—Mira, ya está bien. No existe ninguna prueba de que hayas asesinado a Kiki, así que deja de culparte. ¿No será que relacionas tu sentimiento de culpa con su desaparición y actúas inconscientemente? Cabría esa posibilidad, ¿no?
—Bien, hablemos entonces de posibilidades —dijo Gotanda, y colocó ambas manos boca abajo sobre la mesa—. Últimamente pienso en ellas. Existen diferentes posibilidades. Por ejemplo, la de que algún día mate a mi mujer, ¿no? Si ella me diera permiso, igual que Kiki, supongo que también la estrangularía. No paro de pensar en eso. Y cuantas más vueltas le doy, más posibilidades surgen. No soy capaz de controlar nada. No sólo he quemado buzones. También maté cuatro gatos, cada uno de distinta manera. Y otra vez, de noche, rompí la ventana de una casa del barrio con un tirachinas y huí en bicicleta. Nunca se lo he contado a nadie. Eres la primera persona con la que lo hablo. Es un alivio, pero eso no va a hacer que me detenga. Continuará mientras exista ese abismo entre el yo que interpreta un papel y mi yo verdadero. El abismo ha ido ensanchándose desde que me he hecho actor profesional. Cuanto más se abre el abismo, peores papeles interpreto. No tiene solución. Podría matar a mi mujer en cualquier momento. No podré controlarlo.
Porque no sucede en este mundo
. No puedo hacer nada: lo llevo en los genes.
—Le das demasiadas vueltas —dije yo con una sonrisa forzada—. Ponerte a reflexionar y remontarte hasta tus genes no te llevará a ninguna parte. Lo mejor es que te tomes unas vacaciones. Descansa y deja de verla por un tiempo. Es la única solución. Abandónalo todo. Vayámonos los dos a Hawai. Podríamos pasarnos el día tirados en la playa, bebiendo piña colada. Es un sitio estupendo. No tendrías que preocuparte por nada. Tomaríamos copas desde la mañana, nadaríamos y nos pagaríamos unas chicas. Podríamos alquilar un Mustang y conducir a ciento cincuenta mientras escuchamos a The Doors, a Sly & The Family Stone, a los Beach Boys, lo que sea. Te sentirías liberado. Si quieres reflexionar, puedes hacerlo después.
—Suena bien. —Sonrió y en las comisuras de los ojos se le formaron unas arruguitas—. Podríamos llamar a un par de chicas e irnos de juerga los cuatro todo el día. Aquella vez lo pasamos muy bien.
Quitanieves sensual. Cucú
.
—Yo puedo ir cuando sea —dije—. ¿Y tú? ¿Cuánto te llevará finiquitar el trabajo?
Gotanda esbozó una extraña sonrisa.
—No te enteras. Si fuera cuestión de finiquitar el trabajo, nunca podría acompañarte. La única solución es abandonarlo todo por las buenas. Y si lo hiciera, me expulsarían del mundo del cine para siempre.
Para siempre
. No volverían a darme trabajo nunca más. Además, perdería a mi mujer, como te dije.
Para siempre
. —Apuró lo que le quedaba de cerveza—. Pero está bien. Ya no me importa renunciar y perderlo todo. Es lo que tú dices. Estoy cansado. Es hora de ir a Hawai y poner la mente en blanco. Sí, me voy contigo a Hawai. Ya pensaré luego, con la cabeza despejada. Yo…, sí, eso es, quiero convertirme en alguien normal. Quizá sea demasiado tarde. Pero merece la pena intentarlo. Confío en ti. De verdad. Así ha sido desde que me llamaste por teléfono aquella vez. No sé por qué… Tienes un punto muy cabal. Y eso es lo que siempre he deseado.
—Yo no soy cabal —le dije—. Simplemente trato de no perder el paso. Sólo bailo. No tiene ningún sentido.
Gotanda separó las manos unos cincuenta centímetros sobre la mesa.
—¿Y qué es lo que tiene sentido? ¿Qué sentido tienen nuestras vidas? —Se rió—. No pasa nada. Eso ya no importa. Renuncio a todo. He decidido aprender de ti. Saltemos de un ascensor a otro. No es imposible. Soy capaz de cualquier cosa si me lo propongo. Porque soy el guapo, inteligente y afable Gotanda. De acuerdo, vayámonos a Hawai. Mañana compra los billetes: dos en primera clase. Tiene que ser primera clase. Lo dice la norma. Coche BMW, reloj Rolex, casa en Minato y vuelo en primera clase. Pasado mañana hacemos las maletas y volamos. Ese mismo día estaremos en Honolulu. No sabes lo bien que me sientan las camisas hawaianas.
—A ti te sienta bien cualquier cosa.
—Gracias. Has animado el poco ego que me quedaba.
—Lo primero que haremos será ir a la playa y tomarnos unas piñas coladas bien frescas.
—Perfecto.
—Perfecto.
Gotanda me miraba fijamente a la cara.
—Escucha, ¿de verdad podrás olvidar que maté a Kiki?
—Creo que sí —le dije después de asentir con la cabeza.
—Hay cosas que todavía no te he contado. ¿Te dije que una vez me metieron en un calabozo y guardé silencio durante dos semanas?
—Sí.
—Pues era mentira. Lo conté todo y me soltaron enseguida. No porque tuviera miedo, sino porque no quería que me hicieran daño. No quería que me denigrasen. Es algo abyecto. Por eso me sentí tan feliz cuando mantuviste la boca cerrada por mí. Sentí que mi abyección había sido redimida. Supongo que es extraño, pero así fue como lo sentí. Es como si hubieras limpiado mi lado más infame. La verdad es que hoy no he parado de confesar cosas. Todo lo habido y por haber. Pero me alegro. Me siento aliviado. Aunque me imagino que habrá sido desagradable para ti.
—No creas —dije.
Me siento más cercano a ti que antes
, pensé. Y quizá debí decírselo. Pero decidí reservarlo para otro momento. Consideré que era lo mejor. Pensé que pronto llegaría una ocasión en la que el efecto de esas palabras sería más poderoso—. No creas —repetí.
Cogió el gorro para la lluvia que había colgado del respaldo de la silla, comprobó cuán húmedo estaba y lo devolvió a su sitio.
—Hazme un favor, por la amistad que nos une —dijo—. Quiero tomarme otra cerveza, pero no me apetece nada ir hasta la barra.
Le dije que no se preocupara.
Me levanté para ir a buscar un par de cervezas. Como había cola tardé un poco. Cuando regresé a la mesa del fondo con los vasos, Gotanda ya no estaba allí. El gorro de lluvia también había desaparecido. El Maserati no estaba donde lo habíamos dejado aparcado. Dios mío, pensé. Y negué con la cabeza. Pero no había nada que hacer: se había esfumado.
Al día siguiente, a primera hora de la tarde, sacaron el Maserati del fondo de la bahía de Tokio, en Shibaura. No me sorprendió: era lo que me había imaginado. Lo supe desde el momento en que se esfumó.
Otro cadáver: el Ratón, Kiki, Mei, Dick North y Gotanda. Ya sumaban cinco. Faltaba uno. Meneé la cabeza. Las cosas tomaban mal cariz. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Quién sería el siguiente? De pronto me vino Yumiyoshi a la mente. No, no podía ser ella. Sería terrible. Yumiyoshi no debía morir ni desaparecer. Pero si no era Yumiyoshi, ¿quién sería? ¿Yuki? Sólo tenía trece años. No podían llevársela. Repasé mentalmente qué personas podrían acabar muertas. Al hacerlo, me sentí como si fuera la misma parca. Inconscientemente, clasificaba a los posibles muertos por orden de preferencia.
Fui a la comisaría de Akasaka, pedí por el Literato y le conté que la víspera por la noche había estado con Gotanda. Creía que era mejor hablarlo con él. Pero lo que no le revelé, por supuesto, fue que quizá había sido él quien mató a Kiki. Ese asunto ya estaba zanjado. Ni siquiera había cadáver. Le conté que Gotanda estaba exhausto y muy alterado. Le hablé de las deudas que acumulaba, del trabajo que tenía y que aborrecía, y de sus problemas familiares.
Él anotó brevemente lo que le conté. Esta vez fueron unas notas muy sencillas. Yo simplemente firmé. No tardamos ni una hora. Después de firmar, él se quedó mirándome a la cara con el bolígrafo entre los dedos.
—A su alrededor parece que muere mucha gente, ¿no? —me dijo—. A estas alturas de la vida es difícil hacer amigos. Todos lo rechazan. Cuando a uno lo rechazan, la mirada se vuelve torva y la piel, áspera. No es nada bueno, no señor. —Entonces soltó un hondo suspiro—. En todo caso, esta vez hablamos de un suicidio. Eso está claro. Incluso hay testigos. Una pena, ¿verdad? Por muy estrella de cine que fuera, no había necesidad de hundir un Maserati en el mar. Habría bastado con un Civic o un Corolla.
—Estaba asegurado, así que no pasa nada —repliqué.
—Sí que pasa: en caso de suicidio, y por caro que sea el coche, el seguro no cubre nada —aseveró—. De todas formas, me parece una estupidez. Yo, como no tengo dinero, pienso en las bicicletas de mis hijos. Tengo tres niños. Los tres cuestan dinero. Cada uno quiere su bicicleta.
Guardé silencio.
—Ya puede irse. Lo siento por su amigo. Gracias por haber venido a declarar. —El agente me acompañó hasta la salida—. El caso de Mei no está todavía resuelto. Pero no dejamos de investigar. En algún momento lo resolveremos —dijo.
Durante bastante tiempo me sentí culpable de la muerte de Gotanda. Hiciera lo que hiciera, no lograba desembarazarme de esa plomiza sensación. Rememoré toda la conversación que habíamos sostenido en Shakey’s. Me dije que, si le hubiera dado las respuestas que él necesitaba, quizá le hubiera salvado. Y ahora estaríamos los dos tumbados en una playa de Maui, tomándonos unas cervezas.
Pero quizá habría sido inútil. Al fin y al cabo, él ya había tomado la decisión desde un principio. Tan sólo esperaba la ocasión oportuna. Él había tenido en mente todo el tiempo la idea de arrojarse al mar con el Maserati. Sabía que era su única salida. Había estado esperando todo este tiempo con la mano en el pomo de la puerta de salida. Su mente había fantaseado numerosas veces con hundir el Maserati en el fondo del océano. El agua se colaría por las ventanillas hasta que no pudiera respirar. Contar con la posibilidad de la autodestrucción era lo único que le permitía seguir adelante. Pero no duraría siempre. En algún momento tenía que abrir la puerta y salir. Él lo sabía.
Tan sólo aguardaba la ocasión
.
La desaparición de Mei había provocado la muerte de un viejo sueño y la sensación de pérdida. La muerte de Dick North me había sumido en una gran tristeza y una suerte de resignación. Pero la de Gotanda sólo me había traído desesperación, como si me hubieran metido en una caja de plomo herméticamente cerrada. Él era incapaz de asimilar la fuerza, las energías que llevaba en su interior. Y esa fuerza radical lo empujó hasta el abismo. Hasta el borde de su conciencia. Hasta el mundo de tinieblas al otro lado de la frontera.
Durante un tiempo las revistas, la televisión y hasta los periódicos deportivos hicieron carroña de su muerte. Royeron con apetito la carne podrida como escarabajos rinoceronte. Me daban ganas de vomitar con sólo leer los titulares. Podía imaginarme lo que escribían o decían de él sin leerlo o escucharlo. Deseaba estrangularlos a todos, uno por uno.
«¿Y si los mataras a golpes de bate? Estrangularlos lleva su tiempo», le había dicho yo.
«Sí», había replicado Gotanda. «Pero preferiría estrangularlos. Sería una pena matarlos tan rápidamente.»
Luego me acosté y cerré los ojos. Desde lo más hondo de la oscuridad, Mei dijo: ¡Cucú!
Maldije el mundo. Lo maldije de corazón, intensamente. El mundo estaba lleno de muertes absurdas que dejaban un regusto amargo. Me sentía impotente frente a todo eso y estaba manchado por la mugre del mundo de los vivos. La gente llegaba por la entrada y se iba por la salida. Los que se marchaban no regresaban jamás. Observé mis propias manos. El olor de la muerte me impregnaba las palmas. Esos olores «no desaparecen por mucho que me las lave. Nunca desaparecerán», había dicho Gotanda.
Dime, hombre carnero, ¿es así como uno se vincula a tu mundo? ¿Voy a poder conectarme con tu mundo a través de toda esta muerte sin fin? ¿Qué más voy a perder? Quizá ya nunca sea feliz, como me dijiste. No me importa. Pero esto no, esto es demasiado horrible.
De pronto recordé un libro sobre ciencia que había leído de pequeño. Una de las secciones se titulaba: «¿Qué sería del mundo sin fricción?». «Sin fricción», explicaba el libro, «la fuerza centrífuga de rotación diseminaría por el espacio todo lo que hay sobre la Tierra.» Así me sentía yo.
¡Cucú!, dijo Mei.
Tres días después de que Gotanda se hubiera lanzado con el Maserati al mar, llamé a Yuki por teléfono. Para ser franco, no tenía ganas de hablar con nadie. Pero debía hablar con Yuki. Estaba sola y era muy vulnerable. Era una niña. Sólo yo podía ampararla.
Y, sobre todo, estaba viva
. Yo tenía el deber de mantenerla viva. Al menos, eso creía yo.
Yuki no estaba en la casa de Hakone. Ame atendió la llamada y me dijo que su hija se había ido la víspera al piso de Akasaka. Parecía aturdida, como si acabara de despertarla. Apenas habló, lo cual a mí me resultó más cómodo. Llamé a Akasaka. Yuki debía de estar al lado del teléfono, porque lo cogió de inmediato.
—¿Ya puedes alejarte de Hakone? —le pregunté.
—No lo sé. Quería estar un tiempo sola. Después de todo, mamá es una adulta. Sabrá apañárselas sola. Quiero pensar en mí un poco, qué voy a hacer a partir de ahora y esas cosas. Creo que ya es hora de pensar en eso.
—Supongo que sí —convine yo.
—Leí la noticia. Tu amigo ha muerto, ¿no?
—Sí, el Maserati estaba maldito, como dijiste.
Yuki se quedó callada. El silencio me empapó los oídos como si fuera agua. Me pasé el auricular de la oreja derecha a la izquierda.
—¿Te apetece que vayamos a comer juntos? —le dije—. Porque me imagino que estarás comiendo porquerías, ¿a que sí? Te llevo a comer algo sano. La verdad es que hace unos días que apenas como. Cuando estoy solo no tengo apetito.
—He quedado a las dos con alguien, pero si es antes no hay problema.
Miré el reloj. Pasaban de las once.
—De acuerdo. Me preparo ahora mismo y voy a buscarte. Estaré ahí en media hora —le dije.
Me cambié de ropa, saqué de la nevera zumo de naranja, tomé un trago y me metí las llaves del coche y el monedero en el bolsillo. Allá vamos, pensé. Pero sentí que olvidaba algo. Era cierto: había olvidado afeitarme. Fui al lavabo y me rasuré con cuidado. Acto seguido, mirándome al espejo, me pregunté si pasaría por un chico que estuviera en la veintena. Quizá sí. Pero seguramente a nadie le importaba. Luego volví a cepillarme los dientes.
Hacía buen tiempo. El verano ya había llegado. Cuando no llovía, era una estación muy agradable. Con una camisa de manga corta y unos pantalones finos de algodón, y con las gafas de sol puestas, fui en el Subaru hasta el edificio de Yuki. Por el camino incluso silbé.
¡Cucú!
, pensé. Es verano.