Baila, baila, baila (26 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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El Literato se sacó una placa de policía del bolsillo del abrigo y me la enseñó sin decir nada. Como en las películas, me dije. Era la primera vez que veía una placa de policía, pero de un vistazo comprendí que era auténtica. Estaba igual de gastada que los zapatos. Sin embargo, por el modo en que se llevó la mano al bolsillo para sacarla, me pareció que iba a intentar venderme la revista de su círculo literario.

—Venimos de la comisaría de Akasaka —me informó el Literato, y después me preguntó por mí.

Le dije que era yo.

El Pescador permanecía en silencio, con las manos metidas en los bolsillos del gabán. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, había puesto un pie junto al marco de la puerta para que yo no pudiera cerrarla. ¡Igual que en las películas!

El Literato se guardó la placa en el bolsillo y me miró de arriba abajo. Yo iba en albornoz y tenía el pelo mojado. El albornoz, de color verde, era de la marca Renoma; el logotipo, en la espalda, lo demostraba. Y me había lavado la cabeza con champú Wella. Tranquilo, pensando que no tenía nada de que avergonzarme, esperé a que dijese algo.

—Sentimos presentarnos tan de repente, pero tiene que venir con nosotros a comisaría para que le hagamos unas preguntas —dijo al fin el Literato.

—¿Unas preguntas? ¿Sobre qué? —inquirí.

—Lo sabrá a su debido tiempo —me dijo—. Para poder hacerle esas preguntas debemos seguir el procedimiento que marca la ley, así que ¿podría acompañarnos ahora mismo hasta la comisaría?

—Muy bien, pero ¿les importaría que me cambiara de ropa?

—Por supuesto, adelante —dijo el Literato en voz monocorde y tan inexpresiva como su semblante. Pensé que, si Gotanda interpretara un papel de policía, lo haría mucho mejor, resultaría más auténtico. Es lo que pasa con la realidad.

Mientras me cambiaba, los dos me esperaron en el umbral de la puerta de entrada, sin cerrarla. Me puse unos vaqueros que solía llevar a menudo, un jersey gris y una chaqueta de tweed. Me sequé el pelo con una toalla, cogí el billetero, la agenda de teléfonos y el llavero, cerré las ventanas, cerré el gas y la luz, y activé el contestador. Luego me calcé unos náuticos Top-Sider azul marino. Mientras lo hacía, los dos me miraban fijamente, con curiosidad. El Pescador todavía pisaba la entrada con un pie.

El coche estaba aparcado a poca distancia de la entrada del edificio. Era un coche normal y corriente, pero al volante había un policía uniformado. El Pescador fue el primero en subir a los asientos de atrás, luego yo y el Literato el último. También como en las películas. El Literato cerró la puerta y el coche arrancó.

Aunque las calles estaban bastante congestionadas, no pusieron la sirena. Más o menos, era como ir en taxi. Sólo que sin taxímetro. Pasamos más tiempo parados que en marcha y, debido a ello, los conductores de los otros coches no dejaban de observarme. Ninguno de los policías abrió la boca. El Pescador, con los brazos cruzados, miraba hacia el frente. El Literato miraba por la ventanilla con gesto serio, como si practicara la descripción de paisajes. Me pregunté cómo serían esas descripciones. Sin duda sombrías, llenas de metáforas duras. «La noción de la primavera nos golpeó con el ímpetu de una oscura corriente marina. Su llegada exacerbó las emociones de las multitudes anónimas que llenaban los resquicios de la urbe para arrastrarlas silenciosamente hacia las arenas movedizas de lo fútil.»

Me entraron ganas de corregir a conciencia el párrafo. ¿Qué era eso de «la noción de la primavera»? Y «las arenas movedizas de lo fútil», ¿arrastraban a las «multitudes anónimas» o a las emociones? Pero me di cuenta de que era una tontería. Las calles de Shibuya seguían atestadas de colegiales ligeros de cascos y vestidos como payasos cursis. Nada de emociones ni de arenas movedizas.

Al llegar a la comisaría, me llevaron a una sala de interrogatorios que había en la segunda planta. Era una habitación de unos siete metros cuadrados con un ventanuco por el que apenas entraba luz. Debía de estar muy pegada al edificio de al lado. Había una mesa, dos sillas de acero, de oficina, y dos taburetes de plástico. De la pared colgaba un sencillo reloj. Eso era todo. No había ni un calendario, ni estanterías, ni floreros, ni juegos de té ni letreros. Sólo la mesa, las sillas y el reloj. Sobre la mesa, un cenicero, una bandeja con bolígrafos y, en el extremo, varias carpetas amontonadas. Una vez allí, se quitaron los abrigos, los doblaron, los dejaron en los taburetes y luego me pidieron que me sentara en una de las dos sillas. El Pescador se sentó frente a mí. El Literato se quedó de pie a corta distancia, hojeando una libreta.

—Veamos, ¿qué hizo usted anoche? —me preguntó el Pescador tras un largo silencio. Bien pensado, era la primera vez que el Pescador abría la boca.

¿Anoche?, pensé. No distinguía entre la noche anterior y la noche de hacía dos días. Tampoco la de hacía tres días. Triste, pero cierto. Intenté hacer memoria.

—Vaya —dijo el Pescador, y carraspeó—, veo que le lleva mucho tiempo responder cuando la Ley está por medio. La pregunta es muy sencilla: ¿qué hizo usted desde ayer por la tarde hasta hoy por la mañana? No es tan difícil, ¿no le parece? No creo que tenga nada que perder por responder.

—Es que lo estoy pensando —dije yo.

—¿No lo recuerda sin tener que pensar tanto? Le pregunto qué hizo ayer, no en agosto del año pasado. Me parece que no hay mucho que pensar —insistió.

Se me ocurrió decirle que no me acordaba, pero callé. Seguramente no comprenderían aquella laguna en mi memoria. Sin duda pensarían que estaba loco.

—Esperaremos —añadió el Pescador—. Tómese su tiempo. —Se sacó del bolsillo un paquete de Seven Stars y encendió un cigarrillo con un mechero Bic—. ¿Fuma?

—No —contesté. Según la revista
Brutus
, el urbanita moderno no fuma. Pero los dos le daban caladas al cigarrillo con placer, sin importarles tal cosa. El Pescador fumaba Seven Stars y el Literato, Hope cortos. Ambos se acercaban al perfil del fumador compulsivo. Ninguno leía
Brutus
. No estaban en la onda.

—Le damos cinco minutos —dijo entonces el Literato, tan inexpresivo como siempre—. Después tendrá que contarnos con detalle qué hizo y dónde estuvo anoche.

—Es que, ¿sabes?, tenemos delante a un intelectual —terció el Pescador volviéndose hacia el Literato—. Según su expediente, no es la primera vez que lo interrogan. Participación en el movimiento estudiantil, obstrucción del ejercicio de las funciones públicas. Tenemos sus huellas. Enviaron su expediente a la fiscalía. Ya está acostumbrado a estas cosas. Es de la línea dura. Odia a la pasma. Además, seguro que sabe cuáles son sus derechos, amparados por la Constitución y esas cosas. ¿Crees que va a pedirnos ahora mismo hablar con un abogado?

—¡Pero si nosotros sólo le hemos hecho una pregunta sencilla y, además, con su consentimiento! —le contestó, asombrado, el Literato—. Aquí nadie ha hablado de detención ni de nada parecido. No lo entiendo. ¿Por qué iba a querer llamar a un abogado? No veo ningún motivo.

—Ya que lo dices, en mi opinión creo que es, más bien, por su odio a la policía. A lo mejor le repugna cualquier cosa que represente a la autoridad, desde los coches patrulla hasta los agentes de tráfico. Seguramente preferirá sufrir antes que colaborar —dijo el Pescador.

—¡Pero si no pasa nada! Cuanto antes conteste, antes podrá volverse a casa. Si tiene dos dedos de frente, contestará. Además, no pretenderá que llamemos a un abogado sólo para explicar qué hizo anoche. Ningún abogado querrá venir a toda prisa sólo para ver cómo contesta a esa pregunta. Todos están muy ocupados. Cualquier intelectual lo entendería.

—Claro —dijo el Pescador—. Y así nos ahorraríamos mucho tiempo. Nosotros también estamos ocupados, y me imagino que él también. Demorarlo sólo será una pérdida de tiempo para todos. Estas cosas son bastante pesadas.

Aquel diálogo de dúo cómico se prolongó durante cinco minutos.

—Venga, ya han pasado los cinco minutos —dijo el Pescador—. ¿Qué? ¿No recuerda nada?

No, ni me acordaba, ni tenía ganas de recordar. Y, ciertamente, en ese momento tampoco lo conseguía. Estaba en blanco.

—Miren, ignoro por completo por qué me han traído aquí —empecé a decir—. Y sin saber qué ocurre, no querría decir algo que me ponga en una situación comprometida. Además, no me parece muy cortés que no me hayan informado antes de preguntarme.

—Vaya, que no quiere decir nada que lo ponga en una situación comprometida —se burló el Literato—. Que no somos corteses, dice.

—Ya te dije que es un intelectual —dijo el Pescador—. Ve las cosas desde una perspectiva sesgada. Odia a la policía. Está suscrito al diario
Asahi Shimbun
y lee
Sekai
.
*

—Ni estoy suscrito a ningún periódico, ni leo nada —dije yo—. Hasta que me digan por qué me han traído aquí no pienso hablar. Pueden darme una paliza si quieren. Total, no tengo nada que hacer. Me sobra el tiempo.

Los dos agentes intercambiaron una mirada rápida.

—¿Nos contestará si se lo explicamos? —preguntó el Pescador.

—Quizá —contesté yo.

—Qué sentido del humor tan sarcástico —dijo el Literato cruzándose de brazos y poniendo los ojos en blanco—. Quizá, dice.

El Pescador se frotó con el dedo la cicatriz que le recorría media nariz. Parecía hecha con un objeto punzante. Era bastante profunda y la piel que la rodeaba estaba tirante.

—Escuche —me dijo con rostro grave—, nosotros sí tenemos muchas cosas que hacer, y muy serias. De modo que nos gustaría despachar todo esto cuanto antes. No estamos aquí para pasar el rato, y querríamos volver a casa a las seis para cenar con calma con nuestras familias. Además, no estamos enfadados ni tenemos nada contra usted. Lo único que le pedimos es que nos cuente qué hizo anoche. Imagino que, si no tiene nada de lo que avergonzarse, no tendrá inconveniente en contestar, ¿no? Y si lo tiene, guárdese eso para usted.

Yo me quedé observando fijamente el cenicero de cristal que había sobre la mesa.

El Literato cerró la libreta de golpe y se la guardó en el bolsillo. Durante treinta segundos nadie dijo nada.

—Es de la línea dura —dijo el Pescador después de llevarse otro Seven Stars a los labios y encenderlo.

—¿Llamamos a la organización pro derechos humanos? —apuntó el Literato.

—Mire, esto no tiene nada que ver con los derechos humanos, sino con los deberes civiles —me dijo el Pescador—. La Ley, esa Ley que a usted tanto le gusta, dictamina que el ciudadano está obligado a colaborar en las investigaciones policiales. ¿Qué tiene en contra de la policía? Nos pide ayuda cuando se pierde por las calles, nos pide ayuda cuando un ladrón entra a robar en su casa, pero usted, a cambio, no coopera con una cosa bien sencilla. Conteste: ¿dónde estuvo usted anoche y qué hizo? Deje de complicar las cosas y responda ya.

—Primero quiero saber por qué me han traído —insistí.

El Literato se sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente. El Pescador sacó una regla de plástico del cajón de la mesa y se dio unos golpecitos contra la palma de la mano.

—¿Se da cuenta? —dijo el Literato mientras tiraba el pañuelo a una papelera a un lado de la mesa—. Está consiguiendo que su situación empeore más y más.

—Mire, no estamos en los años sesenta. No vamos a jugar ahora a luchas antisistema —dijo el Pescador, harto—. Esa época es agua pasada, y ahora usted y yo vivimos plenamente integrados en esta sociedad. Ya no hay poder ni contrapoder. Nadie piensa ya así. Vivimos en un gran sistema muy bien construido. Si no le gusta, puede esperar a que se produzca un gran cataclismo. Vaya a cavarse un búnker, si quiere. Pero oponer resistencia aquí no nos llevará a ninguna parte, ni a nosotros ni a usted. ¿Me ha entendido bien?

—De acuerdo. Estamos un poco cansados y quizá no le hayamos mostrado nuestros mejores modales. Si es así, le pedimos disculpas —dijo el Literato mientras volvía a hojear la libreta—. Pero es que, ¿sabe?, tenemos muchos casos entre manos. Anoche apenas dormí. Hace ya cinco días que no veo a mis hijos. ¡Si ni siquiera tenemos tiempo para comer! Seguramente a usted le dé igual, pero nosotros velamos por los ciudadanos. Y cuando alguien como usted se niega a respondernos, nos alteramos. ¿No se da cuenta? Y cuando le digo que su situación empeora, es porque cuanto más cansados estemos nosotros, de peor humor nos pondremos. Se prolonga algo que podríamos finiquitar fácilmente. Por supuesto, usted tiene sus derechos, y también a la ley de su parte, pero a veces aplicar la ley requiere su tiempo. Y cuanto más tiempo pase, más aumentan las posibilidades de que le ocurra algo desagradable, porque la ley delega en nosotros la manera de aplicarla. ¿Comprende lo que le digo?

—Espero que no malinterprete a mi compañero, porque no lo está amenazando —dijo el Pescador—. Sólo le da un consejo de amigo. Nosotros no queremos que le pase nada malo.

Yo seguía mirando el cenicero en silencio. Sólo era un viejo y sucio cenicero de cristal. Estaba ya translúcido y en los rincones quedaban restos de tabaco. Por lo menos debía de llevar allí diez años.

El Pescador se puso a juguetear con la regla de plástico.

—Está bien —se rindió—. Se lo explicaremos. No seguiremos el procedimiento que exige un interrogatorio en regla. Por esta vez, dado que apela usted a sus derechos, vamos a hacerlo a su manera. Por esta vez.

Dejó la regla sobre la mesa, tomó una de las carpetas, la hojeó, cogió un sobre, sacó de su interior tres grandes fotografías y las colocó delante de mí. Yo las cogí y las miré. Eran tres fotos de una mujer, en blanco y negro, tomadas sin la menor pretensión artística. En la primera se veía a la mujer tumbada boca abajo en una cama. Era de extremidades largas y nalgas prietas. Su cabello, extendido en abanico, le cubría el rostro. Las piernas estaban entreabiertas de forma que se le veía el sexo. Los brazos descansaban lánguidos a los costados. Parecía dormida.

La segunda foto era más cruda. A la mujer le habían dado la vuelta. El pecho, el pubis y el rostro quedaban plenamente expuestos. Las piernas y los brazos estaban ahora rectos. Huelga decir que estaba muerta. Tenía los ojos abiertos y los labios ligeramente abiertos y torcidos.

Era Mei.

Miré la tercera. Se trataba de un primer plano de su cara. Era Mei. Sin duda. Pero ya no resultaba soberbia, sino pétrea, impasible. Alrededor del cuello se distinguía una marca como de roce.

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