Axiomático (19 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Descubro a mi mano dirigiéndose instintivamente hacia el interior de la lámpara de lectura a mi lado de la cama. Cuando la enciendo, la mujer se agita y murmura:

—¿Johnny?

Pero mantiene los ojos cerrados. Realizo el primer esfuerzo consciente por acceder a los recuerdos de este anfitrión; en ocasiones soy capaz de dar con un nombre empleado con frecuencia. ¿Linda? Podría ser.
Linda.
Lo formo con la boca en silencio, observando la confusión de pelo castaño y suave que casi oculta su rostro dormido.

La situación, aunque no el individuo, es confortadoramente familiar.
Hombre mira con cariño a su esposa dormida.
Le susurro:

—Te quiero —y lo digo en serio; amo, no a esta mujer en particular (con un pasado que apenas entreveré y un futuro que no podré compartir), sino la mujer combinada de la que, hoy, ella forma parte: mi compañera parpadeante e inconstante, mi amante formada con la combinación de un millón de palabras y gestos pseudo-aleatorios, que se mantienen unidos por el simple hecho de que yo la contemplo, que nadie la conoce por completo excepto yo.

Durante mi juventud romántica solía elucubrar: seguro que no soy el único de mi clase. ¿No podría haber otra como yo, que se despierta cada mañana en el cuerpo de una mujer? ¿No podría ser que los factores misteriosos que determinan la selección de
mi
anfitrión actúen en paralelo sobre
ella
, acercándonos, manteniéndonos unidos día tras día, transportándonos, juntos, de una pareja anfitrión a otra pareja anfitrión?

No sólo es improbable, también simplemente no es cierto. La última vez (hace ya casi doce años) que me vine abajo y empecé a soltar la increíble verdad, la esposa de mi anfitrión
no
lanzó gritos de alivio y reconocimiento, y su propia confesión idéntica. (En realidad, no hizo mucho. Esperaba que mis palabras le resultasen horrorosas o traumáticas, esperaba que concluyese de inmediato que yo era un loco peligroso. En su lugar, prestó atención brevemente, y aparentemente lo que le dije le resultó aburrido o incomprensible, y por tanto, muy razonablemente, me dejó en paz durante el resto del día).

No sólo no es cierto, simplemente no importa. Sí, mi amante posee mil rostros, y sí, tras cada par de ojos hay un alma diferente, pero todavía puedo encontrar (o imaginar) tantos patrones unificados en mis recuerdos de ella, como puede encontrar (o imaginar) cualquier otro hombre o mujer en sus propias percepciones de sus muy fieles compañeros vitales.

Hombre mira con cariño a su esposa dormida.

Salgo de la cama y me quedo de pie un momento, estremeciéndome, mirando la habitación, deseoso de ponerme en marcha para mantenerme caliente, pero incapaz de decidir qué hacer primero. Luego veo la cartera en lo alto de la cómoda.

Soy John Francis O'Leary, según el carné de conducir. Fecha de nacimiento: 15 de noviembre, 1951, lo que me hace una semana más viejo que cuando me fui a la cama. Aunque en ocasiones tengo la fantasía de despertar veinte años más joven, eso parece ser tan improbable para mí como lo es para los demás; en treinta y nueve años, por lo que sé, no he tenido jamás un anfitrión que no hubiese nacido en noviembre o diciembre de 1951. Tampoco he tenido jamás un anfitrión que naciese, o viva en la actualidad, fuera de la ciudad.

No sé
cómo
me traslado de un anfitrión al siguiente, pero ya que es de esperar que un proceso así tenga un alcance efectivo finito, no es sorprendente mi confinamiento geográfico. Al este hay un desierto, un océano al oeste, y largas zonas de costa desnuda al norte y sur; las distancias de la ciudad a otra simplemente son demasiado grandes para que yo pueda atravesarlas. De hecho, parece que jamás me
acerco
al borde de la ciudad, y al meditarlo, tampoco tiene nada de sorprendente: si hay cien anfitriones potenciales al oeste de mí, y cinco al este, entonces un salto a un anfitrión escogido aleatoriamente
no
es un salto en una dirección aleatoria. El centro poblado me atrae con una especie de gravedad estadística.

En cuanto a la restricción en la edad y fecha de nacimiento del anfitrión, nunca he tenido una teoría lo suficientemente plausible para creerla durante más de un día o dos. Era fácil cuando tenía doce o trece años, y podía fingir ser una especie de príncipe alienígena, que un rival malvado deseoso de lograr mi herencia cósmica había aprisionado en los cuerpos de terrestres; los malos debieron añadir algo al agua de la ciudad, a finales de 1951, que luego bebieron las madres embarazadas, preparando de esa forma a los niños no nacidos para convertirse en mis carceleros involuntarios. Hoy en día acepto la probabilidad de que simplemente jamás llegue a conocer la verdad.

Pero de una cosa sí que estoy seguro: esas dos restricciones fueron esenciales para lograr la cordura aproximada que pueda poseer ahora. De haber "crecido" en cuerpos de edades totalmente aleatorias, o en anfitriones dispersos por todo el mundo, con una lengua y una cultura diferente con las que lidiar cada día, dudo siquiera que yo
existiese
, es imposible que pueda surgir una personalidad de esa cacofonía de experiencias. (Claro está, una persona normal podría pensar lo mismo de mis propios orígenes relativamente estables).

No recuerdo haber sido John O'Leary antes, lo que es raro. La ciudad sólo contiene a seis mil hombres de treinta y nueve años, y de ellos, aproximadamente mil habrían nacido en noviembre o diciembre. Dado que treinta y nueve años es más de catorce mil días, a estas alturas los primerizos son muy poco probables, y recuerdo haber visitado varias veces a la mayoría de los anfitriones.

Siguiendo mi propia inclinación inexperta, he explorado un poco las estadísticas. Un anfitrión potencial dado tendría, de media, mil días, o tres años, entre mis visitas. Sin embargo, el tiempo medio que yo puedo esperar pasar sin repetir ningún anfitrión es de simplemente cuarenta días (la media hasta ahora es realmente más baja, veintisiete días: presumiblemente porque algunos anfitriones son más susceptibles que otros). Cuando lo deduje por primera vez, los resultados parecían paradójicos, pero sólo porque las medias no lo cuentan todo; una fracción de las visitas repetidas se produce en semanas en lugar de años, y por supuesto, son las anormalmente rápidas las que determinan mi tasa.

En una caja de seguridad (con cierre de combinación) en el centro de la ciudad, tengo registros que se remontan a los últimos veintidós años. Nombres, direcciones, fechas de nacimientos y las fechas de cada visita desde 1968, de más de ochocientos anfitriones. Un día de estos, cuando tenga un anfitrión con tiempo, la verdad es que debería alquilar un ordenador con un paquete de base de datos y meter toda esa basura en un disco; eso haría que el análisis estadístico fuese mil veces más fácil. No espero asombrosas revelaciones; si descubriese alguna tendencia o patrón en los datos, bien, ¿y qué? ¿Me revelaría algo? ¿
Cambiaría
algo? Aun así, parece una tarea que vale la pena emprender.

Parcialmente oculta bajo un montón de monedas junto a la cartera hay —¡
oh, delicia
!— una identificación, con foto y todo. John O'Leary es celador en el Instituto Psiquiátrico Pearlman. La fotografía muestra una parte de un uniforme azul claro, y cuando abro el armario allí está. Pero me parece que a este cuerpo le vendría bien una ducha, así que pospongo la tarea de vestirme.

La casa es pequeña y está decorada con sencillez, pero está limpia y en buen estado. Paso junto a una habitación que probablemente sea el dormitorio de un niño, pero la puerta está cerrada y así la dejo, al no querer arriesgarme a despertar a nadie, en el salón, busco Instituto Pearlman en la guía de teléfonos, y luego lo localizo en un directorio de calles. Ya he memorizado mi dirección a partir del carné de conducir, y el Instituto no está lejos; trazo una ruta que no debería llevar más de veinte minutos, a esta hora de la mañana. Todavía no sé cuándo empieza mi tumo; seguro que no antes de las cinco.

De pie en el cuarto de baño, afeitándome, miro durante un momento a mis nuevos ojos castaños, y no puedo evitar darme cuenta de que John O'Leary no es nada feo. Es una idea que no lleva a ninguna parte. Desde hace mucho tiempo, afortunadamente, he logrado aceptar la fluctuación de mi apariencia con relativa tranquilidad, aunque no siempre ha sido así. Pasé por varias fases neuróticas en mi adolescencia y a los veinte años, cuando mi estado de ánimo variaba violentamente entre la euforia y la depresión, dependiendo de cómo me sintiese a propósito de mi cuerpo más reciente. A veces, semanas después de haber abandonado un anfitrión especialmente bien parecido (lo que, por supuesto, yo había retrasado todo lo posible, permaneciendo despierto noche tras noche), fantaseaba obsesivamente con regresar, preferiblemente para quedarme. Al menos un adolescente normal y jodido
sabe
que no le queda más opción que aceptar el cuerpo con el que ha nacido. Yo no tenía ese alivio.

Ahora me inclino más por preocuparme de mi salud, pero es tan fútil como preocuparse de la apariencia. No tiene ningún sentido que haga ejercicio, o cumpla la dieta, ya que cualquier gesto, a todos los efectos, se diluye por mil. "Mi" peso, "mi" forma física, "mi" consumo de alcohol o tabaco, no los puedo alterar por iniciativa personal; son estadísticas de salud pública, que exigen campañas publicitarias muy caras para modificarlas incluso un mínimo.

Después de ducharme, me peino imitando la foto de la identificación, con la esperanza de que no sea muy antigua.

Linda abre los ojos y se despereza mientras yo entro, desnudo, al dormitorio, y verla me provoca una erección inmediata. Hace meses que no tengo sexo; casi todos los anfitriones recientes parecen haber logrado follar hasta perder el conocimiento la noche
antes
de mi llegada, y consecuentemente haber perdido el interés durante la quincena siguiente. Por lo que se ve, mi mala suerte ha cambiado. Linda alarga la mano y me agarra.

—Llegaré tarde al trabajo —protesto.

Se vuelve y mira la hora.

—Qué tontería. No entras hasta las seis. Si desayunas aquí, en lugar de hacer un desvío hasta ese antro grasiento para camioneros, podrás quedarte
una hora.

Sus uñas son agradablemente afiladas. Dejo que me arrastre hasta la cama, para luego inclinarme y susurrarle.

—Sabes, eso era
exactamente
lo que quería oír.

Mi primer recuerdo es de mi madre sosteniendo reverentemente un bebé llorón hacia mí, diciendo:

—¡Mira, Chris! Es tu hermanito. ¡Éste es Paul! ¿No es una monada? —no podía comprender a qué venía tanto alboroto. Los hermanos eran como los animales de compañía o los juguetes; su número, sexo, nombre, todo fluctuaba tan insensatamente como el mobiliario o el papel pintado.

Los padres eran claramente superiores; cambiaban de apariencia y comportamiento, pero al menos sus nombres seguían siendo los mismos. Daba por supuesto que cuando creciese, mi nombre se metamorfosearía en "Papi", una sugerencia que habitualmente se recibía con risas y acuerdo alegre. Supongo que pensaba que mis padres eran básicamente como yo; sus transformaciones eran mucho más extremas que las mías, pero todo lo que se refería a ellos era mayor, por lo que tenía todo el sentido del mundo que fuese así. Nunca dudé que en cierto sentido eran
los mismos
de un día para otro; mi madre y mi padre eran, por definición, los dos adultos que hacían ciertas cosas: me reñían, me abrazaban, me metían en la cama, me obligaban a comer verduras desagradables y demás. Destacaban a un kilómetro, por lo que era imposible pasarlos por alto. Ocasionalmente faltaba uno de los dos, pero nunca durante más de un día.

El pasado y el futuro no eran problema; simplemente crecí con nociones bastante vagas de lo que
eran.
"Ayer" y "mañana" eran como "érase una vez", nunca me decepcionaban las promesas rotas de regalos futuros, o me confundían las descripciones de supuesto acontecimientos del pasado, porque esas charlas las trataba siempre como ficciones deliberadas. A menudo me acusaban de contar "mentiras", y asumía que no era más que una etiqueta que se empleaba con las historias que no conseguían ser lo suficientemente interesantes. Los recuerdos de acontecimientos de más de un día de antigüedad eran claramente "mentiras" sin valor, así que procuraba olvidarlos.

Estoy seguro de que era feliz. El mundo era un calidoscopio. Cada día tenía una casa nueva que explorar, juguetes diferentes, compañeros de juegos diferentes, comida diferente. En ocasiones me cambiaba el color de piel (y me emocionaba comprobar que mis padres, hermanos y hermanas casi siempre escogían cambiar también sus pieles). De vez en cuando me despertaba como chica, pero a partir de cierto punto (creo que alrededor de los cuatro años) eso comenzó a inquietarme, y poco después, simplemente dejó de suceder,

No sospechaba que me estuviese
trasladando
, de casa a casa, de cuerpo a cuerpo. Yo cambiaba, mi casa cambiaba, las otras casas, y las calles, tiendas y parques que me rodeaban, cambiaban. De vez en cuando iba con mis padres al centro de la ciudad, pero no lo consideraba un punto fijo (ya que en cada ocasión seguíamos una ruta diferente para llegar hasta él) sino como un rasgo fijo del mundo, como el sol o el cielo.

El colegio fue el comienzo de un largo tiempo de confusión y desdicha. Aunque el edificio de la escuela, el aula, el profesor y los otros niños cambiaban como todos los demás elementos de mi entorno, claramente el repertorio no era tan amplio como el de mi casa y mi familia. Viajar al mismo colegio, pero a través de calles diferentes, y con un nombre y rostro diferente, me desquiciaba; la comprensión gradual de que mis compañeros copiaban mis nombres y rostros anteriores —y, peor todavía, yo tenía que cargar con los que
ellos
habían usado previamente— me enfurecía.

Hoy en día, habiendo vivido durante tanto tiempo con el punto de vista sancionado, en ocasiones me resulta difícil comprender cómo mi primer año de escuela no fue suficiente para dejarlo todo perfectamente claro, hasta que recuerdo que mis visiones de cada clase estaban, por lo general, separadas por semanas, y que saltaba aleatoriamente entre más de cien escuelas. No tenía diario, ni registros, ni listas de clases en la cabeza, ni ningún medio siquiera de
pensar en
lo que me estaba pasando: nadie me había enseñado el método científico. Incluso Einstein tenía bastante más de seis años cuando creó
su
teoría de la relatividad.

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