Axiomático (12 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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—¿Por qué?

La pregunta pareció dejarla perpleja, como si me estuviese mofando. Ella era especial. Era hermosa. No hacía falta más explicación.

Oí un gruñido que venía del otro lado de la puerta, seguido de un golpecito contra la pared. Le indiqué a Muriel que se tirase al suelo, y a Catherine que guardase silencio, luego —con todo el sigilo posible, pero con el crujido inevitable del metal— me subí a lo alto de un armario situado en una esquina a la izquierda de la habitación.

Tuvimos suerte. Lo que atravesó la puerta cuando se abrió un poco no fue una granada, sino una mano con un láser de barrido. Un espejo giratorio barría el rayo por todo un arco; éste estaba fijado en ciento ochenta grados, horizontalmente. Sostenido a la altura del hombro, lleno la habitación con un plano letal como a un metro por encima de la cama. Sentí la tentación de limitarme a darle una patada a la puerta en cuanto apareció la mano, pero hubiese sido demasiado arriesgado; el arma podría descender antes de que se apagase el rayo. Por la misma razón, no podía limitarme a abrir un agujero en la cabeza del tipo en cuanto entró en la habitación, o incluso apuntar al arma, estaba protegida, y hubiese soportado varios segundos de fuego antes de sufrir daños internos. La pintura de las paredes estaba quemada y las cortinas se habían dividido en dos mitades ardientes; en un instante el hombre haría bajar el rayo hacia Catherine. Le di una patada en la cara, echándole hacia atrás y haciendo que al láser apuntase al techo. Luego salté al suelo y le pegué la pistola a la sien. Apagó el rayo y me dejó quitarle al arma. Iba vestido de celador, pero la tela era extrañamente rígida; probablemente contenía una capa protectora de asbestos recubierto de aluminio (dado el peligro potencial de reflexiones, no es aconsejable operar un láser de barrido con menos protección que ésa).

Tuvimos suerte. Lo que atravesó la puerta cuando se abrió un poco no fue una granada, sino una mano con un láser de barrido. Un espejo giratorio barría el rayo por todo un arco; éste estaba fijado en ciento ochenta grados, horizontalmente. Sostenido a la altura del hombro, lleno la habitación con un plano letal como a un metro por encima de la cama. Sentí la tentación de limitarme a darle una patada a la puerta en cuanto apareció la mano, pero hubiese sido demasiado arriesgado; el arma podría descender antes de que se apagase el rayo. Por la misma razón, no podía limitarme a abrir un agujero en la cabeza del tipo en cuanto entró en la habitación, o incluso apuntar al arma, estaba protegida, y hubiese soportado varios segundos de fuego antes de sufrir daños internos. La pintura de las paredes estaba quemada y las cortinas se habían dividido en dos mitades ardientes; en un instante el hombre haría bajar el rayo hacia Catherine. Le di una patada en la cara, echándole hacia atrás y haciendo que al láser apuntase al techo. Luego salté al suelo y le pegué la pistola a la sien. Apagó el rayo y me dejó quitarle al arma. Iba vestido de celador, pero la tela era extrañamente rígida; probablemente contenía una capa protectora de asbestos recubierto de aluminio (dado el peligro potencial de reflexiones, no es aconsejable operar un láser de barrido con menos protección que ésa).

Le di la vuelta y lo esposé de la forma habitual: muñecas y tobillos por la espalda, con brazaletes de interior afilado para evitar (algunos) intentos de hacer saltar las cadenas. Le rocié la cara con sedante durante unos segundos, y actuó como si hubiese surtido efecto, pero luego le abrí un ojo y supe que no había sido así. Cada policía emplea un sedante con un efecto testigo ligeramente diferente; el que uso habitualmente vuelve el blanco de los ojos de un tono azul claro. Debía llevar una capa de protección en la piel. Mientras preparaba una intravenosa, volvió la cabeza hacia mí y abrió la boca. De debajo de la lengua le salió una cuchilla volando y me rozó la oreja al pasar. Era algo que no había visto nunca. Le obligué a abrir la mandíbula y di un vistazo; el mecanismo de lanzamiento estaba anclado a los dientes con cables y pernos. Allí había una segunda hoja; le volví a poner la pistola en la cabeza y le aconsejé que la lanzase al suelo. Luego le di un golpe en la cara e inicié la búsqueda de una vena fácil.

Lanzó un gritito y comenzó a vomitar sangre caliente. Posiblemente por elección propia, aunque era más probable que su empleador hubiese decidido reducir las pérdidas. El cuerpo comenzó a echar humo, así que lo arrastré al pasillo.

Los agentes de guardia estaban inconscientes, no muertos. Una cuestión de pragmatismo; dejar inconsciente a alguien con un agente químico normalmente es más silencioso, menos complicado y menos arriesgado para el asaltante que matarlos. Además, se sabe que los polis muertos tienden a añadir un ímpetu extra a muchas investigaciones, así que vale la pena evitarlos. Llamé a un conocido de toxicología para que viniese a echarles un vistazo y luego pedí reemplazos por radio. Organizar el traslado a un lugar más seguro llevaría al menos veinticuatro horas.

Catherine estaba histérica, y Muriel, bastante afectada también, insistió en sedarla y dar por concluidas las preguntas.

Muriel dijo:

—He leído sobre el efecto, pero nunca lo había visto con mis propios ojos. ¿Cómo es?

—¿El qué?

Emitió unas risas nerviosas. Temblaba. La agarré por los hombros hasta que se tranquilizó un poco.

—Ser así —le entrechocaban los dientes—. Alguien acaba de
intentar matarnos a todos
, y usted se comporta como si no hubiese sucedido nada en especial. Como alguien sacado de un cómic. ¿Cuál es la sensación?

Me reí. Tenemos una respuesta estándar.

—No se siente nada en absoluto.

Marión estaba tendida con la cabeza en mi pecho. Tenía los ojos cerrados pero no dormía. Sabía que todavía me escuchaba. Siempre se tensa de cierta forma cuando estoy despotricando.

—¿Cómo podría alguien
hacer
algo así? ¿Cómo puede alguien tomar asiento y
planificar
a sangre fría la creación de un ser humano deforme sin la más mínima posibilidad de llevar una vida normal? Todo para algún "artista" loco en algún lugar que mantiene con vida las teorías de un billonario loco y muerto. Mierda, ¿qué creen que son las personas? ¿Esculturas? ¿
Cosas
que pueden modificar como les parezca más conveniente?

Quería dormir, era tarde, pero no podía callarme. Ni siquiera me había dado cuenta de lo enfadado que estaba hasta que no toqué el tema, pero mi desagrado no había hecho más que crecer con cada palabra.

Una hora antes, intentando hacer el amor, me había descubierto impotente. Recurrí a la lengua, y Marión se había corrido, pero aun así me deprimí. ¿Era psicológico? ¿El caso que me ocupaba? ¿O un efecto secundario de las drogas de alzado? ¿Así de pronto, después de tantos años? Había rumores y chistes a propósito de que las drogas provocaban casi todo lo imaginable: esterilidad, bebés deformes, cáncer, psicosis; pero jamás lo había creído. El sindicato lo habría descubierto y habría montado un escándalo, jamás le habrían consentido al departamento que se saliese con la suya. Era el caso de la quimera que me estaba superando, tenía que serlo. Así que hablé sobre el asunto.

—Y lo peor es que ella no comprende lo que le han hecho. Le han mentido desde que nació. Macklenburg le dijo que era
hermosa
, y ella se
cree
esa mierda, porque no sabe nada.

Marión se movió ligeramente y suspiró.

—¿Qué va a ser de ella? ¿Cómo va a vivir cuando salga del hospital?

—No lo sé. Supongo que podría vender la historia de su vida por una buena cantidad. Lo suficiente para contratar a alguien que la cuide durante el resto de su vida —cerré los ojos—. Lo lamento. No es justo mantenerte despierta media noche con esto.

Oí un débil silbido y Marión se relajó de pronto. Durante lo que parecieron varios segundos, pero no pudieron serlo, me pregunté qué me pasaba, por qué no me había puesto en pie de un salto, por qué ni siquiera había levantado la cabeza para mirar al otro lado de la habitación y descubrir quién o qué estaba allí.

Luego comprendí que el spray también me había dado y que estaba paralizado. Resultaba tal alivio estar indefenso que me hundí en la inconsciencia sintiéndome, absurdamente, más tranquilo de lo que me había sentido en mucho tiempo.

Me desperté sintiendo una mezcla de pánico y letargo, y sin tener ni idea de dónde estaba o qué había sucedido. Abrí los ojos y no vi nada. Agité los brazos intentando tocarme los ojos, y me sentí moverme un poco, pero tenía los brazos y piernas retenidos. Me obligué a relajarme durante un momento e interpretar mis sensaciones. Tenía los ojos tapados o vendados, flotando en un líquido tibio y denso, con nariz y boca cubiertas por una máscara. Mis inútiles movimiento de resistencia me habían agotado, y durante un buen rato me quedé quieto, incapaz de concentrarme lo suficiente ni siquiera para comenzar a hacer cábalas sobre mis circunstancias. Me sentía como si me hubiesen roto hasta el último hueso del cuerpo, no por sentir dolor, sino por la incomodidad sutil que se produce ante una sensación desconocida de mi cuerpo; era incómodo, estaba mal. Se me ocurrió que podría haber sufrido un accidente. ¿Un incendio? Eso explicaría por qué flotaba; me encontraba en una unidad de tratamiento de quemados. Dije:

—¿Hola? Estoy despierto —las palabras surgieron como susurros dolorosos y roncos.

Una voz sosa y alegre, casi asexuada pero algo masculina, respondió. Yo tenía auriculares puestos; no me había dado cuenta hasta no sentirlos vibrar.

—Señor Segel. ¿Cómo se siente?

—Incómodo. Débil. ¿Dónde estoy?

—Me temo que muy lejos de casa. Pero su esposa también está aquí.

Fue entonces cuando lo recordé: tendido en la cama, sin poder moverme. Parecía que había pasado una eternidad, pero no tenía recuerdos más recientes.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Dónde está Marión?

—Su esposa está cerca. Está segura y cómoda. Usted lleva aquí unas semanas, pero está sanando con rapidez. Pronto estará listo para la fisioterapia. Así que por favor, relájese y tenga paciencia.

—¿
Sanando de qué
?

—Señor Segel, me temo que fue necesario realizar muchas operaciones para ajustar su apariencia a mis requisitos. Sus ojos, su rostro, su estructura ósea, su constitución, su tono de piel; todo requirió alteraciones substanciales.

Floté en silencio. El rostro del joven desafiante de
La caricia
flotó en la oscuridad. Estaba aterrado, pero mi desorientación absorbió el impacto; flotando en la oscuridad, escuchando una voz incorpórea, nada era todavía del todo real.

—¿Por qué yo?

—Usted salvó la vida de Catherine. En dos ocasiones. Ésa es exactamente la relación que buscaba.

—Dos trampas. Nunca corrió peligro real, ¿no es cierto? ¿Por qué no buscó a alguien que ya tuviese ese aspecto para ejecutar los movimientos? —casi añadí "Gustave", pero me detuve a tiempo. Estaba casi seguro de que igualmente tenía la intención de matarme, pero revelar mis sospechas sobre su identidad hubiese sido un suicidio. Evidentemente, la voz era sintética.

—Usted salvó su vida de verdad, señor Segel. Si se hubiese quedado en el sótano sin hormonas de reemplazo hubiese muerto. Y el asesino que enviamos al hospital tenía intención de matarla.

Bufé sin fuerzas.

—¿Y si hubiese tenido éxito? Veinte años de trabajo y millones de dólares perdidos. ¿Qué hubiese hecho entonces?

—Señor Segel, tiene usted una visión muy provinciana del mundo. Su pequeña ciudad no es la única del planeta. Su pequeña fuerza policial tampoco es única, excepto por el hecho de que fue la única incapaz de evitar que la prensa se enterase. Comenzamos con doce quimeras. Tres murieron en la infancia. A tres no las descubrieron a tiempo después de la muerte de sus protectores, Cuatro fueron asesinadas tras el descubrimiento. La vida de la otra quimera superviviente fue salvada en dos ocasiones por personas diferentes... y además ella no cumplía los estándares de morfología que Freda Macklenburg había logrado con Catherine. Por tanto, por imperfecto que sea usted, señor Segel, es con usted con quien tengo que trabajar.

Poco después, me pasaron a una cama normal y me quitaron las vendas de cara y cuerpo. Al principio mantenían la habitación a oscuras, pero cada mañana encendían ligeramente la luz. Dos veces al día, un fisioterapeuta enmascarado con una voz filtrada venía y me ayudaba a aprender a volver a moverme. En todo momento había seis guardias enmascarados y armados en la habitación; un exceso ridículo, a menos que estuviesen presentes en caso de un improbable intento externo por rescatarme. Apenas podía caminar; una abuelita decidida podría haber evitado mi huida.

Una vez me enseñaron a Marión, por circuito cerrado de televisión. Estaba sentada en una sala elegantemente decorada, viendo un disco de noticias. Cada pocos segundos miraba a su alrededor nerviosa. No nos dejaban vernos. Me alegraba. No quería ver su reacción a mi nuevo aspecto; era una complicación emocional que prefería obviar.

Mientras lentamente volvía a ser funcional, comencé a sentir una profunda sensación de pánico al saber que todavía no había pensado un plan para mantenernos con vida. Intenté entablar conversación con los guardias, con la esperanza de acabar persuadiendo a uno de ellos para que nos ayudase, ya por compasión o sobornándole, pero todos se limitaron a monosílabos, y pasaban de mí si hablaba de algo más abstracto que una petición de comida. La única estrategia que se me ocurría era negarme a cooperar en la "realización", ¿pero cuánto tiempo me valdría? No tenía duda de que mi captor recurriría a torturar a Marión, y si eso fallaba, simplemente me hipnotizaría o me drogaría para asegurar mi cooperación. Y luego nos mataría: a Marión, a mí y a Catherine.

No tenía ni idea de cuánto tiempo nos quedaba; ni los guardias, ni el fisioterapeuta, ni el cirujano plástico que venía de vez en cuando a comprobar su obra, admitían siquiera mis preguntas sobre el plan seguido. Deseaba que Lindhquist volviese a hablarme; por loco que estuviese, al menos él había entablado una conversación de dos sentidos. Exigí una audiencia con él, grité y aullé; los guardias permanecieron tan impasibles como sus máscaras.

Acostumbrado a la ayuda de las drogas de alzado para concentrar mis pensamientos, me encontré con la distracción constante de todo tipo de preocupaciones improductivas, desde el simple temor a la muerte, hasta preocupaciones sin sentido sobre mis posibilidades de conservar mi empleo, y el futuro del matrimonio, si de alguna forma Marión y yo sobrevivíamos. Pasaron semanas en las que no sentí nada excepto desesperación y autocompasión. Me habían privado de todo lo que me definía: mi rostro, mi cuerpo, mi trabajo, mi forma habitual de pensar. Y aunque echaba de menos mi antigua fuerza física (una fuente de respeto conmigo mismo más que algo útil por sí misma), estaba seguro de que era mi estado mental alzado el que me hubiese sido muy útil de haberlo recuperado.

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