre el tocón, mientras tiraban de la cadena del otro hasta colocárselo entre los omóplatos. Le metieron los dedos bajo una amplia grapa de hierro, y las correas de cuero se tensaron alrededor del codo y la muñeca. La sangre le goteaba por el rostro, manchando las piedras polvorientas como lluvia de verano.

En el brasero, el herrador cubrió con un retal de cuero la empuñadura de hierro, antes de retirarlo de las brasas. El extremo de color pajizo desprendió un penacho de humo, y a su alrededor el ambiente se enturbió.

«Ay, diosa… No.»

Gair forcejeó para librar la mano, pero las correas lo impidieron.

—No —logró decir. Fue un siseo que escapó entre los dientes apretados—. ¡Por favor, diosa! ¡No!

El calor latente lo alcanzó como un golpe cuando el herrador alineó con cuidado el hierro, casi con delicadeza, sobre el centro de la palma de su mano. La piel de Gair exudó. El herrador miró fugazmente en dirección a Bredon, en busca de un gesto de aprobación. Entonces aplicó el hierro.

2

ESTIRPE DE SOMBRA

E
l viento procedente de la cumbre nevada soplaba con una insistencia que cortaba el aliento. Gair había ascendido tan alto como se había atrevido, hasta un saliente rocoso situado a mayor altura que las copas de los árboles, hasta un punto donde la escasez de oxígeno y la temperatura bastaron para quemarle los pulmones. Él pertenecía a ese lugar. Allí arriba podía ser él mismo, sin que nada ni nadie lo observara, más que el firmamento.

Anduvo en dirección al saliente rocoso. Allí el viento soplaba alborotado, fuerte, gélido. Al igual que él, anhelaba desaparecer. Bajo el saliente se extendía la cordillera de Laraig Anor, un laberinto de granito negro, cubierto de nieve azulada, que esperaba al sol. No tardaría en coronar la cresta a su espalda. El cielo clareaba, las últimas estrellas habían desaparecido hacía rato. Simiel Portanocheceres no era sino un mero fantasma a poniente, amarillento como huesos viejos.

Dio otro paso. El viento lo aferró; extendió los brazos para abrazarlo. La salida del sol alcanzó el hombro de Tir Breann, al frente, cubriendo de luz la nieve que se antojó acero recién salido de la forja. Un último paso y los dedos de los pies acariciaron el borde mismo de la roca. Faltaba muy poco. Se asomó al vacío. Sólo el viento mediaba entre él y la lenta caída hacia la nada, pero confió en él. El viento lo llevaría, como siempre. Mientras viviera no lo dejaría caer.

Los nervios le aceleraron el pulso. Se acercaba el nuevo día, que asomaba tras el horizonte. Abajo el valle contuvo el aliento. Otro instante, un abrir y cerrar de ojos, un latido de corazón. Ahora. Saltó.

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