«¿Pesas en los tobillos?», repetí para mis adentros mientras iba en el metro hacia mi casa. Qué raro.
Rarísimo.
Esa noche decidí ponerme un
body
de algodón y lycra, una chaquetita estilo bolero de color violeta, y unos pantalones acampanados de seda negra. Los pantalones eran tan anchos que de lejos parecían una falda larga; eran perfectos para esconder los tobillos.
Me miré en el espejo detenidamente antes de salir del apartamento.
—Muy bien —dije, aprobando el conjunto que había elegido—. Muy,
muy
bien.
No quiero parecer arrogante, pero la verdad es que me veía estupenda con ese
look
.
—¡Señorita B! ¡Espere! —gritó Alberto cuando me vio caminando hacia el coche—. ¿Le puedo hacer una foto?
—¡Claro! —contesté, y, usando la acera como si fuera la pasarela de un desfile de moda, posé para él mientras me hacía fotos con el teléfono móvil.
—Cuando mi hermano la vea se va a volver loco —aseguró Alberto con un guiño.
Estaba a punto de agradecerle a Alberto su gestión cuando, repentinamente, encontré la caja en el asiento trasero del vehículo. Mientras Alberto conducía hacia el Upper East Side, yo la abrí y saqué dos pesas de cinco kilos cada una que estaban dispuestas sobre unos pequeños cinturones que se podían ajustar a los tobillos.
—Vaya despacio con esas pesas. Muchas chicas se han caído con ellas —me advirtió Alberto.
—No te preocupes, tendré cuidado.
Alberto detuvo la limusina frente a un elegante edificio y yo me bajé del coche con dificultad. El consejo de caminar despacio era totalmente innecesario, ya que era imposible apresurarse, con tacones y con esos diez kilos adicionales atados a los tobillos. Apenas podía caminar más bien arrastraba los pies, como si hubiera huido de la cárcel con cadenas y todo.
A cada paso que daba, las pesas chocaban entre sí con un tintineo muy particular. Al portero no le sorprendió ni que arrastrara los pies, ni que sonara al caminar, y eso me hizo pensar que yo no era ni la primera ni 1a única gordita que había cruzado esas puertas. El portero me acompañó hasta el ascensor, y cuando estaba a punto de decirle a qué piso iba, escuché una voz femenina que gritaba desde el pasillo:
—¡Esperen!
No se imaginan la cara que puse cuando me di la vuelta y me encontré con una chica negra de mi talle que llegaba al ascensor arrastrando los pies igual que yo, y acompañada por el familiar sonido de las pesas. Yo la observé, primero con sorpresa y luego con desconfianza. Ella me miró con desdén.
—Ático —dijimos al unísono.
¿Quién era esta? ¿Iría al mismo apartamento que yo? Por un momento pensé que quizá íbamos a dos apartamentos distintos en el mismo piso, pero, cuando se abrió el ascensor y me di cuenta de que en el ático solo había una puerta, quedó claro que las dos nos dirigíamos al mismo sitio. Yo sé que lo que debería haber hecho era extender la mano y presentarme civilizadamente, pero estaba demasiado nerviosa para pensar en protocolos, así que, sin cruzar una palabra, las dos salimos del ascensor y, con una actitud casi infantil, empezamos a correr para ver quién llegaba primero a la puerta de Guido. Parecíamos dos gorditas compitiendo en una carrera de sacos.
Ambas llegamos a la puerta al mismo tiempo, y ambas tratamos de apretar el timbre a la vez. Fue entonces cuando finalmente me dirigí a ella.
—Mira, chica —dije—. Yo no sé qué tiene planeado este tipo, pero si lo que quiere montar es una escena con lesbianas, yo me voy a mi casa.
Ella me miró de arriba abajo, con una actitud de la que solo son capaces las poderosas afroamericanas de Nueva York, y me dijo:
—A ver si te calmas.
Cuando estaba a punto de contestarle, escuchamos el conocido tintineo de las pesas al otro lado de la puerta.
—¡Ya era hora! —exclamó una voluminosa pelirroja invitándonos a entrar en el apartamento—. Seguidme, y tened cuidado por dónde pisáis.
Yo me quedé atónita.
«¿Y esta otra qué pinta aquí?», me pregunté, pero no me dio tiempo a cuestionar su presencia, porque en ese momento una nueva pieza del rompecabezas me dejó sin habla. Resulta que el elegante ático de mi cliente parecía una planta de reciclaje de papel. Había montañas de viejos periódicos y revistas que se apilaban contra las paredes. Había tantos papeles, libros y folletos acumulados que creaban un pasillo zigzagueante por el que avanzábamos como quien camina por un laberinto. En la sala había una pequeña área abierta donde encontramos a nuestro cliente. Guido era italiano, bajito, tenía un trasplante de pelo bastante mal hecho, vestía un raído albornoz, y una gruesa cadena de oro brillaba en su cuello.
—¡Hola, chicas! ¡Adelante! —saludó con un inconfundible acento de New Jersey.
—¡Hola, Puchy! —contestó la chica negra, llamándolo por su apodo.
—Myrna, cada día estás más buena.
—¡Ay, por favor…! —dijo ella modestamente.
—Y tú debes de ser B, ¿verdad? —se dirigió a mí. Yo asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra.
—Eres tan guapa como dijo la Madame.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué dijo la Madame de mí? —preguntó la pelirroja.
—Dijo que eres una pesada. ¡Pero por eso te quiero! —contestó Guido, y todos se rieron a carcajadas.
—Hola, soy Lorre —se presentó la pelirroja, extendiéndome la mano con una sonrisa.
—Yo soy Myrna —dijo la afroamericana guardando las distancias.
—Perdonad el desorden —dijo Guido—, pero es que mi esposa es obsesiva-compulsiva y todo lo guarda. Dejadme que despeje esto un poco para que os podáis sentar.
Guido nos hizo un guiño colectivo y nos dejó solas en la sala mientras él entraba en el dormitorio. Yo me sentía algo intimidada por la situación y no me atrevía a decir nada, pero Myrna y Lorre, que parecían conocerse desde hacía algún tiempo, empezaron a hablar de una amiga que tenían en común.
—¿Y qué fue de aquella chica griega que siempre nos encontrábamos aquí? ¿Cómo se llamaba? —preguntó Myrna.
Como yo no sabía de quién hablaban, me puse a hurgar en la montaña de revistas que había en el apartamento, pero escuchando discretamente su conversación. —¿Quién? ¿Anastasia? —contestó Lorre—. Se casó y se mudó a las afueras de Chicago. Creo que está a punto de tener gemelos.
—¡Qué bien! Me alegro por ella —dijo Myrna.
«¿Así que una chica que se dedicaba a esto se casó y se mudó a las afueras? Muy interesante», pensé. Nunca había considerado que las chicas de la Madame pudieran tener las mismas ambiciones que cualquier otra mujer: una casa… un marido… hijos… Me alegró pensar que yo no era la única que soñaba con una vida doméstica normal y corriente. Quizá este negocio en el que estábamos metidas no era tan pecaminoso como yo originalmente creía.
Mientras pensaba en estas cosas me encontré con un pequeño tesoro en la montaña de revistas que escarbaba.
—¡Eh, mirad esto! —exclamé mostrando un polvoriento número de la revista
Life
que tenía a Eva Gabor en la portada—. Se parece a la Madame, ¿verdad?
—Sí, un poco —asintió Myrna—, pero a mí la Madame me recuerda más a esa otra actriz, la que hizo aquella película en Las Vegas con Elvis Presley…
—¿Ann-Margret? —sugerí.
—¡Esa! —contestó Myrna.
—Pues mirad esto —dijo Lorre mostrándonos otro ejemplar de
Life
, que precisamente llevaba una foto de Ann-Margret en la portada.
A partir de ese momento las tres nos pusimos a excavar en esa caótica hemeroteca, a ver quién hallaba las cosas más raras. Encontramos el número de
Cosmopolitan
con el famoso póster de Burt Reynolds desnudo; hallamos el programa de la primera representación de
My Fair Lady
en Broadway; un folleto del Ministerio de Salud de Guatemala para la prevención de enfermedades venéreas, servilletas del restaurante Automat que quedaba en la Quinta Avenida con la 45, y hasta un juego de muñecas de papel de
Los Ángeles de Charlie
.
Nos hubiéramos pasado la noche entera desenterrando reliquias, y lo curioso del asunto es que eso fue exactamente lo que terminamos haciendo, ya que unos minutos más tarde, Myrna, Lorre y yo estábamos sentadas en la cama de Guido, completamente rodeadas de libros, revistas y curiosidades.
—Este apartamento es un desastre, pero me encanta —confesé, desempolvando un antiguo ejemplar de la revista
Mecánica Popular
.
—Eres géminis, ¿verdad? —me preguntó Lorre.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Tienes esa dualidad: niña y adulta, amante y señora, virgen y cortesana… Eres muy géminis, se te nota mucho —dijo ella mientras ojeaba una revista francesa de los años sesenta—. ¿No os parece que Sofía Loren era la mujer más guapa del mundo?
—Absolutamente —suspiramos las tres.
Ya empezando a sentirme más cómoda en su presencia, me atreví a disculparme con Myrna.
—Oye, quería pedirte perdón por lo que te dije en el pasillo, te juro que no soy homófoba.
—No te preocupes, cariño, yo no soy lesbiana —contestó—, pero si me traen a una mujer con una polla de veintitrés centímetros, a lo mejor me lo pienso.
Las tres nos moríamos de la risa, hasta que un gemido nos interrumpió.
Myrna se incorporó, y mirando bajo sus posaderas preguntó:
—¿Estás seguro de que puedes respirar?
—¡No os mováis! —gritó Guido.
Ah, claro, se me había olvidado explicarles algo importante: mientras nosotras hablábamos y reíamos sentadas en la cama, Guido estaba acostado, boca abajo, debajo de nosotras.
Les parecerá una locura, pero a Guido le gustaba que lo aplastaran contra su colchón de plumas y por eso nosotras tres, con pesas y todo, estuvimos sentadas sobre Guido durante unas dos horas aproximadamente.
Mientras Myrna volvía a sentarse sobre los hombros de Guido, oímos otro incomprensible gemido desde las profundidades del colchón.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Myrna.
—Que nos meneemos —contestó Lorre.
Y las tres empezamos a menearnos como si estuviéramos bailando el twist. Cada vez que lo hacíamos, Guido gemía de placer como si le estuvieran dando un masaje. Al final estuve a punto de darle el teléfono de la doctora Goldstein, mi quiropráctica de confianza; pero lo que más me sorprendió de este hombre es que pudiera divertirse tanto con tan poco.
Mi madre siempre decía: «A Carmita le gustan los hombres sin culo», y es que, cada vez que mi tía favorita traía un pretendiente a casa, invariablemente se presentaba con un hombre de espalda ancha y culo plano. «Ella debe de tener un fetiche», dijo mamá una vez, y aquella fue la primera vez que oí esa palabra: «Fetiche».
Con el paso de los años asocié los fetiches con tenebrosos sujetos que aparecían en programas nocturnos de televisión, confesando pasiones prohibidas y obsesiones vergonzosas. Pero esa noche, después de conocer a Guido, mi concepto de los fetiches cambió completamente.
Yo conocía los fetiches más obvios: los zapatos de tacón, la ropa de cuero, los calabozos, los uniformes… Pero no sabía que cualquier cosa puede ser un fetiche. Hay quien se siente morbosamente atraído por las orejas puntiagudas, las narices grandes, los ojos saltones y hasta los dientes de conejo. ¿Qué puede haber sucedido en la infancia de una mujer para que se sienta atraída por un hombre con dientes de conejo? No lo sé, pero sospecho que Dios creó los fetiches para que hasta los dentudos del mundo consigan novia. He escuchado que hasta hay fetichistas que se excitan con los estornudos; yo soy alérgica al polen y estornudo mucho en primavera; quizá debería buscarme un
estornudófilo
que me quiera. El problema es que soy tan insegura que constantemente me preguntaría si estornudo demasiado, o no lo suficiente, o si él me dejaría por una mujer que estornudara mejor que yo.
A veces veo a esas jovencitas que se casan con viejos millonarios y me pregunto si ellas tienen un fetiche en la vejez o el dinero. ¿Se casarían con el mismo viejecito si fuera pobre?
Pero cuando veo a alguien como Guido, alguien que puede ser tan feliz con cosas tan inocentes como la de tener a tres gorditas sentadas sobre su espalda, siento un poco de envidia, porque para mí el sexo es más complicado que eso. Para mí, la atracción sexual es una mezcla le sentimientos, fantasías y expectativas. No importa cuánto necesite una aventura romántica, siempre tengo que convencerme de que ese hombre con el que me estoy acostando es mi futuro marido. Ojalá me bastara con elegir tres cuerpos de cierta talla y sentarlos sobre mi espalda para ser feliz. Yo necesito un hombre con cierta personalidad, con una sonrisa especial, con una profesión. ¿Qué será mejor, ser como yo o ser como Guido? No lo sé. Él siempre encontrará a alguien que le haga feliz, pero yo todavía no había encontrado a nadie. A lo mejor Alberto tenía razón cuando me dijo que yo era demasiado exigente. Quizá por eso me costaba tanto encontrar el amor.
Pero volvamos a la historia: después de pasar dos horas sentadas sobre la espalda de Guido, las chicas y yo decidimos ir a una cafetería a comer algo. Mientras nuestros chóferes fumaban habanos en el aparcamiento, Myrna, Lorre y yo inspeccionábamos la carta de una cafetería en busca de algo reconfortante, aunque no precisamente dietético.
La camarera, una chica superjoven, superdelgada, supergótica y totalmente cubierta de
piercings
, vino a tomarnos nota.
—Yo quiero una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Coca-Cola —dijo Myrna dejando la carta sobre la mesa.
—¿Coca-Cola light…? —preguntó inocentemente nuestra camarera.
Myrna apretó los puños y miró a la chica tratando contener su furia.
—¿Acaso me has oído decir la palabra «light»? —respondió Myrna arqueando una ceja hasta el techo.
—Pues… no, la verdad es que no le he oído decir palabra «light» —contestó, atemorizada.
—Y… ¿sabes por qué no me has oído decirla? ¡Porque no la he dicho! ¡Así que me traes el refresco más azucarado y engordante que tengas! ¿Entendido?
Muerta de vergüenza, la chica nos preguntó a Lorre a mí qué queríamos, y nosotras le indicamos que nos trajera lo mismo. La camarera salió corriendo hacia la cocina y nosotras casi nos ahogamos de la risa. ¿Por qué será que la gente asume que las gorditas beben refrescos light? Si acabamos de pedir hamburguesas con queso es obvio que no tenemos ninguna prisa por adelgazar.