Randy sabía que había mil cosas que debería hacer, pero no pudo pensar en ninguna de ellas. Se dio cuenta. Ritmo de rumba en la sala de estar y al poco Missouri apareció a la vista, patinando, los pies envueltos en los trapos de encerar, los hombros y las caderas moviéndose con elegancia elefantina, fija en su pulimentar. La gritó:
—¡Misssouri!
—¿Diga, señor? —su movimiento hacia delante se detuvo, pero sus labios continuaron tarareando y sus pies moviéndose.
—Deja de forcejear y prepara tres dormitorios en la parte delantera. La familia del coronel Mark estará aquí mañana.
—¡Oh, qué estupendo! Igual que el año pasado.
—No, no igual que el año pasado. El no viene con ellos. Sólo la señora Bragg y Ben Franklin y Peyton.
Missouri le miró a través de la puerta.
—Míster Randy, no tiene buen aspecto. Esos telegramas sonóla muerte. ¿Tuvo usted malas noticias? ¿Le ha pasado algo al coronel Mark?
—No. Me iré en el coche hasta McCoy para reunirme con él a las doce.
—Oh, qué bueno. ¿Cómo es que a los niños del norte les permiten salir del colegio tan de prisa?
—No lo sé.
—Quitaré el polvo bien y prepararé las camas; pondré toallas y jabón en los cuartos de baño, como el año pasado.
—Gracias, Mizzoo, eso está bien.
—Caleb se alegrará de ver a Ben Franklin —dijo a Missouri. Caleb era el hijo de Missouri y precisamente de la edad de Ben, trece años. El año pasado Randy le permitió llevarse el bote por el río, pescando; igual que Randy, de niño, pescó con el tío de Caleb, Malachai, excepto que veinte años atrás el bote era un esquife, impulsado por músculos y remos, en lugar de un objeto de plástico con un motor de treinta caballos.
Missouri recogió sus cacharros de limpieza y dejó a Randy solo con su pesadilla. El joven sacudió la cabeza, pero no despertó; la pesadilla era real. Despacio obligó a su cerebro a que funcionase. Despacio se obligó a sí mismo a imaginar lo inimaginable...
Tenía que hacer una lista de cosas que Helen y los chicos necesitarían. Recordó que no había nada almacenado en la cocina grande del piso y poco en el cuarto trastero, excepto algunos filetes en el congelador y unas cuantas latas de conservas. Dios mío, si iba a haber una guerra necesitarían cantidades de todo. Miró su reloj de pulsera. Aún tenía que afeitarse y vestirse y tenía que permitirse hora y media para llegar hasta McCoy, a diez y seis kilómetros al sur de Orlando, al considerar que las carreteras y autopistas principales estarían atestadas de turistas y el tráfico exasperante de Orlando era capaz de entretener al más pintado, máxime siendo un día de cobro, a menos de tres semanas de Navidades. Decidió calcular en dos horas el viaje por carretera.
Sin embargo, pudo empezar la lista y había una cosa que tenia que hacer en seguida. Ben Franklin tomaba medio litro de leche al día y Peyton, su hermana de once años, todavía más. Telefoneó a Golden Dew Dairy y revisó su pedido diario alzándolo drásticamente. Ese fue el primer acto de Randy para enfrentarse a la emergencia y demostraría por lo menos su utilidad.
Randy salió de casa a tiempo de ver a Missouri instalarse bajo el volante del Ford modelo A, de Henri, antiguo —así certificado con una etiqueta «Q» expedida por el estado—, pero conservando perfecto orden de marcha por la ingenuidad mecánica de Malachai.
—No he terminado, pero tengo que irme ahora —dijo ella—. La señora McGovern está pendiente del reloj conmigo. Volveré mañana.
El modelo A, inclinado por el peso de Missouri, traqueteó por el sendero de guijarros. Randy entró en su nuevo Bonneville. Era un coche dulce, compromiso entre uno deportivo y uno de capota dura, largo, bajo, muy rápido y muy divertido, aun cuando su motor de alta compresión consumiese el combustible en cantidades industriales.
A las once, acercándose a Orlando, en la Carretera 50, puso la radio para las noticias. Turquía había apelado a las Naciones Unidas en NU pidiendo una investigación de las penetraciones de Siria a su frontera. Siria acusaba a Israel de planear una guerra preventiva. Israel acusaba a Egipto de enviar aviones espía por encima de sus defensas. Egipto pretendía que sus navíos, destinados desde Mar Negro a Alejandría, estaban siendo retornados a los estrechos y culpaba a Turquía de haber roto la Convención de Montreux.
Rusia acusaba a Turquía y a los Estados Unidos de intrigar para aplastar Siria, y advertía a Francia, Italia, Grecia y España de que cualquier nación que tuviese bases americanas se vería envuelta en una guerra general y borrada del mapa.
El Secretario de Estado estaba en algún lugar del Atlántico marchando para conferenciar en Londres.
El embajador soviético en Washington había sido llamado para consulta.
Habían tumultos en Francia.
Todo sonaba mal, pero familiar como un disco viejo y rayado. Lo había oído antes, casi las mismas palabras, allá en los años 57 y 58. Así que ¿para qué oprimir el botón del pánico? Mark podía estar equivocado. No sabría, con seguridad, que el globo subía. A menos que tuviese noticias frescas, de algo que no apareciese en los periódicos ni fuera emitido por la radio.
Poco antes del mediodía, Florence Wechek colgó su cartel «Vuelvo a la una», en la puerta del despacho y bajó por Yules Street para reunirse con Alice Cooksey en el Pink Flamingo. Los viernes comían siempre juntas. Alice, delgada, vestida de negro y gris, un gorrión de mujer activo y colérico, se retrasó. Apresurose a llegar a la mesa de Florence y dijo:
—Lo siento. Acabo de tener una escaramuza con Kitty Offenhaus.
—¡Oh, querida! —repuso Florence—. ¿Otra vez?
Kitty era secretaria del PTA, ex presidenta del circulo Frangipani, tesorera del Club de Mujeres y miembro del consejo de administración de la biblioteca. También era esposa de Luther Bubba Offenhaus, Jefe Cola Retorcida del Lions Club, vicepresidente de la Cámara de Comercio, y delegado director de la Defensa Civil para todo el condado. Poseía el negocio más próspero de la ciudad, la Funeraria Offenhaus y un negocio gemelo de terrenos, el Parque Repose en Paz.
Alice cogió el menú, Tembló. Se sentó rápidamente y dijo:
—Sí, otra vez. Creo que tomaré ensalada de atún.
—Tendrías que comer más, Alice —le recomendó Florence, advirtiendo lo blanca y ajada que estaba la cara de su amiga—. ¿Qué pasó?
—Kitty vino y dijo que había oído rumores de que teníamos libros escritos por Cari Rowan y Walter White. Le dije que los rumores eran ciertos y que si ella quería pedir uno prestado.
—¿Qué te contestó? —Florence bajó el tenedor, ya no interesada en su gelatina de pollo.
—Dijo que eran subversivos y antisureños... ella es hija de la Confederación... y me ordenó que los quitase de las estanterías. Le contesté que mientras fuese biblotecaria allí se quedarían. Me dijo que iba a presentar la cuestión ante el consejo y si era necesario ir con Porky Logan. Se encuentra él en el comité de investigación de Tallahassee.
—¡Alice, vas a perder el empleo! —Kitty Offenhaus era la persona de más influencia en Fort Repose, con la excepción de Edgar Quisenberry, que poseía y dirigía el banco.
—No lo creo. Le contesté que si pasaba algo así llamaría al
«St. Petersburg Times»
y al
«Tampo Tribune»
y al
«Miami Herald»
y que enviasen reporteros y fotógrafos. Dije: «Kitty, ¿no te imaginas la fotografía de la primera página y el encabezamiento... Esposa del enterrador quema libros»?
Estas eran las noticias más fascinantes que Florence había oído en semanas.
—¿Y entonces qué pasó?
—Nada en absoluto. Si me permites que tome prestado una expresión de uno de mis jóvenes lectores, ella se fue humeando por sus ocho cilindros.
—Pero tú realmente no avisarías los periódicos, ¿verdad?
Alice contestó con cuidado, comprendiendo plenamente que todo se repetiría pronto.
—¡Claro que sí! ¡Pero no creo que sea preciso! Mira, la publicidad bañaría el negocio de Bubba. Una tercera parte de los clientes de Bubba son negros y otro tercio yanquis que bajaron aquí a vivir de sus pensiones y acabar sus días tranquilos —alzó sus ojos brillantes y azules y añadió, como si repitiese uno de los mandamientos—: La censura y el control del pensamiento pueden existir sólo en la oscuridad y en el secreto.
—¿Y eso fue todo?
—Y eso fue todo. —Alice probó su ensalada—. ¿Qué has estado haciendo, Florence?
Florence no pudo pensar en ninguna aventura, ni siquiera en noticias captadas por el teléfono, que pudiesen competir con el relato de Kitty Offenhaus..., excepto su experiencia con Randy Braggs. Se había dicho a sí misma que no diría nada acerca de Randy a nadie, pero podía fiarse de Alice, que era prudente a pesar de su apariencia y que incluso, cuando joven, localizó también a un fisgón por sí misma. Así que Florence le contó lo de Randy y de sus catalejós y de cómo la había mirado aquella mañana, para concluir:
—¿Verdad que es casi increíble?
—Es increíble —dijo Alice, llanamente.
—¡Pero yo lo vi.
—No me importa. Conozco a los chicos de Bragg.
Incluso antes de que viniesen aquí, Florence, los conocía. Conocí al juez Bragg bien, muy bien.
Florence recordó vagos informes, de muchos años atrás, en los que Alice Cooksey se había entendido con el juez Bragg antes de que éste se casase con Gertrude. Pero eso no importaba para lo que ocurriese ahora en casa de los Bragg.
—Has de reconocer que esos chicos Bragg son un poco peculiares —dijo Florence—. Tendrías que haber visto el cable que Randy recibió de Mark esta mañana. Urgente que se reuniese en McCoy, hoy. Helen y los chicos volarían a Orlando esta noche..., ya conoces que esos chicos no pueden estar todavía fuera del colegio..., las últimas dos palabras no tenían sentido en absoluto. «¡Ay, Babilonia!». ¿No es vina locura?
—Esos chicos no están locos —dijo Alice—. Siempre han sido muy brillantes. Infernales, sí, pero por lo menos saben leer, que es más de lo que puedo decir de los chicos de hoy. ¿No sabes que Randy se había leído todas las historias de la biblioteca antes de cumplir dieciséis años?
—No creo que eso.tenga nada que ver con sus hábitos sexuales —repuso Florence. Se inclinó sobre la mesa y tocó el brazo de Alice—. Alice, ven a mi casa esta noche a pasarte el fin de semana. Quiero que te cerciores tú misma.
—No puedo. Tengo la biblioteca abierta los sábados. Es mi única posibilidad de captar a los jóvenes. Las noches y los domingos están paralizados por la TV.
—Yo también abro el sábado por la mañana, así que podemos venir juntas. Te recogeré cuando hayas terminado mañana por la tarde. Será un cambio para ti, estar en el campo, lejos de esa habitación atestada.
Alice dudaba. Sería hermoso visitar a Florence, pero le sabía mal aceptar favores que no podía devolver.
—Bueno, veremos —dijo.
Cuando Alice regresó a la biblioteca, tres veteranos, también viejos para pensionistas o para el Club de Boleras, estaban inclinados sobre la mesa de los periódicos. Como maniquíes, pensó ella, parcialmente desanimada. Uno de los maniquíes o momias se inclinó lentamente hasta que su nariz cayó dentro del pliego de
«Cosmopolitan»
.
Alice se acercó a la mesa y se aseguró de que todavía respiraba. Le dejó que dormitase, sonrió a los otros dos y se metió en la sala de referencias, con sus pesados ficheros imponentes. En el primer casillero, estaban las obras religiosas y espirituales de frecuente consulta y así bajó la Biblia del Rey James. Creía que encontraría las palabras en Revelación y así lo hizo. Leyó dos versos, moviendo los labios, formulando las palabras en su garganta:
«A los reyes de la tierra, que fornicaron y vivieron deliciosamente con ella, la llorarán y se lamentarán, cuando vean el humo de su cremación»
.
«Permaneciéndose lejos del miedo de su tormento, diciendo, Ay, ay, por la gran ciudad de Babilonia, por la poderosa ciudad. Porque dentro de una hora llegará tu juicio»
.
Alice devolvió la Biblia a su estantería, y caminó, la cabeza baja, hasta su rajado y viejo escritorio, el escritorio de una profesora de colegio instalado sobre la tarima, en el vestíbulo principal. Se sentó allí, mirando al secante verde, la antigua pluma y el tintero de vidrio, al fichero de madera lleno de tarjetas de lectores, a la pila de catálogos de publicaciones de primavera. Ella sola y todas las gentes de Fort Repose conocían a Mark Bragg lo bastante bien y habían absorbido bastante conocimiento de las debilidades mundanas mediante la palabra impresa para comprender que los libros que había pedido de aquellos catálogos quizá nunca pudieran ser entregados. Tenía poco miedo a la muerte y nada en absoluto del hombre, pero lo informe de lo que iba a venir la abrumaba. Siempre asociaba Babilonia con Nueva York y ahora deseaba estar viviendo en Manhattan, donde se podía morir en una brillante milésima de segundo, sin padecer, sin correr el riesgo de la indignidad del pánico.
Tomó el teléfono y llamó a Florence. Iría a pasarse el fin de semana, o incluso más tiempo, si Florence estaba de acuerdo. Cuando colgó el aparato Alice se sentía más tranquila. Si eso ocurría pronto, tendría una mano amistosa que retener. No estaría sola.
El sargento de Policía Aérea en la puerta principal de McCoy interrogó a Randy y luego le dejó pasar para visitar al teniente coronel Paul Hart, comandante de escuadrilla y amigo de Mark. Hart había estado en Fort Repose para pescar lubinas, primero como huésped de Mark y más tarde, en diversas ocasiones, como invitado de Randy; así que era algo más que un conocido. Randy dijo que acababa de recibir un cable de Mark para que se reuniese con él a mediodía y Hart contestó:
—Envió un aviso aquí, ayer. No esperaba que regresase tan pronto. De todas maneras, vaya hasta la Base Ops. Y nos saldremos de la fila y nos reuniremos con él juntos. Déjeme que hable a la Policía del Aire. Le haré que le dejen pasar.
Conduciendo por la base, Randy notó un cambio desde su última visita, el año antes. Físicamente, McCoy parecía el mismo. Sin embargo, se notaba distinto. El interrogatorio de la Policía del Aire había sido más agudo y más serio. Esa no era la diferencia. Se dio cuenta de que faltaba algo; y entonces lo captó. ¿Dónde estarán todas las personas? McCoy parecía casi abandonado, con menos actividad, menos hombres y menos coches que hace un año. No vio a otros paisanos. No vio mujeres, y era en torno a los clubs y al BX. El área más congestionada de la base eran la escalinata y el césped delante de los cuarteles opuestos a la ala del estado mayor, en donde se encontraban los tripulantes, rígidos y tiesos con trajes de vacío, hablando y fumando. Camiones, las puertas posteriores bajas, retrocedían hasta el bordillo. Los conductores forcejeaban con sus volantes como si tuviesen prisa y presentaban aire de cansancio indicador, de que llevaban efectuando mucho tiempo las operaciones de conducir.