Entonces se me acercó una chica italiana llamada Romina que resultó ser la asistente personal de Simon.
—¿Qué desea?
—He venido a ver a Simon, creo.
—Está ocupado en este momento. ¿Quiere que le dé algún mensaje?
—Pues yo creía que me estaba esperando, pero si está tan ocupado… —dije, tratando de usar esto como excusa para marcharme de allí. La verdad es que ese hombre no me gustaba en absoluto.
En ese momento Simon advirtió mi presencia y se acercó. Me miró de arriba abajo, sin saludarme, y le dijo a Romina: «Llévala arriba», como si se refiriera a un mueble que acabaran de dejar los del camión de mudanzas. ¡Qué tipo tan antipático! Mientras Simon volvía a sus modelos, no tuve más remedio que preguntar a Romina:
—Oye… ¿a este tipo qué le pasa? ¿Está de mal humor?
—Qué va. Siempre está así.
«Un fotógrafo amargado. ¡Lo que me faltaba!», dije para mis adentros mientras Romina me llevaba de vuelta al ascensor. Subimos al tercer piso —que era donde Simon tenía su apartamento—, y me sorprendió ver que el rico y famoso fotógrafo vivía con relativa humildad. Tenía un sofá, una mesita de centro, un televisor y un par de sillas. Lo que sí tenía en abundancia eran libros y CDs, y unas fotografías fabulosas colgadas en las paredes. Simon era famoso por sus fotos de moda, pero no tenía ni una de esas imágenes expuestas; sin embargo, atesoraba una hermosa serie de retratos que mostraban a los pasajeros del metro durmiendo en los trenes. Inmediatamente recordé haber visto esas fotos en una popular galería del SoHo. Estaban en un libro titulado
Bellezas durmientes
que había sido publicado varios años atrás.
—¿Estas fotos también son de Simon? —pregunté.
—Sí, claro —contestó Romina, y acto seguido se disculpó diciendo que tenía que volver a su trabajo.
Yo me quedé sola en ese apartamento, hipnotizada por esas imágenes que colgaban en la pared. Eran retratos de gente común que se había quedado dormida en los trenes, de camino o de regreso del trabajo. Cualquiera que haya viajado en el metro de Nueva York sabe que hay un montón de gente que ronca todos los días camino de su trabajo o de su casa. Cuando yo vivía en Brooklyn, pasaba más tiempo en los trenes del metro que ahora, y más de una vez tuve contacto con los
durmientes
. A menudo terminé con alguno dormido sobre mi hombro, y babeándome la manga del vestido. Pero lo más interesante de estos personajes es que se despertaban automáticamente al llegar a su estación. Es como si tuvieran un reloj interno que les avisaba de que habían llegado a su destino.
En las fotos de Simon se veía a jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres con esa inocente expresión de los bebés que duermen en brazos de su madre. Era como si esas fotos demostraran que, sin importar la edad, todos compartimos la misma inocencia cuando estamos soñando. Me llamó la atención que un tipo tan parco y abrupto como él fuera capaz de hacer fotos de una belleza tan delicada.
El sonido de la llave en la cerradura me sacó de mi trance. Simon entró en la habitación evitando mi mirada a toda costa. Lógicamente, yo decidí evitar la suya. Si eso es lo que quería, eso es lo que yo le iba a dar; como decía la Madame, «el cliente siempre tiene la razón».
—Perdón. No quería hacerte esperar, pero tenía que terminar algo ahí abajo —se disculpó.
—No te preocupes. Estaba admirando tus fotos. Son maravillosas.
—¡Ja! Ojalá pudiera pagar el alquiler con ellas —dijo con desdén.
No supe qué contestarle, así que simplemente reiteré mi cumplido.
—No sé si te pagan o no el alquiler, pero a mí me encantan.
Al escuchar esto, él se detuvo durante un segundo.
—Gracias —contestó sin mirarme.
—Me llamo B —dije extendiendo la mano, pero Simon ignoró mi saludo y me quedé con ella suspendida en el aire como una tonta. Después de ver cómo había tratado a su modelo, no podía tomármelo como algo personal. Él tendría sus razones para comportarse como una bestia y, fuera lo que fuese, no era asunto mío.
Al darse cuenta de lo incómodo de la situación —y de mi mano extendida e ignorada—, Simon se dio la vuelta y se puso a mover unas revistas de una mesa a otra mientras decía en voz baja:
—Encantado.
Yo sonreí, pero él no me vio.
—¿Necesitas algo? ¿Un vaso de agua? ¿Usar el baño?
—No, gracias —contesté.
—Entonces, vamos a empezar.
Y aquí precisamente comenzó el gran misterio. Simon cogió un gran almohadón y lo puso junto al apoyabrazos del sofá. Luego sacó una cinta métrica y, cuidadosamente, midió cuarenta y dos centímetros, a partir del almohadón.
—¿Puedes sentarte aquí? —preguntó.
Yo me acerqué al sofá y me senté junto al punto que él me estaba marcando.
—Más cerca. Tu pierna derecha debería llegar aquí —añadió dando un golpecito en la marca exacta de los cuarenta y dos centímetros.
Yo titubeé, pero al final terminé moviéndome hasta el punto que él señalaba. Aparentemente satisfecho con mi posición, me preguntó:
—¿Has traído un libro?
—Sí, está en mi bolso, lo he dejado sobre la mesa de la entrada —contesté haciendo ademán de levantarme a buscarlo.
Pero entonces Simon gritó:
—¡No te muevas!
Yo me quedé petrificada. ¿Qué clase de loco era este hombre? Hice un esfuerzo enorme para no poner la cara que se merecía, mientras él, nerviosamente, me traía mi bolso. Sin mirarle, saqué mi libro y me quedé esperando nuevas instrucciones. Pero él no dijo ni una palabra más. Cogió un reloj despertador, lo programó para que sonara dentro de tres horas, y lo colocó en la mesa de centro que estaba frente a nosotros. Luego dio un par de pasos atrás como si fuera a hacer una foto, y analizó la escena. No dijo nada, pero me lo podía imaginar pensando: «El reloj está en su sitio, el almohadón está en su sitio, la gorda está en su sitio…». Yo lo miraba intrigada, esperando que algo más pasara, pero lo que pasó no me lo esperaba: Simon se comprimió entre el almohadón y yo, en el apretado espacio de cuarenta y dos centímetros que tan cuidadosamente había medido, y una vez sentado, soltó un profundo suspiro y, casi inmediatamente, se quedó dormido.
Yo me quedé allí esperando a ver si ocurría algo más, pero a los diez minutos, viendo que no pasaba nada, me di cuenta de que mi trabajo era leer mi libro mientras él dormía. Y eso fue lo que hice.
Simon durmió durante tres horas, y yo leí durante tres horas, interrumpida solamente por sus pacíficos ronquidos.
Menos mal que mi libro era buenísimo. Gabriel García Márquez es un genio, y aunque, en mi opinión, nada supera a
Cien años de soledad
, sus
Doce cuentos peregrinos
me parecieron deliciosos. Mi cuento favorito fue el de una anciana prostituta que, temiendo que nadie llorara su muerte, entrenaba a su perrito para que fuera a sollozar a su tumba.
Ese cuento me hizo reflexionar: ¿sería esa mi historia? ¿Encontraría alguna vez el amor? En una noche como esta, sentada junto a un tipo tan extraño que era incapaz de mirarme a los ojos o simplemente estrecharme la mano, tenía la sensación de que el amor estaba lejos, terriblemente lejos de mí. De pronto sentí que las excitantes aventuras con mis clientes empezaban a cansarme. Yo era capaz de apreciar los cambios que este nuevo empleo había generado en mi vida, pero… ¿cuánto tiempo más podría dedicarme a esto?
Distraída con mis pensamientos y con mi libro, apenas me di cuenta cuando la cabeza de Simon se fue deslizando sobre mi hombro. Por un momento pensé en sacudírmelo como hacía con los que dormían a mi lado en el metro, pero como me estaba pagando bien, le dejé que durmiera a sus anchas. Entonces me puse a pensar en cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había dormido junto a un hombre. Creo que dormir con otra persona, aparte de ser delicioso, es la máxima prueba de confianza, porque cuando estamos dormidos somos totalmente vulnerables. Me sorprendió que este tipo tan seco, que no me conocía de nada, fuera capaz de quedarse dormido a mi lado, por más
reconfortadora profesional
que yo fuera.
Tres horas más tarde sonó el despertador. Simon tardó algunos segundos en reaccionar, pero cuando por fin se despertó del todo y descubrió que su cabeza estaba apoyada en mi hombro, bruscamente se separó de mí y se puso de pie.
Sin decir una palabra, buscó dinero en su billetera, me pagó, y me condujo hasta la puerta. Yo regresé a la limusina, donde Alberto me esperaba.
—¿Cómo le ha ido, señorita B?
—Uf… —contesté.
—¿Por qué?
—No sé. Ese tipo es tan… es tan… extraño… y eso que he conocido hombres bastante raros últimamente. Pero este tipo se lleva el premio.
—¿Le faltó el respeto? ¿Quiere que suba a hablar con él?
—No, no es que hiciera nada malo, es que… es un tipo muy seco, muy reservado.
Entonces Alberto soltó una de sus frases favoritas:
—Hay gente que está muy sola. Es triste, ¿verdad?
—Sí, tienes razón.
Y mientras Alberto me llevaba a casa por la autopista del Oeste, musité sus palabras una vez más: «Hay gente que está muy sola. Es triste», pero no sé si me refería a Simon o a mí misma.
A la mañana siguiente de mi encuentro con Simon Leary, fui a comprarme ropa interior. Tenía ganas de hacer algo que me hiciera sentir bien, ya que la noche anterior había sido un poco deprimente. Ese tipo me había puesto triste.
De modo que me fui a una
boutique
, me puse a mirar unos caros
negligés
, y entonces se me ocurrió la mala idea de pedir uno de mi talla para probármelo. La dependienta me miró como si le hubiera pedido un ojo para un trasplante de córnea.
—Me parece que no tenemos
su talla
—dijo la muy estúpida.
Inspirada por el incidente de Myrna y la Coca-Cola light, miré a esa mujer con la ceja arqueada y le dije:
—¿Te
parece
o te
consta
que no tienes mi talla? ¡Porque lo que a mí me
parece
es que vas a ir corriendo a la trastienda a buscarla!
Intimidada por mi actitud, ella cambió el tono y me dijo:
—Déjeme ver qué encuentro ahí detrás.
Cuando la dependienta se fue, me puse a examinar un sujetador de brocado y doble tirante, y en ese momento me di cuenta de que algo raro me estaba pasando.
Algo que podía asociar con un acontecimiento de mi primera infancia: el infausto día en el que la maestra nos leyó el cuento de la princesa y el guisante. A partir de ese día, cada vez que me sentía así de rara, pensaba en esa princesa que notaba en su espalda la molestia de un guisante, aun cuando este estuviera bajo una pila de colchones. Ese
guisante
que yo sentía clavado en la mía era el signo inequívoco de que estaba tratando de ignorar mis sentimientos.
Permítanme que les ponga un ejemplo: hace varios años estaba yo mirando uno de esos canales de televisión que se dedican a vender baratijas, y una mujer llamó para hacer una pregunta sobre unos pendientes. Lo curioso es que la mujer estaba llamando desde Hawái, donde se encontraba de luna de miel con su recién estrenado marido.
Me puedo imaginar la vista desde el balcón de su habitación: veo un hermoso atardecer rojizo, un sol hawaiano que se hundía en el océano, palmeras que ondeaban bajo la brisa tropical, y su flamante marido en la ducha, preparándose para ejercitar esos recién adquiridos derechos conyugales.
Lo que no puedo imaginarme es por qué demonios, en un momento como ese, estaba esta mujer pegada al televisor, haciendo una llamada de larga distancia para discutir la calidad de unos pendientes de oro blanco con circonitas, en lugar de estar revolcándose con su marido en las suaves arenas volcánicas de las playas hawaianas. A lo mejor me equivoco, pero esta señora estaba tratando de ignorar sus temores. Seguramente se sentía aterrada ante lo desconocido. Quizá su nueva vida de casada, esa isla tropical y hasta el cuerpo de su marido debían de producirle un miedo paralizante. Sospecho que por esa razón ella trató de buscar consuelo en algo que le resultaba terriblemente familiar: ese canal de televisión que vendía baratijas.
Me acordaba de esta mujer en ese preciso instante porque yo estaba haciendo algo parecido. Me había ido de compras para ignorar mis sentimientos. En otras palabras: estaba usando mi tarjeta de crédito como antidepresivo.
De pronto el teléfono sonó desde mi escote.
—¿Qué tal te fue anoche? —preguntó la Madame.
—Bien, todo tranquilo —contesté.
—Pues no sé lo que le hiciste a ese hombre, pero prepárate porque quiere que vayas a verle durante cinco noches seguidas.
—¿Cómo?
—Cinco noches seguidas empezando el domingo. ¿Puedes?
—No sé… —empecé a decir, pero ella me interrumpió inmediatamente.
—¿No sabes? Lo que no sabes es cuántas cosas puedes comprarte con el dinero que vas a ganar. Tendrías que estar loca para decir que no.
La Madame tenía razón. Aunque cinco noches sentada en el sofá con ese tipo sonaba terriblemente fastidioso, decirle que no a una oferta como esa sería una locura. Además, yo necesitaba todo ese dinero para comprarme ropa interior ridículamente costosa en tiendas que ni siquiera estaban interesadas en vendérmela.
—Está bien —dije con un suspiro—. Cuente conmigo.
En el peor de los casos, un cliente tan callado y aburrido como Simon me daría la oportunidad de sentarme a pensar en mi futuro. Necesitaba entender porqué, si todo en mi vida estaba cambiando para bien, yo sentía ese guisante clavado en la espalda. Me fui de la tienda sin comprar nada, y llegué a casa para prepararme a ganar una pequeña fortuna.
El domingo Alberto me llevó de vuelta a Tribeca. Esa noche ni siquiera entré en el estudio. Romina me esperó en el ascensor y me acompañó directamente al apartamento de Simon. Su asistente era una chica simpática y me hubiera encantado hablar con ella un poco más, pero no sabía cómo entablar conversación. Podía romper el hielo diciéndole: «Hola, soy una gordita que tu jefe contrata para que se siente junto a él en el sofá», pero decidí que era mejor permanecer callada.
Mientras esperaba a Simon observé una vez más las enigmáticas fotos de las
bellezas durmientes
y recordé sus palabras: «Ojalá pudieran pagar el alquiler». ¿Por qué dijo eso? Simon vivía en uno de los apartamentos más caros de uno de los barrios más caros de una de las ciudades más caras del mundo. ¿Cómo es posible que le preocupara tanto el dinero? «Seguramente es uno de esos tipos avariciosos que siempre quiere más y más y más», pensé.